En una carta al director, un lector
escribía sobre un reciente artículo de Javier
Marías en el que se quejaba del uso zafio y poco competente que alguien tiene que contarle a ese señor que
la lengua es viva y evoluciona. Le digo a Zalabardo que me gustaría tener
delante a ese individuo, que se oculta tras uno de esos alias raros que solemos
ver en las redes sociales, para responderle que no es lo mismo evolucionar para
mejor que hacerlo hacia una lengua degradada.
A veces tengo la impresión, continúo
hablando con mi amigo, de que nos pasa con la lengua lo que con tantas otras
cosas: tendemos a trivializarla, a mirarla como uno más de esos objetos de usar
y tirar. El lenguaje nunca podrá escapar de las modas y costumbres de cada
época, porque es el reflejo de nuestro pensamiento. Pero, sin negar eso, no olvidemos
la hondura y valor que el tiempo le va otorgando. No es una corbata, una falda,
unos zapatos, que nos ponemos una temporada y a la siguiente arrumbamos. Sin
embargo, parece que algo así sucede. Cada año, cada estación, casi cada mes, se
nos incita a declarar el mejor libro, película, futbolista, automóvil… Y cada
año, estación o mes siguientes, sin dar ocasión a que se asienten, les buscamos
sustitutos.
En todas las épocas, trato de
mostrar a Zalabardo, han surgido palabras y giros nuevos, modos de hablar; al
mismo tiempo, otros han desaparecido. Y solo cuando esas palabras han calado en
la masa social el Diccionario, que ni inventa ni impone nada, les ha dado entrada
en su seno. Y no faltan ocasiones en que las palabras tienen una vida tan
efímera que ni han llegado a figurar en sus páginas.
Pero, como dijo Berceo, sennores e amigos, lo
que dicho avemos, / palabra es oscura, esponerla queremos: / tolgamos la
corteza, en el meollo entremos, / prendamos lo de dentro, lo de fuera dessemos.
Por desgracia, tendemos a quedarnos con la corteza sin reparar en el interior. Ni
la propia Academia y la Fundación para el español Urgente (Fundéu)
escapan de ese vicio del momento. La Academia,
incluyendo, suprimiendo o modificando tal o cual vocablo sin otra razón que la
voluntad o capricho de grupos determinados; Fundéu, prestándose, con
toda su buena voluntad, a declarar la palabra del año, como si la lengua
debiera someterse a concurso o certamen.
Desde hace unos años, se viene
seleccionando un grupo de palabras entre las que, al final, se escogerá la palabra
del año. Los criterios, ya lo insinúo antes, parecen ser válidos, pues
se atiende a qué temas preocupan más, de
qué se habló en los medios o qué dudas tuvieron los medios de comunicación.
Pero, llamo la atención a Zalabardo, se habla de medios de comunicación, no de
los hablantes en general. Así, en ocasiones anteriores, ganaron escrache,
selfi,
refugiado
o aporofobia.
La primera parece que ya no se emplea tanto; a la tercera, la corrección
política la va desplazando por migrante; y de la cuarta, ignoro
cuántas personas la utilizarán o sabrán su significado.
Este año, las palabras seleccionadas
fueron: arancel, nacionalpopulismo, microplásticos,
hibridar,
VAR,
procrastinar,
mena,
lo
nadie, micromachismo, descarbonizar, dataísmo y sobreturismo.
Nada hay que objetar a ninguna, pues su formación se ajusta a procesos propios
de nuestra lengua; si acaso, extraña la presencia de arancel, hibridar,
procrastinar
o nadie,
que tienen poco de nuevas. La ganadora ha sido microplásticos, esos
‘pequeños fragmentos (inferiores a 5 mm.) fabricados ya con ese tamaño o
procedentes de la fragmentación de otros plásticos en descomposición’.
Sobre lo que quiero llamar la
atención de Zalabardo no es sobre el hecho en sí de elegir esa u otra palabra
como merecedora de tal reconocimiento. Lo que me sulfura un poco es que son
palabras que apenas calan en el pueblo, que no salen del círculo de los medios
de comunicación y, muchas veces, por el empuje de otras lenguas. Veamos algún
caso de las que ya aparecen en el diccionario académico. Procrastinar, término
culto equivalente a ‘aplazar’, ‘retardar algo’, ya se usaba en el siglo xviii. El Dirae, Diccionario
inverso de la Real Academia Española, nos informa de que su índice de
frecuencia según el CREA, Corpus de Referencia del Español Actual,
es de 0.0, es decir, que casi nadie la emplea; y su índice de
frecuencia según el Google Ngram, que mide la aparición de un término en un periodo
de tiempo, es de 248, lo que tampoco es mucho si tenemos presente que aplazar,
el término más común, tiene un índice de frecuencia en el CREA de 3.42
y de 114494
en el Google Ngram.
micro
o macromachistas;
no escandalizarse si usamos el anglicismo tariff en lugar de arancel
si mantenemos las barreras económicas que perjudican a los países más pobres; exigir
diligencia en las acciones y no aplazarlas debatiendo si procrastinamos o retrasamos;
o, por fin, imponerse el objetivo de cuidar el medioambiente, la limpieza de
los mares contaminados y la defensa de su fauna, se llamen esos elementos
contaminantes microplásticos o de otra forma.
Y el meollo, acabo por decir a mi
amigo, está en que todos los medios de comunicación, sin excluir ninguno, se
encandilan hablando de las palabras del año y de microplásticos,
la ganadora; pero estos medios son los mismos en los que un día y otro encontramos
los redundantes crespón negro y monolito de piedra, sin reparar en
que ya crespón significa ‘tela de color negro que se usa en señal de
luto’ o que un monolito solo puede ser de piedra; los que siguen diciendo y
escribiendo este agua o ese arma; los que confunden infligir
con infringir;
los que siguen creando los giros, por ejemplo cambiarla toda, que oímos
a cronistas deportivos… Tal vez les valiera más buscar menos palabras
del año y emplear bien las que no desfilan por ninguna pasarela.
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