Caminar por el campo no es para mí
solo un ejercicio físico; también me ayuda a despejar la mente y meditar;
pienso mucho mientras ando: el tema que trataré en esta Agenda, las correcciones
que debo practicar en la novela que me tiene ocupado en ese momento y, por
supuesto, en todo cuanto me da esta naturaleza que, aunque algunos lo nieguen,
estamos matando.
Ayer, mi afición al senderismo me condujo
hasta la cima de Santo Pitar. Hace muchos años, la primera vez que subí, aparte
de un cortijo ya entonces abandonado, no había sino una maravillosa panorámica.
Casi toda la costa malagueña y, en días claros, incluso África. Y toda la serie
de montes y sierras que nos rodean: San Antón, los picos del Cisne y el Cielo,
el Boquete de Zafarraya, los Tajos de Sabar, los Alazores, San Jorge, las
Sierras del Job y los Camarolos…
Esta espléndida vista sigue viva,
pero la cima de Santo Pitar se ha convertido en un bosque de antenas. Es uno de
los peajes que nos cobra el progreso. Mirando lo que se me ofrecía, tras ver
Málaga y San Antón, pronto me quedó a la vista Olías. Entonces fue el pinchazo.
A poco de allí, Totalán, oculto por el Cerro de las Herrerías. No podía ver nada,
no podía oír nada, pero sentía el latido de los esfuerzos de las últimas horas
de búsqueda del niño Julen, perdido allá en un pozo traidor.
Por eso hoy no quiero hablar de
cuestiones del lenguaje y deseo quedarme con ese sentimiento dolorido ante la
tragedia de un niño, Julen que, mientras yo andaba por aquellos montes, aún
permanecía atrapado en las honduras de la tierra. Su tragedia la transmitían a
medio mundo esas antenas que yo veía tan feas.
Ya bajando, un almendro, también él
solitario, mostraba sus flores. Que sean para Julen.
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