Poema y dibujo de Rafael Alberti |
Javier
Marías o Imre Kertész, no
recuerdo ahora quién, aunque me inclino por el primero, escribió: Las palabras pierden su sustancia; solo los
hechos presentan solidez. Quiero entender en esta frase que los
acontecimientos son los que son y siempre estarán ahí; en cambio, las palabras
con que los contamos pueden no ser tan precisas, hasta el punto de que, con
ellas, demos una visión poco nítida de esos hechos. Así la interpreto en un
capítulo de mi última novela, La noche a la ventana, en la que
vuelvo a insistir en el valor del recuerdo y la memoria. El protagonista,
ante la imposibilidad de contar un acontecimiento pasado del que solo posee
algunos datos difusos, dice: No es que no
quiera contártelo, sino que no puedo, porque no sabría cómo hacerlo. Aunque los
hechos mantengan su robustez y cohesión, las palabras solas, van perdiendo su
consistencia […] Cómo pudo afectarme aquello, la ignorancia de la solidez del
hecho que vacía de sustancia las palabras que use. Eso es lo que me no me deja
olvidar. Porque ahí está el peligro, no tanto en olvidar, sino en no
recordar rectamente porque nos quedemos más con las palabras que con su
referente.
Le digo a Zalabardo que tanto la
cita como el episodio de mi novela remiten a una cuestión que me parece
de suma importancia: la historia, para un observador
neutral, muestra hechos constatables, objetivos y sujetos a un continuo
análisis y revisión; la memoria, en cambio, trabaja sobre la
interpretación subjetiva, por lo común selectiva, de unos hechos del pasado que
pudieron no ser tal como los recordamos, o que no todos recordamos de la misma
manera, aunque no acusemos a nadie de falsearlos de modo intencionado.
Viñeta de El Roto |
Estoy pensando, le aclaro a mi
amigo, en la tan traída y llevada Memoria Histórica. No porque me
oponga al contenido de la Ley que se ampara bajo tal denominación y que, en mi
opinión, es necesaria. Pero no me gusta su nombre; ese sintagma, memoria
histórica, me parece inadecuado. No creo que casen bien ese nombre,
memoria,
con ese adjetivo, histórica, matrimonio que ha dado origen a bastantes
desencuentros.
El adjetivo, sabido es, expresa una
cualidad del nombre. Puede ser especificativo (restrictivo lo llama la NGLE)
si delimita o concreta esa cualidad, como en lámpara portátil, y
explicativo o epíteto (no restrictivo según la NGLE) si solo destaca una
cualidad inherente, como en duras rocas. Wolfgang Kayser, además, diferenciaba tres tipos: caracterizadores,
mesa
redonda; afectivos, pobre muchacho; y fórmulas, ancho
mar. Confieso que en memoria histórica no sabría señalar su función. Siglos antes, Voltaire actuaba
de adivino y afirmó: El nombre y el
adjetivo son enemigos mortales. Y la tendencia a abusar de ellos en algún
momento hizo decir a alguien que la
inflación del adjetivo ha reducido su potencia. Por eso no es de extrañar
que en su poema Arte poética, Vicente
Huidobro escribiera:
Inventa mundos y cuida tu palabra.
El adjetivo, cuando no da vida, mata.
Pero vamos a lo de memoria
histórica, que es el asunto que nos ocupa hoy. Ya digo que no me gusta
ese nombre que, queramos o no, afecta de alguna manera a su contenido e
intención, según vemos si consultamos a algunos analistas. Memoria histórica es un
concepto relativamente reciente que incluye matices ideológicos e historiográficos
no siempre equiparables. Creo que uno de los primeros en utilizarlo fue el
francés Pierre Nora, y, en los
comienzos, se confundía o identificaba con memoria colectiva o con memoria
social. Desde el inicio de su empleo ya surgieron discrepancias en su
interpretación, porque hablar de memoria histórica implicaba la conjunción
de hechos y procesos históricos con relatos alternativos, productos de la memoria,
cuyo resultado podía llegar a convertirse en “verdad oficial”, “verdad
políticamente correcta” o “pensamiento único”, cosa no siempre deseable.
¿Y si la mejor memoria histórica fuese la desmemoria?, de Faro |
Y por aquí comenzaron las críticas. Tony Judt, historiador británico, dice
que historia
y memoria
son conceptos tan diferentes que confundirlos en uno (unirlos supone tener que tomar
partido por uno de los dos) comporta un grave peligro. La historia, señala, es un
registro de hechos que se reescribe y reevalúa de manera continua a partir de
nuevas o viejas evidencias que van saliendo a la luz. La memoria, en cambio, se
asocia a un propósito público, más emotivo que intelectual, y se aviene más a
museos, parques temáticos o programas televisión; se nutre de manifestaciones parciales,
insuficientes y selectivas. Stanley
Paine, conocedor de nuestra historia, dice que la memoria histórica ni es memoria
ni es historia, sino un conjunto de versiones interesadas que,
incluso, pudieran convertirse en mitos o leyendas. Porque la memoria
es siempre individual, no histórica ni colectiva, en tanto que
la historia
no se puede basarse en memorias individuales, sino en la
investigación intelectual de datos empíricos.
Si acudimos a estudiosos de nuestro
país, Paloma Aguilar comienza
señalando que el concepto de memoria histórica atañe al recuerdo de
un acontecimiento cuya relevancia excede la que pueda tener para un individuo
particular; y matiza que, cuando en España se utiliza la expresión, se liga
siempre a la Guerra Civil y al franquismo, con claros tintes reivindicativos. Y
enfatiza en el hecho de que, aunque sectores de la izquierda pongan el acento en la necesidad de reconocimiento del padecimiento de una parte de las
víctimas, el aprendizaje más ampliamente compartido por la sociedad española
sobre el pasado a lo largo del proceso de cambio político se resume en que
todos, de alguna manera, cometieron barbaridades durante la guerra y nunca más
debería repetirse tragedia semejante.
Viñeta de Forges |
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