Edificio de la Polla Chilena de Beneficencia |
En estas reflexiones andaba cuando
un amigo, José María Pérez Moreno,
por no sé que extraño motivo, me pide que recabe la opinión de Zalabardo sobre
la familia léxica de polla. Zalabardo, que cree adivinar
por dónde va la pregunta, se rasca la oreja y me contesta que son tantos los
sinónimos en todo el dominio hispánico que podría pasar medio día recitando
palabras, incluso por orden alfabético, y no acabaría: badajo, banana,
bicho,
bimbín,
bruta,
canario,
carajo,
chaparro,
chava,
churra,
cipote,
colita,
cosita,
falo,
instrumento,
kika,
lula,
maleta,
mandado,
manubrio,
mástil,
miembro,
minga,
nabo,
niño,
pajarito,
paquete,
partes,
pene,
pepino,
picha,
pichula,
pijo,
pilila,
pinchila,
pistola,
pito,
polla,
príapo,
rabo,
verga…
Pero, de inmediato, se pone serio y
me dice que mayor interés tendría buscar una explicación válida para un curioso
hecho: ¿por qué la palabra polla, del latín pullus,
-i, ‘retoño’, y esta de pullus-a-um, ‘pequeño, menudo’,
apenas se utiliza con su significado primario, ‘cría de cualquier animal’ y, en
especial, ‘gallina nueva, que empieza a poner huevos’ de donde, por metáfora, ‘muchacha
de poca edad’, y se emplea con dos significados tan diferentes en uno y otro
lado del Atlántico: ‘juego, apuesta, lotería, quiniela’ en la América de habla
española y ‘órgano sexual masculino’, en España.
Me insiste Zalabardo en que, dado
que el origen es el mismo, lo que habría que buscar es la razón del diferente
uso. Consulto el Diccionario secreto, de Cela,
y debo confesar que, de inicio, me he sentido algo desanimado, pues confirmo la
extrañeza de mi amigo. Repite don Camilo lo que desde nuestro primer
diccionario, el de Covarrubias, de
1611, hasta la ultimísima versión del DLE, se afirma: que la palabra tiene
su origen en el latín pullus, -i.
Falo votivo de los siglos III-IV a.C. |
Zalabardo me anima a no rendirme y a
que siga mirando. Regreso a Cela y me
entero de que la aparición de la connotación sexual es bastante tardía: el
primer caso documentado por él es un texto de un fraile palentino, fray Damián Cornejo (1629-1707), franciscano, obispo de Orense, biógrafo
de san Francisco, cronista de su
orden y autor de… poemas burlescos de asunto picante y casi pornográfico. Es un
poema en el que el fraile cuenta la disputa entre un joven y un hombre mayor
por conseguir los favores de una tal Lisis, manejando una serie de
equívocos sacados de la comparación de la escena con un juego de naipes, llamado
Juego
del hombre. En el Diccionario de Autoridades leo que
es un género de juego de naipes [en el
que para] ganar la polla se necesita
hacer cinco bazas.
Ya tenemos la relación polla/juego.
Algo es algo. El mismo Cela reenvía
a Cervantes que, en su novela El
licenciado Vidriera, habla de unos gariteros
que ni por imaginación consentían que en su casa se jugase otros juegos que polla y cientos, lo que ratifica que juego del hombre y polla
son nombres para el mismo juego. En nota al texto, Francisco Rodríguez Marín,
ilustre polígrafo y paisano nuestro, de José
María y mío, y que da nombre al
instituto en el que estudiamos el bachillerato, sostiene que juego
del hombre es el moderno tresillo, y que se llama polla
a lo que apuestan quienes a él juegan. Establecida la equiparación polla=apuesta,
solo falta saber la razón del nombre y cómo pasa a ser también pene.
Zalabardo, que me ha ido guiando en
todo momento como Virgilio guio a Dante hasta las puertas del paraíso, me
sugiere que, si hasta ahora he bebido en fuentes de esta orilla, podría aplacar
mi sed consultando a alguien del otro lado del Atlántico. Y la respuesta me la
proporciona Fernando Iwasaki,
peruano, filólogo, profesor, novelista e investigador que, para mayor
abundancia, vive desde hace muchos años en Sevilla, lo que lo convierte en
conocedor de las modalidades lingüísticas de las dos orillas. Iwasaki ganó el IX Premio Málaga de Ensayo,
en 2017, con Palabras primas, libro en el que uno de sus capítulos se
titula, de manera en principio desconcertante, La polla de Cervantes. Pero
pronto todo queda claro. Nos habla de que polla, en Hispanoamérica, solo designa
la lotería, quinielas, rifas, apuestas en diferentes juegos, y carece de connotaciones
sexuales; o sea, nada que ver con el español de España. A la vez, en ese libro
me entero de que Jean-Pierre Etienvre
decía en Figures du jeu: études lexico-sémantiques sur le jeu de cartes en
Espagne: XVIe-XVIIe siècles (1987), que algunos juegos de naipes
antiguos que sirven de fundamento a un lenguaje figurado ya no forman parte de
nuestra experiencia, aunque sigan aflorando de diferentes maneras.
Manual del juego del tresillo |
Sabemos, dice Iwasaki, que en los siglos XVI y XVII se llamaba polla
indistintamente al Juego del hombre o al conjunto de apuestas. Quien ganaba la
partida se sacaba la polla. Pero sucedía que en dicho
juego se utilizaban expresiones como meter, meterla doblada, correr,
sacar
(la polla)
según se apostara, se doblara la apuesta, se pasara la mano al jugador
siguiente o se tuvieran cartas tan buenas como para ganar la partida. En ese
momento me recomienda Zalabardo que mire el diccionario latino de Agustín Blánquez, que cita un verbo pullo-as-are,
‘brotar, crecer’, derivado de pullus. Eso me hace pensar que,
porque ‘crece o aumenta’, se llamó polla a las apuestas.
La tesis de Iwasaki es que, en Hispanoamérica (basta ver el Diccionario
de americanismos), polla permaneció como ‘juego’, sin
ninguna otra acepción, mientras que en España no pudo evitarse que, al ser un
juego en el que “se metía”, “se sacaba”, “se corría”, etc., la gente dejara de
asociar polla a ‘gallina nueva’, a ‘mocita’, o incluso a ‘juego’, para
establecer otro tipo de asociaciones. Por pudor o cualquier otra razón que
desconozco (ya estamos con los tabúes y eufemismos), hacia finales del siglo
XVIII el Juego del hombre vio sustituido su nombre por tresillo
y, en lugar de polla, se prefirió decir pocillo, que, en el juego original,
era el número de pollas de que constaba una partida. Zalabardo me aconseja
consultar un último libro que avala lo dicho: Juego del Tresillo. Arte de
jugarlo, escrito por un tal D.
R. C. y publicado en Madrid en 1852.
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