Algunos días, Zalabardo se levanta con inquietudes filosóficas
de las que me quiere hacer partícipe. Hoy, por ejemplo, tenía ganas de hablar
sobre el tiempo. Me preguntaba si yo creía posible lo de aquel personaje de Javier Marías que pasaba cada día
creyéndose en un año distinto de su vida y, por tanto, para él todo el tiempo
era presente o retorno y nada era tiempo pasado o perdido. Trato de decirle que
eso no es más que un puro juego retórico con el que viene a decir que nadie
puede vivir más que en presente. “Sin embargo”, me repone, “Jorge Manrique, modelo de caballero
medieval, lo que supone que al buen manejo de las armas unía buenas dosis del
mejor conocimiento de su época, ya dejó bien claro que no hay otro tiempo más
firme que el pasado.”
Me sorprende
este salto de mi amigo desde Marías
a Manrique y que se haya fijado en
esa diferencia. Le pido que me aclare en qué se basa para atribuir esa teoría
al poeta medieval y, sin dudar, me remite a la segunda estrofa de las
inmortales Coplas: si vemos lo presente cómo en un punto se es ido
y acabado, si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado. Mi
amigo deduce de estas palabras que, contra lo que Marías escribe, Manrique
sostiene que el presente carece de entidad, es un mínimo punto en la línea del
tiempo, pues en el mismo instante en que sucede se convierte en pasado. Y me
lanza otra pregunta: “¿Por qué, si no, las novelas, incluso las pocas que
parecen ser diferentes, se escriben en tiempo pasado?”
Como digo,
Zalabardo me desconcierta y siempre me obliga a pensar. Ahora me habla de que
el presente es efímero; de que el futuro, por ser lo aún no existente, no
cuenta hasta que se actualice; de que, entonces, será un presente que, dada su
inconsistencia, de inmediato se incorporará a ese pasado que, al cabo, es lo
único que tenemos. Ignoro si mi amigo piensa está hablando de filosofía o de
gramática. Y como parece haberse levantado hoy en plena forma, me espeta:
“¿Acaso hay diferencia entre una cosa y otra?”
Y así empezamos
a hablar del verbo y su naturaleza. Como mi amigo no gusta de meterse en
laberintos teóricos, recurro a las explicaciones de Álex Grijelmo, magnífico y ameno divulgador de este tipo de
cuestiones. En su Gramática descomplicada llama al tiempo verbal “reloj del
idioma” que nos permite sincronizar el momento en que hablamos con el momento en
que sucede el enunciado que emitimos: ahora, antes o después; es decir, lo que
conocemos como presente, pasado y futuro, según leemos en la más simple de las
gramáticas. Entonces caigo en la cuenta de que nuestra lengua dispone de
abundantes formas para referirse al pasado; de algunas menos para el presente y
de bastantes menos para el futuro. O sea, pienso, que Zalabardo va a tener
razón.
La gramática,
digo a Zalabardo, nos explica muy bien esta especie de galimatías. Cuando un
locutor deportivo dice, por ejemplo: Salen al campo los jugadores del Betis,
habla de un instante que se agota en el mismo acto de decirlo, la parcela de
tiempo expresada es mínima. Ese es el único y verdadero presente, al que se le
llama puntual o momentáneo. Todas las demás formas
de presente ofrecen unas referencias temporales distintas, la mayor parte de
ellas conectadas con el pasado. Si digo Me levanto muy temprano, todos
entienden que no estoy haciendo nada, que me limito a señalar que esa acción de
levantarse temprano se produce de forma reiterada, afirmación que se sustenta
en mi conocimiento del pasado; ese es el presente habitual. En Suelta
al niño que le haces daño, el verbo alude a una extensión temporal
indeterminada, que, aunque iniciada en un momento anterior, provocan consecuencias
que aún perduran; es, pues, un presente progresivo. ¿Y si lo que decimos
carece de una referencia directa con el momento en que se habla, es atemporal,
y puede utilizarse como enunciado de validez universal? Es lo que ocurre en El
hombre es mortal, donde, de nuevo, son los datos conocidos del pasado
los que dan validez a nuestras palabras; a eso lo llamamos presente gnómico.
Comprobamos la dificultad del presente para desligarse del pasado. Podríamos
seguir aportando ejemplos, pues, aunque hay otras formas posibles, creo que es
suficiente.
Y acabo reconociéndole
a Zalabardo que, efectivamente, las novelas, o la mayoría de ellas, se escriben
en pasado por esa razón. Aunque se usen formas verbales de presente, la
historia fluye siempre desde el pasado. Incluso en algunos casos especiales (Viaje
a la semilla, de Carpentier;
Ulises,
de Joyce; Rayuela, de Cortázar…) la narración, como tal, va
de lo anterior a lo posterior. No depende ya de que usemos unas formas llamadas
presente, pasado o futuro; es que el autor, no puede ser de otra manera, parte
de unos datos conocidos, y por tanto pasados, y de ellos se vale para contarnos
la historia. ¿O no fue Berceo quien,
en los albores del siglo XIII, dijo aquello de qué sucedió después no lo sabría contar, pues se perdió un cuadernillo
del libro en que lo leía? ¿O no escribió Borges un soneto, aunque hablemos ahora de novela, titulado La
lluvia sucede en el pasado, que cantó por bulerías el Cabrero?
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