«¿Cuántos amigos es posible reunir?», le pregunto a Zalabardo, que, captando la ironía de mi pregunta, me responde con el mismo tono: «¿A cuántos amigos es posible soportar?». Hablábamos del auge de las redes sociales y del ansia de muchas personas por «coleccionar» el mayor número posible se «amigos» y seguidores, y de acumular ingentes cantidades de «me gusta».
Le confieso a mi amigo ―este sí― mi
desapego creciente hacia el turbio camino que van tomando las redes sociales ―solo
me muevo, y sin exceso, dentro de Facebook y de WhatsApp,
pero cada día me cansan más― y mi decisión de no aceptar la mayoría de
solicitudes de «amistad» que me llegan, porque proceden de personas con las que
nada me une, así como mi intención de ir borrando de la lista de estos «amigos
virtuales» a bastantes de los que hasta ahora tenía, por la misma razón. La
amistad ―le digo a Zalabardo― es algo tan serio e importante que no debemos
frivolizarla por la sola ansia de presumir en las redes.
Decía Michel de Montaigne en
uno de sus ensayos ―titulado precisamente De la amistad―: «Parece
que a nada nos conduce tanto la naturaleza como al trato social». Refrendaba
así lo que Aristóteles ―muchos siglos antes― había afirmado: «el hombre
es un ser social por naturaleza». Si en ese trato surgen relaciones de carácter
más intenso y profundo, llegaremos a la noción de «amistad». Es Montaigne
quien, en el mismo ensayo, lo dice: «Lo que generalmente llamamos amigos y
amistad no son más que vinculaciones logradas a base de algún interés, o por
azar, por medios de las cuales nuestras almas se relacionan entre ellas». Y
también, algo que es muy importante: «La amistad se disfruta proporcionalmente
a como se desea; no se alimenta ni crece sino en la medida que se disfruta».
Si reflexionamos sobre lo anterior,
descubriremos que hay demasiadas vinculaciones que no proporcionan disfrute
alguno. ¿Es de verdad posible, entonces, que alguien tenga tres mil amigos?
¿Quién tiene, de verdad, tantos? Me pongo a pensar y me digo que así, contando
por encima, quizá yo no llegue a tener ni veinte. Tengo compañeros, conocidos ―todos,
personas muy de mi aprecio―. Pero esa relación de la que habla Montaigne,
¿con cuántos la tengo y gozo? Con muy pocos. Las redes han pervertido el
sentido de la «amistad» en muchos casos.
Escribe Yuval Noah Harari en
su último libro, Nexus, que los «Homo sapiens no
conquistamos el mundo porque poseamos talento para transformar la información
[…, que] el secreto de nuestro éxito reside en que hemos desarrollado la
capacidad de conectar masas de individuos a través del uso de la información».
Es decir, que fuimos capaces de crear vinculaciones, o sea, redes. Y no solo
eso ―continúa diciendo― sino que «los sapiens no tenían que conocer a
los demás en persona; solo tenían que conocer el mismo relato», es decir, que
no tenemos que ser amigos; basta con coincidir en una idea ―política,
religiosa, laboral, de aficiones…―. «Las redes de información humana no pueden
verse como una marcha triunfal del progreso […, pues] una red puede acaparar
mucho poder pero usarlo de manera poco prudente». Podría parecer que Harari
desconfía de las redes; si leemos despacio su libro, veremos que su
desconfianza apunta al mal uso que de ellas se hace.
«Según lo que dices» ―me interpela
Zalabardo― «las vinculaciones de que hablaba Montaigne y la conexión que
cita Harari vienen a ser algo semejante». Le digo que es así, con la
diferencia de que el primero hablaba de la amistad y el segundo de lo que
modernamente llamamos redes sociales, plataformas digitales formadas por conjuntos
de individuos ―o de organizaciones― y conjuntos de relaciones entre ellos.
Aunque estas redes han conocido su éxito gracias a la aparición de internet, la verdad es que redes han existido desde el principio de la humanidad, desde que dos o más individuos se coordinaban para una actividad cualquiera. Pero la expresión red social apareció hacia 1930, cuando en psicología se comenzó a hablar de sociogramas. Le cuento a Zalabardo que, en los años 80, en el instituto, trabajé con un compañero, Antonio Huertas Moreno ―admirado y apreciado amigo al que no olvido pese a las muchas cosas en las que no coincidíamos, o quizá por eso― en un proyecto que llamamos Gabinete psicopedagógico, sin saber que nos anticipábamos a los Departamentos de orientación que luego, en 1990, impulsaría la LOGSE―. Allí, entre otras actividades ―técnicas de estudio, atención a la diversidad, orientación laboral…―, aplicamos el estudio de redes para analizar el juego de relaciones en cada grupo. Localizábamos los liderazgos, las afinidades y los rechazos, las exclusiones… No era en principio nuestro objetivo, pero eso nos ayudó a prevenir posibles situaciones de acoso.
Ya avisa Harari de que en estas
redes sociales los individuos que participan no necesitan conocerse
personalmente. Por eso, si hablamos de «amistad», esta será solo virtual, nunca
real. Los primeros PC ―ZX Spectrum, Atari, Amstrad…―
aparecieron por aquellos años 80, aunque con ellos se jugaba más que se
trabajaba y no permitían interaccionar. En 1985 apareció el revolucionario Windows
y para 2001 ya quedó desterrado como sistema operativo MS DOS (tampoco
olvido aquellas sesiones en las que otro compañero y amigo, Carlos Rodríguez,
puso todo su empeño para introducirnos en su conocimiento. Poco después llegarían
Windows NT, Windows XP… Y en 1991, con la extensión
de internet, se abrió la puerta para las actuales redes sociales: Facebook
(2004), YouTube (2005), Twitter (2006), WhatsApp
(2009), Instagram (2010)… Con sus luces y con sus sombras.
Porque es innegable que las redes sociales son un instrumento de gran valor: son medios rápidos para comunicarse y compartir informaciones y opiniones, permiten establecer contactos casi imposibles de otra manera, difunden informaciones, sirven de entretenimiento… Pero también presentan una cara fea y negativa: han permitido la aparición de un ciberacoso anónimo, funcionan como anzuelo del que se aprovechan los pederastas, facilitan el acceso indiscriminado a contenidos sensibles, crean adicción y pérdida de contacto con el mundo real. Y, como vemos cada día más, se han convertido en canal valiosísimo para la desinformación y la difusión de bulos y mentiras.
¿Qué es lo que falla? ¿Cómo algo que,
sí, podría significar el triunfo del progreso nos hace torcer el gesto? Le digo
a Zalabardo que, en mi opinión, si algo que podría ser puente de unión entre
las personas se convierte en generador de conflictos y desunión, es porque
falta la suficiente atención en la formación de usuarios. La rapidez con que
todo avanza en nuestro tiempo nos ha hecho olvidar este aspecto tan importante.
2 comentarios:
Con dos cosas me quedo; lo importante de la formación para el buen uso de las redes y la importancia de disfrutar para ir fortaleciendo el conocimiento y la amistad. Saludos a Zalabardo.
Interesante análisis. Hará ya mes y pico que Facebook me impidió enlazar una entrada a mi blog por avisarme de quere lucrarme, cosa que me dejó muerto. Es verdad que las Redes sociales, Facebook e Instagram, las únicas en las que participó, me han servido como vehículo para que mucha gente conozca mi trabajo fotográfico, pero a cambio, hacen que tenga que estar muy pendiente de ellas y eso no es bueno. Poco a poco he ido abandonando grupos donde participaba por el tiempo que me implicaba y aunque al principio me daba pena, en poco tiempo me producía una gran liberación. En el fondo, a nadie le interesa tu trabajo y esos "amigos" realmente no existen. No dudo en una pronta marcha de las redes, en especial de Facebook, pero me pregunto ¿Y después qué?
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