sábado, enero 30, 2016

DE CENTENARIOS Y EFEMÉRIDES



            Estudiosos aparte, ¿cree hoy algún español que debería leer a Lope de Vega, al magnífico Bernal Díaz del Castillo, a Quevedo más allá de un par de célebres sonetos, a Manrique, a Ausiàs March, a Garcilaso, a Aldana? ¿O a Baroja y Valle-Inclán y Clarín, a Aleixandre y Cernuda, a Blanco White y Jovellanos, ni siquiera a Galdós y Zorrilla, tan populares? Para qué (Javier Marías)

Cervantes, por Juan de Jáuregui
            Hacía el novelista esta triste reflexión hace unos días en su habitual artículo para El País Semanal, después de quejarse de que solo factores extraliterarios nos hacen tener presentes a Lorca, a Cervantes o a Machado y antes de mostrar su estupor por la distancia que nos separa de países como Reino Unido, Alemania, Austria, Francia o Estados Unidos, que mantienen vivos la memoria y el respeto por sus clásicos mientras, entre nosotros, no hay plan de estudios que no avance un paso más en borrar, suprimir, aniquilar el pasado, cercenarnos, utilizando sus palabras.
            El artículo, le aviso a Zalabardo, me hace recordar que este año se celebran diversas efemérides. Por cierto, ¿explicará la desidia y desprecio que mostramos hacia nuestros clásicos el hecho de que efeméride, ‘celebración del aniversario de un hecho notable acaecido en el pasado’, comparta etimología con efímero, ‘transitorio, pasajero’?
            2016 nos trae una serie notable de centenarios y otras efemérides literarias. Se cumple el cuarto centenario de la muerte de Cervantes y de Shakespeare. La tradición viene manteniendo que ambos murieron el 23 de abril; los estudiosos, en cambio, discrepan en cuanto a la fecha y en cuanto a la coincidencia. Zalabardo y yo, en tanto se ponen de acuerdo, preferimos quedarnos con la creencia popular y unir de esta forma a estos dos monstruos de las letras.
Valle-Inclán, 1926
            También se cumple el cuarto centenario de la muerte del peruano (hijo de un capitán español y una princesa inca) Garcilaso de la Vega, el Inca. Como se cumple el sesquicentenario del nacimiento de Valle-Inclán (150 años, ya que el prefijo sesqui- indica la unidad más media) o el primer centenario del de Camilo José Cela. Y hay otro centenario que deseo recordar, este no de una persona, sino de un libro: el de Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez.
            “¡Alto ahí!” —me interrumpe Zalabardo— “No sé si eres de verdad consciente de lo que dices o, por el contrario, desprecias la coherencia que tanto reclamas. No hace muchos días, dedicabas un apunte de esta mi Agenda, recuerda que tú escribes porque yo te la presto, a poner de vuelta y media a la figura de Cela y ahora solicitas que celebremos su centenario; y, por otro lado, hablas del centenario de un libro que, si no estoy equivocado, se publicó en 1917, el de Juan Ramón.”
Manuscrita de La familia de Pascual Duarte
            Tengo, pues, que dar explicaciones a Zalabardo. Respecto a Cela, mi opinión no ha variado. Incluso después de que en estos días se haya conocido una carta de 1951 (al menos en estos días la he conocido yo) dirigida a Juan Aparicio, Director General de Prensa, en la que comunicaba su renuncia a los puestos que ocupaba por esta serie de razones: un libro retirado, otro prohibido, ni un solo premio ni grande ni pequeño, y un sistemático desplazamiento de puestos que, a su juicio, merecía. Y achaca todo a los ataques que sobre él ejercían malintencionados, pusilánimes, puritanos y pescadores en río revuelto. Habría que recordar que, pese a todo, esos libros a los que se refería acabaron publicándose, en tanto se mantenían prohibidos los de otros autores que, además, sufrían un exilio forzado o voluntario, tanto da. Aun con eso, nunca negaré su calidad literaria. Porque insisto, siempre lo digo, en que no hay que confundir al escritor con la persona. Aunque la segunda nos genere rechazo, nunca deberemos dejar de reconocer los méritos que puedan distinguir a su obra. Y en ese aspecto, sigo creyendo que Cela, uno de los estilistas más granados de nuestra literatura, abrió el camino a muchos en tiempos en que nuestra prosa languidecía.
            ¿Y qué pasa con Diario de un poeta recién casado? Efectivamente, el Diario se publicó en 1917, pero el manuscrito se había entregado a la editorial en 1916 y esa es la fecha que aparece en la portada. No creo que tenga que ser yo quien hable de lo ese libro supuso para la poesía en español.
            Pero, en este año de fastos que, por el momento, se notan poco, me gustaría expresar otra queja. Hacienda está pensando retirar la pensión de jubilación a aquellos escritores que aún perciban derechos de autor. ¿Quién negará la discriminación legal que significa tal medida? Cualquier ciudadano puede legar a sus herederos su fortuna y propiedades; en cambio, los beneficios que a un autor reporte su obra (que es su fortuna) pasan a ser de dominio público a los setenta años de su muerte. Para los fallecidos antes del 7 de diciembre de 1987, ese plazo es de ochenta años, para respetar la ley de 1789.
            En 2016, serán de dominio público las obras de Lorca, de Valle-Inclán, de Unamuno y no sé si de alguno más. Enfrentemos el caso a otros de distinta naturaleza: los sucesores de Gaspar Vilaseca, que en 1714 fundó en Capellades (Barcelona) una papelera que es la empresa más antigua de España, o los sucesores de Diego de Alvear, que en 1729 levantó las bodegas cordobesas que llevan su nombre, siguen disfrutando (felizmente) de la riqueza creada por sus antepasados. En cambio, los sucesores de los escritores citados perderán ese derecho, ya que sus obras serán de dominio público. Eso sí, quien desee leer el Romancero gitano, Luces de bohemia o La tía Tula, pongo por caso, deberá pagar igual a las editoriales que publiquen, libres de derechos, esos títulos. Por citar solo a uno de los tres anteriores: el genio de Valle-Inclán tardó en ser reconocido y hasta su muerte, sufrió muchas estrecheces económicas. Pues bien, ninguno de sus herederos podrá percibir ya ni un solo euro por la publicación de sus libros ni por la representación de su teatro.

sábado, enero 23, 2016

AMIGOS, COMPAÑEROS Y CONOCIDOS




            Los escritores de mi temple tenemos un principio en común con los pintores. Cuando una copia exacta hace que nuestros cuadros sean menos llamativos, exageramos lo menos malo o mal menor y juzgamos más perdonable faltar a la verdad que a la belleza. (Laurence Sterne: Tristram Shandy)

El abrazo, de Juan Genovés.
            En otros tiempos, si dos personas de diferente sexo entablaban un trato que superaba lo meramente amistoso, se decía, en un primer momento, que se hablaban; si llegaban a congeniar, establecían relaciones; y si se veía que había una fuerte empatía entre ambos, se hacían novios.
            Hoy, los cambios sociales no han dejado de tener su influencia en las formas de trato entre las personas. No me refiero ya a la superación de tabúes, prejuicios y marginaciones de toda clase que eran frecuentes. Bien está que se hayan superado y dejemos la mojigatería a un lado. Pienso únicamente en lo que es la conexión interpersonal. Todo se ve afectado por la urgencia y la vorágine. Igual que ya nadie escribe una carta sino los minúsculos tuits o whatsapps, se evita cualquier proceso que pueda entenderse largo o que suponga cierta dosis de compromiso. No se habla de noviazgo, ni de matrimonio. Por supuesto, cada día se utilizan menos las palabras esposo/esposa; se cree, mal, que remiten a ‘atarse’ (cuando, en realidad, el latín sponsus significa ‘promesa’). Ni siquiera se habla de ligazón o lío. Todo se reduce a tener una pareja o una relación. Son conceptos vagos. Al menos, consuela ver que se ha inventado el amigovio. Por supuesto, creo que todos estos cambios reflejan tanto el cambio social acaecido como la capacidad de la lengua para adaptarse a cada situación.
            “¿Me quieres decir —me interrumpe Zalabardo— qué tiene que ver con eso la frase de Sterne de la cabecera?” Entonces le digo que a las personas, con el lenguaje, nos ocurre algo parecido, que preferimos faltar a la verdad (procuramos utilizar términos que disimulen lo que pensamos) antes que faltar a la belleza (pues preferimos las palabras que deslumbren antes que las adecuadas).
            Como veo que no me entiende, o que no logro hacerme entender, busco un ejemplo. Tenemos, le digo, tres palabras cuya relación es tal que, incluso, en ocasiones se emplean como sinónimas: amigo, compañero y conocido. Sin embargo, entre ellas hay mucha diferencia. 

Mis tres mejores amigos y yo. Sevilla, febrero 1964
            Amigo procede de amicus (y este de amo, ‘amar’). Indica una relación muy estrecha entre dos seres. Al amigo se lo ama, se haría lo que hiciese falta por él. Amigos hay pocos (nada que ver con los que se cuentan en facebook) y se los elige por decisión personal y se les guarda fidelidad. Su número puede aumentar, aunque difícilmente disminuye.
            Compañero está en otro nivel; viene de panis con la preposición cum; compañero es ‘quien comparte el pan con alguien’. Al compañero se le debe lealtad y respeto; y, si este compartir el pan y la sal se dilata en el tiempo, es posible que alguno cambie su condición por la de amigo. Compañeros hay más y nos vienen dados, no los elegimos. Entre amigos y compañeros, por el continuado y directo trato que hay, pueden producirse roces (hasta en las mejores familias se discute), que nunca afectarán (o no debieran) al afecto y lealtad existente entre ellos. ¿Recordáis aquellas palabras de un crítico de cine que solía decir de algunos “mi compañero y, sin embargo, amigo”? Estos roces son más llevaderos entre amigos que entre simples compañeros.
            Por fin, conocido es algo muy diferente; deriva de gnosco, ‘aprender a conocer’. Conocido es cualquiera de quien sabemos o vamos sabiendo algo, aunque no tengamos contacto. Podríamos decir que la relación con él es de indiferencia, sin que esto signifique menosprecio. Por eso, puedo decir que conozco a Machado porque sé quién fue, qué hizo, qué escribió; e, incluso, puedo llegar a sentir admiración extrema hacia su persona y su obra. Como, del mismo modo, digo que conozco a Belén Esteban, aunque de ella no sepa sino que sale en televisión.
            No obstante lo anterior, utilizamos amigo y compañero —sobre todo estos dos— o conocido, faltando más a la verdad que a la belleza, es decir, pretendiendo que se infiera algo inexistente. Porque llamamos a alguien compañero y le somos desleales en cuanto que vuelve la espalda, o declaramos ser su amigo cuando no pocas veces anteponemos el rencor al amor. Con ello, faltamos a la verdad porque queremos ocultar lo que somos y lo que sentimos; y, a la belleza, porque desnaturalizamos el recto sentido de las palabras. Cuando caemos en esta bajeza, merecemos ser despojados del noble título que supone ser amigo o compañero de alguien.
            La culpa de que esto sea así no es del lenguaje, por supuesto, sino del uso espurio que de él hacemos. Pero el lenguaje, que prefiere tanto la verdad como la belleza, nos deja retratados y desairados cada vez que lo empleamos con engaño.

sábado, enero 16, 2016

SANTABÁRBARA



El lenguaje no lo hace el poder, no lo hace la academia, no lo hacen los escritores. Lo hacen los cazadores, los pescadores, los campesinos, los caballeros, es el lenguaje del alba, es el lenguaje de la noche, hay que acudir a las bases donde se forma la lengua (Jorge L. Borges)

Esquema de la santabárbara (1 y 2) de un buque
            Mis charlas con Zalabardo son pausadas, tranquilas. Nada nos impone prisas. No se parecen a las que cada día abundan más en las redes sociales. Él suele decirme: “Las conversaciones, como las comidas, bien masticadas, para digerirlas mejor”. Hablamos de todo. Hace unos días, le decía,  pensando en el pasado, que me alegro de haber estudiado en mi bachillerato seis años de latín y tres de griego, aparte de filosofía; de que lengua y literatura fuesen asignaturas distintas, lo mismo que la historia, la geografía y el arte. También le confesaba mi agradecimiento hacia los profesores que me proporcionaron una formación humanística, me hicieron amar la mitología, ayudaron a que en mi espíritu despertase la curiosidad por la naturaleza y por el pasado, fomentaron mi afición por la lectura y me inculcaron el deseo de ser cuidadoso en el uso del idioma, al hablar y al escribir, mostrando en todo momento respeto por la ortografía, la sintaxis y el léxico, que debía procurar enriquecer. Lo que haya conseguido, le digo a Zalabardo, lo pongo en el haber de esos maestros; en cambio, los fallos que sin duda sigo cometiendo solo se me pueden imputar a mí.
            Esta especie de “profesión de fe” nacía de la preocupación que me causa ver cómo en los planes de estudios se desprecia cada día más las humanidades. Latín, griego y filosofía son asignaturas en peligro de extinción; es difícil encontrar, incluso en alumnos de niveles universitarios, una mínima formación humanística; se escribe, y se habla, de manera lamentable y hay muchos que se escandalizan si se pide que una expresión deficiente (sintaxis incoherente, falta de fluidez léxica, ignorancia de la ortografía) pueda ser motivo de rebaja en la calificación. Consecuencia: escriben mal los alumnos y lo que es peor, escriben mal bastantes profesores. Como escriben y hablan mal políticos, locutores, periodistas…
            El lenguaje, como todo en esta vida, cambia casi sin que nos demos cuenta. Hay palabras que desaparecen mientras se nos van haciendo visibles otras nuevas. Eso es lo natural y deseable. Aunque deberíamos estar atentos a los cambios, porque lo grave es descuidar es el uso que del idioma hacemos. Le cuento a mi amigo la anécdota de alguien que abusa de *palafranero sin saber que lo correcto es palafrenero. Todo, no cabe duda, porque ignora que su origen está en una palabra casi extinta, palafrén, ‘caballo manso que solían montar las damas y, también, reyes y príncipes’, de la que deriva palafrenero, ‘mozo que cuidaba de los caballos o que los llevaba cogidos del freno para evitar percances’. Hoy, el término se emplea para referirse, de modo despectivo, a la persona excesivamente servil que renuncia a sus propios criterios e ideas y se pliega a los de un superior jerárquico. Con tacto, para intentar  no herir su sensibilidad, pues es difícil saber cómo reaccionará alguien cuando se le hace una corrección, aun bien intencionada, le comenté la forma y origen del término. ¿Creen que me hizo caso? Empeñado sigue con su *palafranero.

Guardacartuchos y otros pertrechos artilleros
            Intento decir que meditamos poco lo que decimos y, no pocas veces, ignoramos por qué lo decimos. En estas, se me ocurre preguntar a Zalabardo si sabe de dónde viene eso de acordarse de Santa Bárbara solo cuando truena. Como niega con la cabeza, le cuento algo de esta santa, que vivió, creo, en el siglo iii y murió por haberse hecho cristiana y rechazar matrimonio con la persona que le proponía su padre. Condenada a ser decapitada, su propio padre la ejecutó. En el momento de dar muerte a su hija, cayó un rayo del cielo y lo fulminó. Esta es la razón de que acudamos a ella en solicitud de ayuda durante las tormentas. Pero también de que se la considere patrona de los artilleros y de los mineros (por el uso que, en la antigüedad, hacían de explosivos).
            ¿Y por qué se llama santabárbara, en una embarcación, al pañol en que se almacena la pólvora? Pues porque, en tiempos, era costumbre colocar una imagen de esta santa en la puerta de estos polvorines. 

Quevedos
            No es el único caso en nuestra lengua en que vemos cómo un nombre propio acaba convirtiéndose en común. Es un simple ejemplo de metonimia. En la misma línea, a una alcahueta la llamamos celestina por el personaje de Rojas; simón a un tipo de carruaje tirado por caballos por un cochero madrileño del siglo xviii llamado Simón Tomé; a los porteros de fútbol se les llama cancerberos en recuerdo del mítico Cerbero; moisés es una cesta para recién nacidos que recuerda el abandono de Moisés en aguas del Nilo; la rebeca es una prenda usada por un personaje de película que tenía ese nombre; calepino es un diccionario de latín en recuerdo de Ambrosio Calepino; a la mantis solemos llamarla santateresa y, en México, tatadiós, que es una forma afectiva y a la vez respetuosa de referirse a Dios. Y podríamos citar catón, tenorio, bermudas, quevedos, sambenito
            “¿Y el sanjacobo?”, me pregunta Zalabardo, que va teniendo ganas de comer. A lo mejor un día de estos lo comentamos.