sábado, abril 27, 2024

LA BOCA, EL PEZ Y EL GANSO

 


Todas las lenguas disponen de unas piezas léxicas que, aunque funcionen con un sentido unitario, están formadas por varias palabras que presentan un grado de fijación formal bastante asentado y que incluso, a veces, llegan a convertirse en una sola palabra que, al menos en apariencia, presenta un significado que nada tiene que ver con las palabras que la forman. Es lo que sucede con locuciones como a troche y moche, ‘de forma disparatada e inconsistentemente’ o ir de la ceca a la meca, ‘moverse de un lado a otro sin sentido claro.

            Ocurre con frecuencia que los elementos de la locución de que tratemos no tienen existencia aparte fuera de ese giro lexicalizado. Le pongo a Zalabardo el ejemplo de a bocajarro. A nadie se le escapa que, en esta locución intervienen boca y jarro. Pero resulta que en nuestra lengua no existe bocajarro como elemento independiente, sino la frase a bocajarro, que puede significar ‘desde muy cerca’, ‘de improviso, repentinamente’ o ‘en contacto con el cuerpo a que se dispara’. Sucede igual con a quemarropa, ‘desde muy cerca’.

            Le señalo a mi amigo que existe un grupo especial de locuciones que reciben el nombre de somáticas, porque, en ellas, el elemento principal es una parte del cuerpo ―ser un manirroto, hacer algo con los ojos cerrados, hacer oídos sordos, comenzar con mal pie…―. Y le llamo la atención sobre la curiosidad de que haya muchísimas locuciones en nuestra lengua que se forman a partir de boca, Lo que ya no sé decirle ―eso exigiría un estudio muy detenido― es si forman o no el grupo más numeroso. Sí es cierto que entre ellas las hay de muy variada naturaleza. Algunas son muy fáciles de entender; por ejemplo, por la boca muere el pez, ‘verse en dificultades por no haber sido prudente al hablar o haberlo hecho de forma desconsiderada’. Igual que el anzuelo es un peligro para el pez, hablar con descuido puede perdernos.

 


           Otras, en cambio, aunque entendamos su contenido, nos resultan extrañas en cuanto a qué las originó. Es lo que ocurre con locuciones ya antiguas cuyo origen se nos escapa; por ejemplo, hablar por boca de ganso. ‘repetir lo que otro ha sugerido’. Algunos han querido explicar la locución con peregrinas argumentaciones: que es decir lo que se ha visto escrito, ya que en tiempos pasados era común escribir con plumas hechas de plumas de ganso; o que es actuar como los gansos, que en cuanto que uno comienza a graznar (o voznar, que así se dice también del sonido bronco de estas aves) todos lo imitan. Lo cierto es que, y el diccionario de Covarrubias, de 1611, ya lo aclara, en la antigüedad, a los ayos o preceptores se los llamaba gansos, por lo que sus alumnos repetían lo que ellos les enseñaban.

            En ocasiones, lo que encontramos son locuciones que, con el tiempo, han ido modificando su sentido o adquirido uno nuevo que podría confundirse con el original. Es lo que sucede con bocabajo y bocarriba ―hoy se prefiere esta forma a la constituida por dos palabras, boca abajo y boca arriba―. Originalmente, la primera significa ‘tendido, con el vientre y la cara mirando al suelo’; y la segunda, ‘tendido, con la espalda tocando el suelo y la cara mirando al cielo’. Sin embargo, el uso ha hecho que la primera también signifique ‘en posición invertida’, o sea, con la cabeza hacia abajo, y la segunda, ‘vertical o mostrando hacia arriba la cara principal de algo’. Es lo que vemos en quedar colgado bocabajo o poner las cartas bocarriba.

            Otras, por su parte, han sido motivo de largas discusiones. Tal ocurre con de boca a boca, que no debe confundirse con el método de respiración boca a boca. La primera locución se refiere a la ‘divulgación de conversaciones y comentarios mediante transmisión oral’. Mantienen algunos que es expresión incorrecta porque no puede considerarse que la boca, emisora, sea a la vez receptora de una transmisión. Dos observaciones hay que hacer, sin embargo. La primera es que algunos suponen una posible influencia del catalán boca-orella, tomada a su vez del francés de bouche à oreille. La segunda, y que sirve para deshacer la confusión, es que la forma más correcta y clásica de nuestra lengua es de boca en boca, expresión con la que quiere señalarse que ‘lo que ha sido dicho por una boca acaba siendo dicho por otras’. Que en nuestra lengua no prevalece la relación emisor-receptor, sino el hecho de que son múltiples los emisores que se hacen eco de lo mismo, parece quedar demostrado con algunas locuciones similares, como estar en boca de todos e incluso la más explícita correr de boca en boca.

 


           La palabra boca la encontramos también en locuciones con las que queremos aludir al carácter de alguien. Así, decimos que habla con la boca pequeña quien dice algo sin convicción o por cumplir. O que le ha hecho la boca un fraile a quien es ‘excesivamente pedigüeño’. No hace más que ‘provocar para que alguien diga lo que desea callar’ quien busca la boca a otro y a quien habla con más extensión y claridad de lo que conviene se le calienta la boca. Por fin, para no alargar, se nos llena la boca de algo cuando hablamos con énfasis de alguien o de algo.

            Y hay muchas más: hacerse la boca agua, pedir por esa boca, partir la boca, meterse en boca de lobo, tener boca blanda, mantener la boca cerrada, hacer boca… Pero por hoy ya es suficiente.

 

sábado, abril 20, 2024

REDES SOCIALES, AMIGOS VIRTUALES Y EDUCACIÓN

«Los hombres de poco genio son como los niños de la escuela, que si se arrojan a escribir sin pauta, en borrones y garabatos desperdician toda la tinta». Esto lo escribía en una de sus Cartas eruditas y curiosas, de 1742, Benito Jerónimo Feijoo, una de las mentes más claras de la cultura española. Por la enorme variedad de temas que trató, algunos consideran a Feijoo anunciador del espíritu enciclopedista, ya que la primera edición de la Encyclopédie apareció en 1751. José María Blanco White, otra pluma notable de nuestras letras y que había sido alumno suyo, pese a que no lo apreciaba demasiado, escribió sin embargo, hacia 1830, en su Autobiografía: «[Feijoo] atacó resueltamente los errores populares con toda la agudeza de su ingenio, que verdaderamente era notable».

           Traigo aquí estas dos citas de tan lejanos como insignes autores ―le digo a Zalabardo― con la intención de mostrar que las redes sociales no son un invento de hoy por mucho que haya cambiado el instrumento de que nos valemos para tomar parte en ellas y la mecánica de su funcionamiento. ¿Qué hacía Feijoo en sus Cartas eruditas y, antes en su Teatro crítico? Algo muy simple: trasladar a quienes lo leyesen ―que en aquellos tiempos no eran tantos― tesis y opiniones de muy diferente índole, unas veces por iniciativa propia y otras en respuesta a las que a él se le dirigían. O sea lo que hacen, o pretenden, muchos de cuantos tienen cuenta de Facebook, de Whatsapp, de Instagram… Feijoo daba su parecer sobre el estado de la ciencia o de la enseñanza en nuestro país, sobre si era adecuado o no usar palabras extranjeras junto a las propias, sobre la elocuencia, sobre cómo terminar con los ladrones, sobre la vida de la corte, sobre cómo prevenir los terremotos, sobre las causas de las enfermedades… Al lector actual que no lo conozca podría extrañarle que, junto a esos temas indicados, metiera mano también a otros que podríamos considerar tan alejados como preocuparse por la técnica de las arañas para pasar de un tejado a otro o, por ejemplo, sobre si hay otros mundos habitados. Pero es que, además, y bien que lo dijo Blanco White, se interesó por denunciar los bulos, los errores nacidos del fanatismo, de la hipocresía o de la ignorancia; es decir, lo que hoy llamamos fakes, posverdades, verdades alternativas…



            Las cartas de Feijoo, las de Blanco White, los ensayos de Montaigne así como los escritos de otros autores, son ejemplos de que, aunque fuesen muy diferentes a las que hoy conocemos, se podía hablar de la existencia de unas redes sociales. La primera diferencia, salta a la vista, la impone que, al no existir internet ni disponer de ordenadores ni teléfonos inteligentes ―ni siquiera había teléfonos― las ideas y opiniones circulaban con bastante lentitud y con escasas probabilidades de convertirse en virales. La segunda viene de la dificultad para publicar un libro o colaborar en una revista; se necesitaba una capacidad económica mayor que la que supone cualquier dispositivo actual. Y la tercera tiene que ver con el elevado índice de analfabetismo y la menor posibilidad de acceder a la información; todo ello explica que cualquier red que imaginemos contaba, por fuerza, con pocos miembros.

            Por lo anteriormente expuesto se entenderá que no se diese tanto la actual vanidad de acumular una porronada de likes ni el engreimiento por contar con un número estratosférico de amigos. Esto último, también hay que decirlo, porque, en aquellos años, la amistad se consideraba algo demasiado valioso como para andar mercadeando con ella. Escribía Montaigne que «El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos reside en la amistad». Y todavía hoy, si consultamos algún diccionario, veremos que la amistad se define como «afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato».

Zalabardo sabe que no me obsesionan demasiado las redes, aunque valoro lo bueno que tienen, como cualquier otro avance en el terreno de la tecnología y del conocimiento, si se usan adecuadamente. Pero creo que no cuesta mucho comprobar que, junto a valiosas publicaciones, aparece en las redes mucha morralla. O sea, aquello que decía Feijoo sobre los faltos de genio que, al escribir sin pauta, toda su tinta la desperdician en borrones y garabatos.

            Tampoco ando mucho curioseando en los contenidos que se cuelgan. Atiendo, eso sí, a amigos que dan a conocer sus pinturas, o sus poemas, a los que me orientan con reseñas de libros, películas o televisión, a los que ponen fotos de sus viajes o sus paseos, a quienes son maestros en el arte de enseñarme, a través del objetivo de sus cámaras, el mundo que me rodea, a quienes comentan la actualidad de modo objetivo y son respetuosos con las personas y la verdad, a aquellos con quienes no tengo otra forma de contactar; de esas personas busco sus publicaciones y siento placer leyéndolas. Pero no me interesan en absoluto los chismorreos, ni quienes toman las redes como tribuna desde la que, impunemente, insultar o lanzar bulos, ni quienes se dedican a atribuir frases no pronunciadas a quienes jamás las dijeron en lugar de poner las propias. Mi amigo sabe cómo aborrezco esos reenviados muchas veces que, por lo común, difunden contenidos de veracidad no contrastada y que incluso pueden llegar a ser dañinos.

 


           Y citaba antes lo de los amigos. Solo me manejo, y con dificultades, en Facebook y WhatsApp. Bueno, y llevo adelante este blog. En Whatsapp, mantengo contacto con un grupo muy reducido de personas, los compañeros de bachillerato y apenas nadie más. Y en Facebook, son muy pocas las personas a las que pido su amistad. No porque tenga nada contra nadie, sino porque me falta lo que de verdad me uniría a ellas, el trato afectuoso y desinteresado para considerar amigo a un desconocido. En consecuencia, también soy remiso a aceptar la petición de amistad de quienes no conozco. Aun así, a veces cedo solo porque quien me hace esa solicitud resulta ser amigo de alguien con quien sí mantengo ese trato afectuoso y desinteresado. Pero antes que esa inverosímil cantidad de amigos virtuales (supuestos, no auténticos), los que valoro es tener amigos reales, que son muy escasos.

            Y lo que ya no es que me moleste más o menos, sino que no soporto, es la mala educación. Cada persona es libre de pensar lo que quiera y de decir lo que le parezca, cuestión que respeto sin que ello signifique que tenga que estar de acuerdo ni con su pensamiento ni con su conducta. Del mismo modo que no creo que el resto de las personas participen de mis opiniones. Frente a quienes solo aceptan su propia opinión y les molesta ser contrariados, traigo aquí otras palabras de Feijoo: «Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como [‘si no’] no pretendiesen sujetar a los demás al mismo yugo. Ellos tienen motivo para hacerlo. La falta de talento los obliga a esa servidumbre».  Pero si a esa falta de talento se une, además, mala educación ―y de esto hay bastante en las redes― mi actitud hacia estos amigos virtuales, que no reales, es simple: los bloqueo. Así, ellos podrán seguir haciendo alarde de su mala educación y de su falta de sentido de lo que sea el respeto. Pero, al menos, yo no tendré que soportarlos.

sábado, abril 13, 2024

LA MANZANA DE LA DISCORDIA

Durante una visita al Museo de Málaga, nos detenemos Zalabardo y yo a contemplar un bello cuadro de Enrique Simonet, El juicio de Paris. El hijo de Príamo, con ropas de pastor y agachado, sostiene en su mano una manzana que duda a cuál de las tres bellas jóvenes que tiene delante dar. Zeus le ha ordenado que sea él quien decida qué diosa, Hera, Atenea o Afrodita merece la manzana de oro que, en mitad de un banquete, lanzó Éride, la Discordia, para premiar a la más bella. Las tres se consideran merecedoras de tal honor y procuran atraerse el interés del joven Paris mediante sobornos: Hera le ofrece poder; Atenea, prudencia y victoria en la batalla; Afrodita, el amor de Helena. Lo que siguió ya se sabe. La larguísima guerra de Troya.

            En ese relato mítico tiene su origen la expresión ser manzana de la discordia con que señalamos a la persona o cosa que se convierte en motivo de enfrentamiento por discrepancia de opiniones. Se pregunta entonces Zalabardo, y no sé si me lo pregunta también a mí, si tal episodio, con ser relevante, es motivo suficiente para que la manzana, rica y apetecible fruta, sea tan mal tratada en el imaginario tradicional. En la conversación, sacamos a relucir manzanas famosas, desde la de Guillermo Tell, que puso en peligro la vida de su propio hijo para dejar constancia de su puntería, hasta la del cuento de Blancanieves.

            Le digo que, en mi opinión, aunque grave fuese armar la de Troya por una manzana, hay que remontarse a mucho más lejos, al principio de los tiempos, para hallar la razón de que sobre la manzana recayese la consideración de ser fruto prohibido. Tanto que sirva para señalar el motivo de una discordia como que se le aplique el triste honor de ser fruta prohibida ha dado paso también a que aparezca en refranes. Quizá el más común sea La manzana podrida pudre a su vecina, con el que se estigmatiza a la persona que ejerce sobre quienes la rodean una influencia negativa de tal naturaleza que acaba rompiendo el buen clima del grupo.


             Para este último caso hay quienes quieren dar una explicación, llamémosla científica, que puede valer hasta cierto punto solo. Se dice que una manzana que se ha pasado pasado en su estado de maduración produce una cantidad excesiva de etileno, hormona que, en forma de gas, la daña a ella y a cuantas estén próximas, que se pudrirán también. Digo que este razonamiento vale solo en parte porque el proceso de maduración y envejecimiento por efecto del etileno se da en todas las frutas y no solo en las manzanas. Lo mismo ocurre con los plátanos, las naranjas, las uvas… ¿Por qué, entonces, el contenido del cesto sufre, en la opinión general, la mala influencia de la manzana podrida y no del limón podrido, pongamos por caso?

            Vuelvo a pedirle a Zalabardo que piense en una razón mucho más antigua para que el fruto prohibido haya de ser la manzana y no otro cualquiera, y nos remontamos al Génesis. Creado el mundo, Dios lleva a Adán al Paraíso, donde había hecho crecer toda clase de árboles hermosos a la vista y de frutos suaves al paladar, aunque también, en el centro de aquella hermosura, colocó el árbol de la ciencia del bien y del mal. Una vez allí, le dijo: «Come si quieres del fruto de todos los árboles del paraíso. Mas del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas; porque en cualquier día que comieres de él, infaliblemente morirás».

            La historia la conocemos. El diablo, en forma de serpiente, tentó a Eva, a la que no solamente incitó a comer del fruto prohibido, sino que la convenció para que se la diese a comer también a Adán. Pero, si leemos cuidadosamente, nos surgirán un montón de dudas. Y es que en cada una de las líneas del Génesis que hablan de este episodio encontramos la palabra fruto, sin que en ninguna se especifique cuál fue el fruto que tan malas consecuencias tuvo para Adán y Eva y todos sus descendientes.



            La clave, de digo a Zalabardo, la tenemos en un curioso error de traducción, o de interpretación. En el siglo IV, el papa Dámaso, preocupado por la variedad de versiones que circulaban de la Biblia, encargó a Jerónimo de Estridón una traducción con la que dar a los textos sagrados, una versión que partiese de las lenguas originales en que se escribieron. El resultado sería lo que conocemos como Vulgata. Este nombre le viene porque las traducciones anteriores, recogidas bajo el nombre de Vetus latina (‘latín antiguo’), no coincidían todas y solían seguir el modelo de los textos en griego que, a su vez, procedían de las versiones hebreas. El trabajo de san Jerónimo consistió en pasar las Escrituras al latín popular, aunque tomando como fuente directa los textos hebreos. El error, puede llamarse así, nace de que, al parecer, san Jerónimo no era experto conocedor de la lengua hebrea. Así, en el episodio del Paraíso en que Adán y Eva contravienen el mandato de Dios, él escribió: Lignus scientiae bonis et mali, ‘árbol de la ciencia del bien y del mal’, traducción problemática porque mali es genitivo tanto del adjetivo malus, ‘malo’ como del sustantivo mālus, ‘manzana’.

            Mucha fue la gente que interpretó que san Jerónimo hablaba de manzana. La Iglesia también fue consciente de ello, pero nunca, ni en aquel momento ni después, se pronunció sobre el caso y eso es lo que ha hecho que la manzana haya sido considerada como el fruto prohibido bíblico.

             En este repaso sobre las manzanas, le digo a Zalabardo que en el imaginario popular no solo las hay malas, sino que pervive otra manzana que, sin tener ningún matiz negativo, sino todo lo contrario, también se sustenta en una historia sujeta a dudas. Es la manzana de Newton. ¿De verdad el ilustre físico descubrió los principios de la gravitación universal al ver cómo una manzana caía de un árbol, mientras él descansaba? Las versiones se contradicen. Mientras unos, por ejemplo William Stukeley, su primer biógrafo, sostienen que fue el propio físico quien contó tal cosa, otros muchos afirman que lo de la manzana es solo una metáfora que utilizó Voltaire para escribir sobre los logros de Newton.

sábado, abril 06, 2024

ESTAR A PARTIR UN PIÑÓN

 


Se lee en Juanita la larga, de Juan Valera, el siguiente párrafo: «El carnicero estaba con don Paco a partir un piñón, y de seguro que, si alguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es los sesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesa sino en la de don Paco.» Si miramos a nuestro alrededor ―le comento a Zalabardo― es fácil ver que el mundo anda tan revuelto que resulta difícil encontrar quienes, por bien avenidos, estén dispuestos a partir un piñón. Basta mirar el mapa del mundo para percibir que más bien se anda a garrotazos. Y si miramos dentro de nuestro patio, igualmente comprobamos que la crispación ha llegado a límites tan sonrojantes que son difíciles de soportar por cualquier persona normal. No es ya que nuestros representantes no estén a partir un piñón, es que andan tozudamente empeñados más en lanzarse piñazos que en otra cosa.

            Y a todo esto ―me pregunta Zalabardo―, ¿qué es y de dónde viene lo de estar a partir un piñón? En el Diccionario de la RAE se dice que es ‘haber unidad de intereses y afectos entre personas’ y, muy frecuentemente, se aplica a parejas de enamorados que se profesan tan íntimo afecto que no les importa compartir lo más pequeño que tengan, por ejemplo un piñón, e incluso, si es preciso, a partirlo con los dientes. Vamos, que vendría a ser algo semejante al Contigo, pan y cebolla o, en cuanto a la afinidad y cercanía, Ser uña y carne.

            La locución, pues, es clara y fácil de entender. Pero pronto, si pensamos en ella, surge una duda: ¿por qué aparece tan tarde? Porque el Diccionario de Autoridades no la recoge y el usual no da cuenta de ella hasta 1884 como ‘haber unidad y estrecha unión entre dos personas’. Algo, pues, debe haber que nos aclare el caso.

            Y la explicación existe. Todo nace de que hay una palabra que un día dejó de emplearse y la gente común, cuando perdió conciencia de tal palabra, la sustituyó por otra que se le parecía y que les servía incluso para crear un nuevo sentido. La palabra es quiñón, del latín quinio, que designa cada una de las cinco partes en que algo se divide. Encuentro esto ―le digo a mi amigo― en el artículo A partir un _iñón, que publicaron en 2014 Eva Liergo e Ignacio Ceballos en la revista Rinconete, del Centro Virtual Cervantes.

 


           Comienzan estos autores dando cuenta de que hay diccionarios de refranes, dichos y proverbios que explican estar a partir un piñón como alusión a los novios que no tienen inconveniente en dividirlo partiéndolo con la boca y que luego, por extensión, se aplica a personas entre las que existe patente armonía. Pero, para desengaño de quienes tal piensan, el dicho es bastante anterior y, en lugar de significar armonía entre personas, podría indicar a veces todo lo contrario.

            Por lo pronto, no es de un piñón de lo que se habla en la forma originaria, sino de un quiñón, que es algo muy diferente. Sostienen Liergo y Ceballos que, en zonas de Castilla, y tal vez otros lugares, las tierras comunales podían ser divididas para su explotación entre varios, que no tenían por qué ser cinco necesariamente. No obstante, la parte más pequeña, ya indivisible, seguía denominándose quiñón. De hecho, en el DLE se define el quiñón como ‘parte que alguien tiene con otros en una cosa productiva, especialmente una tierra, que se reparte para sembrar’.

            De aquí se extrae que el quiñón podía estar compartido por más de una persona. Estas personas, según esto, partían (compartían) un quiñón y no siempre las relaciones tenían por qué ser buenas, sino que en ocasiones surgían disputas a causa del desacuerdo a la hora de explotar ese terreno. La teoría podría sonar algo rebuscada, pero le enseño a Zalabardo el artículo en que se desarrolla la idea para que vea que la interpretación se sustenta en un texto del siglo XIV, el Libro de miseria de omne, obra que se inscribe dentro del llamado mester de clerecía y que es una interpretación bastante libre de otra del siglo XII, De contemptu mundi, compuesta por Lotario de Segni, quien posteriormente sería elegido papa con el nombre de Inocencio III. La estrofa 121 del Libro de miseria de omne dice así:

Onde dize gran verdad el rey sabio Salamón:

«El siervo con su señor no andan bien en acompañón,

ni el pobre con el rico no partirán bien quiñón,

ni será bien segurada oveja con león»



de donde se desprende que dos partirán bien un quiñón solo si entre ellos se entienden; pero que no partirán un quiñón, quienes no hagan buenas migas. Con el tiempo prevaleció la interpretación positiva, estar a partir un piñón, sustituyendo la palabra quiñón por la que se entendía mejor. En incluso, aparecieron locuciones semejantes, como estar a partir de un confite, que compruebo en el Diccionario de americanismos que persiste en países americanos como ‘tener dos personas una relación o asociación estrecha’ ―el peruano Ricardo Palma escribía «En 1822 estábamos a partir de un confite con la Inglaterra»―  y que, en el siglo XIX, Bartolomé José Gallardo, miembro de la Real Academia de la Historia, en carta dirigida a un amigo le daba la enhorabuena «como dos que se quieren bien y muerden en un confite