sábado, marzo 28, 2015

DE CASTA LE VIENE AL GALGO



 
Casta flamenca: Estrella, Soleá y Enrique Morente
          
Algo que siempre ha llevado mal Zalabardo, y en ello lo secundo, es que alguien (persona o grupo) se arrogue el mérito de ser el depositario único de la verdad y la razón, considerando, al mismo tiempo, que los demás están equivocados. Esa creencia es no solo síntoma de petulancia sino también de osadía irresponsable.
            Y, no podía ser de otra manera, tales comportamientos llegan a reflejarse en el lenguaje o, más claramente, en las palabras con las que exteriorizamos nuestros imprudentes planteamientos.
            De un tiempo a esta parte, dirigentes y simpatizantes de un partido político emergente, Podemos, vienen basando gran parte de su estrategia en tildar de corruptos a todos los demás partidos, incluso a aquellos tan bisoños como ellos mismos y que tampoco han tenido aún tiempo de demostrar nada (ni bueno ni malo) en tareas de gobierno. No conformes con esto, intentan convencernos, sin sentir rubor, que no hay más soluciones para los problemas que las propuestas por ellos.
            Por supuesto, toda creencia es lícita mientras no se provoque mal a nadie. Lo que aquí quiero denunciar no es ninguna idea, sino el empleo perverso de las palabras con que la apoyamos. A todos los políticos que no son de su grupo los han catalogado como la casta, cargando la expresión de un matiz peyorativo que, al menos en principio, podríamos discutir. Sin embargo, el término ha calado y ya en todos los foros se habla de la casta como ‘aquello de lo que hay que huir como si fuera la peste y debemos eliminar’.
 
Casta futbolística: Miguel y Pepe Reina
          
En política, con bastante frecuencia se aplican apelativos despectivos a los adversarios, que lógicamente, se sienten molestos con lo que se les dice. En la guerra civil portuguesa del XIX entre liberales constitucionalistas (seguidores de Pedro iv) y absolutistas (partidarios de Miguel i), a estos últimos se les llamó corcundas (‘jorobados’) por la contrahecha figura del monarca, aunque los retratos, pese a que entonces no existía photoshop, lo presentan con gentil porte. En España, no mucho más tarde e imitando a nuestros vecinos, se llamó a los carlistas carcundas. El término, acortado en carca sirvió en adelante para designar a todo el que mantuviese ideas retrógradas más cercanas a la tradición inmovilista que al progreso. Del mismo modo, a partir de 1944, comenzó a aplicarse, con valor despectivo, el término facha, síncopa de fascista, a los partidarios de sistemas autoritarios de extrema derecha.
            Pero, ¿por qué utilizar casta como término despectivo? Si acudimos al diccionario nos encontramos con que casta, en su sentido principal, nos remite a ‘ascendencia o linaje’ y puede utilizarse tanto para personas como para animales. Así, la expresión ser de buena casta, semejante a ser de buena cepa constituye un elogio de todo lo que viene avalado por una naturaleza o condición noble. Casta es tanto como raza, familia, ascendencia, linaje o estirpe, prosapia y algunos otros términos.
            Todos, ¿quién lo niega?, provenimos de una casta, todos tenemos una ascendencia. Pero, como hay gente pa tó, según se cuenta que dijo Rafael el Gallo después de conocer a Ortega y Gasset y le explicaran qué es un filósofo, en cualquier familia puede salir un garbanzo negro, igual que siempre hay alguien que, por vanidad o soberbia, rechaza mezclarse con personas de otra casta por considerarla inferior. Naturalmente, el término tiene otros usos. Por ejemplo, cuando designa cada grupo en los que se diferencia la sociedad india. O, por ejemplo también, cuando queremos designar un grupo o clase especial que tiende a practicar una especie de endogamia que les lleva a separarse de los demás por cuestiones muy diversas. Así, se habla, entre otras, de casta sacerdotal. Los dirigentes de Podemos, en gran medida surgidos de la Universidad, deberían saber que también se habla de casta universitaria a la que no siempre se accede por el mérito.
Casta torera: Manuel, Antonio, Pepe y José Luis Bienvenida
            Dado que es cierto que (ya lo dijo Guerrita, otro torero) ca uno es ca uno, ¿qué pasa cuando la casta, el origen, la cepa de que procedemos, no ofrece el producto esperado, cuando no presenta los rasgos nobles que se le deberían presuponer por su estirpe? Pues que hablamos de mala casta. Y como hay algo que se llama economía del lenguaje, que consiste en expresar un concepto con el menor número posible de palabras, en la lengua surgen muchos términos, estos sí despectivos, para designar ese producto anómalo. En nuestra mano está emplear calaña, ralea, laya o pelaje, que expresan ese matiz peyorativo, aunque todos ellos, estos y los anteriores, coincidan en señalar la ‘naturaleza, calidad, condición de personas y cosas’. Hay otros, índole o condición, que es más frecuente verlos acompañados de los adjetivos buena o mala. Y aún hay otro más, catadura, de valor más restringido, pues suele aplicarse más propiamente al gesto o semblante.
            En resumidas cuentas, que todos pertenecemos a una casta, familia, raza o linaje. No en vano para alabar la condición o naturaleza de alguien decimos que de casta le viene al galgo. ¿Por qué dar lugar, entonces, a que una palabra, por lo general noble, se convierta en insulto que podría volverse contra los mismos que lo han creado?
            Comento con Zalabardo que, supuesto que la lengua cambia con el tiempo, y esos cambios son inexorables en bastantes casos, no me extrañaría que, pese a nuestra edad, alcancemos a conocer la hora en que nos sintamos cohibidos y ocultemos con vergüenza nuestra casta, por muy noble que sea, ya que vivimos momentos en que ser casta o pertenecer a la casta se ha convertido en algo de todo punto reprobable.

domingo, marzo 22, 2015

POR TIERRAS DEL RÍO GRANDE (SIERRA DE CAZORLA)



           
Cazorla desde la pista forestal de Los Merenderos
        He sentido alegría al
leer El viaje, último apunte del blog de José Francisco (www.blogdejofran.blogspot.com), porque plantea un tema que también toco yo, aunque no del mismo modo, en la novela, inspirada en La Odisea, que me tiene ocupado durante este último año: los motivos que nos llevan a viajar y el sentimiento de la vuelta. Hay ocasiones en que esos motivos no importan demasiado y el camino, el viaje, puede valer ya como fin en sí mismo. Lo que parece no tener duda es que de un viaje se regresa siendo otro diferente a quien partió.
            A mi edad, ya no me planteo viajes largos. Un jubilado goza de la ventaja de no tener que ajustarse a ningún calendario ni esperar a que lleguen unas ansiadas vacaciones. Las nuestras ya son permanentes. Mis viajes, ahora, son cortos y, siempre que ello es posible, huyendo de los fines de semana y puentes, periodos que obligatoriamente han de coger quienes están atados por el trabajo. Entre semana, hay más tranquilidad y se diría que todo está hecho solo para disfrute nuestro, con lo que el placer es mayor.
Nacimiento del Guadalquivir, en la Cañada de las Fuentes
            Si visito una ciudad, prefiero el ritmo sosegado de las pequeñas al ajetreo de las grandes. Y, tanto frente a unas como a otras, me apetece más la placidez de la naturaleza libre y sin límites. Esta semana hemos pasado tres días en la cuna del Guadalquivir, el Parque de Cazorla, Segura y las Villas. La zona no nos es desconocida, por lo que, en esta ocasión, hemos aprovechado para visitar rincones que nos quedaban por conocer y transitar por rutas no recorridas antes. Las previsiones meteorológicas eran inquietantes, pero el tiempo ha sido magnífico. Más sol que nubes y una temperatura bastante suave. Nos llegaban noticias de otras provincias y no las podíamos creer. Al caer el día, sin embargo, el frío se dejaba notar.
 
El Guadalquivir en el Puente de las Herrerías
          
Tras el viaje desde Málaga, nada mejor para desentumecer las piernas que un tranquilo paseo por el casco viejo de Cazorla (Plaza de Santa María, Castillo de la Yedra, Casa de las Cadenas, sendero por el río Cerezuela…). Luego, de nuevo en el coche, nos hemos dirigido hacia el nacimiento del Guadalquivir. Pero si lo común es hacer el trayecto por el Puente de las Herrerías, hemos preferido un camino más agreste, la pista forestal que, bordeando la ciudad por el bello paraje de Los Merenderos (impresionantes miradores sobre la ciudad) se dirige hacia El Chorro y, desde puerto Lorente, baja hasta la Cañada de las Fuentes. Allí tiene su nacimiento el que los musulmanes llamaron Río Grande (que eso significa Guadalquivir). Paradójicamente, este Río Grande tiene un nacimiento más bien humilde, nada perturbador para los sentidos (como sucede en los ríos Mundo o Cuervo) ni con el caudal de otros ríos de menos porte, como el Genal. Pero pronto, gracias a sus afluentes, se irá convirtiendo en el gran río que desemboca acariciando las arenas de Doñana.
            Luego sí, la vuelta la emprendimos por el Puente de las Herrerías y Vadillo Castril. En el área recreativa del Puente de las Herrerías solo nos acompañaban otras dos personas y el cantarino fluir de las cristalinas aguas del río, que allí ya ofrece algo más de caudal. Buen lugar para sacar los bocadillos. Otra vez en la carretera, nos dirigimos a Arroyo Frío, donde nos alojaríamos. Arroyo Frío, en este martes y a la hora que llegamos, poco más de las siete y media de la tarde, tenía algo de pueblo fantasma. No se oía una voz y apenas si se veía a alguien por las calles. La temperatura había bajado y teníamos que buscar un lugar donde cenar. Cena moderada como piden la edad y el conocido el refrán (de grandes cenas están las sepulturas llenas). Eso sí, junto a una buena chimenea.
Cerrada del Utrero
            Durante la noche del martes llovió algo, apenas unas gotas. Sin embargo, una mirada al limpio cielo de la mañana del miércoles invitaba a la ilusión. Pocas nubes y bastantes claros. El día, al final, fue increíble de sol (se nubló por la tarde). El proyecto era recorrer la Ruta de Félix Rodríguez de la Fuente, por su lugar menos conocido, la pista que, saliendo de Coto Ríos y atravesando el río Aguamulas, recorre la margen este del embalse del Tranco hasta llegar a arroyo Montero, donde una barrera impide el paso. La pista está jalonada de miradores (Mirabueno, Collado del Almendral y Cabeza de la Viña) que nos ofrecen panoramas sorprendentes. También lugares en que es posible bajar hasta la misma orilla del embalse y tomar un descanso sentado en la hierba y gozando del suave sol.
Cascada de Linarejos
            De regreso, ya que el día se presentaba en condiciones inmejorables, no se podía desaprovechar recorrer el bellísimo sendero de la Cerrada del Utrero. Dimos buena cuenta de los bocadillos junto a una caseta de información (que estaba cerrada) para evitar cargar con el peso de las mochilas. Este sendero, de escasamente dos kilómetros, es uno de los más bellos del Parque. Va siguiendo el curso del recién nacido Guadalquivir por una honda garganta y el ruido del agua nos acompaña durante todo el trayecto. Vale la pena sentarse en el banco de piedra que hay en un pequeño mirador que nos invita a extasiarnos viendo cómo se despeña, desde aproximadamente unos sesenta metros de altura, la cascada de Linarejos, a la que otros llaman de la Cola del Caballo.
            Fueron casi ocho horas fuera, en feliz contacto con la naturaleza. Ya en el apartamento, nos sentamos a descansar un poco y a tomarnos un té. Pusimos la tele y nos enteramos de que en Málaga, quién lo diría, seguía lloviendo. El jueves regresaríamos. No sé si traíamos una meta fijada al venir a Cazorla ni si la habíamos alcanzado. No nos importaba. De lo que sí teníamos seguridad es de que volvíamos cambiados.

Un gamo nos acecha

sábado, marzo 14, 2015

PEDIR LIMOSNA CON LA BALLESTA


Ana Santos Payán, la gaviera

            Como no hay dos sin tres (y a la tercera va la vencida), le digo a Zalabardo que con este cierro la serie de apuntes en torno a refranes y locuciones relacionadas con pedir y dar. Gonzalo de Correas dice que el refrán del título se utiliza cuando obligan por fuerza a lo que es de gracia. Parecido es el que reprende a los desagradecidos que, una vez recibido un favor, se consideran con el derecho a seguir recibiendo otros: al villano, dalde el huevo y pedirá la sal. Es lo que en nuestros días se indica con dar la mano y tomarse el brazo.
            Le señalo a Zalabardo que no sé si hemos reparado (por ahí va el apunte de hoy), en la cantidad de solicitudes que, con más o menos fundamento, se elevan a la Real Academia Española con motivo del DRAE. En ellas hay de todo: que se supriman determinadas palabras, que se incluyan otras, que se modifique una definición. Confieso a mi amigo que en mi crítica hay bastante de autocrítica, pues también yo me he dejado llevar en no pocas ocasiones por esa fiebre peticionista.
            ¿Es que la gente no tiene derecho a hacer eso?, me responde Zalabardo. Debo reconocerle que sí, que ese derecho no se puede negar a nadie, pero que deberíamos ejercerlo con moderación y coherencia. Sin ir con la ballesta por delante. Porque hay evitar que nos apliquen el refrán que ya mencionaba el otro día: pedimos a Dios que nos dé y no sabemos qué.
            Cuando elevamos a la Academia una petición (a veces mostrando grandes dosis de indignación) olvidamos con frecuencia qué sea un diccionario. Y es que el diccionario, cualquier diccionario, no es anterior a la lengua (el uso concreto de nuestra facultad de lenguaje), ni a las palabras (las unidades más reconocibles para un hablante común), ni a los significados (lo que pretendemos indicar con las palabras que utilizamos). El diccionario, siempre, va por detrás, recogiendo las palabras que usamos y lo que decimos con ellas. Tan por detrás que, en no pocas ocasiones, cuando el diccionario da cabida a una palabra, esta ya ha dejado de emplearse. También se da que, a veces, una palabra no llega nunca a ser recogida.
 
Revista erótica Sicalíptico. Barcelona 1904
          
Del mismo modo olvidamos que el diccionario nunca impone la lengua y las palabras y los significados que debemos usar, sino que se limita a dar fe de los que empleamos. Es un frío espejo que refleja nuestra personalidad lingüística. Si no nos gusta la imagen, debemos empezar a cambiar nosotros antes de pedir la rectificación del diccionario. Hacer esto último tiene tufo a hipocresía.
            Pero no olvidemos otra verdad: los tiempos, las costumbres, las personas y la sociedad cambian. Por eso, pobre de quien  no reconozca que la lengua cambia. Entonces, ahí sí, el diccionario habrá de cambiar y reflejar la nueva realidad. Por eso, le digo a Zalabardo, cuando nuestra sociedad sea más igualitaria (de verdad, no de boquilla), cuando no nos dejemos arrastrar por los prejuicios de todo tipo y cuando no sucumbamos a ningún afán discriminatorio, nadie acusará al diccionario de incluir acepciones ofensivas ni de marginar a ningún grupo o comunidad.
            ¿Alguien tuvo que pedir que el DRAE diese entrada a sicalíptico o a estraperlo, por citar solo dos ejemplos? Cuando se hicieron de uso general, se les dio entrada y punto. La vida de ambas, sin embargo, fue relativamente corta. Mientras escribía una novela ambientada en los años de la agonía del Trienio Liberal, encontré en un periódico de la época la palabra surriguista, que no aparece en ningún diccionario y desconozco su significado. ¿Debo culpar a los diccionarios por no recoger términos que no han calado en la sociedad y permanecen casi olvidados? Aun así, no negaré que a todo diccionario se le pueden encontrar errores. La tarea de adición, supresión, corrección y revisión, debe ser continua. Eso es lo que hay que pedir a sus responsables. Aparte de que, faltaría más, no es necesario que una palabra esté en el diccionario para que hagamos uso de ella.
            Quiero terminar con un ejemplo que, siendo singular, refleja, sin embargo una actitud bastante generalizada (y sálvese quien pueda). En su último libro, Aurora Luque incluye un poema titulado La palabra gaviera, que va seguido de una nota final que da cuenta de que se envía a la RAE junto con la petición de que en el DRAE se incluya el término gaviera. Esa petición creo que fue iniciativa de Ana Santos Payán (1973-2014), fundadora de la editorial El gaviero, de Almería. Varias consideraciones me suscitan la lectura del poema, la nota y la petición. La primera es que gaviera, femenino de gaviero (que sí está en el DRAE) es en el poema una bella metáfora contra la que nada debe objetarse. ¿Por qué gaviera no está recogida? Porque en la época en que existía y tenía sentido el término gaviero no había mujeres que se dedicaran a tal menester. Como no había médicas, ni ingenieras, ni alcaldesas (pero sí bachilleras). Las modernas técnicas de navegación no requieren que haya gavieros (ni gavieras), que, según un Diccionario náutico del siglo xvii, es el ‘marinero escogido que entre los de la dotación del buque se destina para dirigir en las cofas y en lo alto de los palos las maniobras que allí se ofrecen’ y su función es otear el horizonte.
 
Anuncio en un periódico de Mallorca, 1934
          
Otra consideración. Nada impide, esté o no recogido en el DRAE, que una palabra de cualquier oficio tradicionalmente desempeñado por hombres y que hoy desempeñen también las mujeres adopte una forma de femenino ajustada a la norma gramatical. ¿Se puede utilizar gaviera? Por supuesto, igual que Alberti emplea batelera. Pero resulta, en este aspecto, que hay muchas mujeres que dicen de sí mismas que son médicos, o ingenieros, o lo que sea, porque no les gusta ser médicas o ingenieras. ¿Qué culpa tiene el diccionario, cualquier diccionario, de eso? Según esa actitud, el hombre que asiste en un parto habría de ser comadrona o partera y no comadrón o partero; y el asistente en los vuelos, azafata y no azafato.
            Y aun otra más. ¿Por qué muchas mujeres que escriben poesía prefieren ser llamadas poetas y no poetisas? Supongo que por la connotación peyorativa que, en tiempos pasados, se dio a ese femenino, pese a ser una forma muy antigua derivada del latín poetissa. Frente a tal deseo, escritoras como Lucila Castro, Ana Rossetti o Rosa Chacel, ninguna de ellas dudosa de no defender su condición femenina y los derechos de la mujer, se consideran  poetisas, mejor que poetas. ¿También la culpa de que no nos pongamos de acuerdo en cuestiones tan simples es del diccionario?
            ¿Queda claro lo que indica que no se puede pedir limosna con ballesta o que no deben  pedirse dientes al gallo? Pensemos primero qué es lo que deseamos y luego, tal vez, se nos conceda. Si no es así, andaremos siempre por un callejón oscuro.