sábado, diciembre 13, 2014

CIEN AÑOS DE “PLATERO Y YO”

Fuentepiña. Al pie de ese pino está enterrado Platero

            Hay libros que, de tanta fama como han adquirido, parecen despertar una especie de miedo (injustificado) entre la gente. Eso hace que muchos hablen de ellos, que digan conocerlos, que reciten de carrerilla su inicio: En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…, Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón… Pero, sin embargo, y por desgracia, muchos son también los que no pasan de ahí.
            El año próximo se cumple el cuarto centenario de la segunda parte del Quijote. Pero antes, esta Navidad, se cumple el primero de la aparición de Platero y yo. Muchos tópicos  se levantan sobre uno y otro: del primero, la cansina insistencia en que es la historia de un hidalgo que enloquece por leer libros de caballerías; del segundo, la banalidad de que es un libro para niños. Ni lo uno ni lo otro, pues, aunque valgan en parte ambas afirmaciones, tanto el Quijote como Platero son mucho más que eso.
 
Doble página de la edición de 1914
          
Sobre el segundo, me voy a remitir a su propio autor, Juan Ramón Jiménez. En la edición princeps de Platero, la de 1914, se incluía un prologuito en el que leemos (advierto de que respeto la peculiar ortografía de Juan Ramón): Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para… ¡qué sé yo para quién!... para quien escribimos los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien!
            Pero es que existe un prólogo inédito, cuyo original se conserva en la Sala Zenobia-Juan Ramón, de la Universidad de Puerto Rico, en el que se dice: Francisco Acebal, director de «La Lectura», que leyó algunos de mis manuscritos de «Platero», me pidió una selección para su «Biblioteca de juventud». Yo no le toqué a lo escojido para él. Yo (como el grande Cervantes a los hombres) creía que a los niños no hay que darles disparates (libros de caballerías) para interesarles y emocionarles, sino historias y trasuntos de seres y cosas reales tratados con sentimiento profundo, sencillo y claro. Y esquisito.
            No es, pues, «Platero», como tanto se ha dicho, un libro escrito sino escojido para niños.
            Juan Ramón compuso Platero y yo entre los años 1906 a 1912 (la mayor parte). En 1914, le pidieron permiso para seleccionar unos capítulos que la editorial La Lectura publicó por Navidad. Es lo que se conoce como edición menor. En 1917, Calleja lanzó la primera edición completa. Pero abundan quienes se quedaron con aquel librito de tres años antes. Y muchos siguen hoy sin ver cuanto encierra Platero y yo.
Ilustración de R. Álvarez Ortega
            Aunque pudiera parecer petulancia por mi parte (Zalabardo sabe que no lo es) quiero dejar constancia aquí de un dato, por demás irrelevante. Dispongo de cuatro ediciones diferentes del libro, tres de ellas con bellas ilustraciones. La primera que cayó en mis manos es de Aguilar. Le faltan una página al principio (la portada) y una al final (parte del índice). Creo, no obstante, que es de 1957 y que las ilustraciones son de Rafael Álvarez Ortega. Alguien, cuyo recuerdo no conservo, lo compró en una librería de lance y me lo regaló. Fue mi encuentro con el libro. También tengo dos ediciones facsímiles: la de 1914 de La Lectura, con ilustraciones de Fernando Marco, y la de 1953, publicada en Francia por la Librairie des Editions Espagnoles, ilustrada por Bernardo Lobo. Y, por fin, una, digamos normal, concretamente la de Cátedra.
            ¿Debiera explicar qué es Platero y yo?, pregunto a Zalabardo. Temo que hacerlo sí fuese gesto petulante.  Por eso me limito solo a llamar la atención sobre la crítica social que recorre algunos capítulos: …Sólo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la maestra, o el forense, o el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada hombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño esta mañana de Sábado Santo, contra el que tiene su odio (viii, Judas). Nunca oí hablar más mal a un hombre ni remover con sus juramentos más alto el cielo. Es verdad que él sabe, sin duda, o al menos así lo dice en su misa de las cinco, dónde y cómo está allí cada cosa (xxiv, Don José, el cura). También hay denuncia de la violencia y crueldad de algunas costumbres: …los pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agrias flores carmines, se despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose, en saltos iguales, los odios de los hombres, rajándose del todo con los espolones con limón… o con veneno. No hacían ruido alguno, ni veían, ni estaban allí siquiera… (lviii, Los gallos).
 
Dedicatoria autógrafa a su madre en la edición de 1914
          
Pero quizá sea mejor copiar uno de los múltiples fragmentos que a mí más me gustan: Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas blancas, sin color… Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las manos… ¿Qué haré yo con tantas rosas?
            ¿Sabes tú, quizá, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste —más rosas, más rosas—, como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba el cielo de rodillas? (x, ¡Ángelus!).

Platero, en el patio de la Casa-Museo. Moguer
            Zalabardo me sugiere que este puede ser un buen apunte para cerrar la Agenda por unos días, hasta pasadas las fiestas. Estoy de acuerdo y deseo, en nombre de los dos, nuestros mejores augurios para todos.



sábado, diciembre 06, 2014

PACIENCIA Y BARAJAR…



 
Naipes sobre el Quijote (H. Fournier)
          
Don Quijote, en la segunda parte de la novela, cuenta que, en su bajada a la cueva de Montesinos, el caballero Durandarte, hablando de que las grandes hazañas se guardan para los grandes hombres, dijo: Y cuando así no sea, paciencia y barajar. Poco después, uno de los que habían oído su relato, incrédulo ante la historia, repuso que al menos le había permitido entender la antigüedad de los naipes, que por lo menos ya se usaban en tiempos del emperador Carlomagno.
            Zalabardo y yo no acostumbramos a jugar mucho. Si acaso, algo al parchís y al tute, siendo la modalidad que más nos gusta de este la del llamado tute subastado. Y, cuando no le van bien las cosas, mi amigo acostumbra a decir eso de paciencia y barajar.
            Paciencia y barajar es una expresión antigua que, según el diccionario, se utiliza para ‘animar a alguien o a uno mismo a perseverar en un intento después de un fracaso’. Mas su origen es confuso, como confuso es el origen del juego de naipes o de la palabra barajar.
            Empecemos por naipe. O naipes, que en principio era la forma más comúnmente utilizada. Su procedencia es, ya digo, incierta, aunque el DRAE la hace derivar del catalán naíp, que a su vez la tomaría del árabe. Lo primero pudiera ser; lo segundo es negado por bastantes que sostienen que es un juego que tuvo sus inicios en Europa. De hecho, la primera vez que se menciona parece ser en el siglo xiv, en un texto en el que Alfonso xi de Castilla lo prohíbe expresamente a los caballeros.
            Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana (1611), da una explicación curiosa. Dice de naipes: libro desencuadernado en que se lee comúnmente en todos estados, que pudiera estar en el catálogo de los reprobados. Dijéronse naipes de la cifra primera que tuvieron, en la cual se encerraba el nombre del inventor. Era una N y P y de allí pareció llamarlos naipes. Pero las dichas letras decían Nicolao Pepín.
Naipes R. Fábrica de Macharaviaya (Málaga), fin. s. XVIII
            Sin embargo, hay un libro curiosísimo, anterior, de 1603, titulado El desengaño contra la ociosidad y los juegos, escrito por Francisco Luque Fajardo, clérigo de Sevilla, que nos orienta hacia otra dirección (sobre el origen del juego, que no de la palabra). Hablando del juego entre los romanos, afirma que entre ellos no se conocía entonces el naipe dañoso (ocupación de españoles holgazanes). Y añade que supuesto que son tan comunes los naipes, es mucha oscuridad [su origen] pues de ellos no he hallado [autor] moderno que haga memoria.
            Pese a tal aserto, a continuación inicia una larga, erudita ¿y contradictoria? exposición de sus estudios sobre el tema. Afirma, basándose en Herodoto, que el juego de naipes, o de hojas, lo inventaron los lidos, así llamados por su provincia, Lidia, región limítrofe con Anatolia. Y que los romanos lo llamaron ludus chartorum, cosa que explicaría la sinonimia entre naipe y carta. De hecho, Nebrija recoge en su Diccionario (1495) naipes como ludus chartorum. Sigue Luque Fajardo explicando que, en principio, los egipcios hacían estas hojas (que no naipes) de papiro; que después se hicieron de pergamino, como antes los babilonios las habían hecho de tablillas de barro. Por fin, mantiene que Platón atribuye su invención a Theuth, de donde, asegura, proviene la palabra tahúr. Las dos afirmaciones deben ponerse en duda, pues en Platón se lee que el dios egipcio Theuth inventó la escritura, el número, el cálculo, la geometría y la astronomía, aparte de los juegos de damas y dados, aunque nada dice de los naipes, y tahúr palabra de la que Corominas dice tener un origen incierto y el DRAE le asigna una procedencia armenia.
            Aun con esas prevenciones y ese galimatías, los capítulos seis y siete de este libro son una delicia, pues, para acabar, atribuye su introducción en nuestro país, del juego de naipes, a un tal Vilhan, del que dice ser francés y un pobre hombre que lo perdió todo en el juego.
            Y en Luque Fajardo es en quien primero hallo la frase con que titulo el apunte, pues, después de contar la historia de Vilhan, mantiene que los jugadores cuando más alcanzados de sufrimiento a causa de las pérdidas, dicen paciencia y barajar

Naipes sobre obras de Shakespeare. Museo Peterhof
            ¿Y qué pasa con baraja? También es de origen incierto. El DRAE dice que pudiera venir del portugués y Covarrubias opta por defender su origen hebreo. Y así dice que, en principio, la palabra significaba ‘pendencia’, ‘confusión’, ‘mezcla’ y barajar, ‘reñir’. En su favor aporta dos refranes: Cuando uno no quiere, dos no barajan y A cuentas viejas, barajas nuevas.
            Y sigue: Los que juegan a los naipes llaman baraja al número de ellos con que juegan por ser ocasión de contender unos contra otros, y al revolver unos naipes con otros llaman barajar.
            Como último dato (“¡No vayas a parecerte a Luque Fajardo!”, me dice Zalabardo), el Diccionario de autoridades, de 1770, recoge que baraja significa 1. ‘conjunto de cartas’ y 2. ant. ‘riña, contienda, reyerta’. Todavía hoy, el DRAE, en su acepción número 13 (¿no podía ser otra?) dice que barajar es ‘reñir, contender o altercar con otros’.
            Y tras esto, nos disponemos a jugarnos una cerveza, con su tapa correspondiente, a la carta mayor.

sábado, noviembre 29, 2014

CINE DE AUTOR



            Cuando como fuera de casa y me ofrecen la carta de vinos me invade un sentimiento de ridículo y vergüenza. Imagino a todo el mundo escrutando mi elección. Porque, vaya por delante, no entiendo de vinos. A lo más que llego es a decir que un vino me gusta o no. Por eso, rechazo la oferta y pido “un vino” o “el vino de la casa”, concediendo un margen de confianza. Tengo una razón: deseo de variar, de sumarme al conjunto de personas anónimas, para mí, que cada día acompañan sus comidas con ese vino. Doy fe de que, a veces, me sorprenden con vinos buenísimos; otras, sucede lo contrario. Del mismo modo, aviso de que, si en un pueblo pruebo un vino que me agrada, nada garantiza que en el pueblo vecino pueda disfrutar de otro de semejante calidad. Por ejemplo, no hace mucho, en Fuenteheridos me sugirieron un mosto para acompañar un plato de setas. Riquísimo. Pues en Galaroza, a apenas seis kilómetros de distancia, pregunté por él y me respondieron que lo tenían. Mentira; el vino que me sirvieron sabía a ratas.
            “¿Y qué haces hablando de vinos si acabas de asegurar que no entiendes del tema?”, me acusa Zalabardo. Pues eso digo yo, ya que de lo que me interesa hablar es de ciertas expresiones que se acuñan, se emplean casi con reverencia y, a decir verdad, no tengo ni puñetera idea de lo que quieren decir. Por ejemplo, cine de autor, agricultura ecológica, política social, realismo crítico… ¿Sigo o es suficiente?
            Veamos, si ecológico es lo ‘que defiende y protege la naturaleza y el medio ambiente’, ¿no cabría pensar que toda la agricultura ha de practicar ese principio de defensa y respeto? Si el realismo, en la literatura, trata de ‘presentar las cosas como son’, supongo que para que las juzguemos y analicemos, y una de las acepciones de crítico es ‘que examina y juzga sobre alguien o algo’, ¿puede haber un realismo no crítico? Alguien me dirá: ¿y el realismo mágico? Cuidado, esa tendencia, que se entienda bien, empieza por eludir el realismo, dado el papel que se concede en ella a lo fantástico. Y si por política entendemos ‘actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, o su voto, o de cualquier otra manera’, ¿quién negará su carácter social?
            En cine, digo a Zalabardo, me ocurre como con el vino: las películas me gustan o no me gustan y no me atrevo a entrar en el análisis de algunos de los aspectos que atraen a los entendidos. Dicho esto, ¿qué pasa con el cine de autor? ¿Acaso hay películas que se hacen a sí mismas sin que nadie pueda reclamar su autoría? No recuerdo si alguna vez he hablado de esto con José Manuel Mesa; pero recuerdo bien que al querido y malogrado Pablo Cantos le planteé un día: “¿quién me explica que tus películas no son cine de autor?” Los aguafiestas, que siempre los hay, me dirán que se da este nombre a un tipo de cine en que el director tiene una participación intensa, mayor libertad de acción, poder para decidir en el guion, fuerza para rechazar las presiones de productores y demás personas que se mueven en el mundo de la realización de una película. Pero es que eso se consigue cada vez que tenemos delante a un director con la personalidad, la calidad, la voluntad y la energía suficiente para impedir que ninguna otra persona interfiera en su obra. Como en literatura, música o cualquier arte.
Fotograma de El acorazado Potemkin
            Los entendidos, inflexibles, argüirán que el cine de autor nació en los años sesenta, en Francia, con Cahiers du Cinéma como catecismo y con figuras como Godard, Truffaut, Resnais y otros. Esa respuesta me descoloca un poco y me pregunto: ¿dónde meto entonces a Murnau, Lang, Dreyer, Eisenstein, Griffith y todos aquellos pioneros que, a mí, me entusiasman? ¿Acaso ellos carecían de la personalidad arrolladora y la maestría que basta para dejar un sello indeleble en las películas que rodaron? Sigo pensando (no mucho, pues mis neuronas se resienten) y me sale una larguísima lista de autores anteriores y posteriores a los de la nouvelle vague: Hitchcock, Nagisa Oshima, Orson Welles, Kubrick, Tarantino, los Coen, Bergman, Kurosawa, Woody Allen, Chaplin, Fellini… Se me olvidan muchísimos, seguro, porque yo no soy José Manuel Mesa. Y, para que nadie piense mal, añado una relación de españoles: Bardem, Saura, Berlanga, Almodóvar, Buñuel, Amenábar. También en esta otra lista se quedarán muchos en el tintero.
            Siempre, es mi teoría, hay un autor. Es posible que, como pasa en literatura, pintura (no sé de ningún caso en cine), se desconozca su nombre. Entonces hablamos de autor anónimo. Pero la obra, que nadie lo dude, ha tenido quien la ha hecho y ha dejado sobre ella su impronta.
            Muy distinto es que esa obra nos guste o no; lo que decía al principio del vino. Eso va con la idiosincrasia de cada individuo (hay un refrán que afirma que hasta de comer jamón se cansa uno). Si me circunscribo al ámbito español, miro hacia diferentes artes y trato de no menospreciar a nadie, me salen estos ejemplos: prefiero ver una película de Buñuel antes que una de Mariano Ozores; deleitarme escuchando a María del Mar Bonet antes que a Camela; llenar mis horas de ocio con la lectura de Juan Goytisolo antes que de Jordi Sierra i Fabra.
            Aparte están, no se olvide, aquellos a quienes algunos, despectivamente, llaman “populares”. Marcial Lafuente Estefanía, prolífico y notable autor de novelas del oeste, fue oficial en el ejército de la República. Finalizada la guerra, prefirió quedarse a marchar al exilio. Padeció cárcel. En prisión, usando el papel higiénico, cuando lo tenía, y un lápiz, comenzó a escribir aquellas novelas que tanto éxito tuvieron. Mi padre las leía con fruición. Yo leí algunas. Y su estilo era mejor que el de algunos “divinos”. ¿No hay, en el cine, casos similares?
            Mira por dónde, concluyo reproduciendo unas reflexiones de Zalabardo relacionados con el vino: ¿por qué algunos rechazan un vino “porque sabe mucho a química”? Todo vino, el mejor imaginable, ¿no es en definitiva resultado de un proceso químico? ¿No es nuestro organismo, con su estructura, propiedades y continuas transformaciones pura química? En realidad, desean decir otra cosa; pero nos puede el ansia de catalogar, de adjetivar todo. Y olvidamos el verso de Vicente Huidobro: El adjetivo, cuando no da vida, mata. Pues eso.

domingo, noviembre 23, 2014

TODO CAMBIA (SOBRE 'ARRASAR CON')



            Canta Mercedes Sosa: Cambia lo superficial / Cambia también lo profundo / Cambia el modo de pensar / Cambia todo en este mundo. Es una bella canción (¿cuál de las suyas no lo es?). Si todo cambia, ¿cómo iba a ser menos la lengua? Aparecen nuevas palabras, otras envejecen y desaparecen; cambian los significados, las estructuras sintácticas, los sonidos. Todo, claro está, de forma imperceptible, lentamente. Han de transcurrir muchos años (hay excepciones) para que un cambio se haga efectivo y los hablantes lo asuman con naturalidad. Que los hispanohablantes actuales tengan dificultades para entender en su forma original el Poema de Mío Cid demuestra lo dicho. 
            Le aclaro a Zalabardo que las causas de estos cambios son múltiples y renuncio enumerarlas. Solo le cuento algunos casos. Estando aún en activo, les contaba a los alumnos la historia de retrete para explicar el cambio semántico. Les divertía, creo, y entendían la teoría. Retrete, de probable origen provenzal o catalán, designaba en sus inicios una pieza de la casa donde recogerse para disponer de tranquilidad y sosiego. Covarrubias, en su Tesoro… (1611) dice: ‘aposento pequeño, y recogido en la parte más secreta de la casa y más apartada’. Lorenzo Franciosini, autor de un Vocabulario español-italiano (1620) es quizá el más explícito: ‘camerino, o stanzina nella parte più segreta della casa, dove uno si ritira a scrivere, a far i suoi studi’ (pequeña estancia en la parte más escondida de la casa donde uno se retira para escribir o dedicarse al estudio). Digamos que, aparte esto, las señoras solían recibir allí a sus más íntimas amigas. Nuestro teatro clásico abunda en referencias al retrete. El Diccionario de Autoridades (1737) lo define: ‘Cuarto pequeño de la casa o habitación, destinado a retirarse’.
            ¿Qué provocó que este aposento cambiase su función y significado? Simplemente, un cambio de hábitos sociales. A alguien se le ocurrió que era poco higiénico el empleo de orinales o bacinicas para las necesidades fisiológicas, uso relacionado, además, con la no menos graciosa historia del aviso: ¡Agua va! con que se prevenía a los viandantes sobre lo que se iba a arrojar por las ventanas.
            Por tanto, se consideró que podían construirse letrinas en el interior de las viviendas (dotándolas de un sistema de canalizaciones subterráneas que las comunicase con las cloacas). ¿Y qué lugar más a propósito para ello que el retrete, que ofrecía la particularidad de no ocupar demasiado espacio y de quedar suficientemente separado del resto de las dependencias? Ya tenemos un cambio semántico debido a causas sociales. El año 1788, Terreros y Pando, en su Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes…, definía así retrete: ‘lugar o cuarto separado para hacer las necesidades comunes’. El Diccionario de la RAE no lo haría hasta su edición de 1803: ‘cuarto retirado donde se tienen los vasos para exonerar el vientre’.
            Otras historias de cambios podrían considerarse incluso chuscas. La importante editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, una de las más prestigiosas de la América de habla española, debió llamarse (si la versión que circula por ahí no es falsa) Fondo de Cultura Ecuménica. Pero parece que un tipógrafo o un cajista (¿existen aún esas profesiones?) se confundió. El caso es que aquella equivocación fue bien acogida y se decidió no corregir nada.
            Este último ejemplo no muestra en verdad un cambio de la lengua, pero lo quiero aprovechar para indicar que, en no pocas ocasiones, los cambios son productos de errores que pudieron corregirse sin que nadie pusiera los medios para ello.
            De un tiempo a esta parte, le digo a Zalabardo, me encuentro con un empleo cada vez más frecuente de la construcción arrasar con. La última vez, el martes pasado, en un texto periodístico: La irrupción de Podemos arrasa con IU. Confieso que el giro me chirría cada vez que lo leo u oigo. Yo hubiese escrito arrasa (sin preposición) o arrambla con.
            Arrasar es un verbo transitivo según todas las acepciones que recoge el DRAE, aunque, dicho del cielo, es intransitivo y significa ‘quedar despejado de nubes’. En ningún caso se citan usos que requieran un complemento precedido de con. Es un verbo similar a asolar, destruir o devastar, todos transitivos y no necesitados de tal complemento. El Diccionario de uso de María Moliner así lo trata. Solo el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, recoge un significado, ‘acabar con algo’, que requiere esa preposición.
            ¿Qué pasa entonces? Mi interpretación es que todo nace de una confusión con arramblar, o su forma más coloquial arramplar, que es intransitivo y significa ‘llevarse algo por la fuerza’, ‘apropiarse’ o ‘acabar con’ y siempre presenta un complemento precedido de con. Esta confusión es muy moderna. Me alegra comprobar que Fernando Lázaro, en El nuevo dardo en la palabra (2003), también lo cree así. Incluso considera el giro nacido en América y trasplantado a España: tiene orígenes americanos […] y viaja últimamente por España en prensa y algo, casi nada, en libros. Además, aclara, y esto yo lo desconocía, que arramblar pudo tener una historia similar.
            Ni el Nuevo Diccionario Histórico del Español ni el Diccionario de Autoridades incluyen un solo caso. El CREA (Corpus de Referencia del Español Actual), base de datos que abarca de 1975 a 2004, presenta 57 casos de arrasar con, de los que suprimo dos porque creo que, en ellos, lo que hace con es introducir un complemento diferente: …puede arrasar con ese cinismo secreto… y …quien va a arrasar con “Ella cantaba boleros” es Cabrera Infante
            En el CORDE (Corpus Diacrónico del Español), cuyos datos van desde los orígenes de nuestra lengua hasta 1975, los ejemplos que aparecen son solamente 6, de los que nuevamente suprimo dos, por idénticas razones: …el mercado que la municipalidad manda arrasar con buldóseres… y …[el torrente] arrasa con sus ondas la tranquila campiña… Nos quedan, pues, cuatro casos.
            Que el uso es reciente lo muestra que el ejemplo más antiguo documentado, según el CREA, se diese en 1983, en una novela del cubano Lisandro Otero. De los cuatro casos recogidos por el CORDE, el más remoto es de 1932 y aparece en una novela del uruguayo Enrique Amarím. Don Fernando Lázaro cita al venezolano Rómulo Gallegos. Su teoría del origen americano parece probada.
            No obstante lo dicho, en el Diccionario Panhispánico de Dudas leemos: puede ser intransitivo con un complemento introducido por con. Y Fundéu, a una consulta que se le hace, responde: La construcción normal en el español general es “arrasar todo”, pero el Diccionario Panhispánico de Dudas considera también correcto “arrasar con”.
            O sea, le digo finalmente a Zalabardo, que aquí viene bien aquella frase atribuida a San Agustín: Roma locuta, causa finita (Roma ha hablado, caso terminado). Dicho más llanamente, donde manda patrón no manda marinero. Arrasar con, me figuro, se seguirá extendiendo como otros muchos giros que los medios suelen emplear y que los demás imitan. Incluso la RAE parece concederle su visto bueno. Por supuesto, que a mí no me guste importa un pimiento. Como es lógico.