domingo, febrero 25, 2018

VEN ACÁ P’ACÁ



            El idioma fue democrático porque el pueblo se daba a sí mismo la gramática por el mero hecho de ejercerla […]. Ahora ese poder ha subido desde la base de la pirámide a su cúspide y son los periodistas y quienes aparecen con ellos en los medios informativos —políticos, jueces, banqueros, los personajes que acaparan la influencia en la televisión…— los que mandan en la norma lingüística.
(Álex Grijelmo)

            Siento tener que repetirme, pero debo insistir, ya que vivimos unos días en los que son demasiados los que de manera caprichosa, y no pocas veces con ausencia de razones válidas, pretenden moldear el lenguaje para no conseguir otra cosa que malearlo, olvidando que, como decía Menéndez Pidal, las mudanzas en la lengua a lo largo del tiempo son “pocas, leves y lentas”.
            La subversión a la que estamos asistiendo por la que la lengua va dejando de ser del pueblo para que sean unos cuantos quienes quieran imponer su poder sobre ella no se para solo en que alguien pretenda implantar portavoza, más por una razón política que lingüística (lo que podría ser incluso cuestión menor) sino que la observamos en otros muchos errores que estos pretendidos nuevos dueños del lenguaje
            Me gustaría detenerme hoy en un caso muy concreto, el de las redundancias o pleonasmos. Pero necesito comenzar por unas aclaraciones previas. La llamada Escuela de Praga (Trubetskói, Jakobson, Wellek y otros), continuadora de la labor emprendida por Saussure, fundamentó sus trabajos centrando sus tesis en torno a las llamadas funciones del lenguaje, es decir, los fines perseguidos al hablar. Roman Jakobson afirmaba que las funciones surgían de la relación entre los diferentes elementos que intervienen en el proceso comunicativo: quien emite el mensaje, quien lo recibe, el contexto en que se da, el código empleado, el canal del que nos servimos y, lógicamente, el mensaje mismo.

            Sin entrar en profundidades, digamos que la función principal del lenguaje es la referencial o cognitiva, dado que su finalidad prioritaria es permitir la comunicación de informaciones; el mensaje se centra sobre el propio contexto en que surge, según vemos en Hoy es domingo 25 de febrero (día en que escribo este apunte y que, a quien lo lea más tarde, ayudará a entender cuándo lo escribí). Pero aparte de esta finalidad que no falta en cualquier mensaje, hay otras. A veces, buscamos provocar una reacción en el destinatario, empujarlo a que actúe de una determinada manera; esa es la llamada función conativa, imperativa o conminativa, presente en mensajes como ¡Deje de darme la tabarra! Aquí, según vemos, el mensaje se centra sobre el receptor. Junto a ellos, otros mensajes, más que transmitir una información o provocar una reacción, pretenden expresar un sentimiento. Apuntan, por tanto, al emisor que crea el mensaje, como vemos en Lo siento, no sabía que vendrías y no te he reservado una silla. Hay más funciones, pero estas son las básicas.

            Pero hoy, le digo a Zalabardo, nos encontramos a demasiada gente interesada en lograr objetivos diversos por medio del lengua y no dudan en valerse de cualquier recurso, aunque ello suponga quitar la condición de amos del lenguaje al pueblo para convertirse ellos en quienes determinen normar y modos de funcionamiento. Y no siempre con acierto. Entre esos recursos, lo he anunciado antes, está la redundancia o pleonasmo, que no es otra cosa que la repetición de una misma información en un mensaje creyendo que así es más efectiva. A veces, esto pudiera ser cierto y la redundancia puede añadir valores expresivos, conminativos o, incluso, meramente reforzadores de la información. Muchos recordarán que, en años de penuria afortunadamente lejanos, había establecimientos que anunciaban: Aquí servimos café café, con lo que nos informaban de que no utilizaban ninguna clase de sucedáneo. O si, al narrar un suceso, decimos: Lo he visto con mis propios ojos, reforzamos la veracidad de lo que contamos. O, por fin, siempre que gritemos: ¡Sube arriba!, interpretaremos una orden más taxativa que un simple ¡Sube!
            Zalabardo cree haberme entendido y me cuenta que, en su niñez, reconocía perfectamente el estado de ánimo y la intención de su madre cada vez que lo llamaba mientras jugaba en la calle. Si le decía: Matías, ven (¿saben ustedes que el nombre de Zalabardo es Matías?) lo más probable es que pensara enviarlo a la tienda a comprar algo que a ella se le había olvidado. Si decía: ¡Matías, ven aquí!, barruntaba que algo serio debía pasar. Y si lo que decía era: ¡Matías, ven acá p’acá!, o mejor todo junto, venacapacá, no le cabía duda de que su enfado era morrocotudo y lo esperaba con la zapatilla en la mano, dispuesta a darle una buena zurra.

            En la redundancia, pues, cabe establecer grados y no siempre será un vicio censurable. Por eso, dejando a un lado las muy claras como entra dentro, sube arriba y similares, podríamos hacer un repaso de expresiones redundantes usadas de manera abundante por “profesionales” del idioma y que deberíamos evitar: puño cerrado, porque puño es precisamente la mano cerrada; error involuntario, porque si hubiese voluntariedad no habría error; funcionario público, porque el funcionario es la persona que desempeña un empleo público; accidente fortuito, porque no hay ninguno que sea premeditado; tarifa de precios, porque la palabra misma significa ‘lista de precios’; parte integrante, porque parte es ‘porción de un todo’; testigo presencial, porque si no se ha estado presente en un hecho no se puede ser testigo del mismo; crespón negro, dado que ya la palabra crespón es ‘banda de tela de color negro’; arrecido o aterido de frío, puesto que el adjetivo significa ‘pasmado o entumecido por el frío’; erario público, pues el sustantivo señala el ‘conjunto de bienes pertenecientes al Estado’; autopsia del cadáver, ya que a ningún ser vivo se le puede practicar tal análisis.
            La lista podría continuar, pues es larga. Pero quiero terminar con un caso curioso, la redundancia que es doblar a muerto. Las campanas se conocen desde muy antiguo y su tañido se ha asociado históricamente con fines tanto religiosos como seculares. Desde su origen, los campanarios en las iglesias han servido para avisar a la comunidad, que solía vivir dispersa, en eventos de naturaleza muy diferente. Cada modo de toque tenía un sentido, y un nombre, preciso. Por eso había toques de rebato, de fuego, de ángelus, de ánimas, vuelo, repique, gloria… Así, para avisar de que alguien había fallecido, se utilizaba un toque lento con la participación de dos campanas. De ahí lo del sustantivo doble y el verbo doblar. Luego, si las campanas doblan, no puede ser más que a muerto.

domingo, febrero 18, 2018

COMPAÑEROS, CÓNYUGES, CONSORTES (Y UN VILORIO)



            El amigo es más necesario que el fuego y el agua, porque así como es imposible vivir el agua y el fuego, así es imposible vivir sin amistad (Francisco de Quevedo)

            El pasado sábado nos reunimos en Sevilla. Para quien no lo sepa, pues hay cosas que, naturalmente, la gente no sabe, hablo del grupo de amigos que comenzamos juntos nuestro Bachillerato, en Osuna, allá por 1956, es decir, hace la friolera de 62 años. Pero para que nadie se engañe, pese a que todos tenemos algún que otro achaque, no los mencionamos, sino que mantuvimos por todo lo alto el ánimo, la ilusión y, sobre todo, la alegría de estar juntos un día.

           Zalabardo me pide que se lo cuente todo con el máximo detalle. Pero yo le digo que eso es imposible, porque hay cosas que no es que no se puedan contar, sino que sería muy difícil de entender para quien no hubiese estado presente. Porque, y esto es solo ejemplo, ¿de qué manera se puede contar para que sea verosímil el episodio de José María y la rubia del mingitorio? Y que nadie crea que solo queda imputado en este caso el bueno de José María, porque el no menos bueno (y tuno) de Carmona fue el primero en realizar la visita y salió de allí sin decir ni pío. Y yo mismo no reaccioné hasta que José María me preguntó: “Oye, ¿y la rubia?” A lo que contesté que poco podía contar salvo que intenté hablar con ella y permaneció muda, sin alterar su gesto de asombro.

           Así que me limito a una breve reseña, muy breve, de lo que ocupó nuestra estancia, perfectamente organizada por Carmen Olid y José María Pérez. A los que llegábamos de fuera, nos recibieron en la estación de San Bernardo. Nos dirigimos luego al punto de reunión, Jardines de Murillo, para iniciar una visita por la judería y barrio de Santa Cruz. Puntos importantes: Plaza de Santa Cruz, Plaza de los Refinadores, Plaza de doña Elvira, Santa María la Blanca, Patio de Banderas, Plaza de la Escuela de Cristo, calles Archeros, Vida, Agua, Judería… Todo ello perfectamente explicado por José María Pérez. Luego, comida de camaradería, como está mandado, antes de iniciar la última visita, la del Hospital de la Caridad. De todo ello dan mejor cuenta las imágenes que mis palabras, le digo a Zalabardo.

            Pero como esta Agenda pretende siempre mostrar algún aspecto del lenguaje, quiero hoy detenerme en tres palabras, en apariencia diferentes, pero que en el fondo están íntimamente relacionadas: compañero, consorte y cónyuge. Las tres coinciden en compartir un fondo común, el de manifestar algo que se comparte con otros y nos une a ellos, expresado en el prefijo cum- latino, con- en español. La raíz de compañero es el término sánscrito , ‘nutrir, proteger’, de donde salen, entre otras palabras, pastor, sátrapa, ‘gobernador’, pábulo, ‘alimento con el que se puede subsistir’ y, claro está, pan. Son compañeros todos aquellos que comparten el pan, que es el alimento más básico. Pero en la reunión había también consortes o cónyuges, según la palabra utilizada por unos u otros. Para el caso es igual. Y es que cónyuge viene del sánscrito yeug, de donde provienen también yugo e incluso yoga; ambas se refieren a algo que une, que liga, que ata. El cónyuge es quien está unido a otro. Por fin, consorte posee, igualmente, una raíz sánscrita, ser, que significa ‘alinear, estar al lado’. De ser, se originan, y hay muchas, sarta, ‘conjunto de cosas unidas’ o suerte, por ejemplo; el consorte es la persona que comparte su suerte con otra.

            Así, pues, quienes ayer estuvimos juntos en Sevilla, éramos, a la vez, compañeros, porque compartimos mesa y pan; éramos consortes, porque compartíamos la suerte de estar juntos; y éramos cónyuges, porque todos teníamos un yugo que nos mantenía unidos.    Pero todo ello podría resumirse en otra palabra de diferente origen, aunque de igual o mayor importancia, amigo, que, aunque procede del sánscrito amma, ‘madre’, fue el origen del verbo latino amo, ‘amar’. Y los amigos son los que se manifiestan entre sí amor y afecto.

            Por supuesto, en la reunión no faltó el recuerdo de los que, por diferentes circunstancias, se hallaban ausentes. Como tampoco faltó un vilorio, palabra muy de nuestro pueblo y que bastantes no recordaban. Vilorio, término afectivo, es una persona, por lo general se aplica a los niños, sumamente inquieta y revoltosa. ¿Quién es, o fue, el vilorio del grupo? Los que estuvimos allí lo sabemos bien. ¿Para qué andar contando lo que no interesa a nadie más?








sábado, febrero 10, 2018

JUGAR CON LAS PALABRAS



Un otoño, muchos años atrás, cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.
—¡Hay un matrimonio próximo, pollos! —advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.
                        (Enrique Jardiel Poncela)


            No sabemos qué duración tuvo cada uno de los días de que habla el Génesis. Pero habrá que suponer que largos por lo que en ellos se hizo. Alguna vez, Zalabardo me ha dicho que Adán, hasta que se le concediera la compañía de Eva y la facultad de hablar, debió ser el tipo más aburrido que uno pueda imaginarse; no sabía jugar porque no se había inventado el juego ni tenía con quien entretenerse. No podía jugar a la gallina ciega por no saber qué era una gallina ni conocer a ningún ciego. Y, dada su soledad inicial, no podía jugar, digamos por ejemplo, a las siete y media ni a veo veo.
            La tesis de Zalabardo continúa manteniendo que solo el lenguaje consiguió sacarlo de su aburrimiento. Bueno, y Eva, que, según leemos, fue creada como ayuda y compañía, lo que nos lleva a pensar, a Zalabardo y a mí, que eso del machismo vino después. ¿Por qué dice mi amigo que el lenguaje libró a Adán de su aburrimiento? Porque conforme Dios le iba mostrando las diferentes piezas del mecano con que durante los seis días anteriores construyó el mundo, no hay duda de que Dios sí sabía divertirse, Adán comenzó a inventar palabras: “Eso se llamará caballo; eso se llamará monte; eso se llamará mesa…” Y, así, una cosa tras otra. Nadie dirá que no tuvo que ser divertido llenar el mundo de palabras y poner nombre a cada cosa. Y no digamos nada si a un músculo se lo llama esternocleidomastoideo, o a un animal ornitorrinco.

            Alguna vez pensé que cuanto decía Zalabardo era broma. Pero, con los años, he concluido en que la gente, a lo largo de la historia, no ha dejado de jugar con el lenguaje. Un día, alguien con ingenio dio en llamar a un aderezo del vestido femenino siguemepollo. Como también es preciso aceptar que no fue Adán quien llamó mulo a la cría del cruce entre asno y yegua ni burdégano a la cría del cruce de caballo y asna. Es cosa de pura lógica.
            Con las palabras se ha jugado, y se juega, de muchas maneras. Hay un libro de Jesús Marchamalo, titulado La tienda de las palabras, que trata de ese asunto y de él saco la mayoría de los ejemplos. Podemos divertirnos creando palíndromos, que son palabras capicúas, pues se leen igual al derecho y al revés. Los palíndromos pueden ser palabras simples (Ana, oso, ojo, seres, reconocer…) o frases más o menos largas (Dábale arroz a la zorra el abad, Eva usaba rímel y le miraba suave…). Parecidas son las palabras bifrontes (o semipalíndromos), que, leídas al revés, nos dan otra palabra distinta, pero existente (animal/lámina, aparta/atrapa, ateas/saeta…). Pero los juegos son muchísimos: buscar palabras que presenten en todas sus sílabas la misma vocal (chatarra, esqueje, pitiminí, bochornoso, sucusumucu…); palabras que contengan las cinco vocales (murciélago, escuálido…); palabras con sus consonantes en orden consecutivo (bocado, resto…). 

            Más complicado es conseguir una rueda de palabras, como la que se ve en la imagen, que permita ser leída en cualquier sentido que se tome (en el ejemplo, vida, diva, dádiva) o, tomando las letras de una palabra determinada, obtener palabras o frases diferentes (de murciélago podemos conseguir los anagramas amigo cruel / comer igual / gemí locura y lucir omega, y con las letras de Darío formamos radio / ardió / raído y odiar.
            Aún hay casos más complicados: Quevedo escribió un soneto en el que todas las palabras comenzaban por la vocal a; Torrente Ballester incluye en su novela La saga/fuga de J. B. otro soneto construido todo él con palabras inventadas y Jardiel Poncela escribió un cuento (Un marido sin vocación) en el que no se usa ni una sola vez la vocal e.
            Podría seguir, pero no vale la pena. Lo dicho vale para que entendamos que el idioma es un instrumento maravilloso que, aparte de su función comunicativa, puede tener una función lúdica. Sin embargo (¡ay, sin embargo!) mucha gente olvida, no quiero decir que ignora, que, en cualquier caso, la lengua tiene una estructura y unas reglas que deben ser respetadas. Podemos usar la lengua para defender cualquier idea o para reclamar cualquier derecho. Lo que no se puede hacer es, para alcanzar tales objetivos, destrozarla hasta límites aberrantes. Debemos empezar por admitir que la lengua refleja el pensamiento de una sociedad. Y el diccionario, cualquier diccionario, no es sino un espejo en el que se refleja ese pensamiento. Un diccionario no impone un uso; es al revés: el diccionario da fe de un uso. 

            ¿Es machista nuestra sociedad? Zalabardo y yo creemos que, en gran medida, sí. ¿Hay rasgos de machismo en nuestra lengua y en el DLE? Pues tampoco lo negaremos. Lo que sí negamos es que ese machismo lo impongan la lengua o el DLE. El día que eliminemos todas las injusticias que nuestra sociedad mantiene en ese campo, también desaparecerán de la lengua y de los diccionarios. ¿Hay medios para conseguir, no ya más derechos para las mujeres, sino que haya una completa igualdad de todas las personas? Por supuesto, pero no creo que ninguno de ellos pase por usar esas aberraciones lingüísticas del tipo portavoza, por citar un ejemplo de actualidad candente. La igualdad la conseguiremos el día que se redacten leyes que supriman las barreras salariales, el día que se dicten leyes que permitan conciliar maternidad y trabajo sin detrimento para la mujer, el día que no haga falta hablar de cuotas ni de discriminación positiva, sino que, de forma natural, las mujeres con capacidad para ello, que hay muchas, puedan acceder a puestos de responsabilidad ejecutiva en trabajos y empresas. Todo eso se puede conseguir trabajando en el Parlamento, no dando patadas al idioma. ¿De qué sirve a una mujer que se diga portavoza si sigue ganando menos sueldo que un hombre que hace la misma tarea; de qué le sirve si ha de verse obligada a elegir entre maternidad o trabajo?
            Y una breve nota sobre portavoza. No es el primer caso de esa naturaleza; tenemos los precedentes, alguno ya con bastantes años encima, de miembra y jóvena. Pero lo de portavoza es más grave porque infringe la gramática por todos sus costados. Empezando porque voz es ya una palabra de género femenino. Y portavoz, palabra compuesta, se convierte en común en cuanto al género porque designa tanto a la mujer como al hombre que comunican las opiniones oficiales de su grupo. Y aun en el caso de que se quisiera comparar con juez o edil, donde no habría espacial problema para decir jueza o edila, lo que habría que crear en el caso de portavoz es una forma para el masculino, portavozo, y no esa barbaridad de portavoza. Juguemos con el lenguaje todo lo que queramos, pero no lo convirtamos en la casa de tócame Roque.