sábado, enero 28, 2023

EL DIFÍCIL ARTE DE TITULAR

Se cuenta una anécdota, ignoro hasta qué punto es verdad, que, al informar de un accidente ferroviario, cometía la indelicadeza de titular Descarrila un tren en X. Por fortuna, los fallecidos eran todos de tercera. El desprecio hacia las clases humildes era evidente, aunque pensemos que no premeditado.

            Pero sabido es que en nuestro acercamiento a la prensa escrita los titulares constituyen un elemento de capital importancia para leer o no cualquier información y nos predispone hacia una interpretación. Hay quienes solo se interesan por las «letras gordas», las cabeceras, y no pasan más allá. De ahí extraemos conclusiones. Los titulares se convierten así en el principal elemento de cualquier texto periodístico, centran la atención del lector e informan sobre su contenido.

            Esto, le digo a Zalabardo, obliga a tener mucho cuidado con ellos. Un titular no debe confundir por presentar una redacción ambigua, no debe contener datos irrelevantes para la información, debe ser breve y neutro, estar cuidadosamente escrito y, sobre todo, no presentar muestras de tendenciosidad ni, mucho menos, sugerir algo distinto a lo que el contenido de la información pretende.

            Zalabardo y yo nos reímos de buena gana leyendo titulares en los que la redacción origina una situación a la vez divertida y ridícula. Por ejemplo, que un diario diga Mañana comienza la huelga de médicos y enfermos sorprende al lector, que pronto entenderá que se ha querido hablar de enfermeros. Pero esa sorpresa ya se convierte en pasmo si leemos que Fallece por segundo día consecutivo una mujer de 103 años. Nos conmueve el duro trance por el que ha debido pasar la pobre señora, como si no fuese suficiente morir solo una vez. Habría sido menos chusco que se nos Por segundo día consecutivo se da el hecho de que muera una persona de 103 años; a todos nos quedaría claro que se habla de dos personas diferentes y no de la misma.

          Colocar una palabra en lugar indebido también es causa de titulares cómicos: El diputado de Turismo vuelve al trabajo tras morir casi ahogado. Ya es profesionalidad regresar al tajo después de morir; ¿no hubiese sido mejor decir que se reincorporó después de casi haber muerto ahogado. Algunos titulares, con el ansia de ser en extremos precisos, caen en el absurdo: La autopsia confirma al 100% la muerte de X. O sea, la autopsia determina si una persona ha muerto o no. La redacción puede ser tan confusa en ocasiones que el lector no se entera de lo que le quieren decir: Muere cosido a puñaladas por una gorra durante un concierto. Habrá que suponer que la razón de la muerte fue una riña por quedarse con una gorra. Pero si, leyendo la información sobre un accidente, al hacer mención de la víctima, se afirma: Pierde la vida y muere, no queda sino lamentar que, para esa persona, se ha cumplido lo de que los males nunca vienen solos.

            Comento con Zalabardo que, si hay titulares que nos hacen reír por descuidos como los citados en los ejemplos anteriores, otros hacen pensar si pudo existir algo de mala intención, bien por el modo de composición o por introducir elementos que no proceden. Por ejemplo, para informar sobre la supresión de espectáculos taurinos en Cataluña, un periódico encabezó la información con la fotografía de unos políticos catalanes y este texto: Ganaron los animales. ¿A qué podían pensar los lectores que se refería la noticia? Otras veces, la implicación de una persona conocida en un presunto delito crea titulares tan esperpénticos como este: La SER denuncia que el nieto de la hermana de la madre del suegro de Zaplana tiene un restaurante. El pobre lector no puede menos que escandalizarse por el nivel al que llega la corrupción.

            No olvidemos los titulares en los que, salvo que todo sea producto de una equivocación, se está incurriendo en manipulación. Eso sucede cuando leemos que Una organización de un rabino proclama hoy a Aznar ‘estadista mundial’ del año. ¿Se pretendía unir la figura del expresidente con el sionismo? Lo cierto es, quedaba claro cuando se leía la noticia, que esa proclamación la hacía una organización multiconfesional, Llamamiento a la conciencia, que, en aquel momento, dirigía un judío. O esta otra: La mujer infectada por ébola hizo la oposición en la Facultad de Pablo Iglesias tras el contagio. ¿Qué culpa cabía al exlíder de Podemos del contagio de aquella persona? Ni el político ni que ambos hubiesen estado, aunque no al mismo tiempo, en el mismo centro universitario tenía nada que ver con la enfermedad.

            Ausencia de rigor. Un medio titulaba que Tres de cada diez gasolineras de la Comunidad de Madrid engañan a sus clientes según un estudio de la OCU. Días después, en una carta al director, un experto en estadística aclaraba que ese estudio se había realizado sobre una muestra de solo 21 de las 270 gasolineras madrileñas por lo que, aplicando cálculos pertinentes, de ninguna manera podía extraerse que hubiese tres gasolineras timadoras por cada diez.

            Dejo para el final, le digo a Zalabardo, aquellos titulares cargados de prejuicios. Es claro ejemplo de prejuicio machista titular La esposa de George Clooney regresa al trabajo tras ser madre, sin mencionar su nombre, Amal Ramzi, ni que era (murió en 2014) abogada, especialista en Derecho Internacional, Penal y Derechos Humanos. O titular La esposa y la madre de Felipe VI posan sonrientes a la llegada a la clínica en que ha sido operado don Juan Carlos. Por mucho que las conozcamos, esa esposa y esa madre son doña Letizia y doña Sofía.

            Y no ya prejuicio, sino fanatismo o algo peor, es lo que destila este último titular que cito a Zalabardo: Rafa Nadal doblega a Ferrer y alcanza su séptima final. Jugará contra el puto serbio que ganó a Federer. Ese puto serbio se llama Novak Djokovic. Sin comentarios.

sábado, enero 21, 2023

NI DE POLÍTICA, NI DE RELIGIÓN, NI DE FÚTBOL

Es opinión extendida que, si se está en grupo, debe evitarse hablar de política, de religión y de fútbol, porque son temas generadores de conflictos y discordias. No es necesario que le explique a Zalabardo, de mi misma generación, que tal creencia se nos imbuyó con la educación represiva y colmada de tabúes que recibimos en los años de la dictadura. Claro que, si de religión y de política no podía hablarse, nadie impedía entonces hablar de fútbol, que actuaba como espita por la que dar salida a todas las represiones que se sufrían. Tal vez por eso, digo a mi amigo, aún quede ese resabio de preocuparse más por lo que se le paga a un futbolista que por lo que cobra una mujer que desempeña idéntica función a la de un hombre, valga de ejemplo.

            Lo malo no está solo en que se nos obligase a tal barbaridad; lo malo, y en esto coincidimos Zalabardo y yo, es que aún permanezca vigente tal creencia y sigan existiendo apóstoles de su defensa. Será, pues, buen momento para recordar las palabras de Antonio Machado quien, por boca de Juan de Mairena, afirmaba que quienes nos instan al apoliticismo solo buscan hacer política sin nosotros.

            Hace unos días, leía un artículo de Luis García Montero en el que defendía que todo lo que se habla es política y que quienes buscan deslegitimar la actividad política y adoban sus palabras con constantes alusiones a patria, a nacionalismo, a tradición, a traición a las esencias y cosas así, lo hacen desde una óptica que los lleva a separar lo que consideran «su nación ideal» de lo que es «la nación real». Y dice García Montero que poner en duda la legitimidad de un Gobierno democrático o el resultado de las urnas implica negar a la nación real el derecho a tomar decisiones. Podríamos citar bastantes ejemplos de esto.

            La tesis de García Montero, y que comparto, es que hablar de política es hablar de tomar decisiones, de preocuparse por los derechos y deberes, de pensar en la forma de vida de la gente. ¿Cómo, entonces, aceptar que no hay que hablar de política y quedarse tan tranquilo? Y esta mañana, a poco de levantarme, leo que escribe Elvira Lindo que «la distancia entre las palabras y los hechos es enorme» y que «los políticos no toman medidas de gran calado, pero nos sermonean sin tregua». Y no hace diferenciación de ideologías ni de partidos

            Le pido a Zalabardo que piense el calado de la primera frase de Elvira Lindo, en la distancia entre las palabras y los hechos. Porque todos asistimos a ese espectáculo en que los protagonistas son, sobre todo, patria y nación, palabras que, conteniendo gran cantidad de valores positivos, también se las puede cargar de conceptos muy negativos. Como nacionalismo. Y recuerdo el interesante artículo que a estas palabras dedican Andrés de Blas Guerrero y Pedro Carlos González Cuevas en el Diccionario político y social del siglo XX español, que recomiendo leer.

            Separan estos autores entre una concepción liberal de nación que aglutina a los ciudadanos en defensa de un orden de derechos y libertades y otra concepción, conservadora, que considera la nación como una decantación a través del tiempo de hechos determinados, en parte, por leyes divinas y, en parte, por leyes naturales. Dicen que los primeros serían más patriotas, porque toman patria como un sentimiento de identificación con la nación y de solidaridad. Los segundos, en cambio, serían más fascistas, porque para ellos la patria viene definida por un conservadurismo radical.

            Sea así o no, no estaría mal, para aquellos que tanto se esconden tras la barricada de las palabras, leer que el diccionario oficial de nuestra lengua define la patria como la ‘tierra natal o adoptiva a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos o afectivos’, o sea, que habría que echar mano de aquel viejo aforismo latino Ubi bene, ibi patria, es decir, «donde se está bien, allí está la patria», concepto inclusivo que no discrimina a nadie; un senegalés, un rumano, un sueco o un boliviano pueden ser tan patriotas españoles como yo, si aquí han hallado la posibilidad de llevar una vida digna. Del mismo modo, se entiende como nación el «conjunto de habitantes de un país regido por el mismo Gobierno». Y el nacionalismo, que es el sentimiento fervoroso de pertenecer a una nación, se convertirá en negativo si ese sentimiento se exacerba hasta el punto de delimitar quiénes pueden pertenecer a él.


           Finalmente, le pido a Zalabardo que piense en las palabras que Emmanuel Macron, presidente de Francia y nada sospechoso de izquierdismo, cuando en su reciente visita a España se le ha preguntado por la situación de nuestro país. Muy educadamente, ha rehusado opinar «sobre asuntos internos de un país amigo», pero ha dicho: «La extrema derecha es nacionalismo, no patriotismo, porque predica el odio al otro para existir uno mismo».

            Creo, le digo a Zalabardo, que hemos ocupado mucho espacio para tratar de dejar sentado que es posible, y necesario, hablar de política sin contraer ninguna grave enfermedad. Habrá que dejar para otro día la religión y el fútbol.

sábado, enero 14, 2023

SOBRE NOMBRES Y APODOS

Hace unos días, visitando Benaoján, viví una divertida historia que cuento a Zalabardo. Hablábamos con un hombre del lugar que, en un momento de la conversación, nos preguntó: «¿Qué han venido, a ver el pueblo?» Con intención de hacer un chiste, le respondí: «Es que ya que hemos estado visitando el Gato ―la cueva―, no queremos irnos sin visitar a los ratones». El hombre, con toda naturalidad, siguió: «¿Son ustedes familia de ellos?» Su pregunta obedecía a que, cosa que ignorábamos, en ese pueblo hay una familia a quienes apodan los Ratones.

            Que el nombre es importante no ofrece dudas. Todo lo que es tiene su nombre e incluso se dice que lo que carece de él no existe. El nombre es la palabra que designa y distingue tanto a los seres vivos o inertes como a los objetos físicos y a los conceptos abstractos. Ya en el Génesis, cuando se narra el proceso de la creación, se afirma que, según iba creando algo, Yahvé lo llamaba de una forma y que, una vez creado el hombre, al que hizo dominador de cuanto existía, mandó pasar ante él a todos los seres vivos «para que viera qué nombre les daba, y tal como el hombre llamara a cualquier ser vivo, ese sería su nombre».

            Según esto, le digo a Zalabardo, al ser los humanos «seres superiores», nos corresponde un nombre único, que convenga a cada uno y lo individualice (Juan, Felipe…); ese es el nombre propio. Todos los demás, «seres subordinados», deberán aguantarse con un nombre genérico, el nombre común (gallina, olivo…). Revisada la mayor parte de los mitos de creación de las principales culturas, observamos que la gente, la humanidad, en sus albores, era escasa. Por tanto, distinguir a cada uno era cosa fácil: Adán, Eva, Caín… ¿Quién iba a confundirlos si no había nadie más? En el más antiguo de los libros conocidos, el Poema de Gilgamesh, vemos que es así; los nombres son Gilgamesh, Enkidu, Siduri, Utnapisthim… Y nadie los confundía.

            Pero, claro, como Yahvé impuso el mandato «creced y multiplicaos», cada día había más gente. Consecuencia: empezaron a matarse unos a otros porque, al parecer, no cabían todos y, en cuanto a los nombres, llegó un momento en que el catálogo pareció agotarse ―y mira que hay nombres raros― y fue preciso ir añadiendo algo a cada uno para no confundirse. Así vemos, en la Ilíada, que lo más frecuente es unir a cada nombre el del padre para distinguirlo de cualquier otro. Por eso hay un Áyax, hijo de Telamón, y un Áyax, hijo de Oileo. Y casi todos los héroes de la guerra de Troya se nos citan de esta manera: Menelao, hijo de Atreo; Elefénor, hijo de Calcodonte o Menesteo, hijo de Péteo.

            O sea, se inventaron los apellidos que, a lo que se ve, casi desde el origen y en todas partes siguen un modelo común: padre o familia de la que se procede. Eso explica nuestros Diéguez (hijo de Diego), Fernández (hijo de Fernando) y demás. Pero, en no pocas ocasiones, para variar, el apellido puede surgir del lugar de procedencia o del oficio a que uno se dedica: Sevilla, Platero, Zapatero… Y en el caso de los judíos españoles obligados a convertirse, el apellido era muy comúnmente el nombre de un santo: Sampedro, Santamaría… Nada de esto es cosa de hoy; En el Nuevo Testamento nos encontramos, por ejemplo, con María Cleofás (porque Cleofás era su marido), María Magdalena (porque era de Magdala) y el mismísimo Jesús de Nazaret.

            Yo iba lanzado contándole todo esto a Zalabardo hasta que, en un momento, me interrumpió: «Muy bien todo eso que dices; pero ¿qué tiene que ver con los Ratones de Benaoján?» Abandono, pues, el camino que llevaba y le explico que, a cada día que pasa, el asunto se complica más. Por ejemplo, si el padre de Jesús era José de Nazaret, a nadie se le escapa que, aunque en aquella época Nazaret pudiese ser una población pequeña, es seguro que habría más de un José. ¿Solución? Se recurre a un nuevo elemento de diferenciación y hablamos de José de Nazaret, el carpintero. En otros lugares y en otras épocas el asunto se solventó, como en España modernamente, usando también un segundo apellido, que procede de la madre: José Álvarez Domínguez (en teoría ‘hijo de Álvaro y de Dominga’).

            Y como la imaginación popular es inagotable, lo que tampoco es nuevo, no se desprecia unir al nombre un apelativo (rasgo, cualidad, defecto…) que distinga al nominado. En el Poema del Cid, el héroe se llama Rodrigo Díaz, lo normal, pero también de Vivar (por su pueblo) y Cid Campeador (como lo llamaban los musulmanes contra los que luchaba). A ver quién confunde a ese. Y el personaje más cercano a él era Minaya (un vasquismo, ‘mi hermano’) Alvar Fáñez, el de ardida lanza (‘animosa lanza’, ‘valiente guerrero’).

            Con lo que vamos entrando, le digo a Zalabardo para aclarar su duda, en el campo de los apodos y los motes, que, siendo más comunes en zonas rurales, se dan en todas partes. Aunque apodos y motes no son exactamente lo mismo, aquí los vamos a tratar como sinónimos. El apodo o mote es una cualidad, o un defecto, por el que se distingue a una persona y que, en ocasiones se transmite de generación en generación. Miguel Delibes, en sus novelas, presenta estos personajes: Daniel el Mochuelo, Roque el Moñigo, Germán el Tiñoso, las Guindillas, Gerardo el Indiano, el Tío Ratero, el Nini, don Anteo el Poderoso, doña Resu el Undécimo Mandamiento

            Los motes y apodos son un material de gran valor etnográfico y servirían para estudiar el trasfondo social de la población en que se emplean. El cantaor Alonso Núñez, conocido como Rancapino, es hijo de Orillito y nieto de la Obispa. En mi pueblo, entre los que recuerdo y los que algunos amigos me hacen llegar, hay apodos como estos: Dientejaca, Tumbaollas, Sapa, Tanque, Jeringoslacios, Chocolate, Rascahuevos y algunos más. Pero, le añado Zalabardo, como pocas cosas hay nuevas bajo el sol, también los apodos tienen una larga tradición. Por ejemplo, Cayo Julio César se llamaba así por caesarius, ‘cabellera’, en razón de que era casi calvo; y Marco Tulio Cicerón, por cicer, ‘arveja’, porque tenía una verruga que parecía tal.

viernes, enero 06, 2023

HISTORIA DE PALABRAS: ESTENTÓREO

Esténtor es un personaje que se cita en la Ilíada una sola vez, en el canto V, y, además, solo para aludir a tremendo vozarrón: Hera se detuvo y dio un grito como los de Esténtor, de voz broncínea, cuyo grito era tan fuerte como el de cincuenta hombres. Si su recuerdo ha perdurado hasta nosotros es, en gran medida porque en los diccionarios leemos que el adjetivo estentóreo significa ‘[referido a la voz] muy fuerte, ruidoso o retumbante’, y procede de una voz tardolatina, derivada, a su vez de un griego formado a partir del nombre de este personaje que citamos.

            Le cuento a Zalabardo que son frecuentes los nombres propios formados a partir de otros comunes o de adjetivos con los que se quiere destacar una cualidad de la persona que lo luce. En La celestina, el nombre de Calisto se deriva del kalós, y significa ‘hermoso, apuesto’. Sobre el de Melibea, también de origen griego, se ha escrito bastante, pues unos defienden que significa ‘la que cuida bueyes’, mientras otros, quizá más, piensan que quiere decir ‘la que es dulce como miel’.

            En el asunto que nos ocupa hoy, lo curioso es que mientras muchos nombres derivan de un adjetivo o señalan una cualidad (Ambrosio, ‘inmortal’; Isabel, ‘consagrada a Dios’; Sofía, ‘la que tiene sabiduría’; Iker, ‘portador de buenas noticias’, etc.), en el caso de Esténtor, origen de estentóreo, nos encontramos con el proceso inverso. Lo que ya se cita menos es que Esténtor tiene su razón de ser en la raíz indoeuropea (s)tend-, ‘trueno’, que da el verbo griego sténo, del que proceden nuestros tronar, trueno, tronido, atónito, detonar, estruendo y otros.

            En este punto podríamos considerar acabado el apunte, pero le cuento a Zalabardo que ese adjetivo nos sirve para contar otras cosas. Por ejemplo, el caso llamativo de que el que fuera presidente del Atlético de Madrid y alcalde de Marbella, Jesús Gil, no por descuido, sino por simple desconocimiento, creó en unas declaraciones suyas un neologismo chusco, ostentóreo, en el que confundía (sin que esa fuera su intención) ostentoso, ‘llamativo por su apariencia lujosa o aparatosa’, con estentóreo, cuyo significado ya hemos aclarado al principio. Aquel error dio pie a muchos escritos satíricos contra el político-empresario, o al revés, según cada uno quiera. Con agudeza, hubo quien sostuvo que ostentóreo era adjetivo adecuadísimo tanto para Gil como para sus actos porque en ambos se reunían la ostentación y el ruido casi insufrible. El novelista Paco Umbral, con su habitual ironía, incluso sugirió que la RAE debería incluir el término en su diccionario.

            Pero la historia de este adjetivo, estentóreo, y su confusión con ostentóreo, da para más. José Antonio Pascual, filólogo y, en un tiempo, vicedirector de la RAE, escribió en 2013 un ensayo, No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. La azarosa vida de las palabras, en el que comenta, junto a otras cuestiones, este tipo de deslices. Sobre este caso particular, cuenta que ya Juan Benet, en su novela Herrumbrosas lanzas, había escrito (aquí sí a propósito) …don Tertuliano con su ostentórea presencia…, y aclara que lo que en Jesús Gil fue un error, en Juan Benet fue un intencionado recurso de estilo; y sentencia: Esa es la diferencia que separa los juegos de palabras de Quevedo y las equivocaciones que comete Sancho sin quererlo.

            Pascual, siguiendo con su discurso, avisa de que la lengua no es una enemiga a la que debamos combatir y advierte sobre el hecho de que no pocos escritores de prestigio cometen errores de tipo más o menos parecido que nos pasan de largo, porque hay palabras españolas en cuyo uso tropezamos dos, tres, cuatro y hasta cinco veces. Y pone el caso de la extendida confusión entre términos que no son sinónimos, aunque los tratemos como tales, caso de ver y mirar, oír y escuchar o infligir e infringir. El último ejemplo, además, mueve a crear el no menos ostentóreo vocablo inflingir que a veces se oye y se lee. Este académico, le cuento a Zalabardo, nos previene también sobre otros errores en los que incurrimos: las llamadas combinaciones imposibles, que se dan cuando juntamos términos que son incompatibles. Por ejemplo, cuando no reparamos en que algo puede acarrear daños, pero nada acarrea felicidad; o cuando, aun sabiendo que se puede celebrar una victoria, olvidamos que no se puede celebrar una muerte.


            Zalabardo se ríe porque dice que hemos comenzado hablando de la Iliada para explicar el vozarrón que puede distinguir a alguien para terminar haciéndonos a la idea de que sería de mal gusto, por ejemplo, celebrar el tricentenario de la muerte de alguien, cuando lo procedente es recordarlo o a conmemorarlo. Cuestión que, me dice sin parar de reír, sí que podría parecer ‘ostentórea’.