domingo, marzo 29, 2020

SOBRE CAUSA Y EFECTO, OCASIÓN Y PELIGRO


 Canta Menese unas bamberas que empiezan: Tengo una vecina enfrente / que parece buena moza. / Hoy le di los buenos días; / principio tienen las cosas. Los cantos populares, a veces, nos dicen verdades como puños. Nada hay que no tenga un comienzo, ningún efecto carece de causa que lo provoque. Como la pandemia que padecemos. Sería bueno hallar ese origen, las causas de este mal; así combatiríamos mejor sus consecuencias. Mientras tanto, ánimo y paciencia. E intentar seguir la rutina habitual para no caer en el desánimo.
            Le cuento a Zalabardo que un amigo, hace unos días, me sometió a una inocente prueba; me comentó luego que, solo por hacer saltar mi condición profesoral, había incluido en un mensaje una frase “rara”. Lo que escribió fue porque ya se sabe eso de que quien evita la ocasión buena sombra lo cobija. No le di la menor importancia porque consideré que se limitaba a hacer un juego de palabras de esos del tipo no hay peor sordo que el que no puede oír o creerse que todo el monte es orgasmo (¿cómo estará el monte cuando pueda volver a perderme en su laberinto de senderos?) Pero, al fin, va a lograr que me deje arrastrar por esa vena profesoral que antes intentó provocar. Por supuesto, él se refería a quien evita la ocasión evita el peligro, refrán sumamente popular. Después, pensé que lo que tal vez desconozca mi amigo, y mucha gente más, es la larga y curiosa historia que arrastra ese refrán. Lamentablemente, no he podido reconstruirla en su totalidad, aunque sí lo suficiente para que entendamos que, siendo la lengua instrumento con el que exteriorizamos nuestro pensamiento, se vuelve documento valiosísimo para analizar la evolución de las sociedades.
            Comencemos por declarar que la más antigua referencia hallada del refrán la tenemos en el latín: Sublata causa, tollitur effectus, es decir, suprimida (desaparecida) la causa, se evita (desaparece) el efecto, o sea, lo que canta Menese: nada hay que no tenga un principio. El latín es una lengua tan racional y exacta como las matemáticas. Lo que sucede es que no encuentro referencias al refrán, Quitada la causa, quítase el efecto, hasta el siglo XV, en una traducción anónima de un libro del siglo XIII, la Cirugía Mayor de Lanfranco. En ese mismo siglo, el XV, el Seniloquium o refranes que dizen los viejos, libro atribuido a un tal Dr. Castro solo porque, en su finalización se lee: Laus Deo, dr. Castro, recoge una forma diferente: Quitada la causa, se quita el pecado. Con esta variante lo hallamos en famosas colecciones de refranes, la de Gonzalo de Correas, el anónimo Refranes glosados, el Refranero de Espinosa, los Romances de los judíos sefardíes
            Una sentencia simplemente racional, sin causa no hay efecto, se nos ha convertido en máxima con tinte religioso, quitando la causa de pecar, no habrá pecado. Este cambio tiene, está claro, una causa: el cambio se da en los años del Concilio de Trento y España tomó partido por la ortodoxia católica frente a la Reforma protestante. No sé si será casualidad o no, pero en el Quijote coexisten las dos formas del refrán. En I, 7, cuando se cuenta cómo tapiaron la habitación donde el hidalgo guardaba sus libros, leemos: quizá quitando la causa cesaría el efecto, palabras que pronuncia el narrador, Cervantes, lo que demuestra que conocía el dicho latino. Como también lo conocerían el filósofo Fray Francisco Alvarado y el entomólogo Casildo Azcárate, ambos del siglo XIX, que siguen usando Quitada la causa, cesa el efecto. Sin embargo, en II, 67, mientras hablan de irse por ahí vestidos de pastores, es Sancho quien dice a su señor: quitada la causa, se quita el pecado, que sería ya la forma popular del refrán.
            Es interesantísimo lo que ese desconocido Dr. Castro expone en su Seniloquium. No habla nada del posible origen del refrán, pero sí desarrolla varias situaciones en que se puede aplicar. Entre ellas, cito solo algunas: 1. Se dice para no conceder préstamos a hijos de familia porque así, caso de no poder devolver lo pedido, no se podría hacer recaer el daño sobre los padres; 2. Cuando se prohíbe vender medicamentos en malas condiciones, filtros amorosos o abortivos, para no causar daño de muerte a nadie; 3. Que no hay que creer ningún escrito privado en contra de alguien para no caer en falsedad; 4. Que debe prohibirse la convivencia en monasterios de monjes y monjas para evitar la concupiscencia; 5. Ante la necesidad de guardar bien las cosas porque así se priva al ladrón de la oportunidad de robarlas; 6. Sobre que los militares no deben dedicarse a negocios privados para no olvidar lo que es el uso de las armas. Hay más y todas ellas concuerdan en que, si se suprime una causa, ningún efecto se producirá.
            Pero los tiempos, y las sociedades, como dije, van cambiando. Y ese Suprimida la causa, desaparece el efecto que pasó a ser Quitada la causa, se quita el pecado, ya en el siglo XX nos lo encontramos de nuevo transformado; y lo que decimos es Quien evita la ocasión, evita el peligro. No encuentro ejemplo más antiguo que una campaña de la DGT: Si evitas la ocasión, evitas el peligro. En cualquier caso, lo que no debemos obviar es que este no es un refrán específicamente español. ¿Cuáles son sus equivalentes en otras lenguas? En francés, L’occasion fait le farron (La ocasión hace al ladrón); en alemán, Lieber die Gefahr vermeiden, als Schmerz und Elend Leiden (Mejor evitar el peligro que lamentar dolor y miseria); en inglés, Avoidance is the only remedy (Evitar es el único remedio); y en italiano, Chi fugge l’occasione, fugge il peccato (Quien huye de la ocasión, huye del pecado). ¿No parece que todas estas formas remiten a los comentarios del Seniloquium? Sea como sea, le pido a Zalabardo que preste atención a un detalle. Aquellas naciones que estuvieron más cercanas a las tesis de la Reforma se inclinan hacia la originalidad latina del refrán. España e Italia, en cambio, van más en la línea moral de Trento.
            Ánimo a todos, que ya queda menos tiempo de confinamiento.


sábado, marzo 21, 2020

NI GALGOS NI PODENCOS


A nadie se le debiera escapar, me dice Zalabardo, que estamos ante una situación de máxima gravedad. Habrá quien se extrañe de que, en este estado de confinamiento, Zalabardo se encuentre a mi lado. Ninguna ley contravenimos. Siendo Zalabardo un ente virtual, tiene la fortuna de ser inmune a cualquier virus. Y desde la tranquilidad que eso le ofrece, procura infundirme ánimos y me ayuda a no dejarme abatir por la adversidad. Eso sí, mi amigo me sugiere que me preocupe en esta Agenda por la gravedad del momento y por transmitir serenidad a quien me quiera leer y escuchar (ya sabe bien él, me dice, que una cosa es ver y otra mirar, como una cosa es oír y otra diferente escuchar). Aquí, leer sería el equivalente de mirar, ‘prestar atención a lo que se ve’.
            Escuchando su consejo, estos día que aprovecho para releer a Montaigne, recuerdo: Los hombres se atormentan por las opiniones que se forman de las cosas, más que por las cosas mismas. Y le digo a Zalabardo que me cuesta enfrentarme a muchas opiniones sesgadas y pseudonoticias que me llegan. Como nunca he creído que cualquier tiempo pasado fuera mejor, no abjuraré de las posibilidades de comunicación que aportan las nuevas tecnologías. Si acaso, lamentaré la deficiente educación y formación que observo en su empleo. Pese a ello, no renuncio ni al móvil ni a las redes sociales. Si de algo tengo que prescindir, me lo apunta mi amigo, es de esas personas que, hipócritas y cínicas, con una falta de ética inimaginable, usan la mala baba que encierran en sus corazones para tratar de obtener algún rédito.
            Me desahogo ante Zalabardo y procuro explicarle qué es eso que me cuesta entender. Retomo la cita de Montaigne y, le digo que, inmersos en este problema del coronavirus, lo razonable sería centrarse en él: buscar sus causas, lamentar y paliar sus efectos, hallar una solución lo antes posible.
            Pero choco con quienes no lo ven así. Les interesan más las opiniones que se forman de las cosas que las cosas mismas. Estas opiniones, por desgracia, no siempre surgen de modo espontáneo, sino que suelen venir inducidas por mentes perversas, relacionadas con algún grupo político, congregación religiosa o sociedad del tipo que sea. El objetivo: que se difunda algo que, aunque dañe a otros, les reporte un beneficio.
            El presidente Sánchez, digo a mi amigo, no es un político que goce de mis simpatías, por los bandazos que me dificultan comprender qué defiende. Y hay otros muchos políticos (activos o en la reserva) que tampoco me gustan, la mayoría: un vicepresidente al que parece no afectar la cuarentena y se vuelca en alentar manifestaciones y protestas que, pudiendo ser legítimas, en este instante deberían importar poco; un expresidente que sale huyendo de Madrid y se refugia en su buen chalet de Marbella; presidentes de Comunidades Autónomas que se quejan del gobierno central haciendo propios el aborrecible lema “España nos roba” que poco antes afeaban a “traidores y golpistas” políticos catalanes. Y se podría seguir poniendo casos de malos ejemplos. ¿Qué esperaremos, entonces, de los ciudadanos?
            Repito, no lo entiendo. ¿Ha habido culpas en el modo de gestionar esta epidemia? Quizá se podrían haber hecho mejor las cosas. ¿Hay un problema de desabastecimiento y faltan recursos? Quizá haya que culpar a alguien por ello. Pero todo eso, le digo a Zalabardo, la opinión que me formo de la cosa, me importa poco. Me importa la cosa, el problema. Que, estando como estamos, aunque sea sobre la marcha se vayan corrigiendo los posibles errores, que esta situación de angustia se acabe, no solo en el plano sanitario; porque, en el laboral, ¿cuántas personas van a perder sus trabajos?
            En esta tesitura, sin embargo, creo ver que perdemos el tiempo con las opiniones sobre la cosa, discutiendo si son galgos o podencos. Ayer me llegaba un “reenviado” (esos anónimos que incitan a calumniar, con o sin razón, solo porque la coyuntura parece idónea) en el que se acusa, falsamente, de plagiador al rey Felipe y se llama a Sánchez enterrador. Ni tengo espíritu especialmente monárquico ni soy admirador del presidente Sánchez. Pero esas conductas, las de quienes crean y difunden tales mensajes, me parecen inmorales ¡Qué vergüenza y rabia me da que alguien se valga de una grave situación, en este caso sanitaria, para calumniar o para obtener un beneficio! Son gente de baja estofa que solo mira la opinión que se ha formado de las cosas sin atender a las cosas mismas. Viven de prejuicios malintencionados, porque carecen de argumentos.
            Entre esta clase de gente de conducta deleznable, más amplia de lo que uno imagina, algunos son seguidores de aquel que escribió: Si no puedes hablar bien de algo, guarda silencio; o algo así. No me gusta esa máxima, la cito porque me molesta que sus defensores se valgan de ella para ocultar sus propias vilezas, pero no para denunciar a los demás, aunque carezcan de razón al hacerlo. Montaigne, sigo con él, que era tan cristiano, apostólico y romano como el autor de esas palabras, había escrito, sin embargo: Quien confunde [mezcla] devoción con los actos de una vida condenable es más digno de censura que quien se comporta de manera disoluta.
            Por eso me parece inmoralidad escudarse en un problema grave que nos afecta a todos para atacar a unos políticos, del signo que sean. Ahora, es lo que pienso, toca estar unidos. Y, aunque guardando la distancia prudencial de separación, recordar con Benedetti que en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos. No difundamos mentiras, no ataquemos sin fundamento, no oigamos a tantos falsos predicadores, de todos los signos, como hay. No discutamos si son galgos o podencos, si está claro que es el coronavirus. Cuando lo superemos, entonces y solo entonces, pidamos cuantas explicaciones sean necesarias y exijamos responsabilidades por la falta de previsión y las carencias, si ello es procedente. Puede que nos llevásemos la sorpresa de que a quienes ahora se rasgan las vestiduras les quepa alguna responsabilidad por los recortes en sanidad decididos en años anteriores.

sábado, marzo 14, 2020

NUNCA ES MAL MOMENTO PARA LEER

Ilustración de El viaje de San Brandán

            Las cosas, me ha repetido muchas veces Zalabardo, hay que tomarlas como vienen y, además, no concederles ni más ni menos atención que la que precisan. Ahora estamos acosados por la epidemia de coronavirus y el Gobierno ha considerado pertinente declarar el estado de alarma. ¿Tiene sentido plantearse si lo ha hecho bien o mal, si debería haber actuado antes, si no hay que alarmarse tanto como nos dicen? Sería estúpido enredarse en esa cuestión. Esto es lo que hay y no queda sino aceptar los consejos que se nos dan, movernos lo menos posible y no salir de casa salvo para lo imprescindible. Ya, cuando todo pase, se analizará si las cosas se han hecho bien o mal o si alguien tiene que dar explicaciones.
            Y en estas estamos, soportando una cuarentena que, si queremos vencer al virus, habrá que asumir con toda responsabilidad y solidaridad. Porque ya no es que busquemos el bien propio, sino que tenemos que aunarnos en beneficio de la salud de la comunidad.
            Zalabardo sabe que soy persona de las que no se aburren; procuro tener siempre mi tiempo ocupado con actividades muy diferentes. Hago senderismo, leo, escribo, veo cine, me gusta la cocina… Ahora, aunque nada me lo impide, suspendo el senderismo. ¿Me dicen que procure estar en casa? Pues en casa me quedo.
 
J. W. Waterhouse: Decamerón
           A raíz de la crisis que sufrimos, una de las primeras cosas que me han venido a la cabeza ha sido el Decamerón, de Boccaccio. Siete mujeres y tres hombres huyen de la peste y se refugian en el campo. La vita fugge e no s’arresta un ora, había escrito Petrarca. La vida se escapa y no se detiene ni un momento. Por suerte, la cosa no es ahora tan grave, pero tampoco es para reírse. Los personajes del libro de Boccaccio ocuparon su retiro en contarse cuentos.
            Le digo a Zalabardo que, estos días que tenemos por delante, se podían ocupar con el placer de la lectura. Y que no estaría mal acudir a textos breves. Por ejemplo, el Decamerón podría servir muy bien. Recuerdo ahora el divertidísimo cuento en el que un monje enseña a una joven la manera en que se mete al diablo en el infierno. Por el estilo, más en la línea de cuento tradicional, se puede recurrir al Pentamerón, de Guiambattista Basile.
            Entre las lecturas que yo recomendaría para estos días no debería faltar El viaje de san Brandán, del monje Benedeit y que cuenta un viaje maravilloso de este monje anglonormando. También podemos recurrir al que quizá sea el libro más antiguo del que tenemos noticia, Gilgamesh, bellísimo relato en el que encontraremos historias sorprendentes.
            Si no queremos irnos tan atrás en el tiempo, recomendaría lecturas que son de siempre y para todas las edades, sea El viejo y el mar, de Hemingway, o La llamada de la selva, de Jack London. Los cuentos de misterio, terror o miedo los podemos encontrar en las Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe o en la antología Cuentos únicos, preparada por Javier Marías.
            ¿Queremos saber qué es esa maravilla de el realismo mágico sudamericano? Podemos pensar en Pedro Páramo, de Juan Rulfo; pero nadie debería desconocer que, antes, una mujer, María Luisa Bombal, escribió La amortajada, una joya que no debemos perdernos, junto con La última niebla. No olvidemos que bastante de ese realismo mágico ya lo teníamos en la literatura gallega; buena muestra de ello es El bosque animado, de Wenceslao Fernández Flórez.
G. Doré: El cuervo, de Poe
            Que no quede atrás la interesante novelita de Balzac El coronel Chabert ni olvidemos tampoco la interesantísima Una habitación propia, de Virginia Woolf. Y, si es que nos ponemos así, en plan serio, podríamos echar una miradita a los Ensayos, de Montaigne. Tampoco dejaría de recomendar, le digo a Zalabardo, Jesús. Una aproximación histórica, de José Antonio Pagola.
            Me pregunta Zalabardo si olvido la poesía. Claro que no. Me limito a recomendar dos títulos, muy separados por el tiempo: El cantar de los cantares, de Salomón, y El cuervo, de Poe.
            La lista precedente está hecha, a la vista queda, bastante a la ligera. Pero pretende tan solo ser una invitación a que pensemos que, aunque muchos estén ocupados con el teletrabajo, otros muchos vamos a tener algunas horas de ocio más. No sería mala ocasión para leer. La gran mayoría de los libros recomendados son muy breves, además de entretenidos. Y, además, muchos de ellos están disponibles en Internet porque ya no les afectan los derechos de autor.
            Y, por supuesto, cada uno puede añadir todos los que quiera.

sábado, marzo 07, 2020

VERBORRAGIA Y FOBIAS (CON MI ADHESIÓN AL 8-M)


            Me alegra que sea un paisano mío, digo a Zalabardo, el actual Ministro de Justicia Juan Carlos Campo, quien, a propósito de un desencuentro con socios de Gobierno y unas declaraciones del vicepresidente Pablo Iglesias, reconozca que, “a veces, los políticos hablan demasiado”. A ese hablar demasiado, añado yo, se une, es lo peor, que hablan mal.
            El 7 de marzo de 2000, Adela Cortina, valenciana, catedrática de Ética y Filosofía Jurídica, publicaba en El País un artículo titulado Aporofobia. Era la primera vez que se usaba tal palabra y ella la defendía así: “La razón más profunda para acoger una palabra en el seno de una lengua es que designe una realidad tan efectiva en la vida social que esa vida no pueda entenderse sin contar con ella.” Y continuaba: “Importa dar nombre a las cosas porque mientras es indecible actúa como hacen las ideologías: distorsionando, confundiendo para ocultar la verdad de las cosas.” Y aún decía más: “Aporofobia no figura en las relaciones de lo éticamente correcto, en esas moralinas que la gente repite como los viejos catecismos.”
            ¿Qué interés tenía esta mujer en crear una palabra, aporofobia?, me pregunta Zalabardo y le respondo que la respuesta está en su artículo, cuyo contenido sigue teniendo plena vigencia. Se lamentaba de que se hable de racismo y xenofobia sin entrar en el verdadero fondo del asunto. Y denunciaba que, bajo los nombres racismo y xenofobia, se escondiese algo que no se reduce a rechazar a quien es de otra raza o pueblo. Sus ejemplos me parecen incontestables: no sentimos hostilidad hacia los jeques árabes que inundan la Costa del Sol, ni hacia los alemanes y británicos que son dueños de medio Mediterráneo, ni hacia los niños asiáticos o africanos adoptados por padres deseosos de tener hijos que no pueden conseguir por medios biológicos, ni hacia los futbolistas negros, o árabes que juegan en La Liga. A quien realmente rechazamos, decía Adela Cortina, es a quien carece de medios, al pobre. Por tanto, concluía, no rechazamos al de otra raza u otra nacionalidad; rechazamos al que es pobre. Y eso no es racismo ni xenofobia, sino aporofobia.
            Para crear esa palabra no tuvo que inventar nada ni contravenir regla alguna. En nuestro bagaje léxico hay elementos de sobra para crear términos que digan lo que de verdad queremos decir sin tener que pervertir el sistema. Por eso echó mano del griego άπορος, ‘pobre, sin recursos’ y de φόβος, ‘aversión’, y usó aporofobia, de la que nada hay que objetar, puesto que tenemos claustrofobia, agorafobia, por no citar la misma xenofobia, y otras que citaré más adelante.

           Y sí, vuelvo al principio, nuestros políticos hablan demasiado, padecen verborragia, término en que se aúnan latín y griego para designar al que habla sin parar y, por tanto, corre más riesgo de equivocarse. Porque nuestros políticos, Zalabardo está harto de oírmelo decir, hablan y se equivocan mucho. Miqui Otero, en un artículo de octubre de 2014, aparte de preguntarse por qué los políticos hablan tan mal, criticaba que, además, hayan creado una neolengua con la que pretenden evitar decir lo que, en realidad, no desean decir. Ponía de ejemplo, entre otros muchos, la siguiente declaración de Jordi Pujol: “La financiación de los partidos es un misterio, pero un misterio de aquellos que no son misterio, porque están muy claros, pero siguen siendo un misterio”. Clarísimo; no es misterio cómo conseguía dinero para sí y para su partido, aunque sí lo es saber dónde se encuentra hoy ese dinero.
            En la verborragia de nuestros políticos se descubre también una incapacidad para encontrar el término certero y adecuado, el que designe una realidad tan efectiva en la vida que esa vida no pueda entenderse sin contar con él. Adela Cortina tuvo muy claro que el problema no era de racismo ni de xenofobia, sino de aporofobia.
            Este domingo, 8 de marzo, se celebra el Día Internacional de la Mujer. A Zalabardo y a mí nos gustaría que a partir de 2021 este día fuese de auténtica fiesta y desapareciera la necesidad de que sea jornada de huelgas y manifestaciones en pro de las reivindicaciones justas que no acaban de ser atendidas. Que se acabara la verborrea sobre el asunto y las filias sustituyeran a las fobias. A nuestros políticos les recordaría que con decir miembras, portavozas o jóvenas (¿por qué no modela, pilota o testiga, pongo por caso?) no se soluciona el problema del reconocimiento del papel real de la mujer en la sociedad actual. Y les pediría que dejen de jugar con palabras, aberrantes por otro lado, que no hacen más que soslayar la cuestión y confundir al personal. El problema de las mujeres, las injusticias que sufren, no se soluciona buscando nombres (le juro a Zalabardo que me pierdo oyendo hablar de feminismo radical, feminismo liberal, ecofeminismo, anarcofeminismo, feminismo de igualdad, feminismo de la diferencia, feminismo abolicionista…). Se soluciona dictando de una puñetera vez leyes que impongan la igualdad y supriman cualquier clase de discriminación. Cualquier otra cosa es marear la perdiz. Valga de muestra el enfrentamiento, dentro del propio gobierno, entre las ministras que luchan, no tan soterradamente, por convertirse en faro y guía del feminismo. Por ese camino, abonan el terreno para que las mujeres se rebelen de verdad y les griten a la cara lo que decía una querida amiga, que ya no tienen el chichi pa’ farolillos.

           Y a propósito de las fobias, le pregunto a Zalabardo si sabe cuántas hay. Pues tantas como personas; y a todas se les puede poner nombre. En la novela 2666, de Roberto Bolaño, hay unas páginas deliciosas en que la directora de una clínica informa a un policía sobre fobias existentes. Aparte de bastantes comunes, señalo algunas: sacrofobia (aversión a las imágenes y lugares sagrados), clinofobia (a las camas), iatrofobia (a los médicos), gefidrofobia (a cruzar puentes), ombrofobia (a la lluvia), talasofobia (al mar), antofobia (a las flores), dendrofobia (a los árboles), tropofobia (a cambiar de lugar), astrofobia (a los fenómenos meteorológicos), pantofobia (a todo), fobofobia (a los miedos)… Reconozco ante Zalabardo que por un momento pensé que Bolaño inventaba algunas. Pero no. Encuentro en internet varios Diccionarios de fobias; y algunas son realmente curiosas, como la aulofobia (miedo a las flautas), la autofobia (miedo a estar consigo mismo, solo) o la araquibutirofobia (miedo a que la mantequilla de cacahuete se pegue al cielo del paladar).
            Deseemos que, con tanta verborragia, no nos hagan caer en la verbofobia (aversión a las palabras).