domingo, junio 29, 2014

GRAMÁTICAS Y REINOS (SOBRE RÉGIMEN GRAMATICAL)



            La palabra régimen es polisémica; es decir, expresa diferentes significados. Escojo solo dos: por un lado, designa el ‘sistema político por el cual es regido un estado’. Esto lo entendemos todos y, los mayores, tenemos triste experiencia de lo que suponía ser o no afecto al régimen en tiempos de Franco. Por otro, señala la ‘circunstancia de “regir” determinadas palabras tal caso o tal preposición’, es decir, que el complemento directo de persona se construye con la preposición a (he visto a Luisa) o que el verbo incautarse, pronominal, exige un complemento introducido por de (la policía se incautó de un arsenal). Es, pues, un concepto puramente gramatical.
            El pasado domingo, en el diario El País, Vicente Molina Foix publicó un artículo, Gramática del reino en el que tocaba los dos aspectos pues denunciaba una, a su entender, anomalía gramatical en el discurso de abdicación de Juan Carlos i  y de ahí saltaba a unas consideraciones más o menos veladas sobre república o monarquía. Puesto que las opiniones son todas legítimas en tanto no se ofenda a nadie, sobre la última cuestión no tengo nada que decir, aunque recomendaría a su autor que leyera Ecuanimidad e histerismo, de Javier Marías, publicado ese mismo día en EPS. Puede que encuentre motivos para reflexionar.
            Pero lo que no puede dejarme indiferente son los errores de bulto en los que incurre Vicente Molina Foix tratando del régimen gramatical. Culpa a Juan Carlos i, o a sus asesores, de haber cometido una tropelía gramatical al utilizar la construcción abdicar la Corona de España. ¿Existe tal anomalía? Rotundamente no, e intentaré demostrarlo. Tampoco me agradó que Molina Foix lanzara, sin sentido ni razón, un dardo malicioso a Eduardo Mendoza (que en una de sus novelas emplea la misma construcción) al afirmar que “una parte de su hechizo [el de Mendoza] radica en su libertad de costumbres, expresivas quiero decir”. Una opinión, se me dirá, y, por tanto, absolutamente respetable. Como si yo dijera, refiriéndome a Vicente Molina Foix tras leer su artículo, que se puede ser buen escritor y no conocer la gramática. Lo que no se le concederá es, por ser escritor, que pretenda sentar cátedra en cuestiones en las que da muestras de una supina ignorancia.
            Vamos con el dichoso giro. Para empezar, ¿es abdicar verbo transitivo o intransitivo? Si lo primero, debe llevar un complemento directo que, contra lo que mantiene Molina Foix solo llevará preposición a si se refiere a persona. Procuraré ser lo más breve posible. Pues aunque abdicar signifique ‘renunciar a’ el régimen de ambos verbos es diferente (renuncio a la corona pero abdico la corona). El DRAE solo reconoce verbos transitivos, intransitivos y pronominales e incluye abdicar en el primer grupo, lo que corrobora lo dicho antes.

           Pero hace mucho que mantengo, quienes me conocen lo saben, que el diccionario académico necesita una buena revisión. Por eso nunca me quedo solamente en él. Personalmente, siempre he preferido el de María Moliner. Tanto ella como Manuel Seco, la única autoridad aportada por Molina Foix, aceptan, sin embargo, que es un verbo que puede tener uso transitivo, intransitivo o absoluto, concepto que, aunque ya utilizaba el mismo Nebrija, el diccionario académico no recoge. Y, frente al DRAE, aportan ejemplos: Abdicó el reino [el trono, la corona] en su hijo / No puede abdicar [de] los ideales de toda su vida” / En el mes de enero siguiente [Carlos i] abdica los reinos de España y Nápoles, también a favor de su hijo / Vivir sin limitaciones sociales, sin abdicar la altivez ni prostituir la obra… / Agradar al vulgo es rendirse a un gusto dañoso, es abdicar de la propia superioridad de hombre culto”.
            ¿Qué quiere decir que un verbo se utiliza en forma absoluta? La Nueva Gramática de la Lengua Española dice: “Se denomina tradicionalmente uso absoluto de un verbo transitivo a su empleo en oraciones en las que el complemento directo queda sobrentendido sin que se obtenga necesariamente del contexto sintáctico precedente la información que se omite. Es lo que sucede, en efecto, en la secuencia los leopardos cazan de noche. El considerar transitivo este uso del verbo cazar equivale a decir que en el ejemplo propuesto se habla de cazar algo […] Algunos gramáticos asimilan plenamente los usos que se acaban de mencionar a los intransitivos” (pág. 2612).
            Conclusiones previas. Según todo lo anterior, parece claro que abdicar es un verbo de uso absoluto (un rey abdica [su reinado]) que admite las siguientes construcciones: intransitivo (Juan Carlos ha abdicado), transitivo con complemento directo (abdicar la corona), o absoluto/intransitivo con un complemento de régimen (abdicar en su hijo).  Las dos últimas opciones pueden darse simultáneamente (abdicar la corona en su hijo). Lo que no cabe es decir que el complemento directo tiene que llevar preposición a; eso solo es así si dicho complemento fuese de persona. Porque, en su uso más común, lo que abdicar pide es un complemento de régimen con en u otros giros preposicionales (abdicar en su hijo) como veremos seguidamente.
            Vamos a ejemplos reales de usos en nuestra lengua. Los extraigo del CORDE (Corpus Diacrónico del Español), base de datos que recoge documentos escritos hasta 1975, y del CREA (Corpus de Referencia del Español Actual), que recoge documentos desde 1975 hasta 2004, ambos accesibles desde la página web de la RAE. En el CORDE encuentro 158 casos de usos de abdicar que se distribuyen así:
abdicar [algo] (con empleo expreso de cd): 63 casos. Hay un caso curioso (siento ahora no haber anotado su fecha) con cd de persona: abdicar a una señora (¡ojo, no es abdicar en sino renunciar a ella!)
abdicar de (con compl. de régimen): 33 casos.
abdicar en / a / a favor de (con compl. de régimen): 14 casos.
abdicar (uso absoluto o intransitivo): 48 casos.
            En el CREA hallo 127 casos, distribuidos así:
abdicar [algo] (con empleo expreso de cd): 8 casos. Hay uno muy curioso, que dice: Ramón Mendoza no está dispuesto a abdicar su trono a favor de Lorenzo Sanz.
abdicar de / a (con compl. de régimen): 62 casos.
abdicar a favor de / en (con compl. de régimen): 5 casos.
abdicar (uso absoluto o  intransitivo): 52 casos.

           Salvo mejor interpretación que la mía, estos datos nos revelan: que el uso transitivo puro (con cd sin preposición o a si se trata de persona) era más frecuente en tiempos pasados e incluso predominante (63 casos en el CORDE frente a 8 en el CREA). Que el uso abdicar de [renunciar al cargo] va avanzando con el tiempo (33 casos frente a 62). Y que el uso absoluto o intransitivo siempre ha tenido bastante predicamento (48  casos frente a 52).
            Conclusiones finales. Primera: don Juan Carlos i no incurrió en ningún error gramatical (lo que no afecta a que nos guste más la monarquía o la república); si acaso, eligió una construcción que está retroceso. Cosa lógica en los que somos mayores. Segunda: a Vicente Molina Foix no le vendría mal releer despacio (para interpretar de modo acertado) lo que Seco dice de abdicar e incluso dedicar algo de su tiempo a revisar sus conocimientos gramaticales. Y tercera: Mendoza puede ser todo lo liberal (expresivo) que Molina Foix crea; pero en la frase por él aportada (el ejemplo que recoge Seco) se muestra absolutamente claro, conciso y correcto. ¡Ya quisieran otros!

viernes, junio 20, 2014

DEL QUINTO PINO AL SÉPTIMO CIELO



            Zalabardo, casi siempre adoptando un tono cándido que muchas veces no es sino una argucia para pillarme en algún renuncio, me planteó un día cuál es la razón de que al periodismo, y por extensión a todos los medios de comunicación, se les llame el cuarto poder. Cuando me plantea alguno de estos asuntos, según me coja el cuerpo le respondo si cree que soy Calepino o, incluso, me limito a repetirle las palabras de Covarrubias: Ya tengo advertido que yo no estoy obligado a que los romancistas me perciban [sigan] claramente en todo, y habiendo de cumplir con mi instituto [intención] de dar las etimologías de los vocablos para acudir a sus fuentes, sería más que turbar el agua, porque la perdería; cada uno tome lo que pudiere.
            Pero al final, siempre cedo y, si no tengo respuesta a su pregunta, me afano en buscarla. Esta de hoy es, sin embargo fácil. En el largo transcurso de la historia de la humanidad, es fácil ver que durante mucho tiempo triunfaron los sistemas absolutistas, encabezados por reyes que hacían y deshacían a su antojo. Aún hoy advertimos ejemplos de países en los que impera esta clase de monarquías y grupos religiosos que dictan con rigidez normas de conducta para una sociedad. Pero vamos a la pregunta de Zalabardo. En el siglo xviii, con la Ilustración, la burguesía buscaba un estatus diferente y un cambio de régimen. Montesquieu, por ejemplo, escribió que debería ser función de la autoridad dictar leyes, ejecutar resoluciones públicas y juzgar las causas y pleitos entre los ciudadanos. Ya tenemos ahí la base de uno de los principios instaurados por la Revolución Francesa: la división de poderes, independientes entre ellos: ejecutivo, legislativo y judicial. Vemos, pues que son tres. Poco después, un irlandés, Edmund Burke, padre del conservadurismo moderno, fue clarividente para observar la influencia que sobre la sociedad ejercía la prensa, al margen de los tres poderes establecidos. Creo que fue él quien acuñó la expresión cuarto poder al periodismo.
            Al hilo de lo anterior, aprovecho para hacer notar a mi amigo la existencia de ordinales que tienen algo de extraordinario al formar parte de expresiones comunes. Y le hablo de la quinta columna, de estar en el quinto pino o de hallarse en el séptimo cielo. No son los únicos casos, pero creo que estos pueden ilustrarnos un poquitín.

           Quinta columna y el adjetivo quintacolumnista son términos y conceptos aportados por nuestra lengua a todas las demás. Se dice que su invención se debe al General Mola (otros se la atribuyen a Varela), quien, durante la guerra civil española, en una de sus alocuciones desde Radio Sevilla, dijo que mientras hacia Madrid marchaban cuatro columnas bajo su mando, en la capital trabajaba, de manera clandestina, una quinta columna partidaria de la sublevación. Por tanto, un quintacolumnista es la persona que, durante un conflicto bélico, trabaja de modo oculto dentro de territorio enemigo a favor de su bando. Pero, le digo a Zalabardo, pudiera existir un antecedente de la expresión. En agosto de 1870, Próspero Merimée escribía a la condesa de Montijo, doña Manuela Kirkpatrick, una carta en la que le decía (hago la traducción un poco a la ligera) refiriéndose al conflicto de Francia con Prusia: Desgraciadamente, aunque la invasión sería rechazada, el peligro no está enteramente conjurado. Existe un cuarto ejército de M. Bismark, y este se encuentra en París. Y a continuación le cuenta que la emperatriz, su hija, nuestra Eugenia de Montijo, casada con Napoleón iii, le había confesado: El Poder legislativo nos da un triste espectáculo y todos los días temo una nueva locura. No han cambiado mucho las cosas, si meditamos un poco. En cualquier caso, la expresión que ha trascendido a todas las lenguas es la española quinta columna y no la francesa cuarto ejército.
            ¿Y qué sucede con el quinto pino? Estar en él o mandar allí a alguien supone estar lejos de todo lugar frecuentado, lo más distante posible de un sitio; vamos, donde Cristo dio las tres voces, como también suele decirse. ¿Cuál es ese quinto pino? La historia es la siguiente: En el siglo xviii, durante el reinado de Felipe v (¡ojo, que nadie lo confunda con el actual, que tiene un palito más!), en Madrid se comenzó a plantar una serie de árboles, pinos concretamente, empezando a la altura del Museo del Prado y llegando hasta lo que hoy son los Nuevos Ministerios, donde estaba el que hacía el número cinco. Pero esta zona se encontraba ya en las afueras de la ciudad. La gente, para discutir sus asuntos, se citaban escogiendo como lugar de reunión los pinos. Por lo general, los más cercanos, el primero o el segundo y, si acaso, el tercero. Los enamorados y quienes procuraban un lugar escondido para sus encuentros, se citaban lo más lejos posible, es decir, en el quinto pino. Más lejos, imposible. ¿Es eso así de verdad? Por lo menos es verosímil.
            Y queda el séptimo cielo. Cualquier diccionario nos dirá que el séptimo cielo es un lugar extremadamente placentero, donde uno desearía encontrarse. En su explicación se cruzan dos nociones, ambas, aunque con mayor seguridad la segunda, de origen hebreo. Según la primera, en la tradición hebrea (heredada por otras culturas) de conceder un valor mágico a los números, el siete ocupa un lugar especial: la creación se hace en siete días, el menorá o candelabro ritual judío tiene siete brazos, los días de la semana son siete, la sabuduría se asienta sobre siete pilares, siete son los sacramentos y siete los arcángeles. Muchas cosas más se reúnen en torno al número siete (los enanitos de Blancanieves, los sabios de Grecia, las vidas de un gato, las bellas artes, las maravillas del mundo, las notas musicales, los Niños de Écija, etc.).
            La segunda se remonta a la cosmografía hebrea. Lo leo en Los mitos hebreos, la obra de Robert Graves. En el midrash Konem, uno de los libros exegéticos de los textos bíblicos, se explica que había siete Tierras a las que correspondían siete cielos. No eran Tierras y cielos independientes, sino todos conjuntados y organizados como una especie de cebolla. Los cielos, que es lo que nos interesa, se llamaban: wilo (cortina), Raqi’a (firmamento), Shehaquin (nubes), Zebhul (moradas), Ma’on (residencia), Makhon (emplazamiento) y ‘Arabhoth (llanuras). Precisamente en el último, el séptimo cielo, se lee en el midrash que habitan la Justicia, la Ley y la Caridad, los tesoros de la Vida, la Paz y la Bendición, las almas de los justos, las almas de los que no han nacido todavía, el rocío con que Dios resucitará a los muertos, el carro que vio Ezequiel en una visión, los ángeles oficiantes y el Trono Divino. Con este panorama, me parece claro que todos queramos estar en el séptimo cielo mejor que en el quinto infierno que, por cierto, ignoro dónde está o cuántos son.
            Creo, y fijaos que digo creo, que la Biblia cita hasta dieciocho formas de infiernos. Y ya comencé con Calepino y Covarrubias, con ellos acabaré. El primero se limita a decir que infierno es lo que está debajo; el segundo escribe algo más: en rigor es todo aquello que está debajo de nuestros pies, como lo que está sobre nuestra cabeza. Algunas veces, la Sagrada Escritura significa la sepultura, como parte inferior de la superficie de la tierra; y dentro desto hay tantos ejemplos que no me resuelvo a citar ningún lugar.
            Así pues, digo a mi amigo: si Calepino es tan parco en su explicación y Covarrubias duda y no se atreve a dar ejemplos, ¿cómo quieres que lo sepa yo?

sábado, junio 14, 2014

CURIOSAS HISTORIAS DE PALABRAS




           Cuando uno se trasplanta de ciudad debe estar preparado para que sus raíces empiecen a nutrirse de savia diferente. Nuevas costumbres, nuevos ritos, nuevos comportamientos e, incluso, una forma distinta de hablar. Puede que las cosas sean las mismas, pero sus nombres serán otros, nos sonarán con diferente música.
            Una de mis primeras sorpresas en Málaga, le he contado muchas veces a Zalabardo, a la hora de efectuar la mudanza (ya sabéis, pintar, ensamblar muebles, colgar cuadros…) fue encontrarme con que en esta ciudad no existían taladros eléctricos ni berbiquíes. Aquí había guarritos. Las tres palabras designaban el mismo utensilio, pero al foráneo eso de guarrito le chocaba.
            Hasta que me enteré por qué en Málaga se le llama guarrito. Muchos defienden el origen genuinamente malagueño del término; otros, no obstante, se inclinan por una ascendencia gaditana, concretamente de Tarifa. Aproveché para recordarle a Zalabardo mi opinión respecto a la temeridad de defender a machamartillo una cuna estricta para una palabra. Pero, ahora, lo que importa es la historia. Parece, tampoco me gusta ser taxativo en nada, que en los años siguientes a nuestra guerra civil en que el estraperlo estaba a la orden del día lo que interesaba era conseguir a precios asequibles productos que escaseaban. En Gibraltar se fabricaban, o  se vendían, unos taladros eléctricos que respondían a la marca Warrington. Cualquier profesional de la zona, fuese Málaga o Cádiz, pedía a quienes viajaban a la colonia con la idea de pasar material de matute que le trajesen un Guarrinton, un guarritón o un guarrito. Todo era cuestión del dominio del idioma. Pero el interpelado sabía lo que se le pedía.
            Lo anterior no es ni más ni menos que un ejemplo de epónimo, es decir, según definición de Manuel Seco, ‘nombre de persona o cosa que da nombre a otra’. Epónimos, y similares, hay muchos, aunque me voy a detener en solo algunos. La misma palabra estraperlo, antes citada, pertenece al club. El estraperlo no es esa forma de mercado ilegal o negro, que trata de sortear las leyes de un país para obtener un mayor beneficio. ¿De dónde viene esta palabra? Durante la Segunda República, unos judíos holandeses, Strauss y Perlowitz, utilizaron medios ilícitos, con sobornos que incluso llegaron a salpicar a algún líder político de importancia, para introducir ilegalmente una ruleta. La marca de este artilugio era un simple acrónimo, Straperlo. La relevancia de aquel escándalo extendió el nombre estraperlo a cualquier forma de comercio ilegal.
            A veces, el nombre de origen pasa por desajustes fonéticos que desembocan en palabras extrañas. En español hay una, de escaso empleo, que es sansirolé. Significa, ni más ni menos, ‘bobalicón, necio’. En 1989, un articulista de ABC decía del entonces presidente Felipe González: “…como un tocho, un panoli, un sansirolé Y en una novela de Fulgencio Argüelles, de 1993, titulada Letanías de lluvia, se escribe: Julita Odalisca sabía cómo insultar en setenta y cinco maneras diferentes (bambarria, zarramplín, ganso, mentecato, chunchumeco, zascandil, manoyo, tolón, simplicio, sansirolé). Gonzalo Ortega Aragón, en un artículo publicado en El Diario Palentino, en julio de 2010, explicaba que la palabra no es más que una deturpación de san Ciruelo, santo que, por otra parte, no existe en el santoral. Cómo se llega de san Ciruelo a sansirolé (con un paso intermedio, sancirole, hoy casi perdido) es algo que ignoro, como  también ignoro por qué arrastra esa fama de bobo el inexistente santo. En El arte de mirar: la pintura y su público en la España de Velázquez, de José Miguel  Morán y Javier Portús, de 1997, leo que fue muy común en los Siglos de Oro inventarse santos por los que jurar (san Guindo, san Junco, san Cerezo, san Ciruelo…) y que algunas obras de Tirso, Lope y otros nos dan muestras de ello. Por mi parte, he hallado dos refranes relacionados con este san Ciruelo: El día de san Ciruelo te pagaré lo que te debo y Para el día de san Ciruelo, que es un día después de la fin. Por cierto, que hay quien señala que la fiesta de san Ciruelo se celebra el 30 de febrero. Lo que ya es prueba palpable de la bobería de quien fía en tal promesa.
            Pero la cosa no queda aquí. En muchas partes de la América hispana se emplea la palabra merolico para señalar a los charlatanes, a los curanderos que prometen remedios infalibles que, en realidad, no son sino engañabobos. El origen del término está, al parecer, en el nombre de Meroil Yock, un polaco que apareció por tierras de Méjico vendiendo sus pretendidos remedios milagrosos a los sansirolés.
            Otros epónimos no ofrecen tanta deformación fonética y quedan más claros. ¿Alguien no sabe que la rebeca, esa chaquetilla de punto, debe su nombre a la protagonista de la película del mismo nombre, que aparecía casi todo el tiempo con ella? ¿O que linchar, ‘ejecutar sin juicio previo’, toma su nombre del  senador Charles Lynch, que ya amparó algunas formas de este bárbaro proceder? ¿O que el moisés, ‘cestillo ligero de mimbre u otro material que sirve de cuna portátil’ toma su nombre en recuerdo de la historia del abandono del bíblico Moisés?
            Veamos otro caso, el de la uva llamada pedro ximénez (que el DRAE prefiere recoger como pedrojiménez). Es una historia con bases oscuras. Casi todos coinciden en aceptar que su introductor en nuestro país fue un mercenario de los tercios de Flandes llamado Pedro Ximén (algunos dicen Peter Siemens), que la trajo de Alemania. Pero los viticultores desconfían de que en la región del Rin pudiera darse tal uva, por lo que dicen que era originaria de las Canarias y de Madeira y que alguien la llevaría a tierras del Rin, de donde, a su vez, la trajo el susodicho Pedro Ximén. Otro motivo de discusión es la patria del soldado: Moriles y Málaga se disputan tal honor. Y para acabar de complicar el misterio, un profesor de la Universidad de Málaga, Rafael Arévalo, sostiene que la cepa es de procedencia absolutamente mediterránea y que su nombre no es sino una deformación fonética de una expresión árabe que significaba ‘gota dorada’. Lo que no encuentro por ningún lado, pues no localizo el trabajo de ese profesor, es cuál pudiera ser esa expresión árabe que el pueblo convirtió en pedro ximén. Lo siento.
            Para terminar, un ejemplo curioso. Covarrubias dice que el verbo ciscarse significa ‘tomar uno tal miedo que parece estarse entre sí deshaciendo y particularmente cuando se corrompe’. Corromperse, según el conquense, es ‘desmayar, yéndose de cámaras’, lo que, según sus palabras, supone tener ‘flujo de vientre’. En lenguaje de hoy, ‘irse de vareta’, o sea, ‘cagarse patas abajo’, con perdón. Covarrubias hace derivar la palabra de un tal Cisca Bohemo, capitán de herejes, cruel, que por el daño tan grande que hacía  en toda la comarca, de solo oír su nombre temblaban las gentes.  De hecho, el sevillano Pero Mexía, en su Historia imperial y cesárea (1561) habla de un tal Juan Cisca, que luchó frente a las tropas del emperador Segismundo de Luxemburgo en el siglo xv. Menudo elemento sería el dichoso Cisca.