sábado, abril 24, 2021

ENTRE TODOS LA MATARON…

 

 


           Ya hace bastante tiempo que Zalabardo y yo dejamos de interesarnos por los debates políticos previos a unas elecciones. Tenemos la impresión de que se ha perdido la conciencia de qué deba ser tal tipo de confrontación. Los debates, que nadie lo dude, son una discusión sobre un tema partiendo de opiniones diferentes, discusión que sobraría si todos pensáramos lo mismo. Pero, sentado esto, que la pluralidad de enfoques es necesaria y conveniente, la realidad nos muestra que se desprecian olímpicamente otras dos características no menos importantes: que las diferentes posturas han de ser defendidas con el apoyo de argumentos y que su finalidad es que, si los debatientes no alcanzan un punto de encuentro, quienes asisten a él sí puedan llegar a una conclusión que les valga para decidir el sentido de su voto.

            Debatir exige tener una idea y saber defenderla; tener ideas y acertar a formular su defensa con argumentos requiere saber pensar. Cabe en este momento recordar lo que decía Baltasar Gracián en su Oráculo manual y arte de la prudencia: Pensar bien es resultado de la racionalidad. A los veinte años reina la voluntad, a los treinta el ingenio, a los cuarenta el juicio.

            Desgraciadamente, el pasado viernes, mi amigo y yo no pudimos sustraernos al bochornoso espectáculo de algo que la cadena SER quiso que fuese un debate. Y nos resultó imposible sustraernos no por el interés que nos despertara su anuncio, sino porque creo que no hay nadie en el país que no se haya enterado de lo que en aquel plató sucedió. Se veía venir algo que la inconsciencia de algunos niega, que estamos volcando sobre nuestra sociedad tal cantidad de histerismo, intolerancia y fanatismo que una conversación racional parece imposible.

            Zalabardo, que se ha quedado pensando en la cita de Gracián, me susurra con tono doliente que quizá seamos poco maduros para hablar con juicio, demasiado torpes para ser ingeniosos y juveniles en exceso como para pretender que solo es válida la idea propia. O sea, que nos importa un pepino la racionalidad que conduce a la rectitud de pensamiento.

            Mi amigo echa mano de un dicho popular, todo lo malo se pega. Y, al hilo, recuerdo una frase de la última novela de Javier Marías, que estoy leyendo ahora: El odio es contagioso. La fe es contagiosa… Se convierte en fanatismo a la velocidad del rayo… Se diría que nuestros políticos se han instalado en el terreno del odio, ese que lleva a otro refrán, al enemigo, ni agua, porque nos empeñamos en no tener adversarios, sino enemigos y en defender una fe ciega que nos hace valorar solo los postulados propios. Ese odio y esa fe se han convertido en pilares del fanatismo que percibimos por todos lados.

            Lo del viernes no fue sino la gota provocadora del rebosamiento. ¿Tan desquiciados estamos, tan viles seremos que no reaccionamos con la vehemencia necesaria ante unas amenazas de muerte dirigidas a unas personas que, compartamos o no sus ideas, han sido elegidas democráticamente en las urnas y cuyo único ‘delito’, si cabe usar esa palabra, es no compartir nuestras ideas?

            Se cuenta del Gran Capitán, aquel insigne militar, haber pronunciado una frase que se ha convertido en refrán: a enemigo que huye, puente de plata. La expresión encierra una gran carga de sensatez incluso en situaciones de enemistad; al adversario, esa es la idea, una vez que decide retirarse de la contienda, se le debe facilitar la salida, no ensañarse con él ni perseguir la continuación de la contienda ya terminada.



            Pero esa sensatez parece haber desaparecido. No ya solo no se procura evitar el enfrentamiento, sino que, aunque la creamos limitada a la confrontación verbal, refleja una violencia y una agresividad inconcebible entre personas e instituciones civilizadas. A quienes la practican y fomentan hay que acusarlos de la irresponsabilidad en que incurren, ya que con su actitud arrastran a las masas a una conducta semejante.

            Muchos, lo sé, dirán que la desmesura de Monasterio ayer responde a conductas semejantes por parte de otros. No me vale esa excusa. Sabe bien Zalabardo que no me gustan, nunca me gustaron, las maneras del presidente Sánchez. Que no me gusta el ideario de Unidas Podemos ni el egocentrismo populista de Iglesias. No me gusta ningún extremismo, del color que sea. Pero lo de ayer de la representante de Vox traspasa todos los límites tolerables en democracia.

            Con más o con menos intensidad, todos, o casi, están contribuyendo a polarizar las posturas, a crear un clima irrespirable en la sociedad, a enfangar la democracia. Llevamos mal camino, me dice Zalabardo. Y añade: que no tengamos que decir aquello de entre todos la mataron y ella sola se murió, cínica postura de quien solo busca liberarse de una culpa que también le toca.

sábado, abril 17, 2021

LA NECESIDAD Y LA RESILIENCIA

 

 


           En Tomás Nevinson, la última novela de Javier Marías, un personaje le dice al protagonista: “Has venido para averiguar si todavía eres útil, porque necesarios no lo somos ninguno.” Los que ya sumamos un suficiente número de años para poder mirar las cosas con la suficiente perspectiva, le digo a Zalabardo, sabemos que, si no sabiduría, hemos podido acumular la memoria precisa para comprobar que, en nuestra sociedad parece existir un gen mesiánico, pues cada vez hay más gente que se considera necesaria. Asistimos a un despliegue de egocentrismos tan acusados que quienes lo padecen no aciertan a diferenciar lo útil de lo necesario.

            Me pregunta Zalabardo si pienso en alguien concreto al decir esto y le debo responder que no pienso en un individuo preciso, porque son muchos y todos de carne y hueso, con rostro y nombre conocidos. Incluso le confieso que, en estos confusos, tristes y preocupantes tiempos de pandemia en los que debería importar sobre todas las cosas actuar en persecución de la utilidad, es decir, de lo que produzca un fruto que sirva y aproveche para un fin primordial, la salida de este desastre que nos azota, tengo la impresión de que son más quienes en lugar de aspirar a ser útiles se empeñan en aparecer como necesarios, indispensables. No saben, o se niegan a compartir, la advertencia de Tupra a Nevinson sobre lo de que no hay nadie necesario.

            Todo gira en estos tiempos, le expongo a Zalabardo, en torno a la pandemia que nos azota. El problema es muy grave por las muchas facetas a las que afecta: al económico, al social, al político…; pero, sobre todo, afecta al sanitario, porque es la salud lo que nos estamos jugando y arrastramos una deuda que se paga con vidas, las de cuantos están muriendo por causa de la covid-19. Provoca perplejidad, y rabia, contemplar cómo nuestros políticos parecen más atentos a sí mismos que al bien común. Cada uno de ellos es el imprescindible, el necesario, y ay de quien diga lo contrario.

            Le citaba antes a Zalabardo lo de la memoria y los años porque hemos tenido la desdicha de conocer y padecer a no pocos megalómanos manejando el timón del país. Y, haciendo un repaso de ellos, vemos que nos acuden a la mente más las frases y palabras que reflejan ese pretendido afán de intangibilidad y necesariedad que las actuaciones provechosas y útiles para la comunidad.



            Empezamos a poner sobre el tapete frases y palabras y coincidimos Zalabardo y yo en que, a lo peor, es que no hemos sido capaces de superar aún los años oscuros en los que Franco se consideraba Caudillo de España por la gracia de Dios, lo que ya muestra el grado de egocentrismo. Fraga, formado en aquella escuela, soltó la chulería de ¡La calle es mía!, que sigue resonando por mucho que Suárez, más modesto, se esforzara con su Puedo prometer y prometo, y aquí seguimos esperando que se cumplan las promesas.

            El primer presidente socialista de la Transición, González, inicio el ciclo de quienes pusieron su afán en encontrar la palabra muletilla que los definiese. Y consiguió que en el vocabulario de los españoles adquiriese rango de habitual una palabra culta, acritud, aunque fuese para negarla, pues él decía todas las cosas sin acritud. No como el lenguaraz Guerra, que era más directo: Aquí, el que se mueva, no sale en la foto, buen aviso para navegantes; era otra forma, otro estilo, de dejar las cosas atadas y bien atadas. Aznar no encontró un mantra más simple que el de España va bien, aunque costase ver en qué; y no decía más porque las hubiese dicho en catalán, lengua que solo hablaba en ambientes familiares. Zapatero, con su sonrisa a lo míster Bean, se parapetó en otra palabra, talante, que parece mirar más a la necesidad que a la utilidad,

            Al pobre Rajoy lo dejamos a un lado, pues bastante tuvo con defenderse de las puñaladas que entre ellos no dejaban de lanzarse. En su periodo sucedió aquello de que el propio rey, el hoy emérito Juan Carlos I, entonase su Lo siento, esto no volverá a suceder. Lo que no supimos entonces es que el sentido de la frase miraba, luego quedó claro, a que lo que no debería suceder era que se airease lo que estaba sucediendo.

            Zalabardo tira de ironía y me pide, imitando a Manrique, que dejemos a los romanos, aunque oímos y leímos sus historias, vayamos a lo de ayer. Lo interrumpo y le digo que lo de ayer, y esto fue igualmente dicho por don Jorge, también es olvidado. Y tengo que recordarle cómo a Iglesias, Pablo, no le pareció suficiente aportar una palabra la manida casta, a cuya cofradía no tardó en afiliarse, sino que nos soltó un rimbombante El cielo no se gana con consenso, nada original, pues se remonta a la mitología griega. Bien lo demostró defenestrando uno tras otros a cuantos le sirvieron de apoyo para sentirse necesario de toda necesidad.

            Y llegamos a lo de hoy. El presidente Sánchez, el más camaleónico que hayamos tenido, nos ha aportado una expresión que encierra una paradoja, nueva normalidad, y una palabra que lo define a la perfección, resiliencia. La normalidad no puede ser una moda nunca; por eso no es ni nueva ni vieja. Lo normal es lo que se da en su estado natural. Y la resiliencia. Esta palabra señala la capacidad de acomodarse a un estado o situación adversa, o la capacidad de recuperar el estado inicial una vez que ha cesado la perturbación a que algo se ha visto sometido.



            En el momento presente, el Gobierno de Sánchez negocia con Bruselas un plan de recuperación económica que afecta a todo el país, aunque se negocia en un clima de absoluta opacidad, pues no hay quien sepa a qué se compromete a cambio. El periodista Claudi Pérez, lo leía hace unos días, decía que lo único claro que se obtiene del documento de 211 páginas que recoge la negociación es que aparece 191 veces la palabra resiliencia. Sánchez, que da más cambios que una bola de fliper, sí es fiel a su palabra; es el perfecto ejemplo de la resiliencia, pues, una vez que pase cualquier elemento que cause perturbación, es capaz de recobrar el estado inicial del que partía.

            Mientras tanto, Le digo a Zalabardo, no sabemos si tenemos o no tenemos vacunas, si alcanzaremos o no para el verano ese 70% prometido (¿volveremos a Suárez?) o si la nueva normalidad es precisamente eso, un permanente estado de incertidumbre. Lo que sí es seguro es que también Sánchez, resiliente puro, más que útil, se cree necesario. Parece ser nuestro sino.

sábado, abril 10, 2021

SALVEMOS EL PATOIS

 


            La mañana de este viernes, comento a Zalabardo, me alegré al toparme con una noticia que nada tenía que ver con la covid19, ni con las elecciones madrileñas, ni con las grescas entre independentistas ni con ninguna de esas informaciones que pretenden entristecernos y amargarnos el día que acabamos de estrenar.

            Proviene de Francia, donde, incluso en contra de la voluntad del gobierno, han aprobado una ley que protege las lenguas minoritarias. Se entiende esa protección no como una imposición, sino como una propuesta que se ofrece a quienes deseen conservar su lengua materna. Para ello, se facilita la inmersión en los centros educativos e incluso se subvencionarán escuelas bilingües privadas allá donde el sistema público no alcance. Le digo a mi amigo que la noticia tiene gran trascendencia porque da la casualidad de que Francia, la nación de la libertad y la igualdad, es uno de los países más centralistas e intransigentes en cuestiones idiomáticas. Su Constitución no reconoce más idioma que el francés y ni siquiera menciona ninguna otra modalidad lingüística.

            No es cuestión de hacer un repaso de la historia de las lenguas en el país vecino, aunque puede interesar saber que, de las alrededor de 150 modalidades lingüísticas regionales distintas al francés que existían a comienzos del siglo XX, hoy apenas si resisten el catalán, el euskera, el occitano, el corso, el alsaciano y el bretón y que el número de quienes las hablan con fluidez es casi ridículo.

            La “conciencia estatal” es clara en este asunto. En Francia solo se reconoce una lengua; cualquier otra queda englobada en lo que genéricamente llaman patois término que ha alcanzado un matiz peyorativo fuerte, puesto que lo que designaba una modalidad lingüística oral, limitada en su ámbito de uso, por lo general rural y con un estatus cultural y social poco estable ha pasado a designar todo lo que no sea francés, sin atender a que sea lengua, dialecto o habla local.

 


           William F. Mackey
, en La ecología de las sociedades plurilingües, denuncia que, en muchos países, los escolares aprenden, en una lengua dominante, cómo sus antepasados han ido siendo privados de su tierra, su cultura y su lengua al tiempo que ellos se van haciendo ciudadanos de un Estado-nación cuya lengua, mitos nacionales y leyendas patrióticas han de aprender.

            Francia se nos ha venido mostrando, en el aspecto lingüístico, defensora de esta concepción unitarista del país. Con esta nueva ley, que de acuerdo con su Constitución no puede imponer esa inmersión lingüística, se consigue al menos, que se pueda proponer, solo con la condición de que las familias y los centros la soliciten. Aunque parezca que en España la situación es diferente, le explico a Zalabardo, la realidad, que es tozuda, nos enseña lo contrario: es verdad que nuestra Constitución reconoce la cooficialidad de las otras lenguas españolas, aparte del castellano; sin embargo, es una cooficialidad parcial y hay una fuerte reticencia a aceptarlas de buena manera. Por desgracia, sigue pesando mucho la herencia que, en tal sentido, nos dejó el franquismo.

            Y como parece que el viernes se presenta con buenas noticias, me entero de que el lunes me vacunaré contra la covid19 (no por desarrollar una función esencial, sino por la edad) y encuentro en la librería Lo uno y lo diverso, reciente publicación colectiva auspiciada por el Instituto Cervantes, en la que un grupo de autores de todo el ámbito hispánico muestran y apoyan que la diversidad que enriquece a una lengua común no tiene por qué quitar nada de la idiosincrasia de los países que la hablan.

 


           No he tenido tiempo de leerlo completo, pero quiero contarle a Zalabardo algunas anécdotas que diferentes escritores refieren sobre curiosos y divertidos equívocos nacidos del diferente sentido que determinadas palabras tienen a un lado y otro del Atlántico. Quizá la más divertida de todas sea la que cuenta Marta Sanz, a quien, siendo joven, tras finalizar una de las clases de un curso que impartía, un grupo estudiantes mexicanos se le acercó y la invitaron muy amablemente: Maestra, ¿quiere venirse hoy con nosotros a chupar unas pollas por ahí? Al notar ellos el gesto de su rostro y caer en la cuenta del desajuste idiomático, le explicaron: Ay, sí, maestra, a tomar unas cañas como dicen ustedes por aquí. Ella aceptó, no sin rogarles que no entrasen en ningún bar de España diciendo que deseaban chupar unas pollas.

            Juan Villoro nos recuerda los problemas que se le presentaron al mexicano José Emilio Pacheco al pedir en un hotel que enviaran un plomero para arreglar la llave de la tina; lo que él quería era un fontanero que le reparase el grifo de la bañera. Y Carme Riera comenta el apuro de una joven colombiana al solicitar en una estación de autobuses: ¿Me regala un billete, por favor?; el empleado de la ventanilla, desconocedor de que, en Colombia, esa es la forma educada de comprar algo, respondió desabrido que allí no se regalaba nada. No fue consciente de que lo que oía era semejante al ¿Me da un billete, por favor? de España.

            Zalabardo se ríe con estas anécdotas y comprende, a la vez, que una lengua es más rica cuanta más libertad posee y un país es más culto en la medida en que ofrece mayor riqueza lingüística. Frente a quienes miran de forma despectiva esta diversidad y la tildan de patois, yo defiendo salvar el patois. Ya otras veces he dicho que no estaría mal que en España adoptásemos el modelo suizo.

sábado, abril 03, 2021

EL AÑO DEL BUEY

 

 


           Creo que sí, que fue Berceo el primero en expresar de esa manera el deseo de sencillez en el lenguaje; ¿lo ha dicho después alguien con idéntica o semejante claridad? Quería —eso es lo que dijo— escribir en román paladino, porque así es como habla el pueblo con su vecino. Mucho es lo que ha llovido desde entonces y mucho lo que se ha dicho sobre la cuestión; en su deseo de acendramiento, de limpieza y depuración de la lengua poética, Juan Ramón Jiménez mostró, en 1918, su desacuerdo con la poesía que venía haciendo y que otros hacían. Renegó de una poesía que se había vestido de ropajes extraños y comenzó a odiarla; ¿sin darse cuenta? Eso decía, pero añadía: ¡qué iracundia de yel y sin sentido la de aquella reina fastuosa…! En ese mismo libro confesaba no saber con qué decirlo, ya que su palabra no estaba hecha. Y en un proceso intenso y extenso —¿se sabe de otro igual?— trabajó sin descanso hasta encontrar su esperanza acumulada en lengua, en nombre hablado y escrito, en el nombre conseguido de los nombres.

            Antonio Machado, más modesto —rehuyendo ese intenso yo juanramoniano—, hizo afirmar a Juan de Mairena que lo clásico es emplear el sustantivo acompañado de adjetivo definidor, que no necesita describir; por eso Homero, clásico de los clásicos, decía de las naves tan solo que eran huecas. El barroco, sigue Mairena, al exaltar la importancia del adjetivo, perturba el equilibrio clásico, con la agravante de no añadir nada al sustantivo.

 


           Y, en esas, surge el dilema de si es preferible el lenguaje culto al popular. Cada uno por su camino, Juan Ramón y Machado coinciden en valorar lo sencillo, en rechazar lo artificioso. Machado se define cuando alaba los versos de Lope de Vega que dicen: El cielo estaba más negro / que un portugués embozado.

            Tal vez por esto, hay quien piensa que la metáfora es la quintaesencia del barroquismo. Puede que sea así si pensamos en casos como el de Miguel Hernández cuando llama al torero émulo imprudente del lagarto o al toro flecha que a dispararse parte por el arco del cuerno. Qué duda cabe de que el alicantino se muestra seguidor fiel de Góngora en cuanto a complejidad. Pero eso no debe llevarnos a pensar que la metáfora no se aviene con la lengua popular.

            De eso nos habla el profesor Rafael Oroz en su trabajo Uso metafórico de nombres de animales en el lenguaje familiar y vulgar chileno, de 1932. En este momento, Zalabardo chasca los dedos y grita alborozado: ¡Ya sabía yo que en cualquier momento tendría que aparecer eso del año del buey! Y le digo que lleva razón, pues de animales —mejor de metáforas animales— va el asunto. El pasado 12 de febrero se inició el año nuevo chino, que, por si alguien no lo sabe, es el año del buey. Para los chinos no cuenta el calendario gregoriano, sino el lunar, lo que explica que comiencen a contar cada año en febrero y no siempre el mismo día. Pero es que su zodiaco lo integran doce animales que dan nombre a cada uno de los años. El buey, en su creencia, representa la lealtad y la confianza, así como la prosperidad a través de la fortaleza y el trabajo.

            Pues bien, el profesor Oroz dice que el lenguaje culto se inclina más hacia una expresión analítica, lo que conduce a usar comparaciones (Fulano es como un toro); en cambio, el lenguaje coloquial prefiere una expresión más sintética (Fulano es un toro), lo que claramente vemos que es una metáfora. La metáfora, en esencia, no es sino utilizar una palabra en lugar de otra, que no aparece.



            El trabajo del profesor Oroz no hace sino recoger los nombres de animales que en el lenguaje coloquial se aplican a personas para señalar una cualidad definitoria. Volvemos a lo que decía Machado aunque, en este caso, no hace falta ningún adjetivo, sino que es el propio nombre quien condensa toda la fuerza definitoria —el nombre conseguido de los nombres juanramoniano—.

            ¿Cuántos nombres de animales aplicamos metafóricamente, e incluso hiperbólica, a personas con intención definidora? Más quizá de lo que podríamos pensar en un primer instante. Unas veces, el matiz es peyorativo; pero, otras muchas, es laudatorio y, en ocasiones, algunos pueden tener ambos valores. Dar una lista completa sería casi el cuento de nunca acabar, le aclaro a Zalabardo, por lo que me limitaré a ofrecer una lista suficiente: bestia, asno o burro, ‘rudo, ignorante’; pavo, ‘soso, incauto’; borrego, ‘dócil, sin voluntad propia’; mono, ‘feo’ / ‘guapo’; zorro, ‘astuto’; gallo, ‘orgulloso, peleón’; águila, ‘listo’; liebre, ‘rápido’, tiburón, ‘acaparador’, víbora, ‘mal intencionado’; cordero, ‘manso’; zángano, ‘holgazán’; león, ‘fuerte’; hormiga, ‘laborioso’; gallina, ‘cobarde’; loro, ‘hablador en demasía’; caballo, ‘fuerte, trabajador’; ganso, ‘torpe’; elefante, ‘de gran memoria’; camaleón, 'tornadizo', etc., etc. Cualquiera será capaz de cuadruplicar y más esta relación.