La mañana de este viernes, comento a Zalabardo, me alegré al toparme con una noticia que nada tenía que ver con la covid19, ni con las elecciones madrileñas, ni con las grescas entre independentistas ni con ninguna de esas informaciones que pretenden entristecernos y amargarnos el día que acabamos de estrenar.
Proviene de Francia, donde, incluso en contra de la
voluntad del gobierno, han aprobado una ley que protege las lenguas minoritarias.
Se entiende esa protección no como una imposición, sino como una propuesta que
se ofrece a quienes deseen conservar su lengua materna. Para ello, se facilita
la inmersión en los centros educativos e incluso se subvencionarán escuelas
bilingües privadas allá donde el sistema público no alcance. Le digo a mi amigo
que la noticia tiene gran trascendencia porque da la casualidad de que Francia,
la nación de la libertad y la igualdad, es uno de los países más centralistas e
intransigentes en cuestiones idiomáticas. Su Constitución no reconoce más
idioma que el francés y ni siquiera menciona ninguna otra modalidad lingüística.
No es cuestión de hacer un repaso de la historia de las
lenguas en el país vecino, aunque puede interesar saber que, de las alrededor
de 150 modalidades lingüísticas regionales distintas al francés que existían a
comienzos del siglo XX, hoy apenas si resisten el catalán, el euskera,
el occitano, el corso, el alsaciano y
el bretón y que el número de quienes las hablan con fluidez es
casi ridículo.
La “conciencia estatal” es clara en este asunto. En
Francia solo se reconoce una lengua; cualquier otra queda englobada en lo que
genéricamente llaman patois término que ha alcanzado un matiz
peyorativo fuerte, puesto que lo que designaba una modalidad lingüística oral,
limitada en su ámbito de uso, por lo general rural y con un estatus cultural y
social poco estable ha pasado a designar todo lo que no sea francés, sin
atender a que sea lengua, dialecto o habla local.
William F. Mackey, en La ecología de las sociedades plurilingües, denuncia que, en muchos países, los escolares aprenden, en una lengua dominante, cómo sus antepasados han ido siendo privados de su tierra, su cultura y su lengua al tiempo que ellos se van haciendo ciudadanos de un Estado-nación cuya lengua, mitos nacionales y leyendas patrióticas han de aprender.
Francia se nos ha venido mostrando, en el aspecto
lingüístico, defensora de esta concepción unitarista del país. Con esta nueva
ley, que de acuerdo con su Constitución no puede imponer esa inmersión
lingüística, se consigue al menos, que se pueda proponer, solo con la condición
de que las familias y los centros la soliciten. Aunque parezca que en España la
situación es diferente, le explico a Zalabardo, la realidad, que es tozuda, nos
enseña lo contrario: es verdad que nuestra Constitución reconoce la
cooficialidad de las otras lenguas españolas, aparte del castellano; sin
embargo, es una cooficialidad parcial y hay una fuerte reticencia a aceptarlas
de buena manera. Por desgracia, sigue pesando mucho la herencia que, en tal
sentido, nos dejó el franquismo.
Y como parece que el viernes se presenta con buenas
noticias, me entero de que el lunes me vacunaré contra la covid19 (no por desarrollar
una función esencial, sino por la edad) y encuentro en la librería Lo uno
y lo diverso, reciente publicación colectiva auspiciada por el Instituto
Cervantes, en la que un grupo de autores de todo el ámbito hispánico muestran
y apoyan que la diversidad que enriquece a una lengua común no tiene por qué quitar
nada de la idiosincrasia de los países que la hablan.
No he tenido tiempo de leerlo completo, pero quiero contarle a Zalabardo algunas anécdotas que diferentes escritores refieren sobre curiosos y divertidos equívocos nacidos del diferente sentido que determinadas palabras tienen a un lado y otro del Atlántico. Quizá la más divertida de todas sea la que cuenta Marta Sanz, a quien, siendo joven, tras finalizar una de las clases de un curso que impartía, un grupo estudiantes mexicanos se le acercó y la invitaron muy amablemente: Maestra, ¿quiere venirse hoy con nosotros a chupar unas pollas por ahí? Al notar ellos el gesto de su rostro y caer en la cuenta del desajuste idiomático, le explicaron: Ay, sí, maestra, a tomar unas cañas como dicen ustedes por aquí. Ella aceptó, no sin rogarles que no entrasen en ningún bar de España diciendo que deseaban chupar unas pollas.
Juan Villoro nos recuerda los problemas que se le
presentaron al mexicano José Emilio Pacheco al pedir en un hotel que
enviaran un plomero para arreglar la llave de la tina; lo que él
quería era un fontanero que le reparase el grifo de la bañera. Y Carme
Riera comenta el apuro de una joven colombiana al solicitar en una estación
de autobuses: ¿Me regala un billete, por favor?; el empleado de
la ventanilla, desconocedor de que, en Colombia, esa es la forma educada de
comprar algo, respondió desabrido que allí no se regalaba nada. No fue
consciente de que lo que oía era semejante al ¿Me da un billete, por
favor? de España.
Zalabardo se ríe con estas anécdotas y comprende, a la
vez, que una lengua es más rica cuanta más libertad posee y un país es más
culto en la medida en que ofrece mayor riqueza lingüística. Frente a quienes
miran de forma despectiva esta diversidad y la tildan de patois,
yo defiendo salvar el patois. Ya otras veces he dicho que no
estaría mal que en España adoptásemos el modelo suizo.
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