sábado, mayo 27, 2023

POR LA BOCA MUERE EL PEZ

 Confieso a Zalabardo que, después de casi veinte años y más de mil apuntes, se hace difícil encontrar un tema que dé alguna variedad a esta Agenda. Hoy no tenía ni la más remota idea sobre de qué escribir. Y en este amanecer de sábado, gris, jornada de reflexión que precede al domingo en que habremos de decidir a quién concedemos nuestra confianza para regir el municipio en que habitamos, alguien que fue figura en el fútbol ha venido en mi ayuda. Tengo por costumbre que el repaso de la prensa sea una de mis primeras actividades del día. Y me encuentro con un interesante artículo de Jorge Valdano a propósito del reciente caso Vinicius. Pero no voy a hablar de esa extraña noción de racismo arraigada entre nosotros pese a que se nos llene la boca de decir que no somos racistas.

            Se lamenta Valdano, que fue gran jugador, luego entrenador y hoy comentarista, de cómo el odio se va extendiendo en nuestra sociedad. Defiende, y le damos la razón,  que la culpa no es del fútbol, ya que solo se limita a reflejar de modo repugnante ese odio que se va instalando entre nosotros. En efecto, cuando llamamos hincha al aficionado y consideramos enemigo al adversario estamos ante un claro síntoma de que algo no funciona bien. En la sociedad, no en el futbol.

 

           Si algo distingue al homo sapiens de otras especies y lo ha hecho imponerse y conquistar el mundo es, no cabe duda, el lenguaje. Otras especies animales también se comunican y son capaces de usar un lenguaje, pero lo peculiar del de los humanos es, primero, su tremenda flexibilidad y su maravillosa economía: con un número llamativamente escaso de elementos puede crear un número ilimitado de frases y mensajes, todos y cada uno con su significado correspondiente. Y una segunda peculiaridad que podemos señalar en nuestro lenguaje es que no solo sirve para comunicar a los demás nuestra visión de lo que nos rodea, sino que sirve incluso para hablar de aquello que no existe.

            Claro está, le digo a Zalabardo, que esa ventaja apareja también algún riesgo. Dos refranes pueden servirnos para explicarlo: Por la boca muere el pez y Cuidar de no morder el anzuelo. El anzuelo, que podría ser representación del lenguaje, encierra un peligro, el de no ser utilizado en la manera adecuada; y la boca es el altavoz por el que salen al exterior nuestros pensamientos, es decir, lo que, en definitiva, denuncia qué y cómo somos en realidad. Por tanto, el refrán pretende avisarnos de lo peligroso que es hablar de forma desconsiderada.

            Por eso, la amarga conclusión a la que llega Valdano en su artículo es que, si al aficionado lo vemos como hincha y al adversario como enemigo, quizá no valga la pena seguir amando el fútbol. Su opinión puede ser extrapolable a todas las esferas de la vida, aunque él esté denunciando lo acontecido con Vinicius, que ni es un caso aislado, ni es de ahora, ni se circunscribe solo al fútbol. El lenguaje dice de nosotros más de lo que creemos, aunque nos cueste aceptarlo. ¿Por qué, si no, empleamos tanto tiempo en decir «yo no soy esto» o «yo no soy lo otro», para intentar negar lo que nuestros hechos y palabras demuestran de forma palpable?



Leo un comentario de Paola Celi escrito en enero de 2022 sobre el prefijo anti-. Nos da cuenta de cómo ese prefijo de origen griego que significa ‘opuesto’ y ‘con propiedades contrarias’ ha ido adquiriendo otros significados. Para el primer caso nos vale antimonárquico, ‘que se opone a la monarquía’; y, para el segundo, antidepresivo, ‘que tiene propiedades que evitan la depresión’. Sin embargo, es fácil observar cómo este prefijo ha ido cobrando el sentido de ‘persona que cuestiona, minimiza la existencia o niega el valor de algo’. Así, a raíz de la reciente pandemia de la covid-19, nació un movimiento anticovid, que reunía a quienes negaban la existencia de tal pandemia; igual que antivacuna agrupa a quienes niegan la eficacia de las vacunas. Es decir, hablamos de un anti- negacionista por sistema. Ser antimonárquico, por seguir con el ejemplo, refleja un modo lícito de pensar; un producto antihistamínico es bueno. Pero autodenominarse anticovid denota una mentalidad fanática e intolerante.

            En el fútbol, deporte que tantos sentimientos aúna, es triste ver cómo cada día, más que ser seguidor o admirador de tal o cual equipo, se lleva a gala ser antimadridista, antibético o antiosasunista. Es decir, más que personas que ponen su ilusión en un equipo, nos encontramos con personas que trasladan su odio hacia otro equipo.



            Y hoy, día de reflexión, hablamos Zalabardo y yo de que algo muy semejante está sucediendo en la política. Hacemos un repaso de las campañas y vemos que a los candidatos de un partido, el que sea, les cuesta hablar de las excelencias del partido al que representan, les cuesta intentar convencernos de la bondad de sus proyectos para el municipio del que pretenden ser alcaldes o concejales. Les resulta más fácil, y hasta más provechoso, atacar a los otros partidos, le gusta más ser anti- que pro-, airear los trapos sucios de los demás sin reparar en que no estaría mal dedicar algo de tiempo a lavar los propios. No son partidarios ni defensores de unas ideologías, son forofos, hinchas, hooligans. En los mítines no razonan, no hablan con la cabeza, hablan con las tripas.

            Tras eso, el problema que se nos plantea es grande: ¿A quiénes votamos, a los que consideramos mejores o a los que nos parecen menos malos? Porque lo cierto es que nos lo ponen difícil.

domingo, mayo 21, 2023

VIRAL

 


Nicolás Sartorius
, en su libro La manipulación del lenguaje, lo explica a la perfección. En términos médicos, virus es un ‘humor maligno’, y si acudimos a su etimología, la palabra significa ‘veneno’, ‘tóxico’. Por tanto, el virus es un agente infeccioso que ataca a todo tipo de organismos. Y, sin embargo, en los últimos años, todo el que se mueva en el terreno de las redes sociales sueña con que un contenido que suba se convierta en viral, es decir, se difunda de forma exponencial mediante envíos y reenvíos, se pandemice. Asistimos, por tanto, a la adopción por parte de la palabra de un nuevo sentido. «¿Puede un contenido viral ser malo o peligroso?», me pregunta Zalabardo. La respuesta tiene que ser por fuerza ambigua, porque que sea una cosa o la otra dependerá, al menos, de tres factores. En las redes sociales no somos como el cliente de un bar, que toma una cerveza y se va; somos objeto y producto a la vez; estamos casi continuamente enganchados y subimos y bajamos contenidos ―opiniones, fotos, juicios sobre algo, contenidos de otros usuarios…― El segundo es que no todos los contenidos tienen idéntica fiabilidad ni persiguen los mismos objetivos. Y el tercero, que los algoritmos que determinan las conexiones entre los contenidos y los usuarios no saben distinguir entre contenidos falsos y verdaderos, sino que, así lo dice Sartorius, «están diseñados para maximizar la viralidad» de forma que no hay nada que evite que el más falso o malintencionado pueda ser el que más se viralice.

Le pregunto a Zalabardo si recuerda ¡Quién supiera escribir!, el delicioso poema de Ramón de Campoamor. Claro que lo recuerda, e incluso me comenta que, cada vez que lo lee, le parece inconcebible que hubiese un tiempo en que era tan abundante el número de personas que no sabía leer ni escribir. Esa triste circunstancia era la razón de que existiera un oficio muy peculiar, el de los pendolistas, aquellas personas que escribían cartas y redactaban documentos para personas que no sabían hacerlo. Cuando llegué a Málaga aún tuve ocasión de conocer a uno; tenía su «taller» en calle Granada, junto a la también desaparecida librería Negrete y frente a la iglesia de Santiago.

 

           Los tiempos han cambiado, y mucho, y lo que hoy extraña es cruzarse en la calle con alguien que no enarbole su móvil manteniendo una conversación con alguien, si no escribiendo o leyendo un mensaje de los que se envían a millones por las diferentes redes sociales. ¿Sabemos la cantidad de mensajes y conversaciones que tienen lugar en un instante? Por curiosidad, consultamos y encontramos unas cifras que dan escalofríos: en un minuto ―¡la ridiculez de 60 segundos!― se envían en torno a 38 millones de mensajes por Whatsapp, casi medio millón por Twitter, hay un millón de conexiones a Facebook, se ven 200.000 fotos en Instagram… ¿Cuántos de esos mensajes son o pretenden ser virales?

          Cuando Zalabardo y yo éramos jóvenes no existían los móviles ni internet y había muchas viviendas que carecían de teléfono. El medio para comunicarse a distancia era el correo. Pero la gente, por lo general, no escribía cartas, o lo hacía muy raramente. Y el correo, que hoy nos parece obsoleto, era lento. Esta lentitud, unida al extendido analfabetismo, explica que la gente escribiese poco. ¿Entendería un joven de nuestros días que hubiese familias que nunca enviaron ni recibieron una carta, es decir, que carecían de esa comunicación que hoy nos tiene atados a todos? Por la misma razón, la gente escribía solo cuando tenía algo importante que contar y que, al hacerlo, nadie perdía el tiempo para escribir la primera chorrada que se le viniese a la cabeza, sino que meditaba con sumo cuidado lo que pretendía decir y la manera en que lo diría. Todo el proceso, desde la redacción de la carta, hasta que nos llegara la respuesta del destinatario, podía tenernos en ascuas dependiendo de los contenidos.

 

           Y lo que puede resultar más paradójico ―Zalabardo y yo coincidimos en esto― es que, en los tiempos que vivimos, con todos los medios que hay a nuestro alcance, se puede constatar que la gente escribe menos que antes. Incluso el correo electrónico ha cedido terreno ante el avance de las otras redes sociales. De esa cantidad difícil de imaginar, ¿cuántos contenidos son realmente de interés?, ¿cuántos envíos y reenvíos hacemos con conciencia clara de que lo que subimos a la red o consultamos? La inmensa mayoría de esos mensajes, me dice Zalabardo, posiblemente no hayan requerido del emisor ni del receptor ni la décima parte de la atención que se ponía al escribir una carta. Proliferan los mensajes vacíos; los que no manifiestan nada de lo que somos, puesto que nos rendimos a ser mera correa de transmisión de algo cuyo origen desconocemos. ¡Es tan fácil pulsar una tecla para activar el reenvío…!

            Y aquí se esconde el peligro. Por las redes circulan, disimulados entre los veraces, un ingente número de contenidos falsos, de bulos malintencionados, de fake news como se les ha dado en llamar ahora. Es fácil crear una mentira, por simple e inocente que sea ―como, por ejemplo, que una frase cursi la dijo quien nunca dijo tal cosa, atribuir un poema a quien no fue su autor, intentar convencernos de la bondad o maldad de alguien…― Lo difícil es conseguir que esa mentira sea creída por mucha gente, y hacer que esa creencia común persista. De eso, para nuestro mal, ya se encargan los algoritmos que manejan las redes. Además, sin que, en muchos casos, tengamos oportunidad de saber a quién corresponde la responsabilidad de esa viralización de la mentira.

            De todo esto hablaba Harari cuando establecía la existencia de realidades objetivas, subjetivas e intersubjetivas. Las primeras existen con independencia de mi creencia; las segundas dependen de lo que yo creo y las terceras, verdaderas o falsas, necesitan una amplia red común que conecte la conciencia subjetiva de muchas personas. Los contenidos virales en las redes pertenecen a este último tipo. No basta pues que yo, o diez o veinte personas más dejemos de creer en ellos. El grupo es tan amplio que no hay forma de desterrarlos.

sábado, mayo 13, 2023

TOCAR MADERA

 

Sostiene Ignacio Abella en el bello e interesante libro La magia de los árboles que «los viejos, los niños y los árboles son nuestros maestros naturales. La pérdida de esta relación con ellos ha conllevado un profundo desarraigo y desconcierto». Culpa de ese desarraigo a la desruralización de la sociedad moderna y al predominio de la vida urbana. Por eso, añade unas líneas más adelante, ese importante papel de maestros naturales ha dejado de tener sentido porque «en la ciudad, el viejo es una pesada carga, y se lo confina en los geriátricos, y a los niños en los colegios y guarderías, y a los árboles en los parques…».

            Le digo a Zalabardo que no es mi intención hablar hoy del papel que la sociedad concede a niños y ancianos, que prefiero hablar de árboles porque hace unos días, tras manifestar en les redes mi alegría ante la floración de las jacarandas con unas fotos acompañadas de un poema de Alberti, una amiga, Carmen Olid, me respondió que en Sevilla había una jacaranda de flores blancas, cuya foto enviaba. Busqué en internet y me llevé la sorpresa de que, al parecer, ese ejemplar, si no único, es muy raro en Europa. Entonces me planteé la pregunta: ¿reparamos en los árboles y les concedemos el cuidado y atención que merecen? Zalabardo y yo hablamos de esa plaga de incendios que amenaza desde hace unos años a nuestros bosques, del terrible que el año pasado tuvo lugar en Sierra Bermeja, poniendo en peligro los bosques de pinsapos, esa riqueza arbórea que, en Europa, no se puede apreciar más que en algunas sierras de Málaga y de Cádiz. Y, cómo no, hablamos del miedo a los posibles incendios de este año, tan seco.



            Mi amigo soltó entonces en medio de la conversación que toquemos madera para que la cosa este año no sea tan grave. Le hice notar entonces cómo, sin darnos cuenta, sin ser conscientes de lo que decimos, algo atávico nos lleva a gritar, cuando deseamos que nada estorbe un proyecto que tenemos, que nada tuerca la ilusión con que esperamos algo, ¡Toca madera! ¿Por qué tocamos madera cuando deseamos alejar de nosotros un daño que estimamos muy posible? Hay varias opiniones en torno al origen de la expresión. Una bastante extendida quiere que esa madera se refiera a aquella en que Jesucristo fue crucificado y defiende que es la forma de ponernos en sus manos para que nada nos salga mal. Pero no es esta la más acertada porque encomendarse a la madera, y al árbol del que procede es un rito muy antiguo, muy anterior al cristianismo.


            En efecto, todas las tradiciones, las religiones y las creencias que queramos tener en cuenta confluyen siempre en el árbol y utilizan un lenguaje que podríamos juzgar de universal al hablar de él. Ya Plinio el Viejo sostenía que los árboles son templos de los dioses, más venerados que el oro o el marfil, razón por la que no hay pueblo que no considere sagrada esta o aquella especie de árbol. Y acompañaba sus opiniones con el hecho de que, aun en sus días, cada árbol estaba dedicado a un dios: la encina y el roble a Júpiter, el laurel a Apolo, el olivo a Minerva, el mirto de Venus, el álamo a Hércules, el manzano a Afrodita

            Pero la cosa no queda ahí. Si estudiamos las culturas antiguas, encontraremos que los juicios, las asambleas, las clases escolares o las consultas médicas tenían lugar bajo el cobijo de un árbol, consagrado a ese menester. Esta costumbre se ha perdido, pero recordemos una que nos queda bien cercana. Las juntas del Señorío de Vizcaya, constituidas por los representantes de los pueblos, tenían lugar en Guernica, bajo un roble. Allí se debatían los problemas y se tomaba juramente a los señores y al propio rey de que se respetarían los fueros. Todavía hoy ese árbol es símbolo de todo el País Vasco. Y entre los celtas, el calendario estaba formado por trece meses, lunares, de 28 días, cada uno de ellos dedicado a un árbol: abedul, serbal, aliso, sauce, fresno, majuelo, roble, acebo, avellano, vid, higuera, saúco y tejo.


            
Por esta razón, y le digo a Zalabardo que es la que considero más verosímil, la gente se acogía a la protección de un árbol, puesto que, además, el árbol era quien le proporcionaba alimento y materiales para construir viviendas, barcos, herramientas. La madera, pues, era un material que gozaba de la misma veneración que los árboles de los que procedía. Así que cuando deseamos atraer la suerte o alejar de nosotros cualquier mal, tocamos madera. E impone la tradición que sean dos toques: con el primero se expone la petición y con el segundo se solicita que sea concedida. Para lo que no he encontrado explicación, y agradecería que alguien me la proporcionara, es para el hecho de que cuando no tenemos cerca madera nos tocamos la cabeza. 

sábado, mayo 06, 2023

TREINTA DÍAS TIENE NOVIEMBRE...


Escribió García Lorca que «si el Sueño finge muros / en la llanura del Tiempo, / el Tiempo le hace creer / que nace en aquel momento». El tiempo, comento con Zalabardo, tiene la desagradable costumbre de ser mentiroso. Nos hace creer que lo dominamos, que lo controlamos a nuestro capricho. La realidad es muy diferente, pues es el tiempo quien nos controla y juega con nosotros.

            Sin embargo, los humanos no cejamos en este afán por tenerlo fiscalizado y regulado. En el remoto origen de la especie, los humanos ―cazadores, recolectores, agricultores después―, necesitaron conocer los ciclos de crecimiento y de reproducción de lo que constituía su sustento. Y, observadores, descubrieron que esos ciclos se ajustaban a los del movimiento aparente de los astros; en especial, la luna y el sol. Se fueron amoldando a ellos y así aprendieron cuándo sembrar una cosa u otra, cuándo proceder a la cosecha…; todas esas rutinas que constituían sus vidas. Un repaso de la historia de las diferentes civilizaciones sirve para ver la variedad de calendarios que han existido. Si en un principio los calendarios regulaban los momentos para las faenas agrícolas, más tarde fueron añadiendo pronósticos meteorológicos, predicciones sobre sucesos que acaecerían, profecías sobre calamidades o hechos felices… Estamos en pleno siglo XXI, le digo a Zalabardo, y todavía encontramos, en España, que se sigue publicando el famoso Almanaque Zaragozano, reflejo de aquellos antiguos.

            Si en el apunte anterior se hablaba de la relación entre mes y luna, hoy vamos a fijarnos más en los nombres de los meses y algunas otras cuestiones curiosas relacionadas con el asunto. Los primeros calendarios que conocemos eran lunares. La referencia de medida era el ciclo lunar. Miremos el calendario romano, que es la base del que aún rige. Espero no liarme demasiado y ser claro, le advierto a Zalabardo, al explicar por qué unos meses tienen 31 días y otros 30, a la vez que el pobrecito febrero queda con 28.

 

           Los romanos, se dice que en la época de Rómulo y Remo, atendiendo a estos ciclos lunares, crearon un calendario con diez meses de 29 días: martius, aprilis, maius, iunius, quintilis, sextilis, september, october, november y december. El comienzo del año lo fijaba nuestro marzo. ¿Qué pasaba con enero y febrero? No es que no existieran, sino que, por ser el tiempo del más riguroso invierno, en que no había ninguna labor agrícola ni ganadera que atender, no se les hacía ni puñetero caso y se los dejaba fuera. Se cuenta que sería Numa, sucesor de Rómulo quien los incorporó al calendario como meses once y doce.

            ¿Y los nombres? Cuatro se derivan de divinidades diferentes; y al resto se los conocía por su orden. Le aviso a Zalabardo que, aunque hoy diciembre sea el mes doce, en aquellos tiempos era el décimo, y a eso obedece su nombre. Le seguían enero y febrero, aún sin nombre. Sobre el nombre de marzo hay teorías distintas. Unos dicen que es en honor de Marte, el Ares griego, dios de la guerra, padre de Rómulo y Remo, según la leyenda. Pero el Marte romano era distinto al Ares griego; designaba también a una deidad de naturaleza agrícola anterior, Mavorte. Por eso, marzo, mes en que ya ha pasado el invierno, señalaba tanto el periodo en que se podían iniciar las guerras, como el momento en que todo comienza.

            También plantean dudas los nombres de otros meses. Aprilis, según unos, es el mes consagrado a Venus (Afrodita), diosa del amor y de la belleza, nacida de la espuma (en griego aphrós), aunque otros sostienen que viene de aperire, ‘abrir’, porque es el mes en que la naturaleza renace con la primavera. Maius se explica tanto como mes consagrado a Maia, la pléyade que representa la fertilidad, o como mes dedicado a Júpiter máximum, ‘el mayor’, e incluso el mes en que se honra a los mayores. Y si para unos iunius es el mes de Juno, otros lo relacionan con ianua, ‘puerta’, por ser comienzo del mejor tiempo. Los demás ya no presentan problemas.



            Pero he aquí que el amigo Julio César, en el siglo I a.C., decidió llevar a cabo unas reformas para adaptar el calendario al de los egipcios, que era solar, con 365 días, que se consiguieron así: los meses impares tendrían 31 días y los pares, 30. Salvo febrero, que, por ser último, no necesitó que se le sumara ninguno, pues ya se habían alcanzado los 365 días. Más tarde, enero y febrero pasaron a los lugares que aún hoy conservan porque, siendo enero la fecha en que se renovaban los cargos políticos, pareció conveniente que con ellos se iniciase el año. Ianuarius recibió ese nombre por Jano, dios de los portales; y februarius por el dios etrusco Februa. Finalmente, para dejar marcado su sello, el mes quintilis, el quinto, pasaría a llamarse julius. Ninguno de estos cambios afectaría a la incongruencia de que septiembre, octubre, noviembre y diciembre mantuviesen sus nombres pese a ocupar los lugares noveno, décimo, undécimo y duodécimo, respectivamente.

            Octavio Augusto, sobrino nieto de Julio César, también quiso meter mano en el calendario. Una de sus reformas fue poco original, llamar augustus, agosto, a sextilis. Otra da muestras de su carácter vanidoso. El mes que llevaba su nombre debería tener, al menos, tantos días como el de su tío abuelo, es decir, 31. Ese día lo ganó a costa de quitar uno a febrero, que quedó con 28. Y para que se mantuviese la norma de que los meses impares debían ser más largos (con excepción de agosto), al tiempo que septiembre y noviembre pasaron a tener 30, octubre y diciembre pasarían a 31. El porqué de los años bisiestos quedará para otra ocasión, si se tercia, le digo a Zalabardo.