Nicolás Sartorius, en su libro La manipulación del lenguaje, lo explica a la perfección. En términos médicos, virus es un ‘humor maligno’, y si acudimos a su etimología, la palabra significa ‘veneno’, ‘tóxico’. Por tanto, el virus es un agente infeccioso que ataca a todo tipo de organismos. Y, sin embargo, en los últimos años, todo el que se mueva en el terreno de las redes sociales sueña con que un contenido que suba se convierta en viral, es decir, se difunda de forma exponencial mediante envíos y reenvíos, se pandemice. Asistimos, por tanto, a la adopción por parte de la palabra de un nuevo sentido. «¿Puede un contenido viral ser malo o peligroso?», me pregunta Zalabardo. La respuesta tiene que ser por fuerza ambigua, porque que sea una cosa o la otra dependerá, al menos, de tres factores. En las redes sociales no somos como el cliente de un bar, que toma una cerveza y se va; somos objeto y producto a la vez; estamos casi continuamente enganchados y subimos y bajamos contenidos ―opiniones, fotos, juicios sobre algo, contenidos de otros usuarios…― El segundo es que no todos los contenidos tienen idéntica fiabilidad ni persiguen los mismos objetivos. Y el tercero, que los algoritmos que determinan las conexiones entre los contenidos y los usuarios no saben distinguir entre contenidos falsos y verdaderos, sino que, así lo dice Sartorius, «están diseñados para maximizar la viralidad» de forma que no hay nada que evite que el más falso o malintencionado pueda ser el que más se viralice.
Le pregunto a Zalabardo si recuerda ¡Quién supiera escribir!,
el delicioso poema de Ramón de Campoamor. Claro que lo recuerda, e
incluso me comenta que, cada vez que lo lee, le parece inconcebible que hubiese
un tiempo en que era tan abundante el número de personas que no sabía leer ni
escribir. Esa triste circunstancia era la razón de que existiera un oficio muy
peculiar, el de los pendolistas, aquellas personas que escribían cartas y
redactaban documentos para personas que no sabían hacerlo. Cuando llegué a
Málaga aún tuve ocasión de conocer a uno; tenía su «taller» en calle Granada, junto
a la también desaparecida librería Negrete y frente a la iglesia
de Santiago.
Los tiempos han cambiado, y mucho, y lo que hoy extraña es cruzarse en la calle con alguien que no enarbole su móvil manteniendo una conversación con alguien, si no escribiendo o leyendo un mensaje de los que se envían a millones por las diferentes redes sociales. ¿Sabemos la cantidad de mensajes y conversaciones que tienen lugar en un instante? Por curiosidad, consultamos y encontramos unas cifras que dan escalofríos: en un minuto ―¡la ridiculez de 60 segundos!― se envían en torno a 38 millones de mensajes por Whatsapp, casi medio millón por Twitter, hay un millón de conexiones a Facebook, se ven 200.000 fotos en Instagram… ¿Cuántos de esos mensajes son o pretenden ser virales?
Cuando Zalabardo y yo éramos jóvenes no existían los móviles ni
internet y había muchas viviendas que carecían de teléfono. El medio para
comunicarse a distancia era el correo. Pero la gente, por lo general, no
escribía cartas, o lo hacía muy raramente. Y el correo, que hoy nos parece
obsoleto, era lento. Esta lentitud, unida al extendido analfabetismo, explica
que la gente escribiese poco. ¿Entendería un joven de nuestros días que hubiese
familias que nunca enviaron ni recibieron una carta, es decir, que carecían de
esa comunicación que hoy nos tiene atados a todos? Por la misma razón, la gente
escribía solo cuando tenía algo importante que contar y que, al hacerlo, nadie
perdía el tiempo para escribir la primera chorrada que se le viniese a la
cabeza, sino que meditaba con sumo cuidado lo que pretendía decir y la manera
en que lo diría. Todo el proceso, desde la redacción de la carta, hasta que nos
llegara la respuesta del destinatario, podía tenernos en ascuas dependiendo de
los contenidos.
Y lo que puede resultar más paradójico ―Zalabardo y yo coincidimos en esto― es que, en los tiempos que vivimos, con todos los medios que hay a nuestro alcance, se puede constatar que la gente escribe menos que antes. Incluso el correo electrónico ha cedido terreno ante el avance de las otras redes sociales. De esa cantidad difícil de imaginar, ¿cuántos contenidos son realmente de interés?, ¿cuántos envíos y reenvíos hacemos con conciencia clara de que lo que subimos a la red o consultamos? La inmensa mayoría de esos mensajes, me dice Zalabardo, posiblemente no hayan requerido del emisor ni del receptor ni la décima parte de la atención que se ponía al escribir una carta. Proliferan los mensajes vacíos; los que no manifiestan nada de lo que somos, puesto que nos rendimos a ser mera correa de transmisión de algo cuyo origen desconocemos. ¡Es tan fácil pulsar una tecla para activar el reenvío…!
Y aquí se esconde
el peligro. Por las redes circulan, disimulados entre los veraces, un ingente
número de contenidos falsos, de bulos malintencionados, de fake news
como se les ha dado en llamar ahora. Es fácil crear una mentira, por simple e
inocente que sea ―como, por ejemplo, que una frase cursi la dijo quien nunca
dijo tal cosa, atribuir un poema a quien no fue su autor, intentar convencernos
de la bondad o maldad de alguien…― Lo difícil es conseguir que esa mentira sea
creída por mucha gente, y hacer que esa creencia común persista. De eso, para
nuestro mal, ya se encargan los algoritmos que manejan las redes. Además, sin
que, en muchos casos, tengamos oportunidad de saber a quién corresponde la
responsabilidad de esa viralización de la mentira.
De todo esto
hablaba Harari cuando establecía la existencia de realidades objetivas,
subjetivas e intersubjetivas. Las primeras existen
con independencia de mi creencia; las segundas dependen de lo que yo creo y las
terceras, verdaderas o falsas, necesitan una amplia red común que conecte la
conciencia subjetiva de muchas personas. Los contenidos virales
en las redes pertenecen a este último tipo. No basta pues que yo, o diez o
veinte personas más dejemos de creer en ellos. El grupo es tan amplio que no
hay forma de desterrarlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario