jueves, mayo 28, 2009

PÓSIT
La palabra que da título al comentario de hoy es una de las que entrarán a formar parte de la vigésima tercera edición del Diccionario de la Real Academia, es decir, la que ahora está en preparación. Son muchas las ocasiones en que discutimos Zalabardo y yo acerca de la conveniencia de utilizar una u otra forma de las palabras que van apareciendo. En el adelanto que la RAE hace de su publicación emblema en la Red, podemos leer que pósit es la 'hoja pequeña de papel, empleada generalmente para escribir notas, con una franja autoadhesiva en el reverso, que permite pegarla y despegarla con facilidad'. Hasta ahí, nada que objetar: conversión de un nombre de marca, Post-it, de la empresa 3M, en nombre común de un determinado producto y consiguiente españolización del término.
La discusión, esta vez, gira en torno a quiénes son los amos de la lengua, por decirlo de algún modo, y cuáles debieran ser los movimientos que deben seguirse. Me explico: el español es una lengua que hablamos unos casi 500 millones de personas. De esta cantidad, los españoles somos solamente 45 millones, es decir, el cálculo es fácil, un escaso 10% del total. En lo que dio en llamarse América Latina, o Hispanoamérica, son sobre 350 los millones de hablantes de esta lengua y, solamente en los Estados Unidos, los hispanohablantes se acercan a 50 millones, o sea, más que en toda España. Repito ahora la pregunta, ampliándola: ¿quiénes son los amos de la lengua, es decir, de dónde debiera irradiar la norma común que rigiera sobre la conducta del total de los hablantes? No olvidemos que Hispanoamérica nos ha dado las figuras, entre otros, de Borges, Darío, Rómulo Gallegos, García Márquez, Rulfo, Gelman, Benedetti y tantos más. Eso les concede el derecho a decir algo en este asunto de la lengua, ¿no creéis?
¿A qué viene ahora plantear tal debate? A algo tan simple como el término con el que hemos comenzado, pósit. Los datos me los aporta, como tantas otras veces, Zalabardo. Me muestra que, antes de dar cabida en nuestro Diccionario al término aludido, resulta que en él ya figuraba exfoliador para referirse a lo que ahora designamos con el neologismo. En la edición del año 1956 quedaba registrado como chilenismo. Más tarde, en la de 1984, se decía que era una palabra propia de Chile, Colombia, Ecuador y México. Y ya en la de 1992 queda recogida como americanismo, que es como aún aparece en la de 2001, la 22ª, que es la actual. La definición que se da es la siguiente: 'Dicho de un cuaderno: Cuyas hojas solo están ligeramente pegadas para poder desprenderlas fácilmente'. Si en lugar de cuaderno se dijera bloque o taco de hojas, la definición sería más adecuada. En cualquier caso, lo que interesa es que el dato reseñado demuestra un progresivo aumento en el uso del término, una expansión del mismo por todo el ámbito americano. ¿Qué ha impedido que se extienda también por España? Eso nunca se sabrá. Sin embargo, Zalabardo me dice que deberíamos olvidarnos de pretender que los americanos acojan el léxico que se utiliza en España y abrirnos más a aceptar nosotros el que se emplea allí, aunque sea por la simple razón, que no es tan simple, de que son más. Este sería, pues, un argumento democrático. O, también, anteceder el significado de pósit de la observación 'en España, hoja pequeña de papel...', etc., etc.
La discusión en torno a pósit sirve a Zalabardo para llevarme a otro terreno que también tiene bastante que ver con el léxico, el de la cantidad de nombres comunes que hay en nuestra lengua cuyo origen se remonta a nombres propios de marcas. Eso es lo que pasa, según ha quedado dicho más arriba, con pósit. Pero es que el Diccionario recoge muchos más ejemplos de estos casos, porque es muy frecuente que la marca registrada de un producto pase a designar la generalidad de dicho producto. Damos algunos ejemplos: túrmix o minipímer, 'batidora eléctrica'; cúter, 'cuchilla recambiable que se guarda dentro del mango'; panty, 'media que va desde el pie hasta la cintura, leotardo de tejido fino y elástico' (los más jóvenes tal vez no recuerden aquel anuncio que afirmaba "no son medias, son enteras"); delco, 'distribuidor del encendido en los automóviles'; uralita, 'placa de fibrocemento'; celo, 'cinta autoadhesiva transparente'; tirita, 'apósito adhesivo'; y aun hay otras que, incluso no estando recogidas en el Diccionario, son de uso frecuente: típex, 'líquido corrector'; casera, 'agua gaseosa' o táper, 'fiambrera de plástico'.
Consigo que Zalabardo me dé permiso para terminar con algo que no tiene nada que ver con el tema precedente. Se trata de que hoy es día 28 de mayo, es decir, el día siguiente (que no eso de día después que tanto se dice, porque después es adverbio y no adjetivo) de la final de la Champions que brillantemente completa el trébol de triunfos alcanzados por el Barça esta temporada. Para los seguidores de este equipo es una gran alegría que hace olvidar, siquiera sea un poquito, la grave crisis que estamos viviendo.

martes, mayo 26, 2009

ARROYO CLARÓ, FUENTE SERENÁ

Confieso que aunque hace días que tenía en la cabeza tratar este tema, la verdad es que no sabía cómo meterle mano para que no resultara demasiado sobado ya. Y al ver la viñeta de El Roto se me abrieron los ojos. Sería Zalabardo quien me llamara la atención sobre ella y quien me orientó sobre el tono que dar al comentario. Lo que me bullía sin cesar en la cabeza sin acabar de tomar cuerpo es la serie de informaciones que no cesan de aparecer sobre la aportación de ordenadores a los estudiantes como instrumento con el que combatir el fracaso escolar. Ya sé que nadie lo dice de esa manera, pero, en el fondo, son muchos los que confían en que sea así.
Porque, vamos a ver, de lo primero que nos tenemos que convencer es de que el ordenador puede ser un instrumento muy útil, de hecho lo es, aunque no pasa de eso, de ser un mero instrumento, no la panacea que venga a poner remedio en los problemas de la enseñanza. Digo esto porque en la época final de mi vida como profesor prestaba servicio en un centro tic, es decir (por si alguien no lo sabe), con aulas dotadas de ordenadores con los que los alumnos podían trabajar. Pero para que un aula tic (siglas que significan tecnologías para la información y la comunicación) funcione se necesitan, básicamente, dos condiciones: la primera, que a los profesores se los prepare adecuadamente sobre cómo obtener el máximo provecho de dicha herramienta en clase. Y digo que se los prepare, no que simplemente se les den unas mínimas lecciones acerca del enconamiento de determinados programas que, por lo común, son programas de gestión, que resultan ser los menos aprovechables para en correcto discurrir de las clases. Y la segunda condición es que a los alumnos se los convenza de que con el ordenador es posible hacer más cosas que chatear o acceder a las innumerables redes sociales que por ahí hay; y que valerse del ordenador supone algo más que cortar y pegar. Porque, como denunciaba hace poco un titular de prensa, "el ordenador no educa". Se podría aún citar una tercera condición, que haya un ordenar por alumno.
En estas estaba yo cuando la viñeta de El Roto derivó mis cavilaciones hacia otro lado; quiero decir, ¿no estaremos alejando demasiado a los niños de la ventana que supone el aire fresco, la libertad de imaginación y de creación, el encuentro con los otros niños; en fin, el juego solidario que los ata, positivamente, a los demás, frente a ese otro juego, este solitario y egoísta, que el ordenador propicia, igual que la play, igual que tantas otras herramientas similares que hoy ponemos en las manos de nuestros hijos?
¿Habéis reparado en que cada vez se juega menos, que cada día los niños pueden salir menos a las calles, que las ciudades no se construyen con esa previsión y, por tanto, nuestros niños han de permanecer cada vez más recluidos en las casas, si no encerrados en los centros escolares, obligados a realizar unas actividades extraescolares que, la mayor parte de las veces, ni les interesan.
La viñeta de El Roto nos ha llevado a Zalabardo y a mí a pensar en otras épocas, en otras circunstancias de vida. Por lo pronto, había cantidad de esos que llamo juegos solidarios que reforzaban los lazos entre cada uno de nosotros y nuestros semejantes. Porque en los juegos había solidaridad sin que faltara la competencia. Empezábamos por echar suertes para ver quiénes formaban cada bando y las fórmulas eran muy variadas. Una muy común era aquella de En un café / se rifa un gato; / le ha tocado / al número cuatro. / El uno, el dos, / el tres y el cuatro. Y aunque hoy nos pueda parecer poco correcto políticamente, había juegos de niños y juegos de niñas, sin que ello impidiese que los sexos nos mezcláramos en unos u otros. Las niñas jugaban básicamente a la comba y a la rueda, juegos que se acompañaban de canciones que se han ido perdiendo con el tiempo. Para la comba, era muy usual, en mi pueblo, aquel de Al pasar la barca / me dijo el barquero..., o aquel otro de El cocherito, leré, / me dijo anoche, leré... Pero yo recuerdo una canción especialmente bella que acompañaba los saltos de la cuerda: Una tarde florida de mayo / cogí mi caballo y me fui a pasear; / por la senda donde mi morena, / gentil y risueña solía pasar...
La rueda tenía sus propias canciones: Al corro de la patata, Estaba la pájara pinta, Quisiera ser tan alta como la luna o aquella otra hermosísima con su dislocación acentual: Arroyo claró, / fuente serená, / quién te lava el pañuelo, / saber quisierá. / Me lo ha lavadó / una serraná... Los niños éramos diferentes, más brutos, decían nuestras madres, y jugábamos más a carreras y saltos: a pídola, que en nuestro pueblo llamábamos piola, o al salto del moro; como jugábamos, según las épocas del año, a las bolas o al trompo. Mixtos eran otros juegos: la gallina ciega, el anillo, las cuatro esquinas, el pañuelo, el escondite inglés y tantos más.
¿De qué calle disponen hoy los niños para tales juegos? ¿Qué ordenador favorece las relaciones sociales que permitía el juego del anillo o el de las prendas? ¿Es más educativo tuenti que la gallina ciega? Tanto Zalabardo como yo añoramos aquellos juegos. Y no porque creamos que cualquier tiempo pasado fuera mejor, que no lo fue. Pero creemos que una conversación directa, mirándose a los ojos y con roce de los cuerpos, mantenida mientras se juega al trompo o mientras se intercambian cromos es más viva y fuerte que la que se mantenga a través de Messenger.

jueves, mayo 21, 2009

MIEDO AL MESTIZAJE

Venimos leyendo desde hace días cómo Berlusconi (¿qué explica que un individuo de su calaña llegue a regir los destinos de un país?) manifiesta a los cuatro vientos que no tolerará una Italia multiétnica, declaración que viene avalada por el comportamiento de su Gobierno en el asunto de la denegación de acogida a un gran número de los inmigrantes que llegan al país e incluso la consideración de la propia inmigración como delito.
Esto, que pudiera parecer un asunto interno y exclusivo de la política italiana no es sino una muestra de una corriente más generalizada, diríamos que en la casi totalidad del territorio europeo, y habría que hacerla extensiva al conjunto de eso que llamamos primer mundo: la del rechazo de quienes forman parte de aquellos grupos que sentimos diferentes de nosotros. Dicho rechazo es más que nada consecuencia del miedo cerval que sentimos a una plena integración y lo que ello conlleva, miedo a la mezcla de razas, al mestizaje.
Me dice Zalabardo, y no le falta razón, que este miedo, aunque creamos que nuestra situación es diferente a la italiana, es también perceptible en España y no es asunto de la época actual, sino que es una constante de toda nuestra historia. Ya tras la conquista del reino de Granada, los Reyes Católicos dieron una Pragmática en 1499 por la que se obligaba a judíos y musulmanes dominados a convertirse al cristianismo bajo pena de expulsión del reino. Pero las relaciones entre quienes aceptaron la conversión y los cristianos viejos no serían nunca buenas, lo que derivó, con el paso del tiempo, en el decreto de abril de 1609 que firmó el duque de Lerma, en nombre del rey Felipe III, por el que se determinaba la expulsión de los moriscos, descendientes de aquellos musulmanes conversos que decidieron permanecer en nuestro país, que, por otra parte, lo era también de ellos. El decreto encerraba disposiciones realmente duras: ...que todos los moriscos de este reino, así hombres como mujeres, con sus hijos, dentro de tres días de cómo fuese publicado este bando en los lugares donde cada uno vive y tiene su casa, salgan de él y vayan a embarcarse a la parte donde el comisario les ordenare... Que cualquiera de los dichos moriscos que, publicado este bando, y cumplidos los tres días, fuese hallado fuera de su propio lugar, pueda cualquier persona, sin incurrir en pena alguna, prenderle y desvalijarle... y si se defendiere lo pueda matar... Ahora se ha cumplido el cuarto centenario de aquel hecho.
Los moriscos expulsados, se dice, fueron algo más de 300.000. Eso, en un total de ocho millones de habitantes, suponía la expulsión del 4% de la población. El número no es en absoluto despreciable y las consecuencias no pudieron menos que ser desastrosas para la economía del país. No olvidemos que en una sociedad con tantos nobles y tantos celosos de su hidalguía, los moriscos constituían la mayor parte, en algunas regiones, del pueblo llano que mantenía la agricultura y el comercio. Y lo que no puede obviarse de ninguna de las maneras es que todos ellos eran españoles no ya de segunda generación, sino en muchos casos de tercera y cuarta. Los especialistas hablan de qué razones pesaron más en la expulsión, si las económicas o la raciales; Zalabardo me pide que no entre en tales cuestiones, que hacen olvidar lo principal, que fueron españoles expulsados por españoles a causa de motivos más raciales y religiosos que de otro tipo. En 1749 les tocaría el turno a los gitanos.
Los moriscos expulsados vivían principalmente en las zonas de Aragón y Valencia, pero no escaseaban en Murcia ni en Andalucía. La tesis de Zalabardo es que la realidad impediría a los gobernantes y a cuantos los animaban evitar el mestizaje, porque el mestizaje era ya un hecho: España, como todos los pueblos del mundo, fue fruto no de uno sino de muchos mestizajes, escribió Sánchez-Albornoz. Puede que en las ciudades lo notemos menos, pero los pueblos dan continuamente fe de lo que decimos. La toponimia, el urbanismo, las actividades agrícolas nos lo muestran a cada momento.
Me habla Zalabardo de la Axarquía ('el territorio que está al este'), de sus pueblos (Macharaviaya, 'la alquería de Abu Haya', Iznate, 'el castillo', Nerja, 'manantial abundante', etc.) y de su ruta mudéjar (Arenas, Archez, Salares, Daimalos, Sedella...) como ejemplo típico y prueba fehaciente de ese mestizaje. Cualquiera de estos lugares axarqueños presenta las paredes de sus calles llenas de azulejos que recuerdan un pasado morisco.
Y, por último, si atendemos a la lengua, es preciso recordar que los arabismos constituyen el segundo grupo en importancia, después del latín, de nuestro léxico. Son instituciones: alcalde, alguacil, albacea; el comercio: arancel, tarifa, aduana, almazara; el urbanismo: arrabal, alquería, aldea, alcoba, zaguán, albañil, tabique, azulejo, alcantarilla; vida doméstica: tarea, alfarero, taza, jarra, alfiler, albornoz, babucha, almíbar; labores agrícolas, regadíos y frutos: acequia, aljibe, noria, alcachofa, algarroba, alfalfa, azafrán, azúcar, aceite, azahar, adelfa, acebuche, jara... Y así se podría seguir bastante tiempo. Y, pese a todo ello, y después de haber sido nosotros mismos emigrantes no hace tanto, les seguimos negando el pan y la sal a los que ahora llegan buscando una vida mejor.

lunes, mayo 18, 2009


BENEDETTI
Ayer, en su casa de Montevideo (Uruguay) y a los 88 años de edad, falleció Mario Benedetti. Hoy podemos leer biografías, reseñas y elogios fúnebres relativos a su persona en todos los periódicos y en diferentes páginas de Internet. Por eso no vale la pena que Zalabardo o yo digamos nada sobre quien Juan Cruz ha llamado "poeta del compromiso, de la amistad y del amor". Me limito, pues, a copiar este poema suyo, Pasatiempo, del libro Viento del exilio y a pediros que lo leáis:
Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía
luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era océano
la muerte solamente
una palabra
ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros
ahora veteranos
ya dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra
Descanse en paz.

jueves, mayo 14, 2009

FERENC PLATKO

Pocas veces he visto discutir a Zalabardo. Su natural sosegado, yo me altero con mucho menos motivo, es capaz de aparentar que la razón la tiene su opositor con tal de no meterse en litigios en los que no se dilucida nada que sea crucial. Anoche, sin embargo, sería la resaca de lo que acabábamos de ver, fue uno de esos momentos en que uno no se puede resistir y llevó la contienda hasta el final. Claro, que tampoco llegó la sangre al río. Todo ocurrió tras la final de Copa entre el Athletic y el Barça.
Entre el auditorio de espectadores que estábamos sentados ante la televisión, una vez finalizado el encuentro y ya en la tertulia pertinente al caso, se hablaba de la maravilla del juego desplegado por el Barça en la segunda parte. Un nostálgico de tiempos pretéritos, de esos que aún quedan por ahí, y merengón por más señas, tuvo la ocurrencia de decir: "Lo que yo no sé es dónde están ahora todos aquellos que presumían de intelectuales", y pronunció la palabra intelectuales con retintín, "que afirmaban que el fútbol es el opio del pueblo". Comentario sin importancia que, no obstante, hizo saltar a Zalabardo como impulsado por un muelle: "Lo que aquellos intelectuales querían decir no era que el fútbol, en sí fuese el opio del pueblo, sino el uso interesado que del fútbol se hacía en aquella ominosa época", y fue entonces Zalabardo quien puso retintín al pronunciar la palabra ominosa, "puesto que se utilizaba como telón para ocultar otros problemas más serios".
Y que si patatín, que si patatán; nada del otro mundo, vamos. Pero como a Zalabardo le duraba el subidón de haber visto vencer al Barça con tanta autoridad, dio rienda suelta a un discurso justificativo de cómo los intelectuales y artistas de principio del siglo XX fueron ya defensores de todos los deportes y admiradores, en especial, del balompié, que así se le llamó en un tiempo. No paraba de dar ejemplos, hasta llegar al clímax en el momento en que citó y recitó, como argumento máximo de su tesis, la famosa Oda a Platko, de Rafael Alberti; sí, aquella que empezaba: Ni el mar, /que frente a ti saltaba sin poder defenderte. / Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía. / Ni el mar, ni el viento, Platko, / rubio Platko de sangre, / guardameta en el polvo, / pararrayos. / No. Nadie, nadie, nadie. / Camisetas azules y blancas sobre el aire. / Camisetas reales, /contrarias, contra ti, volando y arrastrándote. Su declamación fue cerrada con general aplauso y allí se acabó toda disputa.
Ferenc Platko, húngaro nacido en 1898, fue el portero que defendió la portería del Barça en la final de Copa de 1928, jugada en El Sardinero, de Santander, contra la Real Sociedad, y que precisó de tres partidos, porque entonces no existía aquello de deshacer el empate mediante tandas de penalties. Platko fue el héroe en el primero de los partidos, pues al arrojarse a los pies de un contrario para evitar un gol recibió una patada en la cabeza que lo dejó conmocionado y con una brecha que precisó de seis puntos de sutura. Una vez repuesto y remendado, continuó jugando.
El fútbol siempre ha sido épica y lírica, aunque según los tiempos ha prevalecido una cosa u otra. Anoche, la épica la puso el Athletic; al menos, mientras tuvo fuerza y antes de que se desatara el aluvión de juego azulgrana, que es ejemplo de la lírica. Por estos días, parece que la lírica solo la pone el Barça, al que podríamos llamar de los tres tenores (Messi, Xavi e Iniesta, si bien este último estuvo ausente por lesión). También, a veces, el fútbol tiene algo de retórica: las metonimias, las metáforas, las hipérboles y los hipérbatos llenan su lenguaje. Un lenguaje donde a las camisetas se las llama elásticas o al balón se le cita como cuero o esférico; lenguaje épico porque se habla de ataque, de defensa y de poner cerco; lenguaje lírico porque a las botas se las llama borceguíes; a los partidos, encuentros; a las porterías, arcos o metas y, consecuentemente, a los porteros, arqueros o guardametas, cuando no cancerberos; también se prefiere llamar manoplas a los guantes del portero, aunque la manopla sea un guante sin separación entre los dedos o con solo una para el pulgar. Por fin, al árbitro se le llama trencilla; ¿sabéis por qué? Pues porque en su indumentaria antigua, la chaqueta del uniforme tenía los bordes ribeteados con una trencilla de color blanco.
En fin, que anoche disfrutamos. Unos más que otros, por supuesto. ¿Hace falta decir qué equipo se lleva las simpatías de Zalabardo y las mías? Los dos somos culés, desde casi el principio de los tiempos; al menos, de los tiempos nuestros. Los dos amamos el fútbol, aunque ya la edad, se dijo aquí otra vez, no nos permite practicar más que el fútbol sala; es decir, bien sentaditos en la butaca delante del televisor. Ahora, a esperar la otra final, la de la Champions. Eso es harina de otro costal, pero por soñar que no quede. Ya veremos qué pasa.

martes, mayo 12, 2009

¿EL HUEVO O LA GALLINA?
Hubo un tiempo en que las ciudades ofrecían un ritmo menos trepidante y angustioso que el que en nuestros días soportamos. Se podía andar por las calles sin especiales preocupaciones salvo la de evitar que te atropellara un tranvía, lo que también pasaba de vez en cuando. Luego, las ciudades aceleraron su ritmo de crecimiento, las personas empezamos a tener prisas para todo e hicieron su aparición los autobuses para suplir a los tranvías, acusados de ser un medio lento y poco o nada moderno.
Sin embargo, hubo ciudades que se negaron a desterrarlos y los mantuvieron a toda costa. E incluso hoy son muchas las ciudades que han decidido recuperarlos. Por citar un único ejemplo, el tranvía, aun con su diseño ultramoderno y pese a que sea de quita y pon, ha dado un cierto aire romántico al peatonalizado centro de Sevilla.
Yo aún conservo un entrañable recuerdo de aquellos últimos tranvías de Granada, que conocí cuando llegué a su Universidad, allá por 1965 (¡cuarenta y cuatro años ya!). El llamado tranvía de la sierra discurría por unos parajes realmente bellos. Y es Zalabardo quien me recuerda los rótulos que en su interior se podían leer. Junto al prescriptivo Prohibido hablar con el conductor, que nadie obedecía, había otros, como el que indicaba: Asientos reservados para caballeros mutilados de guerra, que insistía en mantenernos cercana, aunque quedase ya lejana en el tiempo, la época del conflicto civil; o el que, muestra del radical nacionalcatolicismo que imperaba en el país, rezaba: Prohibido usar palabras malsonantes y blasfemar.
Pero el apunte de hoy no pretende detenerse en los tranvías, ni en su desaparición ni en su recuperación, sino en el contenido del último de los rótulos recordados. No quiero entrar aquí en el terreno de la blasfemia ('palabra injuriosa contra Dios, la Virgen o los santos', según el Diccionario de la RAE), sino en el de lo que comúnmente se denomina taco (o, según otros ámbitos y países, palabrota, picardía, grosería, garabato, improperio, mala palabra o palabra sucia) y, más que en su sentido o contenido, en la moderna extensión de su uso.
Tengo que confesar que ni Zalabardo ni yo somos habituales en la utilización de palabrotas; o por decirlo con más claridad, es difícil que yo las emplee y no he escuchado nunca a Zalabardo servirse de ellas. Pero lo que importa ahora es que vivimos en una época que podemos llamar de liberación y difusión extrema de los tacos. A los españoles se nos acusa, creo que con razón, de no ser capaces de articular tres palabras seguidas sin que una de ellas lo sea, y no es excusa alegar que muchos extranjeros que vienen a nuestro país lo primero que deciden aprender es el amplio catálogo de nuestro tacos.
Vaya por delante que ni a Zalabardo ni a mí se nos podrá tachar de mojigatos ni tenemos ninguna clase de escrúpulo moral frente a este tipo de expresión. Sucede simplemente, al menos en mi caso, que, pese a la fuerza expresiva que se dice que tienen, considero que el taco resta precisión y galanura a nuestra habla al tiempo que le añade una sobretasa de grosería, le quita elegancia. Porque ahí está el quid de la cuestión, según mi parecer: en que la utilización indiscriminada de los tacos es síntoma de pobreza léxica y los utilizamos cuando no sabemos qué otra cosa decir. En casi todos los apuntes de esta agenda procuro dar ejemplos aunque, paradójicamente, hoy lo que pretendo es evitarlos. Pero alguno ha de haber para que quede bien sentado lo que digo: observemos que si de un amigo no atinamos a decir que sea leal, solidario, jovial, amable, divertido, inteligente, noble, fiel, simpático, elegante o alegre, cortamos por la tangente y decimos que es cojonudo, lo cual, por otro lado no aclara demasiado sobre lo que deseamos decir salvo dejar sentado nuestro afecto hacia su persona. Del mismo modo, si de una comida no acertamos a calificarla de excelente, exquisita, sabrosa o deliciosa, salimos del paso afirmando que ha estado de puta madre.
Lo que a mí me preocupa es que, si bien es verdad que en una situación concreta nada refuerza tanto como un taco lo que queremos decir, o la actitud que deseamos manifestar con lo que decimos (a ver, si no, el valor del ya famoso ¡Se sienten, coño! del esperpéntico y atrabilario Tejero), la indiscriminación de su empleo no demuestra más que, como digo, pobreza y vulgaridad.
De un tiempo a esta parte, el taco ha sentado sus reales en la radio y en la televisión. No hay película, serie, debate, retransmisión en las que no tenga papel más o menos estelar este lenguaje plagado de palabras malsonantes, que siempre se han usado, pero sobre las que parecía existir un tácito acuerdo acerca de cuándo y dónde se podían o no se podían usar. Ahora no importa el tema que se debata, que los diálogos de las series sean malos de solemnidad, o que el evento deportivo no depare mucho de sí; lo importante (?) es que no falte un buen trufado de tacos de principio a fin. Y esto provoca, lo que me crea mayor preocupación, que los niños hablen cada vez peor, porque imitan a los mayores y porque creen que lo que se oye en la tele y en las películas es lo que mola.
Y si alguien critica estos excesos verbales, nunca faltará, como leía hace unos días, quien los justifique alegando que todo ello no es sino un reflejo de la realidad de la calle. Ya estamos de nuevo en el eterno dilema del huevo o de la gallina, porque también podría alguien replicar que es al revés, que la calle imita lo que le ofrecen en la televisión.
Sin embargo, todavía hay quien siente algún rubor cuando descubre no haberse expresado de un modo debido. Un futbolista del Chelsea, Drogba, pidió perdón tras haber gritado ante las cámaras, en el sofoco consecuente de haber sido objeto de un mal arbitraje: ¡Esto es una jodida vergüenza! Dijo sentirse dolido porque su comportamiento y palabras fueron un mal ejemplo para muchos niños que siguen el fútbol. Esta reacción sí es un buen modelo que seguir.

viernes, mayo 08, 2009


¿AHORA YA TOCA?
Las filias y las fobias no se rigen por ninguna normativa o regla preestablecidas, o al menos eso es lo que me parece a mí. Obedecen a unos sentimientos de atracción o repulsión que portamos siempre muy adentro de nosotros, de manera larvada, pero dispuestos a aflorar en cualquier momento. En nosotros los españoles parece que esto es así de modo más patente y son muchos los que han hablado de nuestra permanente tendencia al cainismo y de un acendrado maniqueísmo.
Me interrumpe un momento Zalabardo y me pregunta, mirándome a los ojos, de qué pienso hablar hoy en esta su agenda que hago tan, para él, trágico exordio. Le contesto que quiero hablar de nuestra tendencia a encumbrar a algunos compatriotas, muchas veces sin analizar demasiado cuáles sean sus méritos, comparable, la tendencia, tan solo a aquella otra de derribar de la peana a quienes antes hemos elevado a ella, igualmente sin analizar cuáles pudieran ser los deméritos que han provocado el derrocamiento. Parece, le digo, como si esto fuera por tocas: ahora hay que ensalzar; ahora es tiempo de denigrar.
Me pregunta entonces Zalabardo si pienso en alguien concreto o es que hablo por hablar. Y la verdad es que estoy pensando en una persona bien concreta; Camilo José Cela. ¿No habéis notado que de un tiempo a esta parte parece como si ahora correspondiera hacer la crónica negra del gallego tal como en tiempos no muy lejanos tocó hacer la alabanza? Quien en un momento fue merecedor de toda clase de panegíricos (ganó el Nobel y ganó el Cervantes) parece que debe afrontar por estos tiempos la hora de las vacas flacas. Y ni tanto ni tan calvo, ¿no crees?, le pregunto a Zalabardo, que me hace gestos de asentimiento.
Porque vamos a ver: si somos sinceros, Cela, desde siempre, junto a su persona, llevó el acompañamiento de las figuras, y bien que las cuidó, del escritor y del personaje. Y las tres vertientes de su ser, la de la persona, la del personaje y la del escritor están llenas de luces y de sombras (¿más sombras que luces o al revés?, lo ignoro); llenas de límpidas superficies y de agudas y peligrosas aristas. Y de él podremos decir lo que queramos, pero su obra está ahí. Aunque muchos, ahora, pretendan negarle el pan y la sal y alardeen de pregonar que nada de ella será recordada con el tiempo. Y yo digo: demos tiempo al tiempo.
Pudiera sugerir lo que llevo escrito que soy un incondicional de Cela y no es así; quienes me hayan oído hablar de él saben que siempre he mantenido lo que significó su crecimiento a la sombra del franquismo. Que mientras otros muchos hubieron de exiliarse, él aprovechó la situación para medrar en su propio beneficio. Que trabajó de censor a sueldo del Ministerio de Información, aunque más tarde pretendiera disimular su tarea. Que se dice -se dice- que se ofreció como delator. Todo eso son negros brochazos de su biografía. Como personaje, nadie pondrá en duda que fue maestro en el arte de escandalizar para obtener algún beneficio (¿quién no recuerda aquel episodio bufo-literario de la historia de El Cipote de Archidona?; ¿alguien ha olvidado la entrevista en televisión en la que se prestó a demostrar que era capaz de sorber toda el agua de una palangana por vía anal?). Su último escándalo fue el de la victoria en el Premio Planeta con una novela, La cruz de San Andrés, que fue acusada de plagio; el asunto aún está en los juzgados. La historia se resume así: a Cela -se dice- no solo le encargaron una novela a la que se otorgaría el premio, sino que le dieron otra presentada al mismo certamen para que la "reescribiera". A mí no me extraña nada que todo ello sea verdad. Cela era capaz de eso y de más. También, antes, La catira había sido otro encargo del que obtuvo buen lucro.
Pero, dicho todo lo anterior, a Camilo José Cela no se le puede quitar lo que de bueno hubiese en su obra, que lo hay, y no poco. Por ejemplo, no se puede olvidar lo que significó la aparición, en 1942, de su novela La familia de Pascual Duarte, todo un prodigio de modelo narrativo y de claridad de estilo. En el terreno yermo de la literatura española, en España, de los primeros años de posguerra, Pascual Duarte constituyó una auténtica revelación. Y junto a Cela, no se puede olvidar la figura de Carmen Laforet, que publicó Nada poco después, en 1945. Si el gallego fijó su atención en un mundo popular y campesino en el que se daban los instintos más primarios y las más salvajes pasiones, la catalana dibujó la sordidez y miseria moral de la burguesía española del momento. Ambos autores retrataron una sociedad que los vencedores pretendían disimular y fueron el faro que alumbró el camino a los escritores de aquellos años.
Y más tarde, en torno a 1950, el novelista Camilo José Cela, con La colmena, formó trío con el poeta Blas de Otero, autor de Ángel fieramente humano, y el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, que estrenaría Historia de una escalera; entre los tres hicieron posible, cada uno en su género, la aparición de aquella generación, llamada del medio siglo, que tanto hizo en el terreno de la corriente realista, ya fuese en su vertiente objetivista o en su vertiente crítica.
Tampoco se pueden olvidar algunas otras de sus obras, como la claustrofóbica Oficio de tinieblas 5, o aquella que cuenta la historia de una venganza tras la guerra civil, Mazurca para dos muertos, o Madera de boj. ¿Y qué decir de sus incursiones en un género tan escasamente atendido en nuestra literatura como es el libro de viajes (véanse Viaje a la Alcarria y los que le siguieron)?
Y, para terminar, a todo ello habrá que unir la creación de la revista Papeles de Son Armadans, que sirvió, entre otras cosas, para que pudiesen publicar en España muchos exiliados que tenían vetadas cualesquiera otras vías para hacerlo. En estos días se ha publicado un epistolario de Cela que da fe de aquellos contactos.
Así que, si ahora toca, digamos todo lo malo que haya que decir de este escritor, no renunciemos a utilizar los más duros adjetivos que encontremos; pero no olvidemos que, entre tanta ropa sucia, de vez en cuando aparece alguna prenda limpia y no contaminada. Demos a cada uno lo suyo.

lunes, mayo 04, 2009


INTRANSIGENCIA
Jacques Tati, actor francés de ascendencia rusa nacido en 1907 y fallecido en 1982, está considerado en su patria como el rey indiscutible de la comedia. Sus películas más conocidas son Día de fiesta, Las vacaciones de M. Hulot, Mi tío, Playtime y Trafic. Tanto Zalabardo como yo coincidimos en valorar muy por encima de las demás a la segunda y tercera de las citadas, aunque ya hemos dejado constancia en esta agenda que nuestra cultura cinematográfica no pasa de ser la de dos aficionados a ver buenas películas, sin más.
Ambas películas son, a su vez, la presentación en sociedad del personaje que lo ha hecho mundialmente famoso, monsieur Hulot, fácilmente reconocible por su gabardina, su paraguas y su pipa. Monsieur Hulot es un hombre corriente, una persona común, con no más ignorancia y curiosidad que otro hombre cualquiera que vive en un mundo caracterizado por todos los avances tecnológicos del siglo XX y en el que no termina de sentirse a gusto. Las vacaciones de M. Hulot (1953) pretende ser una crítica de las costumbres pequeñoburguesas en una ciudad costera durante las vacaciones. Su estancia entre sus vecinos es fuente de un completo caos y de la provocación de un absoluto desorden que no es más que su modo de satirizar unos modos de ser. Mi tío (1958) fue su película más premiada y aclamada y en ella manifiesta su defensa del individuo frente a la modernidad y la tecnificación. Hablando de ella, dijo: Prefiero vivir en un barrio antiguo y humano antes que en medio de una red de autopistas y del barullo de la vida moderna.
¿A qué viene ahora esta glosa de la vida y obra de Tati?, me pregunta Zalabardo. Le digo que a algo muy simple como es el hecho de que este mundo tecnificado que él repudiaba y que ahora, para más inri, se ha vuelto cultivador de lo políticamente correcto hasta caer, digo yo, en la intransigencia, acaba de darle, en su propia patria, un último bofetón. Como Zalabardo me pone cara de extrañeza, le explico la situación. En Francia se está llevando a cabo un homenaje a tan genial cómico. Pues bien, a alguien se le ha ocurrido la infausta idea de censurar los carteles que lo anuncian en el metro y en los autobuses despojándolo de su inseparable pipa y colocando en su lugar un molinillo. Razón aludida: la prohibición de publicitar el tabaco en estos medios. No piensan que tal cosa es como si ahora representásemos a Charlot desprovisto de su flexible bastón o de su bombín. Por supuesto, los sindicatos de directores y críticos de cine del país galo han protestado por tal desaguisado, pero no sé si les harán caso.
Lo que esto me lleva a pensar, le digo por fin a Zalabardo, es que talibanes e intransigentes los hay por todas partes. Por ejemplo: no hace mucho, no sé qué asociación presentó una queja contra una de nuestras televisiones porque en una de sus series aparecía un personaje que tartamudeaba, lo que dicha asociación consideraba un trato vejatorio hacia las personas que padeciesen esa dificultad de habla.
Esta actitud de intransigencia parece extenderse como mancha de aceite, poco a poco aunque sin que nadie sea capar de pararla, por todas las facetas de nuestra vida. Naturalmente, el lenguaje no queda excluido de lo que decimos. No importa cuál sea la razón lingüística de un determinado uso; lo que cuenta es proscribir aquello que no nos gusta porque lo consideramos ofensivo. Sin reflexionar, en la mayoría de los casos, que tal ofensa no existe más que en la mente de quien propugna la prohibición.
Zalabardo parece que me va viendo la intención y me sugiere que deje aquí el asunto, sin entrar en más detalles; pero resulta que tales detalles son considerados por mí importantes. Veamos: hay en la lengua un proceso que se llama lexicalización y que consiste en el hecho de que un giro de palabras pasa a tener un sentido unitario y diferente del que tienen por separado las palabras que lo forman. Sirva de ejemplo el dulce llamado pedo de monja (que en otros lugares dicen teticas de monja) o el guiso que conocemos como olla podrida. Por otra parte, otros giros son simplemente descriptivos, sin encerrar la menor valoración de aquello a lo que se alude. Veamos, si no, la expresión estar más liado que la pata de un romano. Sin embargo, hay giros de uno y otro tipo que la corrección política nos pide desterrar. Creo que es suficiente con algunos ejemplos: engañar a alguien como a un chino, ser una reunión una merienda de negros o no hacer algo porque hay moros en la costa.
Te lo avisé, me indica Zalabardo; ahora atente a las consecuencias. Lo quiero tranquilizar, pero no lo consigo. Y es que, a ver, ¿dónde está ese chino, ahora que hay tantos entre nosotros, al que se supone fácil de engañar?; ¿sabemos qué se quiere decir cuando hablamos de merienda de negros? Pues sería igual que si unos suecos dijeran ahora de una reunión donde la gente habla en voz muy fuerte que parece una merienda de españoles, que en eso no les vamos a la zaga a los negros (¿o debo decir subsaharianos?). Y si alguien desea saber el origen de la expresión haber moros en la costa no tiene más que mirarlo en los muchos libros que la explican. Y ninguna de estas expresiones debe considerarse ofensiva ni vejatoria.
Le digo a Zalabardo, procurando tranquilizarlo, que no hay ofensa donde no hay intención, pienso yo, y que por este camino habría incluso que suprimir los chistes; por lo menos los que versan sobre homosexuales, o sobre curas, o sobre catalanes, o sobre leperos, o sobre maestros de escuela, o sobre putas (¿se puede decir putas?) o sobre guardias civiles, o sobre gitanos, o sobre... O habría que censurar a Eto'o por decir aquello de que quería trabajar como un negro para vivir como un blanco, o a Alfonso Guerra por cuando dijo aquello de que los socialistas iban a cambiar España de forma que no la reconocería ni la madre que la parió. ¿No parece ya mucha censura? ¿Cómo habré de pedir en una confitería un brazo de gitano sin que se me enfade nadie? Y, sin embargo, lo cierto es vamos cayendo, todos, en la postura de los intransigentes y terminamos por evitar aquello que alguien quiere que no se diga. Eso es lo malo.