martes, mayo 26, 2009

ARROYO CLARÓ, FUENTE SERENÁ

Confieso que aunque hace días que tenía en la cabeza tratar este tema, la verdad es que no sabía cómo meterle mano para que no resultara demasiado sobado ya. Y al ver la viñeta de El Roto se me abrieron los ojos. Sería Zalabardo quien me llamara la atención sobre ella y quien me orientó sobre el tono que dar al comentario. Lo que me bullía sin cesar en la cabeza sin acabar de tomar cuerpo es la serie de informaciones que no cesan de aparecer sobre la aportación de ordenadores a los estudiantes como instrumento con el que combatir el fracaso escolar. Ya sé que nadie lo dice de esa manera, pero, en el fondo, son muchos los que confían en que sea así.
Porque, vamos a ver, de lo primero que nos tenemos que convencer es de que el ordenador puede ser un instrumento muy útil, de hecho lo es, aunque no pasa de eso, de ser un mero instrumento, no la panacea que venga a poner remedio en los problemas de la enseñanza. Digo esto porque en la época final de mi vida como profesor prestaba servicio en un centro tic, es decir (por si alguien no lo sabe), con aulas dotadas de ordenadores con los que los alumnos podían trabajar. Pero para que un aula tic (siglas que significan tecnologías para la información y la comunicación) funcione se necesitan, básicamente, dos condiciones: la primera, que a los profesores se los prepare adecuadamente sobre cómo obtener el máximo provecho de dicha herramienta en clase. Y digo que se los prepare, no que simplemente se les den unas mínimas lecciones acerca del enconamiento de determinados programas que, por lo común, son programas de gestión, que resultan ser los menos aprovechables para en correcto discurrir de las clases. Y la segunda condición es que a los alumnos se los convenza de que con el ordenador es posible hacer más cosas que chatear o acceder a las innumerables redes sociales que por ahí hay; y que valerse del ordenador supone algo más que cortar y pegar. Porque, como denunciaba hace poco un titular de prensa, "el ordenador no educa". Se podría aún citar una tercera condición, que haya un ordenar por alumno.
En estas estaba yo cuando la viñeta de El Roto derivó mis cavilaciones hacia otro lado; quiero decir, ¿no estaremos alejando demasiado a los niños de la ventana que supone el aire fresco, la libertad de imaginación y de creación, el encuentro con los otros niños; en fin, el juego solidario que los ata, positivamente, a los demás, frente a ese otro juego, este solitario y egoísta, que el ordenador propicia, igual que la play, igual que tantas otras herramientas similares que hoy ponemos en las manos de nuestros hijos?
¿Habéis reparado en que cada vez se juega menos, que cada día los niños pueden salir menos a las calles, que las ciudades no se construyen con esa previsión y, por tanto, nuestros niños han de permanecer cada vez más recluidos en las casas, si no encerrados en los centros escolares, obligados a realizar unas actividades extraescolares que, la mayor parte de las veces, ni les interesan.
La viñeta de El Roto nos ha llevado a Zalabardo y a mí a pensar en otras épocas, en otras circunstancias de vida. Por lo pronto, había cantidad de esos que llamo juegos solidarios que reforzaban los lazos entre cada uno de nosotros y nuestros semejantes. Porque en los juegos había solidaridad sin que faltara la competencia. Empezábamos por echar suertes para ver quiénes formaban cada bando y las fórmulas eran muy variadas. Una muy común era aquella de En un café / se rifa un gato; / le ha tocado / al número cuatro. / El uno, el dos, / el tres y el cuatro. Y aunque hoy nos pueda parecer poco correcto políticamente, había juegos de niños y juegos de niñas, sin que ello impidiese que los sexos nos mezcláramos en unos u otros. Las niñas jugaban básicamente a la comba y a la rueda, juegos que se acompañaban de canciones que se han ido perdiendo con el tiempo. Para la comba, era muy usual, en mi pueblo, aquel de Al pasar la barca / me dijo el barquero..., o aquel otro de El cocherito, leré, / me dijo anoche, leré... Pero yo recuerdo una canción especialmente bella que acompañaba los saltos de la cuerda: Una tarde florida de mayo / cogí mi caballo y me fui a pasear; / por la senda donde mi morena, / gentil y risueña solía pasar...
La rueda tenía sus propias canciones: Al corro de la patata, Estaba la pájara pinta, Quisiera ser tan alta como la luna o aquella otra hermosísima con su dislocación acentual: Arroyo claró, / fuente serená, / quién te lava el pañuelo, / saber quisierá. / Me lo ha lavadó / una serraná... Los niños éramos diferentes, más brutos, decían nuestras madres, y jugábamos más a carreras y saltos: a pídola, que en nuestro pueblo llamábamos piola, o al salto del moro; como jugábamos, según las épocas del año, a las bolas o al trompo. Mixtos eran otros juegos: la gallina ciega, el anillo, las cuatro esquinas, el pañuelo, el escondite inglés y tantos más.
¿De qué calle disponen hoy los niños para tales juegos? ¿Qué ordenador favorece las relaciones sociales que permitía el juego del anillo o el de las prendas? ¿Es más educativo tuenti que la gallina ciega? Tanto Zalabardo como yo añoramos aquellos juegos. Y no porque creamos que cualquier tiempo pasado fuera mejor, que no lo fue. Pero creemos que una conversación directa, mirándose a los ojos y con roce de los cuerpos, mantenida mientras se juega al trompo o mientras se intercambian cromos es más viva y fuerte que la que se mantenga a través de Messenger.

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