domingo, mayo 30, 2021

TENER PELOS EN EL CORAZÓN Y NO TENER PELOS EN LA LENGUA

 

   


         No es la primera vez que me ocupo de explicar el origen de modismos en que la palabra principal es pelo. Hace ya unos diez años (la Agenda se va haciendo mayorcita) comentábamos Zalabardo y yo de dónde proviene lo de coger la ocasión por los pelos y salvarse por los pelos, entre otros. Todas estas expresiones, decíamos entonces, suelen tener una explicación precisa que, en la mayoría de los casos, es desconocida para quien las emplea. Igual sucede con las dos que comentaremos hoy: Tener pelos en el corazón y No tener pelos en la lengua. El hablante curioso que decida reflexionar sobre ellas se preguntará antes de nada hasta qué punto es posible que el corazón y la lengua tengan o no pelos. Veremos que la respuesta es afirmativa y nos apoyaremos en el campo de la medicina para encontrarla.

            De Tener pelos en el corazón dice el DLE dos cosas: 1, ‘Tener gran valor y ánimo’; 2, ‘Ser inhumano y poco sensible a los males ajenos’. Como vemos, dos significados que se contradicen, pero también a esto hallaremos respuesta. En 1996, en la revista Patología, dos médicos canarios, A. Rey-López y E. Redondo Martínez, publicaron bajo el título Tener pelos en la lengua (cardiotriquia). Recuperación de dos antecedentes, un breve artículo sumamente esclarecedor; hablan en él de un tipo de tumor, teratoma, que presenta entre otras características la de estar cubierto de vellosidad. En el desarrollo de su explicación aluden a dos antecedentes clínicos pertenecientes a una época en la que se desconocía qué fuese en realidad la cardiotriquia: el del rey de Mesenia Aristómenes, que vivió en el siglo VII a. C. y el del marino del siglo XVI Antonio Oquendo.

            Del primero nos habla Plinio en su Historia Natural. Describiendo la morfología y funciones del corazón de los animales, dice que los brutos lo tienen empedernido y duro, pequeño los animosos y grande los cobardes y pusilánimes. Luego cuenta que los egipcios, en sus prácticas de embalsamamiento, comprobaron que va aumentando de tamaño hasta los cincuenta años para, a partir de esa edad, comenzar a decrecer, por lo que es difícil encontrar personas que vivan más de cien años. Y añade: “Se dice que a veces se engendran hombres con el corazón velloso, y que ninguno hay de más fuerte industria”, es decir, de mayor destreza, habilidad, ingenio y sutileza, por lo que se los considera valientes e intrépidos. Es entonces cuando nos cuenta la historia de Aristómenes Mesenio, que destacó en la guerra contra los lacedemonios causando la muerte de gran cantidad de enemigos y se valió de su ingenio y valentía para escapar cada vez que caía prisionero. Tanto que, a su muerte, quisieron ver su corazón y lo hallaron todo cubierto de pelo.

            Sobre el almirante Antonio Oquendo, el jesuita Gabriel Henao nos cuenta su cristiana muerte en La Coruña. Narra que, estando agonizante, oyó cómo se disparaban salvas de artillería y pensó que la ciudad estaba siendo atacada. Hizo grandes esfuerzos por incorporarse y acudir al combate. A su muerte y cuando iban a embalsamarlo, cuenta el padre Henao, “vieron que de su corazón brotaba pelo crecido, señal que se tiene por significativa de gran valor.” Creo, le digo a Zalabardo, que no hace falta mucha imaginación para adivinar que el jesuita era conocedor de la obra de Plinio y de lo que cuenta sobre Aristómenes Menesio.

            José María Iribarren acepta también los dos significados que recoge el diccionario, pero se inclina más por el de ‘ser cruel y despiadado’. Cierto que cita a Plinio, pero debemos creer que, como muchos otros, solo se quedó con lo de dar muerte a muchos enemigos, obviando el papel que su valentía tuvo en sus victorias y sus fugas. Por su parte, la profesora venezolana Lourdes C. Sifontes, en un trabajo sobre la construcción de los personajes de Harry Potter, escribe sobre Los cuentos de Beedle el Bardo, de J. K. Rowling y dedica espacio a un cuento popular, El corazón peludo del mago. Escribe en un momento: “Rowling quizás apela a cierta creencia pasada en que las vellosidades en el corazón eran signo de audacia, valentía o incluso tendencias criminales.” O sea, que la interpretación contradictoria de lo que significa el corazón peludo viene de lejos.

 


           El otro modismo al que me refería al principio, No tener pelos en la lengua, también puede ser explicado recurriendo a argumentos médicos y fisiológicos. No tener pelos en la lengua es ‘decir sin reparo lo que se piensa y siente, con toda libertad y de forma directa.’ En este caso, su significado no ofrece dudas. Ya pudiera haberlas en el origen que se le atribuye. Leo en un lugar un argumento que se repite: “Para comprender la frase sólo basta imaginar aquella situación en la que uno tiene un pelo en la lengua: se dificulta la pronunciación por la molestia que ocasiona un cuerpo extraño, por pequeño que éste sea.” Ese pelo que se cita, esa presencia extraña, la explica perfectamente la dermatología. Existe una rara enfermedad, llamada lengua vellosa, por la que las papilas aumentan su tamaño y se alargan hasta el punto de parecer pelos. Por eso, quien tiene la lengua sana y nada le molesta en ella puede hablar sin pelos.

sábado, mayo 22, 2021

LO UNO Y LO DIVERSO

 


            Bajo este título ha reunido el Instituto Cervantes una serie de consideraciones sobre la riqueza de nuestra lengua debidas a un nutrido grupo de escritores de ambas orillas del Atlántico. El fin de esta publicación, le comento a Zalabardo, es demostrar, como dice Carmen Pastor, que el español, a pesar de su gran extensión e internacionalización, es un idioma con un alto nivel de unidad e inteligibilidad mutua entre sus hablantes, una lengua que acoge la diversidad en su unidad. Luis García Montero, director del Cervantes, recuerda las palabras de Fernando Lázaro Carreter: Una lengua natural es el archivo adonde han ido a parar las experiencias, saberes, creencias de una comunidad. Pero este archivo no permanece inerte, sino que está en permanente actividad, parte de la cual es revisionista. Y yo, a mi vez, recuerdo un libro publicado hace cincuenta años, Nuestra lengua en ambos mundos, en el que su autor, el filólogo venezolano Ángel Rosenblat afirmaba: Frente a la diversidad inevitable del habla popular y familiar, el habla culta de Hispanoamérica presente una asombrosa unidad con la de España. Y considera mucho mayor esta unidad que la del inglés americano o el portugués brasileño respecto al de sus metrópolis. O sea, que ya enarbolaba la bandera que se mantiene en el libro actual, la de la unidad dentro de la diversidad.

 


           Zalabardo me avisa de que hace pocas semanas cree que escribí sobre este mismo tema. Puede que sea posible, le respondo, como también le digo que nunca es mal año por mucho trigo y que insistir en este asunto puede servir para que hagamos un ejercicio de humildad y asumamos sin reservas que si bien nuestra lengua es la del Cid y la de Cervantes, la de Unamuno y la de Juan Ramón, la de Pardo Bazán, de cuya muerte se cumplieron hace pocos días cien años, también es la de sor Juana Inés de la Cruz, de Rubén Darío, de Gabriela Mistral, de Alfonsina Storni, de Borges, de Vargas Llosa y García Márquez

 


           Quizá este sea el punto de reflexión más importante de este libro, la necesidad de entender, sobre todo por parte de los hispanohablantes de España, que si nuestra lengua es lo que es no se debe solo a los españoles, que somos minoría, sino a ese inmenso conglomerado de casi quinientos millones de seres que la hablamos en todo el mundo. Y que, pese a todo y aunque a algunos sorprenda, es una lengua que mantiene una unidad ejemplar. Álex Grijelmo cita el dato de que Juan Miguel Lope Blanch, analizando una muestra de 133.000 palabras utilizadas en el área de Madrid, llegó a la conclusión de que el 99% podrían considerarse propias del vocabulario mexicano; en un estudio comparativo similar, Raúl Ávila comprobó que, de 430.000 palabras empleadas en la radio y televisión mexicana, el 98% se correspondían con las del español general.

            Esa variedad queda manifiesta en cada uno de los capítulos del libro. El chileno Pablo Simonetti nos habla, por ejemplo, de la tendencia de su país a lo que él llama superlatividad y pone como muestra de este hablar exagerado que para elogiar algo se utilicen frases del tipo Salvaje lo tremendo que debe ser. Laura Restrepo, colombiana, cuenta cómo su padre, allá por los años cincuenta, seguía llamando chambergo al sombrero y flux al traje masculino de tres piezas. Le confieso a Zalabardo que no he visto casos de uso de esta palabra después de Valle-Inclán, aunque en América está bastante empleada en la lengua popular. Y para mostrarnos que Colombia es uno de los países que mejor conservan el español clásico, nos habla de una cocinera que había en su casa que en lugar de palangana o lavamanos decía aguamanil y en lugar de policía decía alguacil, porque ella, se defendía, solo hablaba castilla.


            Álex Grijelmo hace un breve estudio en el que trata de clasificar las palabras por su uso; así, nos aclara, no debe sorprendernos que, al hablar de palabras propias (las que se emplean en una zona muy concreta, argentinismos, mexicanismos, etc.) tengamos que citar los españolismos (algo que se nos olvida), es decir, aquellas palabras que solo se emplean en España. Por ejemplo, pertenecen a este grupo mascarilla, patata, mechero, o cotillear. Quizá el grupo más divertido sea el de las palabras cuyo significante conocemos, aunque el significado nos resulte extraño. Si en Venezuela, y algunos otros lugares, pedimos un tinto, no debe extrañarnos que nos sirvan un café solo en lugar de vino, como no debe escandalizarnos oír en Chile que alguien se ha sacado la polla, que es como allí llaman a la lotería. En Perú, lo cuenta Carlos Herrera, causa no es el origen de algo, sino un puré de patatas acompañado de ingredientes diversos; del mismo modo que lisura no es solo la igualdad de nivel de una superficie, sino gracia y donaire. Y, le aviso a Zalabardo, si viajamos por Hispanoamérica cuidemos de no abusar del verbo coger, que tiene allí un significado muy diferente al que conocemos nosotros.

sábado, mayo 15, 2021

DE ‘MENTAR A PATETA’ A ‘METER LA PATA’

 


            Manuel Machado acertó a decirlo con la brevedad y precisión justas. Hablaba de las coplas, pero su juicio es válido para todo lo que llamamos popular o tradicional. Una vez que el pueblo adopta algo y lo hace suyo, el interés por la autoría individual se desvanece hasta perderse. Le pongo a Zalabardo un ejemplo fácil de entender. Nadie discute que todos podemos equivocarnos no una, sino más veces. ¿Pero quién dijo aquello de que errar es humano? Hay quien sostiene que fue el cordobés Séneca, aunque resulte imposible encontrar la sentencia en ninguno de sus libros, lo que otros justifican defendiendo que, en realidad, fue su padre, conocido como Séneca el Viejo, quien lo dijo, aunque con palabras diferentes. Sea como sea, lo que entre nosotros se ha impuesto, lo que de verdad nos importa es que con ese latinajo, errare humanum est, sed perseverare diabolicum, o sea, que ‘es humano equivocarse, pero diabólico persistir’, nos mostramos dispuestos a justificar cualquier desliz, porque lo censurable es negarse tozudamente a reconocer el error. Que después, con palabras más o menos parecidas, hayan insistido en ello Cicerón, san Jerónimo, san Agustín…, ¿a quién le preocupa?

            Y si errare humanum est tiene una pinta culta que no puede con ella, ¿qué podríamos decir de meter la pata? Según el DEL, significa ‘hacer o decir algo equivocado’. Zalabardo, que suele estar a la que salta, me dice que si con esta frase queremos decir que una persona se ha equivocado o ha actuado de manera inadecuada, ¿por qué usamos pata y no pierna? La cuestión no es baladí y le digo que algo semejante, aunque por lo contrario, podríamos plantear de salir con el rabo entre las piernas. Pero su pregunta me pone a pensar y la primera ayuda que busqué fue la de Covarrubias y su Tesoro de la lengua española. Nada encontré al respecto, como tampoco en otras eminencias que han estudiado los modismos y los refranes. Tuve que llegar al gaditano José María Sbarbi (1834-1910) para hallar algo que me orientara: andar el diablo metiendo la pata, ‘salir algo torcido o no marchar bien’ y meterla hasta el corvejón, ‘decir una barbaridad o hacer algo equivocadamente, con lo que se asemeja a quien ha errado con los animales’.

            Con eso, dispongo de dos vías de explicación: la diabólica y la animal. Al diablo, bien lo sabemos, se lo suele representar con la parte inferior de su cuerpo como de macho cabrío, con patas en lugar de piernas. Encuentro, además, que en bastantes zonas de nuestro país al diablo se lo conoce como Patitas, Patetas o Pateta. El Diccionario de Autoridades, para referirse a ‘hacer o decir algo mal’ recoge los modismos No lo hiciera Pateta y No lo dijera Pateta. Con ello se asegura que cada vez que algo sale mal es por intervención diabólica; también el DLE recoge Llevarse algo Pateta o Hacer algo Pateta. Me sugiere Zalabardo que tal vez por eso, al emprender una tarea se nos aconseja olvidar del diablo, que ni siquiera lo mencionemos. Eso explicaría lo de No mentar a Pateta. Y leo en algún lugar que mentar a Pateta podría sonar raro a mucha gente y eso hizo que mentar se convirtiera en meter y Pateta en pata. De esa forma, se entiende que mentar a Pateta pasara un día a ser meter la pata.



            Pero le digo a mi amigo que no puedo demostrar tal cosa, por lo que no habría que desechar del todo la teoría del origen animal. Si el corvejón es una de las articulaciones de la pata del animal, resulta fácil pensar que un animal que pone su pata donde no debe, por ejemplo, un cepo, comete una grave equivocación que puede llevarlo incluso a la muerte. Es otra teoría que encuentro como origen de meter la pata.

            Y no me resisto a contar una tesis más sobre el origen de la expresión. Le aviso a Zalabardo que se trata de una versión, extraña, curiosa, que, vaya por delante, no he conseguido comprobar. Por eso desconfío de ella, pese a que se repite innumerables veces en internet. Y quienes me conocen saben lo que pienso de internet y de los contenidos que se ofrecen sin ser acompañados de su correspondiente contrastación.

 


           La versión a que me refiero nos retrotrae a un periodo muy antiguo, unos comentarios de Teofrasto de Hieracómpolis sobre el Antiguo Testamento que ya fueron rechazados en el Concilio de Trento y excluidos de lo que el dogma acepta. En el Génesis leemos cómo Dios se medio arrepintió de haber creado a los hombres y pensó destruirlos. Pero halló que Noé era justo y su decisión final fue salvarlo junto a su familia y una pareja de las diferentes clases de animales. La cantidad de animales que entrarían en el arca variaría según fuesen puros o impuros. Y aquí entra nuestro Teofrasto, cuento a Zalabardo. Este egipcio decía que Dios, para probar a Noé, le exigió que no diera cobijo en el arca a ninguna pata, por ser animal despreciable y poco de fiar. Noé, que debería ser bueno hasta la exageración, sintió compasión y no entendió por qué condenar a aquel animal; así que, a escondidas, cogió una pata y la ocultó dentro del arca. Dios, que lo ve todo, le habló de forma airada: “Noé, me has desobedecido; has metido la pata”. En castigo, un diluvio que debería haber durado una semana se prolongó durante cuarenta días.

            Los defensores de esta historia argumentan en su favor que hasta Erasmo de Rotterdam repetía con frecuencia en sus cartas: “No seáis como Noé y no metáis la pata”. Tampoco ese dato lo he podido comprobar. En cualquier caso, lo dejo avisado para que no se vea malicia en mi error, si acaso lo fuera.

sábado, mayo 08, 2021

CUANDO NOS ENSEÑABAN A RAZONAR

 


            El viernes, ese viernes que nació con la dolorosa noticia del incendio de la librería Proteo-Prometeo, observábamos Zalabardo y yo un amanecer velado por un leve manto de niebla y en ningún momento tal visión nos condujo a afirmar que Málaga es la ciudad de la niebla; y menos aún si, al poco rato, un sol —capitán redondo, como dijo Lorca— fue tomando el mando en un cielo de resplandeciente azul.

            Olvidamos en ocasiones que la vida es evolución y que toda evolución persigue un progreso; por eso no entiendo que muchos se mantengan anclados en no sé qué viejas ideas. Siempre he pensado que la función primordial de la educación debe ser ayudar a los alumnos a que sepan razonar por su cuenta, sin trabas, de modo que sean un día seres autosuficientes para formar sus propios juicios sobre todas las cosas. Que después se equivoquen o no, tampoco debe preocupar, pues todos nos equivocamos. Mas nunca faltará un camino para salir del error, salvo que nos aferremos a él o permitamos sin rechistar que otros nos llenen ese camino de obstáculos. Sin embargo, todavía abundan quienes piensan que el objetivo es llenar sus cabezas de datos.

            En este aprender a razonar tenía un papel fundamental esa disciplina, olvidada por muchos y detestada por otros, llamada Filosofía que, no se olvide, es solo una de las facetas de ese campo de las humanidades que hoy pretenden desterrar quienes, impúdicamente, piensan que basta y sobra con una formación exclusivamente tecnológica. ¡Cuánto daño estamos causando a las nuevas generaciones suprimiendo enseñanzas que sí son importantes y empeñándonos en imponer pines parentales y estupideces semejantes! Tal vez consideremos preferible que nuestros niños y adolescentes sean robots obedientes a las instrucciones instaladas de fábrica, pero horros de imaginación. ¿Qué necesidad hay de filosofía, arte, lenguas clásicas y esas bobadas? Bien lo resumió un ministro de mal recuerdo en tiempos pasados: Más fútbol y menos latín; ¿sería zoquete el tío?

 


           Le cuento a Zalabardo lo que me costaba moverme dentro de aquel laberíntico mundo de los silogismos. Pero aquello de Barbara, Celarent, Darii, Ferio…, las premisas, el término medio, las conclusiones, etc. me ayudó a entender el proceso del razonamiento, me enseñó a construir juicios que me permitieran argumentar hasta conseguir una conclusión. Aprendíamos, por ejemplo, que de una observación particular no es posible extraer una conclusión universal; por ejemplo, lo de la niebla de la mañana del viernes. O, por ejemplo, que, si leo que alguien ha apuñalado a otra persona, no debo condenar al cuchillo por su maldad.

            Nuestra conversación ha surgido cuando, leyendo la última novela de Javier Marías, nos hemos topado con una frase que retrata a toda nuestra sociedad actual: todas las palabras están sometidas a vigilancia. Y es verdad. Nos quedamos en la corteza que Berceo pedía dejar y no vemos el meollo al que el buen fraile nos animaba a llegar. Así, no se piensa en cómo presentar de manera interesante y clara un pensamiento, en acertar en su planteamiento, en reflexionar si eso ha sido o no dicho antes. Lo que que preocupa es cómo decirlo, qué palabras utilizar para que nadie se sienta ofendido o para que nadie nos acuse de ser tal o cual cosa. Porque, eso sí, siempre tendremos delante a alguien, individuo o colectivo, que juzgará inconveniente lo que transmitamos, no por su contenido, sino por las palabras usadas.

            La situación es tal que no puedo alabar las buenas cualidades de alguien sin que aparezca una voz susceptible preguntando si nadie más goza de ellas; no puedo opinar sobre mi rechazo de los modos de la señora Ayuso —que no me gustan—, sin que alguien, con gestos y palabras de quien se siente ofendido, me llame venezolano, como si los venezolanos no merecieran mayor respeto hacia su gentilicio; pero es que si opino sobre los modos del señor Sánchez —que tampoco me gustan—, de inmediato se me tachará de fascista. Me encuentro, pues, frente a la paradoja de no saber si soy bananero, populista, sociata, fascista, comunista o qué sé yo, porque me llamarán de todo. Si pretendo hablar de los ciudadanos italianos, no faltará el colectivo escandalizado que me acuse de despreciar a las italianas y a les italianes. Le digo a Zalabardo que me veo caminando por el filo de una navaja cada vez que tengo necesidad de utilizar determinadas palabras: porque no le veo sentido a sustituir negro por subsahariano; porque, como profesor de literatura, no sabría explicar a mis alumnos la historia del Abencerraje y Jarifa sin referirme a ese género literario en que moros y cristianos, aun adversarios, mostraban un comportamiento gentil, caballeroso y educado; porque no sé por qué ciego ha de ser peyorativo y discapacitado visual no. Y, claro, quedo marcado por el estigma de ser políticamente incorrecto, de no utilizar lenguaje inclusivo y de no sé cuántas cosas más.



            Todo esto lo supero, le digo a Zalabardo, teniendo la conciencia clara de que nunca miro a nadie por su condición social, por el color de su piel, por sus creencias políticas o religiosas, por su tendencia social u orientación sexual, porque sé que ningún inmigrante viene a robarme nada, que ninguna mujer es inferior por ser mujer o que el índice de delincuentes ‘educados’ en ricos colegios del país supera al de los que vienen del exterior.

            Zalabardo me consuela y me dice compartir la idea de que nunca algo singular puede ser elevado a categoría universal. Me pide que mire el Parlamento, lugar, afirma, donde se ofende a la palabra que le da nombre, pues parlamentar es debatir, argumentar, razonar; y lo que allí se va instalando, ay, es el insulto soez y el rebuzno irracional, las más de las veces. No en todos, claro está, porque, y eso me lo enseñó esa filosofía que destierran, pero que a mí me ayudó a razonar, no es igual decir algunos políticos que todos los políticos. Ojalá la palabra algunos no implique jamás una cantidad igual o superior a la señalada por la palabra todos. Y me recuerda mi amigo que diga aquí que, de no ser por el latín, el gentilicio que se aplicaría a aquel ministro mencionado no sería egabrense, sino otro más feo.

sábado, mayo 01, 2021

LA MAGIA DEL 3

 


            Tres eran tres las hijas de Elena, y ninguna era buena, Julia, Paloma y Elena es una canción popular que casi todos conocemos, aunque sea complicad rastrear sobre ella sin que nos perdamos. Julia de Asensi, que en el siglo XIX escribió un pequeño cuento llamado Las tres hijas de Elena, comienza por confesar que ignora quiénes pudieron ser y de dónde procede la vieja canción. En Granada —en su Universidad pasé tres (vaya, otra vez el 3) maravillosos años— conocí una leyenda que refiere cómo Elena de Mendoza, señora de alcurnia golpeada por la ruina, sobrevivió dedicando a sus hijas a la prostitución; de ahí lo de que ninguna era buena. Decían que tal cosa sucedió allá por el siglo XVI, pero alguien más entendido me insinuó que la historia no era no era sino una adaptación, consecuencia de la tradición oral, de una canción más antigua, Las tres morillas de Jaén (Aixa, Fátima y Mariem), que se difundió en forma de zéjel con éxito por todo Al Ándalus. Tanto que, siglos después, el propio Lorca le puso música. Más tarde, por casualidad como casi todo sucede, leí que tanto la historia de las hijas de Elena y las morillas se remontaba a una canción de tema erótico y picante del siglo X recogida por el escritor persa Abu l-Faray al Infahaní en su colección Libro de las canciones.

            Entonces, no en el siglo X, sino en mis años de Granada, no conocía aún a Zalabardo. Además, el apunte de hoy nada tiene que ver con las morillas ni con las hijas de Elena, sino con la magia de los números, asunto sobre el que mi amigo me ha consultado. Lo primero que le digo, y sirva esto para quienes sigan leyendo, es que no creo que ningún número encierre una naturaleza mágica. Distinto es que, a través de los tiempos, haya civilizaciones que sí se lo han querido otorgar. En la larga cadena de los creyentes de la magia de los números se encuadran fieles de la parapsicología como Germán de Argumosa, Jiménez del Oso o Iker Jiménez.

            Lo cierto es que, en las mentes populares y crédulas, y en otras que siendo crédulas no son populares, anidan creencias de que hay magia en los números, como lo hay en los pájaros, en los árboles, en los posos del café, en las hojas del té o en las cartas del tarot. Para embaucar, todo vale, le digo a mi amigo. Valga de ejemplo la anécdota que algunos recuerdan estos días sobre el controvertido escritor-articulista Antonio Burgos y la frase que gritó al torero Gregorio Sánchez en una ya lejana feria de Osuna, mi pueblo, frase en la que se apoyan para conceder al escritor dotes de augur. Pero es mejor que volvamos al carácter mágico o no del 3.

 


           Los más serios, atribuyen a Pitágoras la idea de que el 3 es el número perfecto: El uno es el origen de todo; de él, por acumulación, va saliendo lo demás. El dos es la diversidad y, a la vez, lo indefinido; pero el tres, unión de los anteriores, es la perfección, la armonía. Diríamos, entonces, que en las matemáticas se encierra todo el misterio y solución al caso. Platón decía que el triángulo equilátero representaba la armonía y la sabiduría. Tales de Mileto reconocía tres principios básicos: la salud, la riqueza y el entendimiento, que Gracián convirtió en santidad, salud y sabiduría y en nuestros prosaicos años ha devenido en salud, dinero y amor. O sea, tres por todos lados. Para no perdernos en lo del triángulo, no falta quien nos recuerda que en la tradición judaica, el triángulo equilátero es el ojo de la divinidad; con uno de sus vértices hacia arriba, significa el fuego y la virilidad, lo masculino; si está invertido, significa lo emocional, lo femenino. Y, en fin, el símbolo de David son dos triángulos entrelazados, o sea, un hexágono estrellado.

            Este camino de interpretaciones, aclaro a Zalabardo, conduce a otras de quienes todo lo fían a una concepción religiosa del mundo. En el cristianismo, heredero del judaísmo, el triángulo es la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; los apóstoles, doce, sumaban cuatro veces tres, de los que uno, Pedro, negó a Cristo tres veces. Al Diablo se lo representa con un tridente. Y el catecismo nos enseñó que los atributos de la divinidad son tres: fuerza, belleza y sabiduría, como tres son las virtudes: fe, esperanza y caridad, y tres las potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Claro que no hay que olvidar que ya antes, mucho antes, los hindúes adoraban a su trimurti: Brahma, Visnú y Shiva, creación, conservación y destrucción, respectivamente, de cuanto existe; o que los romanos, pese a su extenso catálogo de dioses, se entregaban a su triada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva.

            Con esto le quiero decir a Zalabardo que es muy posible que estemos hablando de lo que no son más que casualidades. Que sí, que el tres es un número que ayuda fácilmente a pensar, a clasificar las cosas. No en vano, para comenzar decimos: ¡a la una, a las dos y a las tres! Y como siempre hay quien quiera llevar la contraria, alguien dirá: Sí, pero aunque sean cuatro, ¿por qué se habla de los tres mosqueteros?

 


           Y lo que yo digo. Es que el tres es un número facilón y muy socorrido. Los revolucionarios franceses se escudaron tras su libertad, igualdad, fraternidad; si no encontramos salida a una situación, argumentamos que no hay más que sota, caballo y rey; si algo ha salido a la perfección, hablamos de un banquete con café, copa y puro; si tardamos en atinar con algo, nos defendemos diciendo que a la tercera será la vencida; que una buena frase se compone de sujeto, verbo y predicado; o que no hay buena faena taurina sin parar, templar y mandar.

            Es entonces cuando Zalabardo se queda serio, me mira y dice: si todo es como dices, pura casualidad, ¿cómo me explicas que este que escribes ahora es el apunte 927 de esta Agenda, número que es múltiplo de 3 porque en él el 3 está contenido 309 veces, con lo que, a la izquierda de la nada, el 0 (polvo somos y en polvo nos convertiremos), vemos de nuevo el 3, y a su derecha el 9, que es 3 veces 3?

            Lógicamente, me tengo que callar y decir: casualidad