sábado, marzo 25, 2023

REALIDAD IMAGINADA Y LENGUAS ESPAÑOLAS

En el apunte anterior, ya hice mención de Y. N. Hariri. Hoy tengo que volver a él para tratar la conciencia lingüística aún dominante en España. Porque, si lo objetivo existe con independencia de la conciencia del individuo y lo subjetivo existe en función de esa conciencia individual, hay algo intersubjetivo que existe en el seno de la red de comunicación que conecta la conciencia subjetiva de muchos individuos. Y afirma Hariri que «a diferencia de la mentira, una realidad imaginada es algo en lo que todos creen y mientras esta creencia comunal persista, la realidad imaginada ejerce una gran fuerza». Dice también que, en esto de las realidades imaginadas no todo consiste en crear una, sino en «convencer a la gente para que la crea». O sea, estamos ante un hecho intersubjetivo.

            Hablábamos Zalabardo y yo de esa farsa de moción de censura de hace unos días y de cómo quienes presumen de haberla promovido en defensa de la Constitución parten de una flagrante desobediencia de la misma. Entre los motivos de sonrojo destaco que una persona que gozaba de amplio prestigio y respeto, Ramón Tamames, se haya prestado a utilizar entre sus débiles argumentos el de que usar una lengua que no sea la castellana es un peligro contra la unidad del país. ¿Ignora acaso Tamames que el artículo 3 de esa Constitución que dice defender establece que, aunque el castellano sea lengua oficial del Estado, las demás lenguas españolas lo son también en sus Comunidades y que la riqueza de poseer distintas modalidades lingüísticas es un patrimonio cultural que se debe respetar y defender?

            Le digo a mi amigo que somos víctimas de una de esas realidades imaginadas y que, por desgracia, nos está costando demasiado liberarnos de ella. Una de las consecuencias de la guerra civil fue la dura represión que la dictadura ejerció contra las lenguas minoritarias y su cultura para promocionar el castellano como elemento indispensable para la unidad nacional. Eso no es más que retomar la vieja aspiración de que hablaba el poeta Hernando de Acuña, «un monarca, un imperio y una espada», aunque aquí se cambió el monarca por un caudillo. Y, entre los lemas del franquismo, no pueden olvidarse aquellos de «Habla la lengua del Imperio» o «Sé patriota. Habla español» que aparecían en carteles y octavillas. Fue una política lingüística que llegó a ilegalizar cualquier otra lengua y a sancionar con fuertes multas su uso en público, al amparo de la idea, realidad imaginada, de que la única lengua española era la castellana, con imperdonable olvido de que también eran españolas lenguas tan cultas como el catalán, el vasco o el gallego.

 

           La fuerza de ese hecho intersubjetivo la seguimos viendo casi a diario. Debería ser normal que viésemos que una Comunidad autónoma quiera que en su sistema educativo sea vehicular la lengua materna propia de la región ―cosa normal en cualquier país plurilingüe― que en una Comunidad española con lengua propia se exija al personal sanitario saber dirigirse en ella a los pacientes. Pero no, lo cierto es que muchos se escandalizan porque las autoridades sanitarias expedienten a una enfermera que, en horario laboral y en su centro de trabajo, se dedique a grabar y difundir vídeos en los que manifiesta su queja porque le pidan conocer el «puto catalán». Eso muestra hasta qué grado enraízan en la conciencia de la gente las realidades imaginadas.

            Hablando sobre estos temas, Zalabardo y yo coincidimos en que este fanatismo que conduce a crear estas realidades imaginadas no es algo de ahora, ni es solo asunto de ideologías ultraconservadoras. Viene de lejos. Se nos ocurrió pensarlo el otro día, mientras escuchábamos al cantaor flamenco José Menese una liviana que comienza «Si poco necesito, pobre es mi hato…» Nos llamaba la atención ver como esta palabra, hato, ‘conjunto formado por la ropa y objetos básicos que alguien necesita’, se encuentra reflejada en diferentes lugares de varias formas: hato, tal cual, que es la forma base; jato, con aspiración, que es como el cantaor la usa y como se dice en todas las regiones en que se aspira; y bato, que no es más que una barbaridad, porque supone no entender de qué se habla en la canción. El protagonista habla del poco equipaje que necesita en su vida ―Machado aspiraba llegar al final de la suya «ligero de equipaje»― y bato es una palabra caló, la lengua de los gitanos, con la que se designa al ‘padre’.

            También sobre los gitanos y su lengua se creó una realidad imaginada que aún no acaba de desterrarse. Por lo pronto, no se tiene en cuenta que el caló, lengua de los gitanos españoles, es una variante del romaní, la lengua gitana universal. Los gitanos, que llegaron pronto a la península, tuvieron que sufrir la realidad imaginada de ser gente de mala vida ―ni siquiera Cervantes se libró de esta opinión― y, por tanto, digna de ser perseguida y exterminada, desde que se promulgó en Medina del Campo la primera Pragmática contra ellos con la rúbrica de los Reyes Católicos. Le seguirían la de 1539, la de 1749, las leyes de 1939 y 1942… Hasta 1978, el Reglamento de la Guardia Civil recogía que había que vigilar escrupulosamente a los gitanos.


            Pero no queremos contar aquí la historia de este pueblo, sino solo denunciar los prejuicios contra lenguas que no sean la castellana. Se quiere olvidar la lengua caló como se ha querido enviar al olvido las otras lenguas españolas. Quienes tan intolerantes se muestran, tal vez olviden que son de origen caló palabras como camelar, ‘querer’, currelo, ‘trabajo’, chavea, ‘niño’, jindama, ‘miedo’, najar, ‘irse’…; o que son catalanas peaje, correo, molde, reloj, peseta, chuleta…; y gallegas sarpullido, morriña, botafumeiro

            No estaría mal que, cuando defendamos una idea, lo hagamos con argumentos y no recurriendo a las realidades imaginadas ni a los hechos intersubjetivos que, en el fondo, no son más que mentiras que pretendemos convertir en verdades.

 

viernes, marzo 17, 2023

VIVIR EN TIEMPOS DE LAS REDES SOCIALES


Yuval Noah Harari
 es autor del interesante ensayo Sapiens. De animales a dioses, en el que leo: [En otro tiempo], «escribir una carta, poner la dirección y el sello en un sobre y llevarlo hasta el buzón llevaba mucho tiempo. Para obtener la respuesta se tardaban días o semanas, quizá incluso meses. Hoy en día puedo escribir rápidamente un mensaje de correo electrónico, enviarlo a medio mundo de distancia y recibir una respuesta un minuto después. Me he ahorrado toda esa complicación y tiempo, pero ¿acaso vivo una vida más relajada?». Se contesta que no, porque «la gente solo escribía cartas cuando tenía algo importante que relatar. En lugar de escribir lo primero que se les venía a la cabeza consideraban detenidamente qué es lo que querían decir y cómo expresarlo en palabras».

            Antonio Vargas Cobos, soldado que participó en la campaña de Marruecos, escribió desde Bab-el-Sar, el 22 de julio de 1924 (se va a cumplir un siglo), una carta a un tío suyo en la que daba cuenta de su situación. Encontré esta carta en un libro comprado en una librería de viejo y la guardo como oro en paño. Es una delicia comprobar cómo se esmera esta persona, casi analfabeta, para tranquilizar a sus parientes frente a las noticias inquietantes que llegan a la península, cómo envía recuerdos para cuantos conoce y pide que se le remitan noticias de ellos.

            Le enseño esta carta a Zalabardo y le digo que hoy todo es diferente. Tras el correo electrónico llegaron las redes de mensajería instantánea. Le recuerdo que, cuando publiqué mi primera novela, me preguntaron si tenía Facebook. A mi respuesta negativa siguió una admonición, consejo u orden, según se quiera entender: «¡Pues ya te estás abriendo una cuenta! ¡Si no estás en Facebook y en las redes, no eres nadie ni nadie te conoce!». Y como todo quisque, me abrí mi cuenta y luché por ponerme al día sobre su funcionamiento. Confieso que aún no lo he conseguido, que sigo teniendo la impresión de que, ante el imparable aumento de «amigos» de los que nada sé, fácilmente pierde uno el norte en el ámbito de las relaciones personales y se va hundiendo en una desesperanza difícil de explicar. Si trato de buscar esta explicación me veo diciendo «preferiría no hacerlo», como aquel Bartleby, empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas del cuento de Melville. Pero si me abstuviera, este apunte acabaría aquí.

            Si todo acabara en lo dicho, casi sería soportable. Pero es que de inmediato vienen los grupos: de profesionales, de padres de alumnos, de simpatizantes de un club de fútbol, de cofrades de una hermandad de semana santa, de antiguos compañeros, de admiradores o afiliados a un partido político… Cuesta negarse y, quieras que no, siempre acabas en uno de esos grupos. Y por mucho que valores la amistad o el simple deseo de no vivir apartado de la sociedad que te rodea, acabas añorando la tranquilidad que disfrutabas en otra época. Los grupos, le digo a Zalabardo terminan por ser peligrosos y contraproducentes. Podría citar varias razones, pero me quedo con tres. Como son muchas las personas que poseen el número de tu móvil, no hay modo de evitar que acabes odiando un chiste que al principio pudo parecerte gracioso; porque el mismo chiste te llega por varios conductos a velocidad increíble. Lo mismo digo de esos «reenviados muchas veces», esas frases y pensamientos a cuál más cursi, cuando no falsas, atribuidas erróneamente a un personaje célebre o que se dice sacada de un libro que nunca se ha leído. ¿No se nos ocurre pensar que ese «reenviado muchas veces», que  a nuestra vez reenviamos, le habrá llegado a su destinatario hasta la saciedad?

            La segunda razón es la de los tabúes y censuras: «Pero en este grupo no se habla de…». Y ahí se inicia la larga lista de lo que no acepto que se diga, aunque yo no muestre ningún reparo en decir lo que me apetezca. Si busco el contacto con personas a las que aprecio y se hallan lejos, si paso por eso de entrar en un grupo, le digo a Zalabardo, es porque siento verdaderos deseos de hablar con ellos. ¿De qué? De todo: de lo caro que se ha puesto el pan, del último incidente de una guerra, de política, de religión, de fútbol, del último libro que he leído, de modas, de recuerdos de tiempos pasados, del rollo de película que me he tragado en la tele, de que no llueve… Sé perfectamente que estar en un grupo no supone uniformidad ni unanimidad de ideas; las personas, por fortuna, somos diferentes y no respondemos todos al mismo patrón de pensamiento. ¿Qué conclusión saco de esto? Pues que, por encima de todo, debo mostrarme respetuoso frente a cualquier otro miembro del grupo y ser tolerante con la diversidad de ideas. Dejar que cada uno se exprese libremente, como libremente deseo expresarme yo.

Y la tercera de las razones es la del silencio en que acaban muchos grupos. Sherry Turkle, experta en teorías de las comunicaciones, dice que esperar respuesta a un mensaje no es cuestión de impaciencia, sino que obedece a la lógica del diseño de la red. Si cuando conversamos de manera presencial no callamos, ¿por qué se dilata la respuesta, o no se contesta, a un whatsapp una vez que ya ha sido leído? Su interpretación es la siguiente. No responder o no hacerlo en un tiempo prudencial obedece a un triple deseo: de mostrarse dominador de la conversación, de marcar diferencias o de mostrarse inaccesible. La verdad es que no lo sé y Zalabardo tampoco me aporta mucho. Por mi parte, le digo a mi amigo, si estoy en un grupo, me gustaría que atendieran a lo que digo y me contestaran como atiendo a lo que me dicen y contesto. Me gusta compartir mis dudas y mis alegrías, y compartir las de los demás. Solo hablando se estrechan lazos existentes y se crean otros nuevos. Si debo censurarme o intento censurar a otros, ciertamente no me interesa ese grupo.


        Tengo que regresar a Hariri, con quien comencé. Desarrolla en su ensayo la tesis de que, en los albores de la humanidad, hace decenas de miles de años, los sapiens fueron creando redes de cooperación. Ya sé que habla del nacimiento de tribus, sociedades de intereses comunes y de los futuros pueblos. Pero el ejemplo me vale para las redes sociales actuales. Lo que dice es: «Las normas que sustentaban [estas redes de cooperación] no se basaban en instintos fijados ni en relaciones personales, sino en la creencia en mitos compartidos». Entiendo esto como que lo que hace al grupo no es sino la uniformidad del pensamiento: si piensas como pienso yo, estoy contigo; si no es así, no me interesas. Esta actitud solo demuestra insolidaridad, intolerancia, negación de la libertad de cada individuo.

            Hay quien dice que eso es lo que hay en las redes, que acaban por hacer aflorar lo malo que llevamos dentro y que intentamos disimular. Me resisto a aceptar esa tesis. Pienso más bien que lo que nos falta es formación en el manejo de las redes sociales, que cometemos demasiadas veces el error denunciado por Hariri, no pensar lo que queremos decir y soltar lo primero que se nos viene a la cabeza. Y si lo que queremos es solo un dedito hacia arriba o unas manos aplaudiendo, mejor que las abandonemos. Sin considerar a las redes culpables de nuestros fallos. 

sábado, marzo 11, 2023

¿SOLO O SÓLO? UNA POLÉMICA TILDE

 


No siempre una mayor cantidad de información supone mayor y mejor conocimiento. Se lo digo a Zalabardo, persona paciente y tolerante como pocas, y coincide conmigo en la validez de ese principio. Y me razona mi amigo que el problema se acentúa si la cantidad (a veces mareante) de información que induce a errar procede de quienes profesionalmente trabajan con ella. Hablábamos sobre un artículo aparecido en ABC el pasado día 2 de marzo, La RAE rectifica. Vuelve la tilde a sólo trece años después, que ha revuelto el gallinero y hecho reverdecer viejas polémicas.

            Esta información, empecemos por ahí, es errónea. Ni la RAE ha rectificado ni la norma sobre solo se ha modificado. No estaría mal, cuando se habla de un tema, conocer bien aquello de lo que se habla. La ortografía es una convención, un acuerdo que aceptamos para facilitar en la escritura, que es otra convención, un reconocimiento más fácil de lo que oralmente decimos. El acento, la fuerza espiratoria con que una sílaba se pronuncia, es un rasgo importante de la lengua y la tilde no es sino una pequeña rayita oblicua que marca cuál es esa sílaba tónica.

            Pero a veces nos falta curiosidad por saber el origen de las cosas. La tilde, como la normalización de la ortografía en español, es algo «reciente». En el Quijote de 1605, por poner un ejemplo claro, leemos Quixote, vivia, lança, rozin y cosas así. No había tildes ―tampoco las había en latín―y se usaban letras que hoy han desaparecido. No se hacía por capricho, sino que se seguía la costumbre de textos anteriores. Será en la segunda mitad del siglo XVII cuando comience a generalizarse el uso de la tilde y hasta el XVIII no surgirá el interés académico por normalizar la ortografía.

Miremos hacia la tilde. ¿Sirve para algo? Claro que sí. Como nuestra lengua tiende a una pronunciación naturalmente llana ­―el acento recae sobre la penúltima sílaba―, esa minúscula rayita ayuda a saber, en la escritura, cuándo el acento recae en lugar diferente. Por eso tildamos minúscula o decisión y no rayita. ¿Pero por qué colocamos tilde en cuándo? La respuesta está en que hay una tilde prosódica y una tilde diacrítica. La primera nos señala que minúscula es esdrújula y que decisión es aguda. Además, la tilde ayuda a diferenciar el trío crítico/critico/criticó. Con la diacrítica, tratamos de evitar confusiones entre palabras que, iguales en escritura, tienen pronunciación y sentido diferente; así sabemos que cuándo es un interrogativo. No todo es tan simple; pero, para nuestro objetivo, creo que esto es suficiente.

           La ortografía, como la lengua en su conjunto, ha ido cambiando con el tiempo. En la lengua rige lo que se llama «economía del lenguaje», buscar máximo rendimiento con una menor cantidad de elementos. Mientras escribo esto, escucho casualmente en la radio a Lola Pons, partidaria de la simplificación, como lo fue Juan Ramón Jiménez. Esta filóloga y profesora de la Universidad de Sevilla, al defender solo sin tildar, recuerda que, en 1870, la Academia, en uno de esos ajustes, acordó, entre otras reformas, colocar tilde diacrítica, diferenciadora, a éntre y a sóbre, hoy desaparecidas sin que nadie se queje, para diferenciar el verbo de la preposición.

            Y, sin embargo, la polémica de moda, el asunto de que se habla en prensa, radio, televisión y hasta en las redes sociales gira sobre si el adverbio solo debe o no llevar tilde. Y le pregunto a Zalabardo si muchos de cuantos se lanzan a opinar saben bien de qué están hablando. Se recurre, sí, a la autoridad de Javier Marías, de Arturo Pérez-Reverte y otros escritores grandes que, además, son académicos. Pero, ¿qué argumentos, aparte de la costumbre, se pueden aportar para sostener la defensa o la condena de esa tilde? También a mí me enseñaron esa ortografía de la costumbre. Pero no hay que ser ni inmovilista ni fanático. Porque también me enseñaron que la preposición á llevaba tilde y la conjunción ó si iba entre cifras. Y ambos usos son hoy inexistentes.

            Zalabardo y yo decidimos repasar algunas publicaciones académicas. En el Diccionario de Autoridades (1726-1739), no vemos más que solo, sin tilde. La Gramática castellana editada por la RAE en 1883, en la página 367, dice: «Por costumbre se acentúa la palabra solo, cuando es adverbio». O sea, se habla de costumbre, no de obligación. En 1959, se publicaron las Nuevas Normas que se incorporarían a los textos tradicionales sobre ortografía. En la página 27, leemos: «La palabra solo, en función adverbial, podrá llevar acento ortográfico si con ello se ha de evitar anfibología». Podrá llevar; es decir, se concede libertad a quien escribe de usar o no tilde si cree que puede haber confusión. Y, en la de 2010, tras comentar que son muy pocos los posibles casos de confusión en solo y bastante variados los modos de evitarla, se dice en la página 269: «a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en los casos de doble interpretación». A la insistencia en podrá se añade incluso, lo que amplía la libertad de tildar o no el adverbio solo, respetando así la costumbre de quien escribe. Nunca, pues, ha habido obligación ni prohibición. Conclusión: ni la Academia ha rectificado ni ha suprimido ninguna norma preexistente. Se ha limitado a anunciar que el párrafo se redactará de forma que quede claro que «es obligatorio escribir sin tilde el adverbio solo cuando no entrañe riesgo de ambigüedad y es optativo su empleo cuando, a juicio de quien escribe, pudiese haberlo».


            Que el objetivo es caminar hacia la simplificación lo demuestra la frase irónica de Salvador Gutiérrez Ordóñez, director de Español al día, al referirse a esta polémica: «Si no tildas nunca, nunca te equivocas; si tildas, corres riesgo de equivocarte». Al sintildismo defendido por Lola Pons se unen, siguiendo con la ironía, Álex Grijelmo, al denunciar que, si reivindicamos con exceso la tilde diacrítica tendríamos que emplearla en frases del tipo vino de la Ribera para aclarar si hablamos del verbo ir o del sustantivo vino. Y Carlota de Benito, profesora de Lingüística en la Universidad de Zúrich, que lanzaba este anuncio hace unos días: «Información de servicio público contra el populismo ortográfico: ya podíais ponerle la tilde [desde 2010] a solo en casos de ambigüedad».

            Le digo a mi amigo que extraña tanto escándalo por una humilde tilde mientras se nos cuelan errores mucho más graves (no solo de ortografía). En otro gran diario, El País, un redactor deportivo escribía por esos mismos días que Pau Gasol será «el doceavo jugador del equipo de Los Ángeles que verá su dorsal retirado». No se trata de una innecesaria tilde de más o de menos; es que lo que debiera ser un ordinal, decimosegundo o duodécimo, ‘que ocupa el lugar número doce’ se confunde con un partitivo, doceavo, ‘cada una de las doce partes en que se divide un todo’, con lo que la grandeza de nuestro Pau (216 centímetros) se rebaja a tan solo 18.

viernes, marzo 03, 2023

EL SOL DEL INFANTE Y LA SILLA DEL ARZOBISPO

 

Nos quedaron pendientes por explicar en el apunte pasado dos expresiones que igualmente se han hecho comunes aun desconociendo cuáles sean sus orígenes y verdadero sentido: Salga el sol por Antequera y Quien fue a Sevilla perdió su silla.

            La primera, le señalo a Zalabardo, es forma abreviada de la original, Salga el sol por Antequera y póngase por donde quiera. Pero veremos que hay una versión diferente. El Diccionario fraseológico documentado de la lengua española, de Manuel Seco, dice que esta expresión ‘sigue a la mención de un propósito, un hecho, para indicar que no importan sus consecuencias’; también se entiende como señal de la ‘determinación de realizar algo cuyo resultado se antoja imposible, como que el sol aparezca por el Mediodía’. Así lo entiende un tal Luis de Granada en la revista madrileña Alrededor del mundo en su número del 21 de diciembre de 1899, que, además, concluye: «Mi opinión es de que esta locución tuvo su origen, durante la conquista de Granada, en el campamento de los Reyes Católicos». A esa opinión se suma José María Iribarren, aludiendo a que Antequera se encuentre al oeste de Granada. Pero sugiero a mi amigo una interpretación no recogida en ningún lado en la que ese salir el sol pudiera significar ‘la esperanza de que una situación difícil, e incluso en apariencia imposible, pudiera acabar de modo inesperado’.

            Parece innegable que la locución nace durante la guerra de Granada y la toma de Antequera en 1410. Nos cuentan los historiadores que el Infante don Fernando, regente de Castilla y futuro rey de Aragón, se planteó durante su regencia acelerar la lucha contra los musulmanes en la frontera granadina, aunque los primeros intentos fueron negativos, como por ejemplo la derrota en Setenil. Terco en alcanzar su objetivo, miró entonces hacia Antequera, bastión decisivo contra Málaga y otros lugares del reino granadino. En ese momento, se dice, fue cuando dijo aquello de Salga el sol por Antequera y que se ponga por donde quiera, manifestando con ello su anhelo de que aquello fuese el inicio de la victoria ―la salida de un nuevo sol― aun con el riesgo de que aquello podría terminar mal; en Antequera una Fuente del Toro, muy posterior, en la que, bajo el relieve de un sol, se lee: Que nos salga el sol por Antequera.


            Hay una segunda versión más de carácter piadoso y legendario. La describe bien Antonio J. Guerrero Clavijo, director del periódico El Sol de Antequera, en el artículo de 2012 Santa Eufemia hizo salir el sol por Antequera en 1410, publicado en una web diocesana. Habla la leyenda de un Infante Fernando dubitativo que no sabía por dónde atacar. Antes de una batalla, era costumbre invocar al Espíritu Santo para impetrar la ayuda divina, metiendo en una urna los nombres de los santos del día. Por tres veces seguidas salió el papel con el nombre de santa Eufemia. Don Fernando, al oír este portento, exclamó: «Esta es la doncella que, en un sueño, se me apareció rodeada de leones y ángeles y diciéndome: Que salga el sol por Antequera y sea lo que Dios quiera». Y así atacó y conquistó Antequera aquel día, ayudado de un sol que deslumbró a los combatientes musulmanes.

            Una tercera versión, finalmente, atribuye la frase al famoso y temido caudillo musulmán El Zagal que, viendo próxima la caída de Granada, exhortó a los suyos pidiéndoles un esfuerzo final con la locución ya repetida: Que nos salga el sol por Antequera. No obstante, en contra de cualquiera de las interpretaciones clásicas, hoy se ha impuesto la de que Salir el sol por Antequera es proponerse algo con poco sentido de la responsabilidad porque lo más seguro es que acabe en fracaso.

            ¿Y qué decir de Quien va a Sevilla pierde su silla, refrán que nos queda? Le comento a Zalabardo que es el más fácil de explicar de los tratados. Con él se quiere indicar que quien abandona un lugar o cede algún privilegio corre el riesgo de perderlos cuando, más tarde, desea recuperarlos. Lo que diferencia este refrán de los anteriores es que tiene una base histórica bien conocida. Reinando Enrique IV (1454-1474), Alonso de Fonseca y Acevedo, llamado por algunos el Viejo, era arzobispo de Sevilla y logró que un sobrino nieto suyo, Alonso de Fonseca II o el Mozo fuese nombrado arzobispo de Santiago de Compostela. Pero en Galicia andaban a la gresca y Alonso II pidió ayuda a su tío, quien acudió en su ayuda proponiéndole que, en tanto se solucionaban los conflictos, cambiasen sus sedes. Así, el sobrino pasó a ocupar el arzobispado de Sevilla y el tío marchó a Santiago. Tras los cinco años que tardó en poner orden en Galicia, Alonso Fonseca I requirió a su sobrino, Alonso Fonseca II, volver cada uno a su sede primitiva.


            Pero Alonso Fonseca II dijo que nanay, que lo que se da no se quita. Total, que tuvieron que intervenir, incluso con las armas, el duque de Medina Sidonia, el rey Enrique IV y hasta el propio papa para que el díscolo Alonso Fonseca II se aviniese a razones, no sin que parte de sus defensores fuesen ejecutados en la horca. Toda esta historia sirvió para que Pedro Felipe Monláu, autor de Las mil y una barbaridades (1869) defendiera que la forma originaria del refrán debió ser Quien se fue de Sevilla perdió su silla y no la que hoy usamos.

            Para redondear, le cuento a Zalabardo que Alonso Fonseca I, aparte de arreglar los problemas de Santiago, tuvo un hijo, Alonso Fonseca III, que ha pasado a la historia porque, aparte de ocupar también el arzobispado de Santiago, fundó el Colegio Santiago Alfeo, que luego se llamaría Colegio Fonseca y que acabó siendo la Universidad de Santiago de Compostela. Esto explica, para quien no lo sepa, esa canción propia de las tunas que comienza «Sola y triste, sola se queda Fonseca…».