En el apunte anterior, ya hice mención de Y. N. Hariri. Hoy tengo que volver a él para tratar la conciencia lingüística aún dominante en España. Porque, si lo objetivo existe con independencia de la conciencia del individuo y lo subjetivo existe en función de esa conciencia individual, hay algo intersubjetivo que existe en el seno de la red de comunicación que conecta la conciencia subjetiva de muchos individuos. Y afirma Hariri que «a diferencia de la mentira, una realidad imaginada es algo en lo que todos creen y mientras esta creencia comunal persista, la realidad imaginada ejerce una gran fuerza». Dice también que, en esto de las realidades imaginadas no todo consiste en crear una, sino en «convencer a la gente para que la crea». O sea, estamos ante un hecho intersubjetivo.
Hablábamos
Zalabardo y yo de esa farsa de moción de censura de hace unos días y de cómo
quienes presumen de haberla promovido en defensa de la Constitución
parten de una flagrante desobediencia de la misma. Entre los motivos de sonrojo
destaco que una persona que gozaba de amplio prestigio y respeto, Ramón
Tamames, se haya prestado a utilizar entre sus débiles argumentos el de que
usar una lengua que no sea la castellana es un peligro contra la unidad del
país. ¿Ignora acaso Tamames que el artículo 3 de esa Constitución
que dice defender establece que, aunque el castellano sea lengua oficial del
Estado, las demás lenguas españolas lo son también en sus Comunidades y que la
riqueza de poseer distintas modalidades lingüísticas es un patrimonio cultural
que se debe respetar y defender?
Le digo a mi
amigo que somos víctimas de una de esas realidades imaginadas y que, por
desgracia, nos está costando demasiado liberarnos de ella. Una de las
consecuencias de la guerra civil fue la dura represión que la dictadura ejerció
contra las lenguas minoritarias y su cultura para promocionar el castellano
como elemento indispensable para la unidad nacional. Eso no es más que retomar
la vieja aspiración de que hablaba el poeta Hernando de Acuña, «un
monarca, un imperio y una espada», aunque aquí se cambió el monarca por un
caudillo. Y, entre los lemas del franquismo, no pueden olvidarse aquellos de
«Habla la lengua del Imperio» o «Sé patriota. Habla español» que aparecían en
carteles y octavillas. Fue una política lingüística que llegó a ilegalizar
cualquier otra lengua y a sancionar con fuertes multas su uso en público, al
amparo de la idea, realidad imaginada, de que la única lengua española era la
castellana, con imperdonable olvido de que también eran españolas lenguas tan
cultas como el catalán, el vasco o el gallego.
La fuerza de ese hecho intersubjetivo la seguimos viendo casi a diario. Debería ser normal que viésemos que una Comunidad autónoma quiera que en su sistema educativo sea vehicular la lengua materna propia de la región ―cosa normal en cualquier país plurilingüe― que en una Comunidad española con lengua propia se exija al personal sanitario saber dirigirse en ella a los pacientes. Pero no, lo cierto es que muchos se escandalizan porque las autoridades sanitarias expedienten a una enfermera que, en horario laboral y en su centro de trabajo, se dedique a grabar y difundir vídeos en los que manifiesta su queja porque le pidan conocer el «puto catalán». Eso muestra hasta qué grado enraízan en la conciencia de la gente las realidades imaginadas.
Hablando sobre
estos temas, Zalabardo y yo coincidimos en que este fanatismo que conduce a
crear estas realidades imaginadas no es algo de ahora, ni es solo asunto de
ideologías ultraconservadoras. Viene de lejos. Se nos ocurrió pensarlo el otro
día, mientras escuchábamos al cantaor flamenco José Menese una liviana
que comienza «Si poco necesito, pobre es mi hato…» Nos llamaba la atención ver
como esta palabra, hato, ‘conjunto formado por la ropa y objetos
básicos que alguien necesita’, se encuentra reflejada en diferentes lugares de
varias formas: hato, tal cual, que es la forma base; jato,
con aspiración, que es como el cantaor la usa y como se dice en todas las
regiones en que se aspira; y bato, que no es más que una
barbaridad, porque supone no entender de qué se habla en la canción. El
protagonista habla del poco equipaje que necesita en su vida ―Machado
aspiraba llegar al final de la suya «ligero de equipaje»― y bato
es una palabra caló, la lengua de los gitanos, con la que se designa al
‘padre’.
También sobre los
gitanos y su lengua se creó una realidad imaginada que aún no acaba de
desterrarse. Por lo pronto, no se tiene en cuenta que el caló, lengua de los
gitanos españoles, es una variante del romaní, la lengua gitana universal. Los
gitanos, que llegaron pronto a la península, tuvieron que sufrir la realidad
imaginada de ser gente de mala vida ―ni siquiera Cervantes se libró de esta
opinión― y, por tanto, digna de ser perseguida y exterminada, desde que se
promulgó en Medina del Campo la primera Pragmática contra ellos
con la rúbrica de los Reyes Católicos. Le seguirían la de 1539, la de
1749, las leyes de 1939 y 1942… Hasta 1978, el Reglamento de la Guardia
Civil recogía que había que vigilar escrupulosamente a los gitanos.
Pero no queremos contar aquí la historia de este pueblo, sino solo denunciar los prejuicios contra lenguas que no sean la castellana. Se quiere olvidar la lengua caló como se ha querido enviar al olvido las otras lenguas españolas. Quienes tan intolerantes se muestran, tal vez olviden que son de origen caló palabras como camelar, ‘querer’, currelo, ‘trabajo’, chavea, ‘niño’, jindama, ‘miedo’, najar, ‘irse’…; o que son catalanas peaje, correo, molde, reloj, peseta, chuleta…; y gallegas sarpullido, morriña, botafumeiro…
No estaría mal
que, cuando defendamos una idea, lo hagamos con argumentos y no recurriendo a
las realidades imaginadas ni a los hechos intersubjetivos que, en el fondo, no
son más que mentiras que pretendemos convertir en verdades.