sábado, marzo 11, 2023

¿SOLO O SÓLO? UNA POLÉMICA TILDE

 


No siempre una mayor cantidad de información supone mayor y mejor conocimiento. Se lo digo a Zalabardo, persona paciente y tolerante como pocas, y coincide conmigo en la validez de ese principio. Y me razona mi amigo que el problema se acentúa si la cantidad (a veces mareante) de información que induce a errar procede de quienes profesionalmente trabajan con ella. Hablábamos sobre un artículo aparecido en ABC el pasado día 2 de marzo, La RAE rectifica. Vuelve la tilde a sólo trece años después, que ha revuelto el gallinero y hecho reverdecer viejas polémicas.

            Esta información, empecemos por ahí, es errónea. Ni la RAE ha rectificado ni la norma sobre solo se ha modificado. No estaría mal, cuando se habla de un tema, conocer bien aquello de lo que se habla. La ortografía es una convención, un acuerdo que aceptamos para facilitar en la escritura, que es otra convención, un reconocimiento más fácil de lo que oralmente decimos. El acento, la fuerza espiratoria con que una sílaba se pronuncia, es un rasgo importante de la lengua y la tilde no es sino una pequeña rayita oblicua que marca cuál es esa sílaba tónica.

            Pero a veces nos falta curiosidad por saber el origen de las cosas. La tilde, como la normalización de la ortografía en español, es algo «reciente». En el Quijote de 1605, por poner un ejemplo claro, leemos Quixote, vivia, lança, rozin y cosas así. No había tildes ―tampoco las había en latín―y se usaban letras que hoy han desaparecido. No se hacía por capricho, sino que se seguía la costumbre de textos anteriores. Será en la segunda mitad del siglo XVII cuando comience a generalizarse el uso de la tilde y hasta el XVIII no surgirá el interés académico por normalizar la ortografía.

Miremos hacia la tilde. ¿Sirve para algo? Claro que sí. Como nuestra lengua tiende a una pronunciación naturalmente llana ­―el acento recae sobre la penúltima sílaba―, esa minúscula rayita ayuda a saber, en la escritura, cuándo el acento recae en lugar diferente. Por eso tildamos minúscula o decisión y no rayita. ¿Pero por qué colocamos tilde en cuándo? La respuesta está en que hay una tilde prosódica y una tilde diacrítica. La primera nos señala que minúscula es esdrújula y que decisión es aguda. Además, la tilde ayuda a diferenciar el trío crítico/critico/criticó. Con la diacrítica, tratamos de evitar confusiones entre palabras que, iguales en escritura, tienen pronunciación y sentido diferente; así sabemos que cuándo es un interrogativo. No todo es tan simple; pero, para nuestro objetivo, creo que esto es suficiente.

           La ortografía, como la lengua en su conjunto, ha ido cambiando con el tiempo. En la lengua rige lo que se llama «economía del lenguaje», buscar máximo rendimiento con una menor cantidad de elementos. Mientras escribo esto, escucho casualmente en la radio a Lola Pons, partidaria de la simplificación, como lo fue Juan Ramón Jiménez. Esta filóloga y profesora de la Universidad de Sevilla, al defender solo sin tildar, recuerda que, en 1870, la Academia, en uno de esos ajustes, acordó, entre otras reformas, colocar tilde diacrítica, diferenciadora, a éntre y a sóbre, hoy desaparecidas sin que nadie se queje, para diferenciar el verbo de la preposición.

            Y, sin embargo, la polémica de moda, el asunto de que se habla en prensa, radio, televisión y hasta en las redes sociales gira sobre si el adverbio solo debe o no llevar tilde. Y le pregunto a Zalabardo si muchos de cuantos se lanzan a opinar saben bien de qué están hablando. Se recurre, sí, a la autoridad de Javier Marías, de Arturo Pérez-Reverte y otros escritores grandes que, además, son académicos. Pero, ¿qué argumentos, aparte de la costumbre, se pueden aportar para sostener la defensa o la condena de esa tilde? También a mí me enseñaron esa ortografía de la costumbre. Pero no hay que ser ni inmovilista ni fanático. Porque también me enseñaron que la preposición á llevaba tilde y la conjunción ó si iba entre cifras. Y ambos usos son hoy inexistentes.

            Zalabardo y yo decidimos repasar algunas publicaciones académicas. En el Diccionario de Autoridades (1726-1739), no vemos más que solo, sin tilde. La Gramática castellana editada por la RAE en 1883, en la página 367, dice: «Por costumbre se acentúa la palabra solo, cuando es adverbio». O sea, se habla de costumbre, no de obligación. En 1959, se publicaron las Nuevas Normas que se incorporarían a los textos tradicionales sobre ortografía. En la página 27, leemos: «La palabra solo, en función adverbial, podrá llevar acento ortográfico si con ello se ha de evitar anfibología». Podrá llevar; es decir, se concede libertad a quien escribe de usar o no tilde si cree que puede haber confusión. Y, en la de 2010, tras comentar que son muy pocos los posibles casos de confusión en solo y bastante variados los modos de evitarla, se dice en la página 269: «a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en los casos de doble interpretación». A la insistencia en podrá se añade incluso, lo que amplía la libertad de tildar o no el adverbio solo, respetando así la costumbre de quien escribe. Nunca, pues, ha habido obligación ni prohibición. Conclusión: ni la Academia ha rectificado ni ha suprimido ninguna norma preexistente. Se ha limitado a anunciar que el párrafo se redactará de forma que quede claro que «es obligatorio escribir sin tilde el adverbio solo cuando no entrañe riesgo de ambigüedad y es optativo su empleo cuando, a juicio de quien escribe, pudiese haberlo».


            Que el objetivo es caminar hacia la simplificación lo demuestra la frase irónica de Salvador Gutiérrez Ordóñez, director de Español al día, al referirse a esta polémica: «Si no tildas nunca, nunca te equivocas; si tildas, corres riesgo de equivocarte». Al sintildismo defendido por Lola Pons se unen, siguiendo con la ironía, Álex Grijelmo, al denunciar que, si reivindicamos con exceso la tilde diacrítica tendríamos que emplearla en frases del tipo vino de la Ribera para aclarar si hablamos del verbo ir o del sustantivo vino. Y Carlota de Benito, profesora de Lingüística en la Universidad de Zúrich, que lanzaba este anuncio hace unos días: «Información de servicio público contra el populismo ortográfico: ya podíais ponerle la tilde [desde 2010] a solo en casos de ambigüedad».

            Le digo a mi amigo que extraña tanto escándalo por una humilde tilde mientras se nos cuelan errores mucho más graves (no solo de ortografía). En otro gran diario, El País, un redactor deportivo escribía por esos mismos días que Pau Gasol será «el doceavo jugador del equipo de Los Ángeles que verá su dorsal retirado». No se trata de una innecesaria tilde de más o de menos; es que lo que debiera ser un ordinal, decimosegundo o duodécimo, ‘que ocupa el lugar número doce’ se confunde con un partitivo, doceavo, ‘cada una de las doce partes en que se divide un todo’, con lo que la grandeza de nuestro Pau (216 centímetros) se rebaja a tan solo 18.

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