domingo, septiembre 25, 2022

ERRORES DE INTERPRETACIÓN Y CRÍTICA


En Corazón tan blanco, una de las más interesantes novelas del recientemente fallecido Javier Marías afirma el protagonista narrador: Es preferible correr algunos riesgos y encajar los incidentes (a veces graves) y los malentendidos (duraderos a veces) que inevitablemente producen las imprecisiones de los intérpretes. Cierto es que el contexto en que Marías, o su personaje, dice tal cosa es diferente al que me voy a referir yo, pero no por eso deja de valer para mi propósito.

            Muchas veces he hablado con Zalabardo de la complejidad del proceso comunicativo y del cuidado con que hay que enviar y recibir cada mensaje. Porque no se trata solo de que yo quiera decir algo, sino de acertar a decirlo del modo debido para no inducir a error a mi interlocutor; como tampoco basta con que el receptor oiga o lea lo que le digo, sino que es de necesidad imperiosa una recta interpretación de lo que he querido decir. A eso alude el personaje de la novela de Javier Marías, a que cualquier malentendido, la más pequeña interpretación errónea de unas palabras, puede originar incidentes de muy diferente nivel de gravedad.

            En el acto de la comunicación no solo importa que emisor y receptor se valgan del mismo código; para que el mensaje no quede distorsionado cumplen una función especialísima el contexto y la situación. El contexto lo forman los elementos que anteceden y siguen a una unidad lingüística determinada y ayudan a concederle su valor; la situación, en cambio, la constituyen las condiciones psicológicas, sociales e históricas (factores extralingüísticos) que hay que tener en cuenta para interpretar correctamente un mensaje. Le pongo a Zalabardo dos ejemplos. Si digo No me gusta la elección de Luis Enrique, quedará la duda, dicho así sin más, de si lo que no me gusta es que Luis Enrique haya sido elegido o no me gusta lo que Luis Enrique ha elegido. Y si le digo a alguien ¡Qué hijo de la gran puta estás hecho!, faltará conocer todos los elementos extralingüísticos que intervienen para saber si estoy insultándolo o elogiándolo.


            Ese riesgo citado en la novela, le digo a Zalabardo, se da con más frecuencia de la deseable en las redes sociales. La brevedad e inmediatez que en estas se exige hacen que contexto y situación queden marginados. La consecuencia: surgen los malentendidos, las interpretaciones equivocadas (a veces de manera maliciosa) que dan pie a incidentes más o menos graves. El comportamiento de nuestros políticos, por ser algo bien visible, nos lo muestra casi a diario. La supresión del inicio de unas declaraciones de la ministra Irene Montero nos deja una frase de la que se valen sus enemigos para acusarla de defensora de la pederastia. Y no es que la ministra me resulte simpática; pero es una mentira maliciosa lo que dicen que ha dicho. Por la otra parte: ¿Se puede llamar insolvente a Feijóo? Me parece que no es lo adecuado. En insolvente hay una carga de profundidad, negativa, que hace que el adjetivo sea más duro que incompetente, por ejemplo. En el caso de Montero se oculta el contexto; en el de Feijóo se aplica una connotación situacional.

            Y, como suele ocurrir, un tema nos lleva a otro y Zalabardo y yo pasamos a hablar de la crítica, del derecho a ejercerla y de la conveniencia de aceptarla. Porque es un principio innegable que todo aquel que expone en público una actitud o una idea está expuesto a ser criticado. Pero es fácil ver que no nos gusta ser criticados y nos cuesta aceptar una crítica. Muchos incidentes acaecen porque consideramos crítica cualquier cosa que los otros digan. De ahí la necesidad de entender e interpretar bien. Baltasar Gracián decía que no puede ser entendido el que no sea buen entendedor. También dice que algunos serían sabios si no creyesen serlo. Y, también, que no se debe criticar a bulto: el mal gusto habitualmente nace de la ignorancia.


            Zalabardo me apostilla que, aunque no soportamos que nos critiquen, no dejamos de criticar a los demás. Y me deja caer esta frase de Friedrich Dürrenmatt: uno está expuesto a la crítica como a la gripe. Entonces recuerdo un artículo que escribió hace años Ferran Ramon-Cortés en el que, entre muchas otras cosas, afirmaba que si la crítica es una observación [impresión personal desligada de cualquier juicio hacia la persona], se tomará bien; pero si la crítica implica un juicio [una catalogación de la persona, no de lo que dice], lo más probable es que siente mal.

            Todas estas reflexiones me hacen volver al principio: si nos esforzamos en interpretar bien, evitaremos los malentendidos; si no hay malentendidos, no habrá conflictos; si procuramos ser mejores entendedores antes que exigir ser entendidos, sabremos diferenciar las observaciones de los juicios molestos. Si alcanzamos esa meta, no necesitaremos creernos sabios, pero es posible que estemos rozando, aunque sea muy superficialmente, el manto de la sabiduría.

domingo, septiembre 18, 2022

SOBRE CACHONDEO

 

Le cuento a Zalabardo que una estancia de algunos días en la costa gaditana me ha dado ocasión para meditar acerca del origen y relaciones entre el sustantivo cachondeo, el adjetivo cachondo/a y el verbo cachondear(se). Lo que parece tarea fácil no lo es tanto. Pudieran ser, las tres, formas de una misma familia o, por el contrario, un ejemplo más de homonimia, palabras coincidentes en su forma, pero con origen diferente.

            A Zahara de los Atunes se entra cruzando el río Cachón, dato que hay que tener muy en cuenta ya que los zahareños presumen de ser los inventores del cachondeo, palabra a la que asignan su origen precisamente por el nombre de ese río. Entre sus argumentos, dicen contar con un testigo crucial, el mismísimo Cervantes. Echan mano de algunos fragmentos de La ilustre fregona, donde se dice del joven Carriazo que pasó por todos los grados de pícaro hasta que se graduó en las almadrabas de Zahara, donde es el finisbusterrae de la picaresca. Poco más adelante leemos: No os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes; y aún un poco más: Aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega, y por todo se hurta. Allí campea la libertad y luce el trabajo.

            Zahara de los Atunes, como varios otros pueblos cercanos, vive de la pesca de este pez y la técnica de la almadraba es todo un arte que se viene practicando desde muy antiguo. Cuentan en la zona que los almadraberos, al terminar la faena, se reunían junto al río Cachón para descansar y solazarse y allí sucedía todo lo que cuenta Cervantes y aún más. Por eso, asistir a tales reuniones era estar o irse de cachondeo. Este tipo de reuniones atraía a gran cantidad de ociosos y maleantes. Hasta tal punto que el marqués de Santillana recoge el refrán Roncalde, que del almadraba viene, comentado por Rodríguez Marín, en su edición de esta novela diciendo que tan de vagos era el andarse en las almadrabas que cuando tornaban, les daban vaya por los caminos, roncándoles, para echarles en cara su haraganería. Quizá esto sirva para explicar el significado que el DLE da al término, ‘falta del rigor o seriedad necesarios, juerga, jolgorio’ o para el que da al verbo cachondear(se), ‘burlarse, guasearse de algo o alguien’.


           El problema podría surgir cuando vemos que el diccionario académico hace proceder la palabra de cachondo. El Diccionario académico, el etimológico de Corominas y algunos otros, afirman que cachondo/a, ‘que está en celo’ o ‘persona dominada por el apetito sexual’, es voz que deriva del latín cattulus, ‘cachorro’. Mantienen algunos que por imitación de verriondo (de verres) y de toriondo (de toro) surgió una forma catuonda, catulonda o cachionda para designar a la ‘vaca en celo’ y que acabaría en cachonda, pues originalmente existió la forma femenina que solo más tarde se trasladaría también al masculino.

            Cuando hablo antes de problema es porque Corominas, en una entrada anterior, habla del origen de cacho, que hace derivar del latín cacculus, ‘olla, cacharro’. De cacho, dice, procede cachar, ‘hacer pedazos algo’ y ‘hablar de alguien burlona o irónicamente’. La verdad sea dicha, no veo mucha relación entre cachorro y cacharro, pese a la similitud fonética.

            Confieso a Zalabardo que no puedo asegurar nada porque tampoco hallo lugar en que se me aclare cómo esto segundo pasa a lo primero o, si así lo queremos, al revés. En conclusión, yo no me atrevería a privar a los zahareños de sentirse orgullosos por ser inventores de una palabra. Y menos aún si, cuando repaso este apunte antes de subirlo a la Agenda, leo un artículo de Elvira Lindo en el que califica de cachondas a unas señoras que se divierten sin que el adjetivo nos haga pensar de ellas que son unas salidas ni unas vacas en celo. Por eso, dejaría estar las cosas como están, con esa pizca de ambigüedad que no acertamos a aclarar y que los zahareños continúen felices por su invento.


            Por cierto, cuento a mi amigo, cuestión que nada tiene que ver con esta es la del nombre del pueblo y su gentilicio, zahareño. No tengo la menor idea sobre la lengua árabe y todo lo digo por referencias. También aquí hay dos bandos sobre el origen del nombre de la población, Zahara, que relacionan con Sahara, porque dicen que coinciden con la misma raíz, ṣaḥrā, ‘desierto’. Pero, ya en el siglo XVI, Covarrubias recogía en su Tesoro el término zahareño, que define como ‘pájaro esquivo y dificultoso de amansar. Es término del arte de cetrería y arábigo, y dicen venir de la palabra çahara, que significa peñasco o breña, por haberse criado estas aves en las hendeduras de los altos riscos’. Todo cobra sentido si conocemos cómo son las costas en que se asienta este pueblo, si pensamos que hay un tipo de manzanilla, que se da en la Axarquía y en Sierra Nevada, en terrenos rocosos, llamada zahareña y si pensamos que zahareña es también la persona ‘arisca, desdeñosa, huraña’, como el ave de que hablaba Covarrubias. Eso lleva a pensar, con el lexicógrafo toledano que fue capellán de Felipe II, que el origen de Zahara será más bien ṣaḫrî, que significa ‘peñasco, roca’.

sábado, septiembre 10, 2022

…, NO, LO SIGUIENTE

 


Zalabardo me ha oído con frecuencia repetir que hay tres principios de máxima validez referidos a la lengua. El primero, que el pueblo es su dueño y es quien la hace y deshace; el segundo, que es algo en constante mutación; y tercero, que ni la Real Academia, ni la Gramática ni el Diccionario dictan cómo hay que hablar, sino que se limitan a reflejar cómo se habla en cada momento.

            Sabido eso, digamos que el hablante tiene la responsabilidad de tratar con mesura y respeto la lengua heredada, la obligación de procurar que, si no evoluciona a mejor, nunca lo haga a peor. Academia, Gramática y Diccionario son orientadores y guías, pero no depositarios exclusivos de esa lengua.

            Esta responsabilidad, claro está, recae sobre unos más que sobre otros. Quienes se valen de la palabra como principal instrumento de su actividad ―periodistas, profesores, políticos…― han de ser más cuidadosos, porque son referentes para el pueblo, que termina asimilando las formas y giros lingüísticos que manejan. No olvidemos que habrá palabras, giros, que podrán gustarnos o no, pero que, si se generalizan, acabarán triunfando e integrándose en el fondo común. Por eso hay que dejar claro que aunque en el Diccionario aparezca almóndiga, eso no quiere decir que sea un término correcto, pues ya en él se lee que es de uso vulgar; o por eso hay que hacer entender que el hecho de que una palabra no aparezca en el Diccionario no la invalida de ninguna manera; o, por eso, nadie debe decir que el sufijo -nte no tiene femenino…


           He comentado a veces con Zalabardo dos giros que no me gusta, pero que parecen instalados ya en nuestra lengua común. Uno es la negación sistemática con para nada en lugar del claro y rotundo no. Y el otro es ese extraño giro no, lo siguiente, para expresar un grado que o no existe o se puede decir de otra manera. Ya en 2018, un cronista deportivo escribía: Zidane no es torpe, es lo siguiente; y en 2021 repetía: Militao no es torpe, es lo siguiente. No es pues un vicio reciente. ¿Cuántas veces habrá repetido este hombre lo mismo, ignorando que en nuestra lengua podría haber utilizado el superlativo, torpísimo, o echar mano de incompetente, nulo, negado, inhábil, obtuso, incapaz, ceporro, tarugo, zoquete, garrulo, maleta y no sé cuántas formas más para destacar la mucha torpeza que él veía? Pero prefería lo siguiente, con olvido de que, por su prestigio profesional, muchas personas acabarían empleando tan fea expresión.

            Sin embargo, le digo a Zalabardo, creo que más condenables que este tipo de errores son las manipulaciones conscientes del lenguaje con fines no siempre lícitos. Sobre esta cuestión he encontrado, casi por casualidad, un libro publicado en 2018 y que no conocía: Las manipulaciones del lenguaje, de Nicolás Sartorius. Quien no tenga una memoria muy débil sabrá que este abogado fue cofundador de Comisiones Obreras, partícipe en los debates para la redacción de la Constitución, figura importante en la Transición y parlamentario hasta 1993. Luego debe saber de qué habla.


            La tesis de Sartorius en este diccionario o glosario de expresiones y palabras que hoy circulan de forma abundante es que el lenguaje ha sido históricamente manipulado ―por los políticos, en especial durante las dictaduras, y por la religiones― para evitar palabras y expresiones que serían más adecuadas, pero peor aceptadas. Me voy a quedar con tres: posverdad, externalizar y viral.

            Posverdad podría sonarle a alguien poco avisado como ‘lo que está más allá de la verdad’, con lo adquiriría un barniz positivo. Sin embargo, el DLE dice de posverdad que es una ‘distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales’; o sea, posverdad es igual que mentira. Y es un arma tan nociva que transforma la realidad en asuntos de enorme transcendencia. Sartorius da ejemplos: Trump llegó a ser presidente con la excusa, posverdad, de que Hillary Clinton ponía en peligro la seguridad de los EEUU; el brexit triunfó con la afirmación, posverdad, de que Gran Bretaña pagaba los gastos de la UE; el procès catalán se ha sostenido sobre el mantra, posverdad, “España nos roba”.

            Externalizar, ‘encargar el trabajo que se realizaba en una empresa o institución dentro de sus locales y por sus plantillas a empresas y personal externos a ellas’ es algo frecuente en nuestros días. Se externaliza la sanidad o la enseñanza públicas derivando la atención a centros privados o subvencionando colegios privados. ¿Se mejora con ello la sanidad o la educación? Ni mucho menos. Al externalizar, lo que se hace es obtener la fuerza de un trabajo sin asumir las obligaciones de una relación laboral. El estado deja la gestión de esas atenciones en manos de empresas privadas sin hacerse cargo de esos trabajadores que, en no pocos casos, se convierten autónomos y no miembros de una plantilla. Afirma Sartorius que externalizar sale mucho más barato que construir centros o formar profesores y su objetivo final es hacer desaparecer al trabajador como sujeto de derechos y eje del sistema productivo.


           Y nos queda viral. A esta palabra, ‘relativo a un virus’ en su origen, se le ha añadido el significado de ‘mensaje que se difunde con gran rapidez, exponencialmente, en las redes sociales, mediante constantes envíos y reenvíos’, con lo que se la dignifica. ¿Dónde está la manipulación? En que la rapidez de difusión de una posverdad, una mentira, o un bulo, informaciones premeditadamente falsas, es decir, hacerlas virales, quita al receptor la facultad de analizar la veracidad del mensaje, cosa que poco importa, porque lo que el emisor busca es que, con tanta machaconería, se acabe creyendo que podría ser verdadero.

sábado, septiembre 03, 2022

SOBRE DOGMAS Y AXIOMAS

 Pese a los muchos años que llevo jubilado, no consigo desprenderme de lo que constituye el ritmo de los cursos. Por eso, durante el verano, dejo guardada la Agenda de Zalabardo para reiniciarla en septiembre, cuando el verano se nos aleja y empieza a asomar el otoño. Ojalá vengan las aguas que tanto faltan y se sosieguen los ánimos encrespados que hemos debido soportar en tantos ámbitos. Pero Rusia sigue con su ataque a Ucrania y nuestros políticos no pierden la afición a la gresca que ya mostraban antes de las vacaciones.

            Le digo a Zalabardo en el reencuentro que he hecho lo posible por abstraerme de esa situación anómala buscando refugio en la lectura y los paseos. Y también he meditado sobre la naturaleza de las redes sociales, que juzgo positivas aunque generen peligros, riesgos y situaciones que no pueden sortearse más que bloqueando alguna de esas extrañas amistades de Facebook o algún contacto de Whatsapp. Aunque la decisión no resulte grata.

            La razón, le digo a mi amigo, es que me cuesta entender el nivel de intolerancia con que no pocas personas se mueven en las redes. Que alguien defienda ideas que no tienen por qué ser compartidas por los demás es algo lógico y natural. Pero duele ver hasta qué punto una religión, una doctrina política, un sistema de pensamiento― conjuntos de creencias en principio todas respetables, salvo contadas excepciones― puede derivar hacia conductas sectarias y fanáticas. Le digo a mi amigo que las personas debieran estar por encima de sus ideas, aunque algunos no parecen entenderlo así.

            Reflexionando sobre esto, he recordado dos lecturas, una añeja y otra más reciente. Valle-Inclán dice en uno de sus esperpentos: «La crueldad y el dogmatismo del teatro español solamente se encuentra en la Biblia»; y poco más adelante: «[Nuestro teatro] tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática». Y en una de las lecturas de este verano, Luis García Montero: «las constituciones no son libros sagrados, intocables que se cierran para siempre en un propio ser, sino obras en marcha obligadas a responder ante los cambios y necesidades de su sociedad». Todo esto debería ser algo sabido: una gramática solo da cuenta del estado de la lengua en un momento dado y una constitución responde a las necesidades de un momento preciso. Si la lengua cambia o en la sociedad surgen necesidades nuevas, gramática y constitución habrán de adaptarse a esos cambios.

            Por desgracia, eso no es así entre nosotros. Hay quienes se empeñan en que cualquier conjunto de ideas ―religiosas, políticas, sociales…― es inmutable por definición o por el capricho de alguien. Grave error nacido de otro error aún mayor: que la verdad viene siempre del mismo lado. Los que eso piensan convierten sus ideas en dogmas sin entender, porque se empeñan en ignorarlo, que nunca un dogma debe confundirse con un axioma.

            Zalabardo sabe bien, lo hemos hablado varias veces, que ambas palabras tienen origen griego. Axioma, en sus inicios, significaba ‘lo que guía como justo’ y los diccionarios actuales lo definen como ‘verdad o proposición que, por su evidencia, no necesita demostración’. Dogma, en cambio, significaba ‘parecer, decisión, opinión’, aunque ahora se entiende como ‘proposición o conjunto de creencias que se consideran indiscutibles e innegables’. Con facilidad entenderemos que el axioma es algo natural, que no necesita más que ser observado para su aceptación, mientras que el dogma es siempre algo forzado, creado para someter a otros. Cuando decimos que un todo está formado por la suma de todas sus partes, nadie duda de que enunciamos un axioma. No se nos impone y no se trata de creerlo o no, pues basta con su simple evidencia. Pero si alguien nos dice que el autoritarismo solo se da en la extrema derecha y en el fascismo está enunciando un dogma, una opinión que se desea imponer pese a que puede ser rebatida con facilidad.

            Axiomas y dogmas se dan solo en todas las esferas de la vida y no solo en las religiones o la política, aunque quizá en estas resultan más notables. El axioma es intemporal, una verdad que está ahí y que nadie impone ni se ha de demostrar; el dogma nace en un momento dado y por una necesidad de someter a pensar lo mismo a todos los seguidores de ese sistema.


            El austriaco Paul Watzlawick diseñó una clara teoría sobre los axiomas de la comunicación; citemos solo el primero: es imposible no comunicar. Es una verdad de Perogrullo. La comunicación no es solo un acto de voluntad, pues cualquier movimiento, cualquier palabra, cualquier vestuario, cualquier gesto, etc., puede ser interpretado; por lo tanto, no comunicar es imposible. Y en geometría, pocas cosas hay tan claras como que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos.

            La sencilla validez del axioma prevalece aunque no reparemos en ello. Todo lo contrario que el antipático dogma, que suele nacer de un conflicto en el que una parte pretende imponer sus creencias a los que piensan de diferente manera. Por eso es discutible el dogma jurídico de que no hay pena sin ley, es decir, que si no existe una ley que lo avale, tampoco hay conducta merecedora de castigo. Tan discutible como el referido a la nutrición que afirma que el veganismo es la única forma de vida equilibrada.

            Pero le repito a Zalabardo que son las religiones los cuerpos de creencias más dados a sostenerse sobre dogmas. Si no estoy equivocado, que pudiera ser, el credo islámico, lo que se llaman cinco pilares del islamismo, fueron expuestos por Abu Hanifah en el siglo VIII para impedir las desviaciones de algunos grupos de fieles. Y, en la Iglesia Católica se discutió mucho para definir el dogma de la virginidad de María, como se discutió el problema de los hermanos de Jesús que cita el Nuevo Testamento, que los católicos resuelven diciendo que no eran sino primos y, los ortodoxos, hijos de un matrimonio anterior de José. Cuando en un grupo dos o más partes se empecinan en que sus creencias son las verdaderas, nace el conflicto, la escisión, el cisma, y cada una acaba definiendo su opinión como dogma, que no puede discutirse ni negarse. El axioma de que todos los ángulos rectos son iguales es una verdad universal, anterior a Euclides, que se limitó a expresarla. En cambio, la infalibilidad del papa ha sido algo tan cuestionado a lo largo de los siglos que tuvo que ser formulada como dogma por Pío IX a finales del siglo XIX.