sábado, septiembre 10, 2022

…, NO, LO SIGUIENTE

 


Zalabardo me ha oído con frecuencia repetir que hay tres principios de máxima validez referidos a la lengua. El primero, que el pueblo es su dueño y es quien la hace y deshace; el segundo, que es algo en constante mutación; y tercero, que ni la Real Academia, ni la Gramática ni el Diccionario dictan cómo hay que hablar, sino que se limitan a reflejar cómo se habla en cada momento.

            Sabido eso, digamos que el hablante tiene la responsabilidad de tratar con mesura y respeto la lengua heredada, la obligación de procurar que, si no evoluciona a mejor, nunca lo haga a peor. Academia, Gramática y Diccionario son orientadores y guías, pero no depositarios exclusivos de esa lengua.

            Esta responsabilidad, claro está, recae sobre unos más que sobre otros. Quienes se valen de la palabra como principal instrumento de su actividad ―periodistas, profesores, políticos…― han de ser más cuidadosos, porque son referentes para el pueblo, que termina asimilando las formas y giros lingüísticos que manejan. No olvidemos que habrá palabras, giros, que podrán gustarnos o no, pero que, si se generalizan, acabarán triunfando e integrándose en el fondo común. Por eso hay que dejar claro que aunque en el Diccionario aparezca almóndiga, eso no quiere decir que sea un término correcto, pues ya en él se lee que es de uso vulgar; o por eso hay que hacer entender que el hecho de que una palabra no aparezca en el Diccionario no la invalida de ninguna manera; o, por eso, nadie debe decir que el sufijo -nte no tiene femenino…


           He comentado a veces con Zalabardo dos giros que no me gusta, pero que parecen instalados ya en nuestra lengua común. Uno es la negación sistemática con para nada en lugar del claro y rotundo no. Y el otro es ese extraño giro no, lo siguiente, para expresar un grado que o no existe o se puede decir de otra manera. Ya en 2018, un cronista deportivo escribía: Zidane no es torpe, es lo siguiente; y en 2021 repetía: Militao no es torpe, es lo siguiente. No es pues un vicio reciente. ¿Cuántas veces habrá repetido este hombre lo mismo, ignorando que en nuestra lengua podría haber utilizado el superlativo, torpísimo, o echar mano de incompetente, nulo, negado, inhábil, obtuso, incapaz, ceporro, tarugo, zoquete, garrulo, maleta y no sé cuántas formas más para destacar la mucha torpeza que él veía? Pero prefería lo siguiente, con olvido de que, por su prestigio profesional, muchas personas acabarían empleando tan fea expresión.

            Sin embargo, le digo a Zalabardo, creo que más condenables que este tipo de errores son las manipulaciones conscientes del lenguaje con fines no siempre lícitos. Sobre esta cuestión he encontrado, casi por casualidad, un libro publicado en 2018 y que no conocía: Las manipulaciones del lenguaje, de Nicolás Sartorius. Quien no tenga una memoria muy débil sabrá que este abogado fue cofundador de Comisiones Obreras, partícipe en los debates para la redacción de la Constitución, figura importante en la Transición y parlamentario hasta 1993. Luego debe saber de qué habla.


            La tesis de Sartorius en este diccionario o glosario de expresiones y palabras que hoy circulan de forma abundante es que el lenguaje ha sido históricamente manipulado ―por los políticos, en especial durante las dictaduras, y por la religiones― para evitar palabras y expresiones que serían más adecuadas, pero peor aceptadas. Me voy a quedar con tres: posverdad, externalizar y viral.

            Posverdad podría sonarle a alguien poco avisado como ‘lo que está más allá de la verdad’, con lo adquiriría un barniz positivo. Sin embargo, el DLE dice de posverdad que es una ‘distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales’; o sea, posverdad es igual que mentira. Y es un arma tan nociva que transforma la realidad en asuntos de enorme transcendencia. Sartorius da ejemplos: Trump llegó a ser presidente con la excusa, posverdad, de que Hillary Clinton ponía en peligro la seguridad de los EEUU; el brexit triunfó con la afirmación, posverdad, de que Gran Bretaña pagaba los gastos de la UE; el procès catalán se ha sostenido sobre el mantra, posverdad, “España nos roba”.

            Externalizar, ‘encargar el trabajo que se realizaba en una empresa o institución dentro de sus locales y por sus plantillas a empresas y personal externos a ellas’ es algo frecuente en nuestros días. Se externaliza la sanidad o la enseñanza públicas derivando la atención a centros privados o subvencionando colegios privados. ¿Se mejora con ello la sanidad o la educación? Ni mucho menos. Al externalizar, lo que se hace es obtener la fuerza de un trabajo sin asumir las obligaciones de una relación laboral. El estado deja la gestión de esas atenciones en manos de empresas privadas sin hacerse cargo de esos trabajadores que, en no pocos casos, se convierten autónomos y no miembros de una plantilla. Afirma Sartorius que externalizar sale mucho más barato que construir centros o formar profesores y su objetivo final es hacer desaparecer al trabajador como sujeto de derechos y eje del sistema productivo.


           Y nos queda viral. A esta palabra, ‘relativo a un virus’ en su origen, se le ha añadido el significado de ‘mensaje que se difunde con gran rapidez, exponencialmente, en las redes sociales, mediante constantes envíos y reenvíos’, con lo que se la dignifica. ¿Dónde está la manipulación? En que la rapidez de difusión de una posverdad, una mentira, o un bulo, informaciones premeditadamente falsas, es decir, hacerlas virales, quita al receptor la facultad de analizar la veracidad del mensaje, cosa que poco importa, porque lo que el emisor busca es que, con tanta machaconería, se acabe creyendo que podría ser verdadero.

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