domingo, abril 27, 2014

PALABRAS SIN SUERTE (HEMEROBIO)



            Echando mano de su afición por los refranes, Zalabardo me ensarta unos cuantos: Nunca es tarde si la dicha es buena, Más vale tarde que nunca, Todo llega a su tiempo o Cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento. Claro que no estamos en Adviento, sino en el segundo domingo de Pascua. Pero da igual. Él me lo dice porque este apunte estaba dispuesto hace tiempo y ha ido demorando su aparición. No sé si para consolarme o con ironía suelta que "mejor que sea así". Lo que yo quería era comentar que hay palabras sin suerte, como huérfanas, olvidadas, que ni siquiera aparecen en el DRAE. Son como esos eternos jugadores suplentes de un titular que no se lesiona nunca. Otras, en cambio, necesitan poco para popularizarse. Las dice un locutor, un político, salen en una revista y ya está. Véase si no el caso de las feas ciclogénesis explosivas, que aquí siempre han sido borrascas profundas, o, según los lugares, galernas. O de selfie, a la que lanzó al estrellato la ceremonia de los últimos premios Óscar y que no es otra cosa que un autorretrato (aunque Fudéu recomiende que se diga autofoto). O de locución, esa antipática grabación que nos asalta cuando queremos hablar con un servicio técnico y que, al menos a mí, me hace sentir un poco lelo, pues no sé cómo se soluciona un problema hablando con una máquina.
            De esas palabras sin suerte, que son muchas, quiero detenerme en hemerobio, de tan escasa frecuencia de uso en nuestra lengua que, de hecho, solo la encuentro en tres diccionarios: el de Terreros y Pando, de 1787; el de Gaspar y Roig, de 1855; y el de Rodríguez-Navas y Carrasco, de 1918. Y, aun así, como nombre de un humilde insecto que tiene la particularidad de no vivir más que un día. Para colmo, a este insecto se le llama, más comúnmente, efímero y, en los diccionarios de la Academia, aparece como cachipolla.
            Permitidme que recuerde una breve historia, por demás bien conocida. El griego Diógenes fue un filósofo de la escuela cínica de quien, si poco se sabe de su vida, casi tan poco se sabe de sus ideas. Todo sobre él son leyendas y anécdotas de las que nos falta confirmación. Que vivía en un tonel que iba moviendo según el tiempo para que le diese el sol o evitar que el aire le azotara la cara. Que solicitó quedar insepulto a su muerte y, cuando se le preguntó si no temía ser devorado por las fieras, dijo que se colocara a su lado su cayado, pues él las espantaría, con lo cual demostraba el escaso valor que concedía al cuerpo una vez muerto. Que, cuando Alejandro le ofreció entregarle lo que pidiera, contestó: “que te eches a un lado porque me quitas el sol, que es lo único que no me puedes dar”.
            Sobre sus ideas, lo que más se ha solido repetir es que mantenía que la virtud consistía en suprimir las necesidades. Tenía fama de no preocuparse de con qué se sustentaría al día siguiente y de no guardar de un día para el otro. Tal actitud mereció que se le diera el nombre de hemerobio, es decir, ‘que vive al día’. Esto lo he sabido repasando el Tesoro de Covarrubias.
            Lo que no acabo de entender es que se dé su nombre (síndrome de Diógenes) a un determinado trastorno de conducta que lleva a alguien no ya a vivir en soledad sino a acumular todo tipo de objetos y, sobre todo, basura, cuando lo que predicaba Diógenes era la negativa a guardar nada, a poseer nada.
            Volviendo a las palabras, le digo a Zalabardo que, sin embargo, hemerobio y efímero comparten etimología, pues proceden ambas del griego ήmέra, ‘día’. Cierto que no hay muchas con ese origen: citemos hemeroteca, ‘biblioteca donde se guardan publicaciones periódicas’ o Decamerón, ‘diez días’. Hasta palabras tan técnicas como hemeralopía, ‘disminución de la agudeza visual cuando existe poca luz’ o hemerálope, ‘quien padece dicha patología’, tienen su huequecito en el diccionario. Pero no hemerobio, o hemeralogía, ‘arte de hacer calendarios’, otra también con mala suerte. Con el añadido de la preposición έpί se forma efemérides, ‘narración o comentario de los hechos de cada día’ y efímero, ‘que dura un día’, ‘transitorio’. Esta última, como digo, es sinónima de hemerobio, formada por la unión de ήmέra y bίoς, ‘vida’, es decir ‘que vive un día o al día’. Eso me recuerda la ocasión en que pregunté al Departamento de Consultas de la RAE por cuperosis (también, al parecer, palabra con mala suerte). Me contestaron que, por supuesto, es palabra de uso en español, pero que por ser un tecnicismo médico no se recoge en el DRAE. ¿Por qué entonces sí aparece hemeralopía? ¿No pertenece al mismo campo de los tecnicismos médicos?
           Pero, ya digo, hay palabras que no tienen suerte. Y eso que, desgraciadamente, por mor de la crisis que padecemos a causa de la irresponsabilidad de tantos buscadores del enriquecimiento fácil e ilícito a costa del empobrecimiento de muchos otros ciudadanos, nuestra sociedad está llena de hemerobios, de gente que vive al día, aunque no sea por una decisión personal, como la de Diógenes, sino por pura necesidad y por la injusticia del sistema. Lo peor de todo es que bastantes de estos hemerobios de hoy no disponen ni de un tonel en el que vivir y, a lo que parece, muchas sombras (o las sombras de muchos) se confabulan para que pierdan, incluso, su derecho a ser calentados por el sol.
            El día que todos ellos se harten de su vida precaria es posible que en muchos oídos resuene el grito del inconformismo y nos encontremos, de la noche a la mañana, ante esa España de la rabia y de la idea que anunciaba Machado en su poema El mañana efímero.


domingo, abril 20, 2014

LA SOLEDAD MÁS ACOMPAÑADA



Foto de Gorka Lejarcegi, tomada de EL PAÍS
            Tenía para hoy preparado un apunte que, por diferentes razones, ha ido posponiendo su aparición. Era mi intención hablar de aquellas palabras que no tienen suerte y daba como ejemplo de ellas una entre otras, hemerobio.
            Pero resulta que el viernes pasado me desperté, Zalabardo fue el primero en ponerme al tanto, con la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez. La suya venía siendo desde hace un tiempo, como el título de una de sus novelas, la crónica de una muerte anunciada.
            Y, claro, decido dejar hemerobio para la próxima semana. ¿Es cuestión de necrofilia, esa morbosa tendencia que tantas veces nos atrae, que nos impele al elogio de las personas una vez que han fallecido? Me digo que no, pero no puedo evitar el recuerdo de las palabras de un compañero, allá en los lejanos tiempos de la Universidad: “El mérito está en leer a los escritores cuando aún están vivos; una vez que mueren parece que obedecemos a un rito del que no queremos quedar excluidos. Además —seguía diciendo—, mientras viven es cuando podemos otorgarles, aparte de nuestro reconocimiento, el premio, en forma de beneficios por ventas, que compense el sacrificio de las muchas horas dedicadas a la creación de su obra”. No pocos escritores, hoy considerados geniales, murieron en la indigencia porque nadie les hizo ni puñetero caso. No es el caso de García Márquez. En vida ha recibido todo el elogio merecido. No creo que nadie discuta su calidad.
            Discuto, sí, con Zalabardo, sobre las jugarretas que nos depara la (mala) memoria. Le digo que hubiese jurado por lo más sagrado que supe de Cien años de soledad mientras estudiaba en la Universidad de Sevilla. E incluso habría tenido la osadía de indicar la librería de la calle Sierpes en que compré el volumen. Craso error. El viernes, mientras leía tanto panegírico de la figura de Gabo, caí en la cuenta de que Cien años de soledad se publicó en 1967, cuando finalizaba mi penúltimo año en Granada. Y que la primera edición publicada en España, la que me introdujo en Macondo, es de 1969. O sea, que yo ya había concluido mis estudios universitarios.
            Lo que sí recuerdo es que leí la novela aconsejado por amigos. Antes, una lectura alcanzaba su prestigio por vía oral. Se leía aquello que alguien, antes que tú, había conocido y te animaba a seguir su ejemplo. Creíamos en la palabra de los otros, venía avalada por la garantía de que tras su consejo no se escondía ningún interés espurio. En la actualidad, por desgracia, es común que un producto literario se venda incluso antes de estar escrito. Te fuerzan a valorar una novela antes de haber leído una sola de sus líneas. Así es el mercado y así es el negocio. Y así crean esos superventas que nadie recuerda pasadas las dos primeras semanas. Zalabardo sabe que huyo de ellos como de la peste. Aunque no debemos olvidar la sentencia (en el Quijote la leemos por dos veces y también en Guzmán de Alfarache) que Plinio el Joven atribuye a su tío, Plinio el Viejo: dicere etiam solebat nullum esse librum tam malum ut non aliqua parte prodesset, ‘incluso solía decir que no hay ningún libro tan malo que no tenga alguna parte de la que sacar provecho’
            Otros libros, en cambio, serán eternos. Me hice lector del Quijote (vuelvo a él con frecuencia) durante mi etapa escolar. Un maestro de primaria nos ponía en corro y nos hacía leer una edición adaptada que pasaba de mano en mano. De vez en cuando, interrumpía la lectura y comentaba algo del pasaje que estábamos leyendo. Desde entonces no lo he dejado y no miento si digo que dispongo de diferentes ediciones de la obra de Cervantes. De esa forma, o parecida, he ido leyendo libros a lo largo de mis años. Y regreso a La Odisea, como regreso a Madame Bovary. Pero no voy a hacer aquí ninguna lista de lecturas preferidas. A más de larga, sería incompleta. 
            Claro que, le digo a Zalabardo, tengo la impresión de que hoy, a nuestros escolares, con esa dichosa manía de la educación en valores y la corrección política, se les da mucho gato por liebre en lugar de abrirles las puertas a la literatura que nunca perecerá.
            También de Cien años de soledad tengo varios ejemplares: la edición “canónica”, con la portada de Vicente Rojo que, según algunos, está inspirada en el juego llamado, precisamente, macondo; la de Editorial Sudamericana de 2007, que quiso así conmemorar los cuarenta años de su publicación y que lleva la extraña portada del galeón hundido en medio de la selva improvisada en 1967 porque no llegó a tiempo la encargada al mejicano Rojo; y la que, en el mismo año, lanzó la Asociación de Academias de la Lengua Española. A las tres vuelvo también de vez en cuando.
            Hay libros que te enganchan desde la primera frase, desde la primera línea, desde la primera palabra casi, y ya no los puedes dejar. ¿Por qué no querría acordarse Cervantes del nombre de aquel lugar de la Mancha? Siempre he comentado a Zalabardo que uno de los inicios que más me han calado ha sido el de La familia de Pascual Duarte, de Cela: Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Esos arranques que enganchan son frecuentes en los libros de García Márquez: José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había ahogado. (El  general en su laberinto); Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. (El amor en los tiempos del cólera); El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. (Crónica de una muerte anunciada).
            Aunque ninguno alcanza la fuerza seductora de las primeras palabras de Cien años de soledad: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Desde ese momento, sin que nos demos cuenta, quedamos enredados en el ambiente en que José Arcadio y los demás Buendía, Úrsula Iguarán, Melquiades, el coronel Aureliano, Fernanda del Carpio, Remedios la bella y todos los demás se nos levantan como fantasmas que dan realidad a ese universo que es Macondo, en el que alcanza su expresión máxima el aura mágica que ya tenía el mundo cuyas puertas nos abrió años antes Juan Rulfo con su Pedro Páramo. Esta novelita y Cien años de soledad están, sin duda, entre lo mejor que nunca se haya escrito en nuestra lengua.
            Por esa razón, la muerte de Gabriel García Márquez no nos deja huérfanos y sus Cien años de soledad continuarán acompañando por los siglos de los siglos a cuantos amen la literatura.

domingo, abril 13, 2014

NUEVA ODA A LA VIDA RETIRADA



            Escribo consciente de que este apunte no lo voy a subir a la Agenda hasta el final de esta semana, pero le confieso a Zalabardo el deseo de que no se extravíe en mi memoria ningún detalle del encuentro.
            Ayer, domingo 6 de mayo, recorrimos la ruta Monda-Fuente de los Morales-Cerro Gordo-Monda. Y se nos presentó una de esas experiencias que solo a quien se echa a los caminos con el espíritu dispuesto a disfrutar de la naturaleza, y de quienes viven ligados a ella, se le ofrecen.
            Por deformación profesional, le explico a Zalabardo, tiendo a fundir lo que me rodea con el mundo de la literatura del que, por vocación y profesión, he vivido. Siempre encuentro algo que me recuerda una escena semejante leída. Y cada día me convenzo más de que la literatura, determinada literatura, no es pura invención de espíritus ociosos, sino reflejo de cuanto nos rodea. Y por eso perdura.
            Todavía temprano, en este caluroso inicio de la primavera hay que aprovechar las primeras horas para evitar los rigores del sol, llegamos a la Fuente de los Morales. Allí estaba, llenando una garrafa con el agua que manaba de aquel chorro bajo la acogedora sombra de un imponente quejigo: Pedro Villalobos. El nombre nos lo diría más tarde, que en determinados lugares y entre determinadas personas las presentaciones sobran; un educado saludo es más que suficiente.
            Hablamos de todo cuanto se puede hablar, comenzando por la bondad y frescura del agua de la fuente (“pruebe usted el agua, verá qué maravilla”), de las dificultades de la vida del campo (“el campo, hoy, no es para trabajarlo, pues no da rendimiento; el campo es para vivir”), de la oposición campo/ciudad (“yo en la capital m’ajogo; en cambio, aquí vivo rodeado de oxígeno”).
            Conocedor de nuestro destino, Pedro se ofreció a indicarnos un acceso más breve (“y más bonito”) al arranque a la subida de Cerro Gordo. Y nos metimos por una escondida y serpenteante senda entre naranjos y casitas de labor. A cada instante se paraba a hablar con sus moradores y a todos decía lo mismo (“aquí voy con unos amigos”). En tan poco tiempo nos había concedido ese honor. Hablaba de que en los pueblos, todo el mundo se conoce y todos acuden a la necesidad del vecino (“en la capital, nadie sabe quién vive a su lado”) o de que es posible disfrutar de una tranquilidad y sosiego que no hay en la ciudad. Me acordé entonces del capítulo quinto del libro de Fray Antonio de Guevara en el que relata las ventajas de la aldea frente a la corte, cuando habla de la ausencia de envidia, de la tranquilidad y sosiego de que se dispone, de que se vive de acuerdo a la razón y no a la opinión, de que hay tiempo para todo. ¿Tópicos? Según cómo lo miremos.
            Otras paradas tenían por objeto desahogarse contra los malos tiempos presentes (“estas naranjas hay que dejarlas pudrir en el árbol porque por ellas nos pagan menos de lo que cuesta hacerlas crecer”) o retornaba a su elogio de la vida rural (“en el campo, se vive con poco, pero no se pasa hambre: cualquiera tiene a su alcance bellotas, naranjas, patatas, madroños…”). ¿No habla de eso don Quijote en el capítulo xi de la segunda parte, cuando pronuncia aquel memorable discurso sobre la edad de oro?: a nadie le era necesario para alcanzar el ordinario sustento otro trabajo que el de alzar la mano y alcanzarlo de las robustas encinas.
            En esas llegamos hasta su casa (“ya que están ustedes aquí no van a seguir de largo; entren y conocerán a mi señora”). Y entramos en su casa, La Coripeña, en honor de su esposa, natural de Coripe, en la provincia de Sevilla. María (siento no recordar su apellido) nos acogió con igual agasajo. Nos enseñaron la casa, decorada con aperos y útiles que se van perdiendo (bieldos, hoces y jocinos, jáquimas, jaulas de reclamos de perdiz, cedazos…). Detrás, una pequeña huerta, no más de cien o doscientos metros cuadrados que cultivan para el consumo propio: habas, cebollas, acelgas, ajos, tomates…; una veintena de frutales diferentes: dos variedades de peral, albaricoque, melocotonero, caqui (“que he injertado porque a mi gente no le gusta”), pérsimon y charoni, paraguayo, madroño, serbal, kiwi, naranjo, limonero, una parra… El relevo de los recuerdos literarios anteriores lo tomaban Fray Luis de León: del monte en la ladera / por mi mano plantado tengo un huerto y Horacio: las ramas inútiles podando / injerta otras más fértiles.
            Continuamos la conversación. Con buenos modales y palabras él calificaba a su esposa de fanática de la limpieza (“si vengo del campo, ¿cómo no voy a ensuciar el suelo con el barro de los zapatos?”). Ella respondía, con idénticos buenos modales, que él era bastante machista. Pero todo entre risas y recuerdos gozosos de los hijos y de los nietos (“esto lo hemos hecho para ellos”).
            El agasajo a los huéspedes no podía quedar incompleto (“de aquí no se irán sin probar siquiera una copa del vino que yo hago”). Otra vez Horacio: saca del barril vino del año. Y nos subió a una pequeña terraza para que lo paladeásemos sin prisas (“sentado aquí, al atardecer, con este clima y esta vista, ¿qué más puedo pedir?”). De nuevo  Fray Luis: un no rompido sueño / un día libre, puro, quiero. O aquello otro: a mí una pobrecilla / mesa de amable paz bien abastada / me basta.
            La conclusión, que era volver al principio, cerraba el círculo (“yo no quiero la capital, que allí m’ajogo; cuando tengo que ir, deseo que llegue la noche para regresar aquí a dormir”). Otro recuerdo, Fernández de Andrada: las esperanzas cortesanas prisiones son.
            Volvimos al camino. Nos esperaba la subida a Cerro Gordo. El calor comenzaba a hostigarnos. Pero ya no hablábamos de la temperatura, ni de la fronda de los pinos que la mitigaba, ni de la belleza de los vilanos que, con la brisa, escapaban de unos álamos cercanos, ni del paisaje, ni del cansancio. Toda la charla giró en torno a Pedro Villalobos y María, que viven en Monda, en el Camino de Antonio López, en el lugar de La Alpujata. A ellos debemos darles las gracias por los momentos de felicidad que nos proporcionaron ese domingo.
            Siente curiosidad Zalabardo por saber si Pedro y María habrán leído a Cervantes, a Horacio, a Fray Antonio de Guevara, a Fray Luis de León, a Fernández de Andrada. Le contesto que estoy convencido de que no, pero que no les hace ninguna falta. Algunos soñamos esa vida beata por la imagen que nos ofrecen los libros. Ellos la viven cada día, incluso sufriendo los factores no tan idílicos que la literatura oculta. O desconoce.

domingo, abril 06, 2014

GR-249. CAMINOS



¿Adónde el camino irá? (Antonio Machado)
Desea que tu camino sea largo (Constantinos Kavafis)

            Joseph Townsend abre su Viaje por España en la época de Carlos iii, publicado en 1791, con una serie de consejos para viajar por España. Entresaco algunos: …Debe poseer una buena constitución física y llevar consigo dos buenos criados, cartas de crédito y una buena recomendación para las mejores familias […]. Uno de los criados debe ser español y el otro suizo […] y alguno de los dos tiene que estar familiarizado con la cocina […], un perfecto conocimiento del territorio […], capacidad para obtener una provisión de vino, pan y carne […]. Para su propio transporte, el de sus criados y el del equipaje deberá procurarse tres mulas […]. Su equipaje deberá incluir sábanas, un colchón, una manta, un edredón, un mantel, cuchillos, tenedores, cucharas y un recipiente de cobre donde pueda cocer la comida
            Zalabardo, tras mantener durante unos instantes un gesto de estupefacción, me dice que, de todo ello, lo que no acaba de entender es que un criado tenga que ser suizo. Le contesto que tampoco lo entiendo yo.
            El libro de Townsend, como los de tantos viajeros de entonces, son documentos valiosísimos para conocer cómo era nuestro país, y cómo nos veían aquellos forasteros que se atrevían a transitar por nuestros abruptos caminos allá por los siglos xviii y xix.  Pier Edmond Boissier, Wilhelm von Humboldt, William Jacob, Francis Carter, Théophile Gautier o James Meyrick han sido fuentes inestimables en las que documentarme para determinados episodios de mi novela Goede Hoop. La última travesía del Buena Esperanza. Concretamente, el viaje del protagonista desde Marbella a Málaga, atravesando Sierra Blanca por el Puerto de Ojén, el camino común en la época, sigue bastante fielmente el que realizó Carter.
            Hoy se viaja de otra manera. Por supuesto, menos romántica y cargados con menos impedimenta que la descrita por Townsend. Aparte, está el senderismo, forma de combinar ejercicio, (hasta el límite que uno quiera imponerse), aventura (no tanta) y disfrute de la naturaleza y el paisaje obviando la incoherente urgencia de la carretera y la velocidad de los automóviles. ¿Cómo puede presumir de haber visto la hoz de Beteta quien no ha hecho otra cosa que circular por la carretera que une Beteta con Puente Vadillos, pongo por caso? ¿Cuánto mejor es hacerlo con un buen calzado y una mochila no excesivamente cargada? El Paseo Botánico que se inicia en la Fuente de los Tilos, la Represa de los Tilos, las Cuevas de Armentero y de la Ramera, el Sumidero de Mata Asnos… Nada de eso es posible verlo desde el cómodo asiento de un automóvil.

           No voy a decir, le aclaro a Zalabardo, que yo sea un andarín que no tenga límites. La edad los va poniendo, aparte de que nunca he sido otra cosa que un amante de la naturaleza libre y sin contaminar. Alguna vez he soñado (¿qué senderista no?) patearme el GR-7, no ya en su tramo español, sino la totalidad que forma con el E-4. Este gran recorrido, unos 10000 kilómetros, va desde Tarifa hasta la isla de Creta. Pero, lo confieso sin rubor, soy más de PR (pequeños recorridos) y SL (senderos locales).



           Recientemente, la Diputación de Málaga ha habilitado y señalizado el GR-249, Gran Senda de Málaga. Es un recorrido que circunda la provincia, sobre 700 kilómetros, dividido en unas 30 etapas. Algunas son muy cómodas, aptas para cualquier persona, aunque no esté acostumbrada a andar. Otras son más duras (verdaderamente duras). A veces comento con Zalabardo que los malagueños no somos demasiado conscientes del áspero relieve de nuestra provincia. No tiene mucho que envidiar a otras que tienen fama suelo escarpado. Este GR-249 está, salvo en algunos lugares concretos, bastante bien balizado para evitar extravíos. Utiliza antiguas cañadas, caminos reales y viejas veredas que se iban perdiendo. Solo le pongo a esta Gran Senda una pega. Creo que la Diputación, que ha gastado tanto empeño en ella, ha descuidado la información a las autoridades locales: la Policía Local de Cómpeta o de Nerja, la Guardia Civil de Torrox (cito solo estos ejemplos) desconocen la existencia de esta Senda. Otra “peguilla”: alguna baliza creo que no está convenientemente colocada y cuesta verla.
            De  esta Gran Senda, poco a poco voy recorriendo algunas etapas. Por lo pronto, me he recorrido toda la costa desde Benalmádena a Nerja, la Senda del Guadalhorce, los tramos Málaga-Alhaurín de la Torre, Fuentepiedra-Campillos, Alcaucín-Canillas de Aceituno y otros que ahora no recuerdo.

           Pero son muchos más los caminos que he pateado. Aquí y en otros lugares. Que recuerde con especial cariño y emoción, el Camino de Santiago (parte del Francés y  parte del Portugués); la Garganta del Cares, el Cañón de Río Lobos, el Desfiladero de las Xanas, desde Santu Adrianu a Pedroveya (allí, recuerdo, anduvimos medio perdidos, en medio de una fuerte lluvia y embarrados hasta casi las rodillas, aunque nos repusimos disfrutando de una buena fabada en Casa Genoveva, bajo un hórreo); la subida al Veleta y al Trevenque, a la Boca de la Pescá (bajando la cual nos sorprendió la niebla y una fuerte granizada); los Parques de Cazorla, Ordesa o Monfragüe; la subida a Bulnes desde Poncebos; las rutas de los nacimientos de los ríos Cuervo, Guadalquivir, Mundo o Alhorí; la subida a las Fuentes del Duero desde la Laguna Negra. En la Reserva de Muniellos, cuando bajábamos del Picu Cabrón (¿por qué será ese nombre?), en un caluroso día de julio, un guía que llevaba un grupo de turistas de edad ya avanzada, casi como ahora la mía, que iban ya echando los bofes, nos rogó que no les aclarásemos lo que aún quedaba. Decía: “que se me van a volver y perderé mi ganancia de hoy”.
            ¿Por qué hablo de estos lugares ahora y los amontono de manera tan dispar? Tal vez sea, le confieso a Zalabardo, porque me asalta la nostalgia de aquellos días en que, con la mochila al hombro, un buen bastón con el que ayudarse en las cuestas, unos bocadillos y unas latas de cerveza, más los recomendables frutos secos que ayudan a reponer energías, parecía que uno se iba a comer el mundo. Un sorbo de agua cristalina en un arroyo o la contemplación de un atardecer, ayudaban a olvidar el cansancio.
            Los años, ya, no permiten las caminatas y esfuerzos de antes. Pero el consuelo es que, sea cual sea la edad, siempre hay un camino por el que uno puede avanzar. Hasta que el cuerpo aguante.