lunes, febrero 27, 2012


LOGORROICO

    Cuando Zalabardo me lanza la pregunta de cuántas palabras hay en nuestra lengua no puedo evitar acordarme de aquel viejo chiste en el que un individuo pregunta a otro: “Usted sabe cómo se llaman los de Cuenca?”, a lo que el interpelado, con cara de estupefacción, responde: “¿Todos?”. Y como él me pide que me deje de chistes y vaya al grano, insisto poniéndole el ejemplo de la magnífica obra teatral La lección, de Eugene Ionesco, en la que el profesor pregunta a la alumna: “¿Hasta cuántos sabe usted contar, señorita?”. Y cuando ella le responde: “Puedo contar… hasta el infinito”, él replica: “Perdóneme que se lo diga, señorita, pero eso no es posible”. Entonces ella, recapacita y corrige: “Entonces, digamos que hasta dieciséis”.
    Advierto que el rostro de Zalabardo adopta cada vez tonos más avinagrados e insinuadores de que piensa que le doy largas y eludo contestarle. Así que decido coger el toro por los cuernos e intento argumentar que su pregunta tiene muy difícil respuesta y que podría asegurarle sin miedo a error que no existe nadie que sepa contestarla. Es posible determinar, mediante una mera cuestión de cómputo, cuántas palabras, entradas o lemas, hay en un diccionario, pero de ahí a lo otro media un abismo. Por ejemplo, digo, el Diccionario RAE recoge en su última versión unas 89000 entradas. Pero a esas habría que unir los americanismos, que ahora van en diccionario aparte, los regionalismos, la mayoría de los cuales no aparecen, las palabras ya en desuso o las olvidadas por antiguas. Por ejemplo: ¿qué pasa con nomames, ‘botijo’; con vilorio, ‘inquieto’, que yo oía de labios de mi madre; con estripundio, ‘cosa o persona a la que no hay que creer’, de la que gusta usar una cuñada; con el, al parecer, galleguismo tróspido, que leo recientemente, ‘que no está en buen estado’, ninguna de las cuales queda recogida en el diccionario? Aparte de que basta valerse de un mero prefijo o sufijo para encontrarnos ante un término nuevo.
    En este momento, le pido que me aclare la razón por la que me somete a tal pregunta. Me contesta: “Es que he leído en un periódico logorroico y, por más que busco, no me aparece por ninguna parte”. Entonces intento aclararle que esa es una buena muestra de lo que trato de explicar. Empiezo por decirle que dicha palabra es italiana, pero que bien podría ser nuestra con que solo modificásemos la terminación –rroico por –rreico. Porque logorreico es lo mismo que verborreico (que tampoco está en el diccionario), un derivado de verborrea, que esa sí que está.
    Verborrea, perdonadme el inciso erudito, nace del latín verbum, ‘palabra’ y el sufijo griego –rrea, que, a su vez deriva del verbo rhein, ‘fluir’ (de donde procede también nuestro río) y significa ‘derramamiento de palabras, exceso de palabrería’; un verborreico es una persona que habla sin parar. Logorrea, por su parte, procede del griego logos (equivalente al latín verbum), ‘palabra’ más el sufijo explicado antes. Son, claro se ve, palabras sinónimas. Un logorreico, pues, no es otra cosa que un hablador compulsivo.
    ¿Se pueden inventar palabras entonces?, me pregunta a continuación con un cierto tono de extrañeza. Y como para muestra vale un botón, le digo que, sobre el término que nos ocupa, sería posible crear el verbo verborrear. Distinto es, le aclaro, que tengamos éxito y la palabra se imponga. Pero, le repito, basta con coger un prefijo, un sufijo, fundir dos o más términos preexistentes o adoptar un vocablo de otra lengua para obtener uno nuevo.
    Pero, fuera de cuántas palabras hay, intento razonarle, debería preocuparnos más cuántas somos capaces de utilizar. No dispongo de datos fiables, pero me parece recordar que en el ya lejano III Congreso de la Lengua Española, celebrado en Rosario (Argentina) en 2004, se ofrecieron los siguientes datos. Nuestra lengua tenía, por aquel entonces, unas 84000 palabras, recogidas en el diccionario, aunque leo que hay quien defiende que pueden llegar a ser casi 300000. Frente a esto, la realidad nos dice que un hablante de cultura media no utiliza más allá de 1000; alguien a quien consideremos muy culto utilizará sobre unas 5000; y, por último, un hablante de baja cultura no pasará de unas 240. ¿Muchas, pocas? Le digo que a mí me parece un claro índice de pobreza.
    El Dirae, creo haber hablado en otra ocasión de este diccionario tan interesante (www.dirae.es) nos ofrece, entre otras cosas, la frecuencia de uso de cada uno de los términos recogidos. Eso nos muestra que si bien casa es una palabra con una frecuencia de 557.58, hombre, 525.38 o  mujer, 405.98, zaquizamí, ‘desván’, solo tiene una frecuencia de 0.02. En los puestos de arriba, lógico, la preposición a presenta una frecuencia de uso de 21375.03 y la preposición desde una de 1302.1. Son datos fríos, sí, pero fáciles de analizar.
    Con todo eso, y pese a los datos que ofrezco, le digo a Zalabardo, tengo que confesar que echo de menos algunas cosas del Dictionaire de l’Académie Française (http://www.academie-francaise.fr/). Digamos primero que este diccionario, cuya primera edición apareció en 1694, solo ha tenido ocho ediciones y la novena lleva en fase de elaboración desde 1992. Ello es síntoma de que tal vez lo recomendable no sea lanzar muchas ediciones, sino preparar estas con sumo cuidado (el Diccionario RAE, que apareció casi un siglo después, va ya por su 23ª edición). En el avance de la novena edición del diccionario francés podemos ver, como presentación, una serie de consejos de buen uso de las palabras, una relación de las palabras que se han introducido, una relación de palabras procedentes de otras lenguas (de ellas 20 españolas), una relación de las palabras eliminadas respecto a la edición anterior y una ortografía recomendada para palabras que puedan inducir a error. Nada de ello, creo, es posible ver en el nuestro. Le pregunto ahora yo a Zalabardo si no cree que, ya que nuestra Academia surgió a imitación de la francesa, no podríamos también imitarlos en esto.

lunes, febrero 20, 2012


ACERCA DE UN REFRÁN DEL QUIJOTE

    Hay afirmaciones que se mantienen por uso de costumbre, porque siempre se han mantenido y nadie ha decidido nunca reparar en si continúan siendo válidas o es preciso ponerlas en cuarentena.
    Eso es lo que ocurre, comento con Zalabardo, cuando tratamos de refranes. Ya en el inicio del Quijote, el caballero dice a su escudero que los refranes son sentencias sacadas de la luenga y discreta experiencia (I, 39) según definición que reiterará a lo largo de la obra; y ya en el final de la misma (II, 67) solicita a su escudero: No más refranes, Sancho, pues cualquiera de los que has dicho basta para dar a entender tu pensamiento.
    El refrán, término que en nuestra lengua ha venido a sustituir a otros más clásicos como proverbio o sentencia, se ha ganado así un prestigio nacido del hecho de ser breve, de estar basado en la experiencia y de declarar su significado con suma claridad. Si a esto le sumamos su popularidad y antigüedad, miel sobre hojuelas.
    Pero sucede que por esa misma circunstancia de su brevedad y antigüedad, sobre todo, algún que otro refrán se ven envueltos en un halo de misterio y oscuridad difícil de disipar y aún hoy luchamos por dilucidar cuál sea su sentido exacto.
    Zalabardo me pide que no me ande por las ramas y le ponga algún ejemplo de lo que digo si es que esa es mi intención. Y yo le contesto que me voy a referir concretamente a dos: uno es Castígame mi madre, y yo trómpogelas, que aparece dos veces en el Quijote y el otro es Venir algo como pedrada en ojo de boticario, cuya procedencia ignoro.
    El primero se ha interpretado finalmente como forma de afear el comportamiento de quien ignora los consejos que se le dan: Me riñe mi madre y yo me burlo de ella, no le hago caso, vendría a ser su sentido. Pero la cuestión es que durante, muchos años, ese trómpogelas supuso muchos quebraderos de cabeza para los comentaristas del Quijote y para muchos lexicógrafos, en parte, porque debido a que en la primera edición de la obra los acentos eran inexistentes y aparecía trompogelas, que muchos leyeron como trompógelas (por ejemplo la edición de Ibarra de 1780 preparada para la Academia). Covarrubias, en su Tesoro… de 1611 y Gonzalo de Correas, en su Vocabulario de refranes de 1627, lo citan pero no entran a explicarlo, cosa extraña en los dos. Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua, escrito hacia 1535, anterior, pues, al Quijote, escribe: No sé qué se le antojó al que compuso el refrán que dize “castígame mi madre y yo trómposelas”, y digo que no sé qué se le antojó, porque no sé qué quiso decir con aquel mal vocablo trómposelas. Este, al menos, tenía la valentía de reconocer su desconocimiento sobre qué quería decir aquello.
    En su edición de la novela cervantina que en 1911 preparó mi paisano Francisco Rodríguez Marín, tampoco se aclara el misterio, aunque da la pista al remitir a un artículo, Trómpogelas, que el hispanista francés Raymond Foulché-Delbosc publicó en la Revue Hispanique en 1899.
    Debo agradecer a la Biblioteca de la Universidad de Valladolid que me haya proporcionado una copia de dicho artículo a través de la Biblioteca Provincial de Málaga. Es un texto breve, pero lleno de erudición, en el que no solo da cuenta de toda una larga serie de interpretaciones curiosas, aunque erradas, del refrán sino que fija la lectura que hoy se hace del término, lo relaciona con el francés tromper (‘engañar’) y lo interpreta como presente de trompar seguido del pronombre arcaico ge (>illi) más otro pronombre, las; o sea, se las trompo. Como, según he dicho alguna vez, los jubilados tenemos tiempo suficiente y no nos acucia esa tirana que llamamos urgencia; y como, por idéntica razón, el otro día incluso vi un poco de ese educativo programa de Telecinco que se llama ¡Sálvame!, me picó el gusanillo y también yo decidí practicar eso que se llama periodismo de investigación. Así que me propuse efectuar un estudio de la historia del verbo trompar en los diccionarios académicos. El resultado, toda una sorpresa: el susodicho verbo se mueve por ellos como Pedro por su casa, pues entra y sale a su antojo; cual Guadiana caprichoso, aparece y desaparece, dejándonos con dos palmos de narices. No me atrevo a certificar que los datos que doy sean estrictamente exactos. Pero tampoco aconsejo que se haga la comprobación; no creo que interese a nadie. En la primera edición del diccionario de la Academia, de 1739, se marca ya como vocablo antiguo y en desuso que significa engañar a alguno; a partir de ahí, su historia es azarosa. En la edición de 1817, sale del diccionario para volver a aparecer en 1884 con dos significados: jugar al trompo y engañar, burlar. En 1899 se dice que procede del francés tromper. En 1985 otra vez hace mutis y nos lo encontramos de nuevo en 1992. Y hasta hoy.
    En resumen, lo que Foulché-Delbosc quería establecer es que ya en época de Cervantes trompar era un vocablo muy antiguo, y aventuraba que en el refrán se hacía necesario interpretar una expresión elíptica semejante a habérselas con alguien o tenérselas con uno que, por la ausencia de otras versiones, resultaba imposible de probar.
    Sin embargo, la interpretación del refrán aún sigue proporcionando alguna que otra duda. Por ejemplo, Florencio Sevilla, en su edición de 1996, se limita a remitirnos al refranero de Correas, que no lo explica, según queda dicho. Y Francisco Rico, en el texto por él preparado para la edición del Instituto Cervantes, de 2004, dice, en nota al capítulo 43 de la segunda parte (p. 1064) que el refrán significa ¡Me riñe mi madre, y yo me burlo de ella!, mientras que en nota al capítulo 67 de la misma segunda parte (p. 1286) lo interpreta como ¡Me riñe mi madre, y no me importa nada! Diréis que viene a ser lo mismo, pero creo que hay alguna diferencia. ¿O no?
    A estas alturas, Zalabardo me advierte de que este apunte ya va cargado en exceso de datos eruditos y que no sería conveniente ni provechoso hincarle ahora el diente al otro refrán, el del boticario. Lo comprendo y lo dejo aquí. Otro día le meteremos mano.

lunes, febrero 13, 2012


ZOON POLITIKÓN 

    Tengo que reconocer que no me queda muy claro qué se ha de entender en nuestros días por aquella expresión formulada por Aristóteles en la que calificaba al ser humano como zoon politikón. Le digo a Zalabardo que si quería dar a entender que somos seres sociales, que vivimos en sociedad y que esto supone el deber de buscar la armonía y la solidaridad que hacen que nuestras vidas sean mejores, sí me considero incluido en tal definición; pero si, por el contrario se quiere significar lo que parece entenderse cuando se afirma, es un simple ejemplo, que Manuel Fraga, Santiago Carrillo o Alfonso Guerra son ejemplos cabales de animales políticos, entonces me excluyo. Debo decir cuanto antes que, salvo la tarjeta sanitaria, el DNI, el permiso de conducir y, ahora, la tarjeta de jubilado, no he poseído en mi vida más documentos acreditativos de adscripción a una asociación que la tarjeta de donante de sangre y el carné del Colegio de Doctores y Licenciados, este porque estaba obligado a ello si quería trabajar, cuando concluí mis estudios, en la enseñanza privada, que a los de la pública no se les exigía. Y eso que, en aquellos años, el tal Colegio estaba regido por personas que se consideraban y llamaban progresistas. Cuando, por oposición, conseguí plaza en un centro público, rompí ese carné y dejé de pagar aquella cuota que siempre consideré una especie de impuesto revolucionario. Nunca he militado en un partido, nunca he pertenecido a un sindicato; no tengo nada contra ellos, pero en todo momento he considerado que la militancia política o sindical exige una cuota de renuncia a la libertad personal.
    No obstante lo anterior, mi conciencia social me lleva a creer en ciertas cosas y a descreer de otras: creo en una educación universal y gratuita (en niveles de primaria y secundaria, que la Universidad es otro asunto); creo en una asistencia sanitaria universal y gratuita; creo en la justicia (aunque en bastantes ocasiones dude de los jueces que deben aplicarla y en estos días vemos claros ejemplos para ello); creo en la igualdad sin trabas de hombres y mujeres (aunque me parezca una memez eso de la paridad); creo que todo el mundo tiene derecho a un trabajo digno y a recibir una remuneración adecuada al mismo; creo que todas las personas deberían gozar de la oportunidad de acceder a una vivienda digna en condiciones razonables; creo que los desvalidos necesitan ayuda de las instituciones; creo que merecemos unas ciudades limpias, seguras y accesibles; creo que nadie puede atentar contra nuestra libertad, contra nuestra dignidad, contra nuestras creencias y, mucho menos, contra nuestra vida. Creo en muchas cosas más que posiblemente se me están quedando en el tintero, pero no quiero ser prolijo.
    Si lo anterior se resume en lo que se llama estado de bienestar, creo en el estado de bienestar. Pero todo lo enumerado cuesta dinero, no cae como el maná desde el cielo. Y también quiero decir que los muchos derechos que reportan la vida social requieren a la vez la existencia de unas obligaciones para que nada perturbe el normal disfrute de aquellos. Por eso creo que hay que pagar impuestos, cada uno en la medida de sus ingresos (eso es la solidaridad) y debe perseguirse la economía sumergida, que es muestra patente de insolidaridad; por eso creo que un estudiante debe rendir en la medida de sus capacidades; por eso creo que no hay que abusar del sistema sanitario y no pensar que hasta lo superfluo se nos debe dar gratis; por eso creo que el trabajador que por desgracia queda en paro no debe resignarse a cobrar el subsidio correspondiente y sí aceptar cualquier trabajo que se le presente (al menos, hasta que encuentre ese al que aspira); por eso creo que tenemos la obligación de mantener limpias nuestras ciudades, cuidar el mobiliario urbano y no arrojar basuras, ni siquiera chicles o papeles, en los suelos (por algo hay papeleras). Creo también en otras obligaciones más que no enumero por lo ya dicho antes.
    ¿Y qué pasa con quien no respeta cuanto hay que respetar? Que la sociedad, que tiene derecho a defenderse, puede y debe imponerle el correctivo adecuado a su falta, puede y debe suspender el disfrute de los derechos que se le otorgaban. Al menos, hasta que reconduzca su comportamiento y reconozca que toda partida tiene una contrapartida. En todos los niveles imaginables de la vida social.
    Le digo a Zalabardo que toda esta reflexión que hago, y en la que sin duda me quedo corto, me surge a raíz de ciertas actitudes que se vienen observando desde que ETA anunció el abandono de la violencia. Ahora, aquellos a los que algunos llaman el brazo político de los etarras, acompañados de otros, defienden sin rubor que ha llegado el momento de las contrapartidas políticas. Y no se limitan a solicitar el acercamiento de los presos a sus lugares de residencia (justa petición) y alguna otra medida de gracia (que se podría discutir), sino una completa amnistía para los condenados etarras, a quienes, no sin desfachatez, llaman presos políticos.
    Parto de que rechazo de forma rotunda la pena de muerte y desconfío de la efectividad de la cadena perpetua. Creo que las penas impuestas por cualquier tipo de delito deben tener como objetivo la reinserción del reo en el cuerpo social, cuyo primer paso, a mi juicio, es un arrepentimiento sincero del mal causado y un firme deseo de repararlo en la medida de lo posible.
    Pero las medidas de gracia previstas por las leyes (para el caso de los etarras) tienen su proceso determinado y debemos ajustarnos a él: acerquemos a los presos a casa, para que el castigo de reclusión no suponga también el añadido del alejamiento de los seres queridos; excarcelemos a quienes hayan dado muestras fiables de reinserción y no hayan causado males irreparables. ¿Pero qué pasa con quienes cargan sobre sus conciencias muertes que pretenden presentar como necesarias para su causa? ¿Qué reparación pueden ofrecer a sus víctimas? Podría defenderse que, para ellos, la amnistía solo fuera posible cuando se consiga también para aquellos a quienes privaron del mayor don: la vida. Por eso, los asesinos deben cumplir la pena correspondiente a su delito. No más, aunque tampoco menos. Aun así, la sociedad podría valorar un arrepentimiento sincero, si lo hubiese. Y ese arrepentimiento, si se da, podría servir para atenuar las condiciones de la pena, pero nunca para obtener, gratis et amore, una libertad que negaron a otros y que ya nunca se les podrá devolver.

lunes, febrero 06, 2012


PREGONES

Yo vengo vendiendo flores;
las tuyas son amarillas,
las mías son de colores.

    (Pregón de Joselero de Morón)

    Siempre me han atraído los mercados. Recuerdo que, de pequeño, no pocas veces mi madre me enviaba al del pueblo, cercano a la casa, para que realizara compras menores. Tal vez entonces naciera esa afición. Aún ahora, muchas mañanas, Zalabardo y yo, si por un casual nos pilla de paso, entramos y nos damos una vuelta por alguno de ellos, ya sea en el centro, en Huelin, en Ciudad Jardín o en cualquier otro barrio. Los de Atarazanas y el Carmen, recién restaurados ambos, son un primor, aunque el primero resulte algo estrecho.
    Pero, hace unos días, Zalabardo me hizo notar que, de un tiempo a esta parte, percibía algo raro en estos lugares y me preguntaba si yo lo notaba. No supe contestarle; pero no hubo de pasar demasiado para que cayésemos en la cuenta de qué era lo que faltaba. Sería él quien reparase en el asunto: “¡Ya está, faltan los pregones!” Y era verdad. Preguntamos a un frutero la razón de ese silencio y la respuesta nos dejó de una pieza: “Es que el Ayuntamiento ha prohibido (bajo multa) que pregonemos, porque molestamos a los compradores”. No sé, comento a Zalabardo, adónde vamos a llegar con tanta fiebre prohibicionista.
    Renacen ecos de antaño. La memoria se colma de escenas vetustas y en el oído resuenan antiguas voces: aguadores, afiladores con sus chiflos o flautas de Pan, lañadores, queseros, meleros, heladeros… Zalabardo me hace ver que no hay que distanciarse tanto: aquí en Málaga, me dice, tuvimos a los cenacheros (¡Niñas, los vitorianos! ¡Jurelitos plateaos! ¡Vamos, que están vivos!) y aún nos quedan los biznagueros. Uno de los gentilicios de Frigiliana es el de aguanosos, porque, en las calles, sus ricos albaricoques se pregonaban como los más buenos y aguanosos (jugosos). En mi llegada a Granada, me sorprendieron las voces que anunciaban en el Paseo del Salón las perdices, que no eran otra cosa que aquellas patatas asadas que a muchos estudiantes, por nuestra escasez de recursos, nos servían de cena.
    Llegados a la casa, sugiero a Zalabardo que entremos en Internet y busquemos algo más sobre los pregones. Y hallamos una página sobre flamenco de Alfredo Arrebola (compañero de Facultad en la etapa granadina) en la que habla sobre los pregones y su influencia en el cante flamenco. Y Arrebola, en cuestiones relativas al flamenco, es autoridad notable. Nos enteramos así de que el pregón popular estuvo tan arraigado y aceptado por el pueblo que incluso dio lugar a más de un palo (tipo de cante) del flamenco. Por supuesto, el pregón, pero hay quien defiende que hasta el mirabrás, la jabera y los caracoles buscan en ellos sus orígenes. Por supuesto, nada que decir de los caracoles, cuya invención, leo, hay que atribuir al Tío José, el Granaíno, de quien poco se sabe acerca de las fechas de nacimiento y muerte (¡Caracoles!, ¡caracoles! / Mocita, escúcheme usté, / que son ojos dos soles). Al mismo Tío José, el Granaíno se adjudica el considerado primer pregón flamenco, incluido en una zarzuela estrenada en 1894 titulada El Tío Caniyitas: Venga usté a mi puesto, hermosa, / no se vaya usté, salero, / castañas de Galarosa / yo vendo, camuesa y pero. / Ay, Marina, / yo traigo naranjas y son de la China, / batatitas borondas y suspiros de canela, / melocotones de Ronda y agua de la nevería… Esto nos confirma que en el pregón hay mucho de cultura, de tradición y de folclore.
    Pero hay más.  En Málaga tuvimos a Juan Ternero Rodríguez, Niño de las Moras, primero vendedor ambulante y luego cantaor: Asomarse a los balcones / mujeres guapas y hermosas / y veréis vender las moras, / ¡moras, mauritas, moras! / Al moral me voy, del moral me vengo; / al amo las compro, por las calles las vendo: / ¡moras, mauritas, las moras! Caso parecido fue el del cantaor gaditano Gabriel Díaz Fernández, Macandé, que acabó sus días en el Manicomio de Cádiz. Macandé fabricaba caramelos que vendía envueltos en papeles con la efigie de toreros famosos y los pregonaba así: A la salía de Asturias / y a la entrá de la Montaña, / jago yo mis caramelos / pa venderlos en toa España. / ¡Si tú los quieres de menta, / yo los tengo de limón; / los tengo de Gaona, de Belmonte y de Vicente Pastor!  ¿Quién, que tenga algunos años, no recuerda aquello de ¡Qué fresquita baja hoy el agua del Avellano!, que cantaba Antonio Molina? Un postrer ejemplo, muy reciente; en el disco Zaguán, Miguel Poveda canta este: Uvitas negras de Los Palacios / comen las niñas, dulce y despacio. / Vuelve la cara, repara y mira / que es más buena mi carga / que la de su viña. Y el que abre este apunte será reconocido por muchos como santo y seña de la discografía de Enrique Morente. No creo que haya un disco en el que, de una manera u otra, no aparezca. También yo creí que era suyo, aunque él nunca se lo atribuyó y decía que era una letra popular; ahora he sabido que quien primero lo grabó fue Joselero de Morón.
    Volvemos a la calle y seguimos hablando. Digo yo que, al parecer, el Ayuntamiento de Málaga carece de medios para impedir que los coches circulen por la ciudad con la radio encendida a todo volumen; o que las motos lo hagan con escape libre; o que los botellones inunden de ruido y mugre muchas noches ciudadanas; o que las calles estén sucias y vayamos pisando restos de chicle, y cosas peores, por las aceras. Nada de eso, a lo que se ve, resulta inconveniente o molesto.
    Y mientras, a algún “cerebrito” de ese Ayuntamiento (¡Cráneo privilegiado! que diría Valle-Inclán), escudado en que la norma es antigua, se le ocurre prohibir los pregones en los mercados. Para eso, parece, sí tienen medios. Zalabardo, sarcástico, me contesta que a lo mejor el autor de la idea tiene razón y los pescaderos, fruteros, chacineros, carniceros y cuantos trabajan en las plazas (ese nombre se les daba en mi pueblo) no solo son gente ruidosa, desagradable y molesta, sino, además, peligrosa. Mientras tanto, añade y baja la voz porque a nuestro lado pasan dos policías locales, las dependencias de la antigua Fábrica de Tabacos están llenas de funcionarios cobrando multas. Que eso sí lo saben hacer bien en este Ayuntamiento.