sábado, marzo 26, 2022

MANDAR A HACER PUÑETAS


¿Quién no se ha sentido alguna vez incómodo por la simple presencia de alguien o porque consideramos que se inmiscuye en lo que no debe? ¿Quién no ha deseado verlo lo más alejado posible? Está claro que ese sentimiento puede ser reversible, es decir, que sea nuestra presencia o nuestra intromisión la que moleste. La forma de romper ese hilo, a veces muy sutil, puede presentar formas variadas. Pero, si pensamos un poco, ninguna provoca un sentimiento de desahogo pleno como la que nace en un exabrupto.

            Comentamos Zalabardo y yo una anécdota que tiene ya algo más de veinte años y que fue protagonizada por Fernando Fernán Gómez. Un admirador se le acercó con el deseo de que le firmara un libro, a lo que el actor se negó. Como el admirador insistía y, sobre todo, quería saber la razón de la negativa, Fernán Gómez se alteró y le contestó con un contundente: «No se lo firmo porque no me sale de los cojones». El pobre hombre no se amilanó; lo que hizo fue reprocharle su mala educación y declararle que desde aquel momento dejaba de ser su admirador. Fernán Gómez estalló: «Sí, yo no soy como usted, soy un maleducado; y no necesito que me admire, así que váyase a la mierda, ¡a la mierda!».

            Hay formas más soeces de quitarse a alguien de encima que la de mandarlo a la mierda, aunque esta manifiesta bien a las claras nuestro desprecio hacia alguien. Y hay otras más sutiles y refinadas que persiguen el mismo fin. Le cuento a mi amigo la manera en que un compañero, profesor de Filosofía, harto del mal comportamiento de un alumno en clase, lo expulsó. Se dirigió hacia él con paso tranquilo, y con voz serena, aunque firme, le dijo: «Fulano, por favor, levántate y cierra la puerta del aula». El alumno, con cara de sorpresa, respondió: «Pero si está cerrada…» A lo que mi compañero repuso: «Sí, ya lo sé, pero ve y ciérrala por fuera».


            Entre la actitud de Fernán Gómez y la de mi compañero caben todos los matices que queramos y son bastantes las expresiones con las que queremos poner distancia entre quien nos enfada y nosotros: mandar a hacer puñetas, a freír espárragos, a la porra, al carajo, al quinto pino, a tomar viento a la Farola, a donde Cristo dio las tres voces, a hacer gárgaras… En todos los casos, se pretende con aspereza establecer una separación física respecto a la otra persona, o hacerle ver que debe dejarnos en paz. Algunas de esas expresiones coloquiales merecen una explicación.

            Mandar a hacer puñetas es pedirle a alguien que se dedique a sus asuntos y no se meta en los nuestros. Las puñetas son los adornos, por lo general encajes que llevan en la bocamanga de las togas los doctores, jueces y magistrados. Es una labor compleja que requiere bastante atención. Pero también, se dice, se hacían en conventos y lugares apartados; por eso, la expresión exige tanto que se ocupe de otras cuestiones como que se mantenga lo más alejado posible. Mandar a freír espárragos parece que nació en el siglo XIX y hay quien sostiene una relación con un dicho latino: Citius quam asparagi coquamtur, ‘en lo que tarda en cocer los espárragos’. Pero el espárrago cuece pronto, le basta un primer hervor; tal vez por eso a alguien se le ocurriese enviar al indeseado a que los friera, tarea que exige mayor dedicación.

            Mandar a la porra y mandar al carajo fueron en su origen dos formas de castigo. En la milicia, la porra es el bastón largo y acabado en una bola que porta el tambor mayor de un regimiento. Cuando se acampaba, la porra se clavaba en el suelo en una esquina del campamento y a aquellos soldados merecedores de una sanción leve se los enviaba al lugar donde se encontraba la porra. Mandar al carajo nos remite al lenguaje de la marinería. Aunque muchos diccionarios no lo recogen, carajo es una forma de llamar a la cofa, plataforma o cesto situado en lo más alto del palo mayor de un buque que sirve como puesto de vigilancia. Por su situación, es uno de los puntos más incómodos; por eso, al marino indisciplinado se lo mandaba un tiempo, como castigo, al carajo.


            Las otras expresiones citadas aluden a distancia. La expresión mandar a uno que se vaya al quinto pino parece que surgió en el siglo XVIII, durante el reinado de Felipe V. Se cuenta que en el trayecto que va de Recoletos a lo que hoy son los Nuevos Ministerios, que entonces era las afueras de la ciudad, se plantaron cinco pinos, bien distantes entre ellos. Al individuo molesto se lo enviaba al último de estos pinos, el quinto. La expresión tiene doble valor, porque se usa también para indicar que algo está muy lejos. Bastante general es mandar a tomar viento o a dar un paseo a alguien. No obstante, la primera de ellas tomó una nueva variante en Málaga, mandar a tomar viento a la Farola. La Farola no solo quedaba alejada del núcleo urbano, sino que además era, y sigue siendo, un lugar muy molesto cuando sopla el viento.

sábado, marzo 19, 2022

PEPE, PACO Y OTROS HIPOCORÍSTICOS

 


Que tengamos nombres poco comunes supone para Zalabardo y para mí alguna ventaja y algún inconveniente. El inconveniente es que difícilmente pasaremos desapercibidos y no será fácil que nos confundan; la ventaja, que si alguna voz grita nuestro nombre en un lugar concurrido, tendremos la plena seguridad de que es a nosotros a quien reclaman. Si en calle Larios se oye ¡Pepe…!, habrá un número no menor de diez personas que vuelvan la cabeza. A nosotros, eso es algo que nunca nos ocurrirá, pues difícilmente coincidiremos dos seres de idéntico nombre en ese lugar.

            Le comento este detalle a Zalabardo con la intención de explicarle a mi amigo qué hace que Pepe y José sean el mismo nombre. Y, del mismo modo, hacerle ver que lo que une a Pepe con Fran, Luchi, Mabel, Lola, Nando y otros muchos es que, entre los antropónimos, los nombres de personas, estos que digo constituyen un grupo especial, el de los llamados hipocorísticos. Derivado del verbo griego Hypocoristomai, ‘hablar acariciando’, los hipocorísticos son diminutivos o deformaciones de los nombres propios que aplicamos en el ámbito familiar o como apelativos cariñosos. Sito, Luismi, Mari, Quico… y los citados anteriormente caben dentro de este grupo. La mexicana Margarita Espinosa Meneses, autora de un interesante artículo, De Alfonso a Poncho y de Esperanza a Lancha: los hipocorísticos, dice que en estos nombres confluyen dos rasgos: el primero, ser formas derivadas del nombre de pila al que añaden un sentido afectivo; y el segundo, que se ajustan al principio lingüístico de economía, ya que, con escasas excepciones, casi todos ellos nacen de un acortamiento.

             Los recursos para construir un hipocorístico, casi siempre de naturaleza fonética, son numerosos y no siempre es posible encontrar la razón del proceso seguido. Por otra parte, podríamos afirmar que todos los nombres propios admiten al menos un hipocorístico. Nada impide que a alguien llamado Sisebuto se lo conozca como Buti, por buscar un único ejemplo.

 


           El acortamiento puede producirse por apócope (pérdida de sonidos finales), como sucede con Fede, Vero y Yola (Federico, Verónica y Yolanda); por aféresis (pérdida de sonidos iniciales), como en Veva o Nando (Genoveva y Fernando) o por síncopa (pérdida de sonidos interiores), como en Deli y Meni (Adelina y Doménico). En algunos nombres cabe emplear tanto la apócope como aféresis (Zala y Bardo) y aun en otros es posible añadir la forma creada mediante síncopa (Anastas, Nastas, Tasio).

            Pero no queda ahí la cosa. Otros métodos frecuentes presentan casos de palatalización, como sucede en Chabel, Chava o Toño (Isabel, Salvador y Antonio), de asimilación: Loles y Lola (Dolores), de préstamos: Miki o Richar (Miguel y Ricardo), de unión de dos palabras: Mabel (María Isabel) y, por último, de imitación del lenguaje infantil: Goyo, Mamen, Quique (Gregorio, Carmen y Enrique).

            Por lo general, los hipocorísticos nos permiten reconocer fácilmente el nombre propio del que se derivan, aunque algunos ofrezcan una mayor dificultad. Por ejemplo, Yeyo lo es de Aurelio y Meluchi lo es de Carmen. Alguno, como Perico, de Pedro, pide remontarse a la forma antigua del nombre, Pero. Y otros requieren una explicación más extensa y no siempre suficiente, lo que hace que haya quien se aventure a aportar etimologías populares que no son válidas. Esto último es lo que ocurre con Pepe y con Paco.

 


           Vamos con Pepe, ya que hoy es su fiesta. Circula por ahí una aventurada tesis de la que hay que olvidarse. Dicen algunos que Pepe es José porque, en un tiempo, era costumbre colocar al pie de las imágenes que lo representaba la inscripción Sanctus Josephus, P. P. Christhi, en la que esas abreviaturas querían decir pater putativus, es decir, ‘padre supuesto’. Esta explicación, le digo a Zalabardo es poco defendible. Aunque no hay prueba concluyente en contra ni a favor, lo más probable es que Pepe nos venga del italiano Giuseppe, que con bastante frecuencia aparece como Beppe y Peppe; no debe extrañar, pues, que nos haya entrado por ahí.

            Y algo semejante ocurre con Paco, hipocorístico de Francisco. Este nombre viene del italiano Francesco, ‘el francés’. Cómo se convierte en Paco nos llega por varias fuentes; de las dos primeras, ninguna es digna de crédito. En una se dice que san Francisco era PAter COmmunitas, padre de su comunidad; y por eso, Paco. La otra es aún más extravagante: sostiene que Paco es el acrónimo de Poverello d’Assisi, Casto e Obbediente. Más creíble es, en este caso, es esta tercera: aceptar un origen procedente del habla infantil. Francesco bien podría haber dado Panchesco que, por síncopa, acabó en Paco. O sea, como Mamen para Carmen o Yeyo para Aurelio.

domingo, marzo 13, 2022

QUE “USTED” LO PASE BIEN

 


No estoy despidiéndome de nadie, le aclaro a Zalabardo; tan solo deseo que el pronombre personal usted no sufra demasiado en su tránsito hacia la sima en la que se pierden las palabras. Porque, a nadie se le escapa, a usted le va pisando los talones, y a qué velocidad, el aparentemente más campechano .

            En su artículo El obispo, el sumercé y Brigitte Bardot, incluido en Lo uno y lo diverso, publicación del Instituto Cervantes, Daniel Samper, colombiano y español de adopción, cuenta una anécdota que debería hacernos pensar. Habiendo entrado en una tienda, lo atendió una señorita muy amable que en todo momento lo tuteaba (Samper tiene ya 77 años) pese a que él siempre se dirigía a ella usando usted. Terminada la compra, en tono distendido, solo por curiosidad, preguntó a la joven: «¿Podría explicarme por qué me tutea?» Ella respondió: «Los vendedores tenemos la obligación de tutear a los clientes para generar un clima de confianza que favorezca las ventas». Él insistió: «O sea, que si el señor obispo viene por aquí, usted lo tutea». Respuesta: «Exactamente como dices. De otro modo, podría perder mi puesto».

 


           Hace veinte años, aclara Samper, era impensable que un vendedor tuteara a un cliente como hoy se hace. ¿Ha cambiado la lengua porque la colombiana se ha convertido en una sociedad más igualitaria? No, sigue siendo tan injusta y desigual como antes. Ha cambiado porque así lo determinan los gerentes de ventas. Y yo, le digo a Zalabardo, hago también mi reflexión: que quienes ocupan niveles preeminentes de la sociedad ―políticos y gobernantes, periodistas, radios, televisiones, jerarcas religiosos― nos están «robando» una lengua que pertenece al pueblo. Y así, cuando hablan de llevar a cabo cualquier tipo de mejora social, lo primero que hacen es modificar la estructura y el modo de funcionamiento de la lengua sin tener en cuenta que lo que hay es que cambiar la sociedad. Ya sabemos, aquello de «Hace falta que algo cambie para que todo siga igual». Por eso, lo que se necesita es que alcancemos mayores cotas de igualdad; si esto se consigue, la lengua cambiará sin que nadie tenga que forzar nada. Esta mañana he leído un artículo de Máriam Martínez-Bascuñán, en el que, a propósito de las divisiones del feminismo al celebrar el pasado 8M, dice: «Se nos hurta por la vía del lenguaje el debate que merecemos sobre los puntos débiles de una ley necesaria». Es decir, que se modifica la lengua sin actuar sobre la realidad.

            Pero vamos al tuteo. La Gramática de la Academia reconoce que se va imponiendo el tuteo y que, si atendemos a la evolución de las formas de tratamiento, comprenderemos mejor los cambios que la lengua va experimentando a lo largo de los siglos. Evolución compleja, pero esclarecedora. Como no quiero soltar un rollo erudito, me limitaré a unas breves pinceladas. El latín disponía de dos únicas formas para el tratamiento: tu, en singular y vos, en plural. El primero se utilizaba entre toda clase de personas; hacia el siglo IV, vos cobró un sentido reverencial, forma de respeto para dirigirse al emperador; aunque luego se aplicara a otras autoridades.

            En la Edad Media, seguió empleándose entre las clases bajas. Era, digámoslo así, la forma marcada del paradigma. En cambio, ya en el siglo XV, el uso de vos se fue practicando entre los nobles y para dirigirse respetuosamente a alguien. Para evitar ambigüedades sobre su uso singular o plural, se le añadió otros, de donde nació vosotros. En el XVI, hubo una pequeña revolución con la aparición de vuestra merced o vuesa merced. Con ello, el sistema de las formas tratamiento quedaba así: Para el singular, vuestra merced /vos y ; para el plural solo había dos formas: vuestras mercedes / vosotros. Además, vos comenzó a usarse entre iguales. Eso explica la existencia de vos en el español de América para dirigirse a un igual. Y vuestra merced, a causa de un desgaste fonético, se convirtió en usted.

            En un interesante artículo de Miguel Calderón, Las formas de tratamiento, nos abre nuevas ventanas para analizar el proceso. Por lo pronto pide despojar de su valor reverencial, respetuoso a usted, porque si alguien quiere ser respetuoso, lo que debe hacer es utilizar la forma de tratamiento esperable en cada situación. Es decir, que si admitimos que usted supone deferencia y respeto, , el otro polo de este pronombre, significaría ausencia de deferencia, falta de respeto, lo que no es así.

            Por ese motivo propone suprimir la separación entre formas de respeto y formas familiares y crear tres nuevos grados de proximidad: Solidaridad (cercanía mínima, sin confianza ni intimidad; Confianza (cercanía media); e Intimidad (máxima proximidad). Y nos deja estas tres ideas en defensa de : que, en el siglo XX, se ensanchó el concepto de solidaridad hasta permitir el empleo de en todos los casos; que en la actualidad, se valora como positivo porque “reduce distancias”; y tres, que son precisamente los jóvenes y las personas de mayor nivel cultural quienes emplean más el tuteo.

            Y termina diciendo sobre la extensión de los tratamientos que, si el hablante se sale de lo convencional (es decir, de la convención o acuerdo social), la distancia mayor o menor de lo esperado por el interlocutor puede interpretarse de dos formas: una forma puede resultar irrespetuosa, por exceso de confianza, y una forma usted puede parecer fría por excesivamente distante.

 

           Zalabardo sabe que yo soy un poco chapado a la antigua (estoy más cerca de los cien que de los cincuenta) y por eso creo que el respeto no se gana ni se manifiesta en el uso de una palabra u otra, sino en lo que la Gramática de la Academia llama tratamiento simétrico / tratamiento asimétrico; en el primero, los hablantes utilizan la misma forma (ya sea o usted); en el segundo, en cambio, un interlocutor utiliza la forma y el otro responde con usted. El hablante normal, no contaminado, sabe muy bien cuándo usar una forma u otra.

            Quiero decir: no entiendo que un camarero, una empleada de comercio, un sanitario, un empleado de banca, etc., me tutee cuando entre nosotros no existe ni confianza ni intimidad. En esos casos, suelo responder siempre con usted. Lo que en definitiva defiendo es la adopción de la forma esperable en cada situación. Por eso, nunca me escandalizó, durante mis años de profesor, que los alumnos me tutearan. Con eso quería crear un grado de confianza tal que no me vieran como el rígido profesor que tenía el poder de suspenderlos o aprobarlos, sino que me vieran como alguien dispuesto a ayudarles en sus problemas de aprendizaje.

sábado, marzo 05, 2022

HACE QUINIENTOS AÑOS


Va a cumplirse el próximo verano el quinto centenario de la muerte de Antonio de Nebrija. Gramático, latinista, espíritu representativo del renacimiento, Nebrija, andaluz insigne, es para muchos solo el autor de la primera gramática de nuestra lengua. Pero su figura sobrepasa ese mérito, ya de por sí grande, pues de su pluma salieron otras muchas obras de las que no se habla tanto. Por ejemplo, una pequeñita en extensión, pero de hondo contenido, titulada Apología.

            Comento con Zalabardo un episodio de la vida de Nebrija del que no se ha hablado tanto y que hoy, después de quinientos años de su muerte, creo que cobra un valor significativo, pues muestra las cotas incomprensibles a que puede llegar el fanatismo.

            La Iglesia venía manteniendo un texto, la Vulgata, versión latina redactada por San Jerónimo, en el siglo IV valiéndose de las innumerables versiones que circulaban de la Biblia. El Concilio de Trento le otorgó rango de versión canónica y única válida en el campo del catolicismo. Sin embargo, el Cardenal Cisneros, confesor de Isabel la Católica, concibió la idea, en 1502, de realizar una nueva versión limpia de errores, más fiel a las fuentes originales. El resultado sería la Biblia Políglota Complutense. Cisneros reunió en Alcalá a numerosos especialistas y fue precisamente Antonio de Nebrija el encargado de la revisión de la Vulgata.

            Aquí es donde entró en escena la Santa Inquisición con la intención de separar a Nebrija de ese proyecto esgrimiendo el argumento de que tal tarea correspondía a teólogos y no a gramáticos. Lo que posiblemente libró a Nebrija de las celdas inquisitoriales fue el hecho de que Diego de Deza dejase de ser Inquisidor General y su puesto lo ocupase el mismísimo Cardenal Cisneros.

            Así, en 1507, Antonio de Nebrija escribió, dedicada a Cisneros, una obrita fundamental, la Apología, alegato en favor de que la revisión de textos antiguos, por encima de la materia que traten, pertenece a los filólogos y no a quienes desconocen las lenguas en que el texto que se revisa fue escrito. Nebrija reconocía no ser teólogo y defendía que, como gramático, solo buscaba extraer de los textos bíblicos la verdad, sin entrar en disquisiciones teológicas ni en discusiones sobre los principios de la fe.

            ¿Qué es lo que, entonces, molestó de Nebrija e hizo que se vertieran contra él acusaciones de herejía? Según el propio Nebrija, la ignorancia de los mismos exégetas de la Biblia. La Vulgata era un texto escrito en latín, fundamentado en muchas versiones anteriores, no todas fiables. Sin embargo, los libros del Antiguo Testamento habían sido escritos en hebreo, y algunos en arameo, y los del Nuevo Testamento, en griego. A esas lenguas, que aquellos teólogos que lo atacaban desconocían, era a las que había que acudir.

            Lo que Nebrija ponía de manifiesto en su Apología era el fanatismo de quienes, sin reconocer su ignorancia, acusaban al filólogo por tomar los originales hebreos y griegos como material para aquella versión revisada. Su ataque a estos teólogos que lo denunciaron ante la Inquisición es muy duro. Ya en las primeras líneas se lee más o menos esto: Un ignorante puede excusarse alegando en su favor su propia ignorancia, de la que tal vez podría no ser del todo culpable. Pero hay ignorantes que, conscientes de serlo, no solo no solo no se preocupan de esa ignorancia ni de las equivocaciones en que puedan incurrir, sino que reaccionan condenando a quienes sí están en el camino recto.

            Le digo a mi amigo que esa es la raíz de la que parten todos los censores que en el mundo han existido. No aceptan poder estar equivocados y emplean cuantos medios estén a su alcance para acallar las voces discordantes sin que les importe el daño que infligen. La censura, cualquier censura, pretende anular el derecho a la libertad de opinión y el derecho a poder expresar esa opinión. La historia está llena censores que han perseguido con saña cualquier opinión que no coincida con la suya.

            Hoy, quinientos años después, asistimos a un triste episodio que nada tiene que ver con la Biblia o con Nebrija, pero sí con esas ansias de persistir en el error pese a sus graves consecuencias. Un dictador ruso, Vladímir Putin, no es exactamente un ignorante; es un megalómano que, llevado por su locura imperialista, invade un país más pequeño y más débil, Ucrania, con la excusa de que supone un peligro para él. Tiene en su contra la opinión de todo el mundo, pero dispone de un arsenal nuclear que pone en riesgo grave a toda la humanidad.


            Vladímir Putin
sabe que está equivocado, pero cierra las puertas a quienes quieren hacérselo ver. Actúa como aquellos teólogos fanáticos de la Inquisición. Además, la misma insania por la que masacra al pueblo ucranio, la vuelve contra el propio pueblo ruso al imponer una feroz censura que silencia cualquier medio de comunicación, sea prensa, radio o televisión, que se atreva a criticar su salvaje comportamiento y obliga a que solo se difundan sobre la agresión las versiones dictadas por el Kremlin. Del mismo modo, bloquea el acceso a Facebook, Twitter y a medios de información extranjeros en todo el país con el objetivo de que la verdad sea ocultada.

            Hace quinientos años, Nebrija tuvo la suerte de que alguien apartara de su cargo al fanático Diego de Deza. Le digo a Zalabardo que no sé si nosotros contaremos con quien aparte del suyo a este otro fanático, loco y con un poder destructor inmenso en sus manos, que no solo atenta contra un hombre o contra un pequeño país, sino contra toda la humanidad.