lunes, diciembre 31, 2018

Y LA GANADORA ES… MICROPLÁSTICOS


            En una carta al director, un lector escribía sobre un reciente artículo de Javier Marías en el que se quejaba del uso zafio y poco competente que alguien tiene que contarle a ese señor que la lengua es viva y evoluciona. Le digo a Zalabardo que me gustaría tener delante a ese individuo, que se oculta tras uno de esos alias raros que solemos ver en las redes sociales, para responderle que no es lo mismo evolucionar para mejor que hacerlo hacia una lengua degradada.
            A veces tengo la impresión, continúo hablando con mi amigo, de que nos pasa con la lengua lo que con tantas otras cosas: tendemos a trivializarla, a mirarla como uno más de esos objetos de usar y tirar. El lenguaje nunca podrá escapar de las modas y costumbres de cada época, porque es el reflejo de nuestro pensamiento. Pero, sin negar eso, no olvidemos la hondura y valor que el tiempo le va otorgando. No es una corbata, una falda, unos zapatos, que nos ponemos una temporada y a la siguiente arrumbamos. Sin embargo, parece que algo así sucede. Cada año, cada estación, casi cada mes, se nos incita a declarar el mejor libro, película, futbolista, automóvil… Y cada año, estación o mes siguientes, sin dar ocasión a que se asienten, les buscamos sustitutos.
            En todas las épocas, trato de mostrar a Zalabardo, han surgido palabras y giros nuevos, modos de hablar; al mismo tiempo, otros han desaparecido. Y solo cuando esas palabras han calado en la masa social el Diccionario, que ni inventa ni impone nada, les ha dado entrada en su seno. Y no faltan ocasiones en que las palabras tienen una vida tan efímera que ni han llegado a figurar en sus páginas.
            Pero, como dijo Berceo, sennores e amigos, lo que dicho avemos, / palabra es oscura, esponerla queremos: / tolgamos la corteza, en el meollo entremos, / prendamos lo de dentro, lo de fuera dessemos. Por desgracia, tendemos a quedarnos con la corteza sin reparar en el interior. Ni la propia Academia y la Fundación para el español Urgente (Fundéu) escapan de ese vicio del momento. La Academia, incluyendo, suprimiendo o modificando tal o cual vocablo sin otra razón que la voluntad o capricho de grupos determinados; Fundéu, prestándose, con toda su buena voluntad, a declarar la palabra del año, como si la lengua debiera someterse a concurso o certamen.
            Desde hace unos años, se viene seleccionando un grupo de palabras entre las que, al final, se escogerá la palabra del año. Los criterios, ya lo insinúo antes, parecen ser válidos, pues se atiende a qué temas preocupan más, de qué se habló en los medios o qué dudas tuvieron los medios de comunicación. Pero, llamo la atención a Zalabardo, se habla de medios de comunicación, no de los hablantes en general. Así, en ocasiones anteriores, ganaron escrache, selfi, refugiado o aporofobia. La primera parece que ya no se emplea tanto; a la tercera, la corrección política la va desplazando por migrante; y de la cuarta, ignoro cuántas personas la utilizarán o sabrán su significado.

            Este año, las palabras seleccionadas fueron: arancel, nacionalpopulismo, microplásticos, hibridar, VAR, procrastinar, mena, lo nadie, micromachismo, descarbonizar, dataísmo y sobreturismo. Nada hay que objetar a ninguna, pues su formación se ajusta a procesos propios de nuestra lengua; si acaso, extraña la presencia de arancel, hibridar, procrastinar o nadie, que tienen poco de nuevas. La ganadora ha sido microplásticos, esos ‘pequeños fragmentos (inferiores a 5 mm.) fabricados ya con ese tamaño o procedentes de la fragmentación de otros plásticos en descomposición’.
            Sobre lo que quiero llamar la atención de Zalabardo no es sobre el hecho en sí de elegir esa u otra palabra como merecedora de tal reconocimiento. Lo que me sulfura un poco es que son palabras que apenas calan en el pueblo, que no salen del círculo de los medios de comunicación y, muchas veces, por el empuje de otras lenguas. Veamos algún caso de las que ya aparecen en el diccionario académico. Procrastinar, término culto equivalente a ‘aplazar’, ‘retardar algo’, ya se usaba en el siglo xviii. El Dirae, Diccionario inverso de la Real Academia Española, nos informa de que su índice de frecuencia según el CREA, Corpus de Referencia del Español Actual, es de 0.0, es decir, que casi nadie la emplea; y su índice de frecuencia según el Google Ngram, que mide la aparición de un término en un periodo de tiempo, es de 248, lo que tampoco es mucho si tenemos presente que aplazar, el término más común, tiene un índice de frecuencia en el CREA de 3.42 y de 114494 en el Google Ngram.
 micro o macromachistas; no escandalizarse si usamos el anglicismo tariff en lugar de arancel si mantenemos las barreras económicas que perjudican a los países más pobres; exigir diligencia en las acciones y no aplazarlas debatiendo si procrastinamos o retrasamos; o, por fin, imponerse el objetivo de cuidar el medioambiente, la limpieza de los mares contaminados y la defensa de su fauna, se llamen esos elementos contaminantes microplásticos o de otra forma.

           El meollo de esta cuestión, aclaro a Zalabardo, está en que debería interesarnos más lo que hay detrás que la palabra que utilizamos. Debería importar más eliminar las actitudes sociales injustas con las mujeres que perder el tiempo discutiendo si son
            Y el meollo, acabo por decir a mi amigo, está en que todos los medios de comunicación, sin excluir ninguno, se encandilan hablando de las palabras del año y de microplásticos, la ganadora; pero estos medios son los mismos en los que un día y otro encontramos los redundantes crespón negro y monolito de piedra, sin reparar en que ya crespón significa ‘tela de color negro que se usa en señal de luto’ o que un monolito solo puede ser de piedra; los que siguen diciendo y escribiendo este agua o ese arma; los que confunden infligir con infringir; los que siguen creando los giros, por ejemplo cambiarla toda, que oímos a cronistas deportivos… Tal vez les valiera más buscar menos palabras del año y emplear bien las que no desfilan por ninguna pasarela.


sábado, diciembre 22, 2018

¿ES POSIBLE EL DIÁLOGO?




           Le enseño a Zalabardo un artículo que publica este sábado El País y le pido que lo lea. Su título es ¿De qué hablar en Navidad? y la persona que lo firma es Julio Llamazares  (https://elpais.com/elpais/2018/12/21/opinion/1545399024_850123.html). El núcleo de ese trabajo queda reflejado en las siguientes preguntas: ¿qué ha sucedido para llegar a este punto en el que ni siquiera entre familiares y compañeros de trabajo sea posible ya discutir sin que ello suponga un ataque al otro? ¿Qué ha sucedido para que el irrespirable clima de las llamadas redes sociales que lo invade todo se haya trasladado al ámbito más privado de las personas convirtiéndolo todo en una prolongación del público?
Le digo a Zalabardo que miro atrás y pienso en épocas (que algunos considerarán menos democráticas y avanzadas que la nuestra) en que personas de diferentes creencias eran capaces de vivir en armonía. Mi formación profesional me lleva a pensar en un género literario que dio abundantes muestras de ese talante por el que las diferencias se resolvían mediante el debate y aportando argumentos sobre las distintas posturas: los Diálogos, que podían versar sobre las más dispares cuestiones. Sin irnos más lejos, entre los siglos II al XVI podemos citar, así un poco a la ligera: Diálogo con el judío Trifón, del mártir Justino; Diálogo de Bías contra Fortuna, del Marqués de Santillana; Diálogo entre un filósofo, un judío y un científico, de Abelardo; Diálogos de Amor, de León Hebreo; Diálogo de la dignidad del hombre, de Fernán Pérez de Oliva; Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés; Diálogo contra los judíos, de Pedro Alfonso; Libro del gentil y los tres sabios, de Ramon Llull; Diálogo de las Cortes, de Pietro Aretino; Diálogo sobre los arcanos misterios de las cosas supremas, de Jean Bodin… ¿Es preciso seguir?
            Como una inmensa mayoría de personas, también yo me encuentro atrapado por este mundo de las redes sociales. Tengo esta Agenda, que Zalabardo me presta; cuento con un muro en Facebook y formo parte de algún grupo de Whatsapp. Cada vez que voy a escribir algo no puedo evitar ese cosquilleo peculiar de quien teme que sus palabras, sus opiniones, hieran a alguien; porque lo seguro es que alguien se sentirá herido y habrá más de una sensibilidad dañada. Y eso me preocupa.
Me gustaría decir que, si en España tenemos un problema con Cataluña, porque lo tenemos, aunque no sea el único, es preciso hablarlo, con quien sea y sin andar con tabúes; me gustaría decir que me alegra ver que, por fin, la Iglesia Católica empieza a reconocer que ha habido abusos sexuales en su seno y que sacarlos a la luz no es ninguna clase de persecución; me gustaría que, igual que lo anterior, se reconociera que la Iglesia, y no solo la Católica, sigue considerando a la mujer como una persona de rango secundario; quisiera gritar que no me gusta que se hagan juicios mediáticos ni que se incite al linchamiento de nadie; que en casos como el lamentable de la joven Laura, no se monte ningún espectáculo televisivo ni quede el asunto en gritar durante una manifestación “Yo también soy Laura” para olvidarlo al día siguiente, sino que hay que trabajar para cambiar esta sociedad que permite todas esas cosas; me gustaría no tener que decir nunca a nadie que yo también soy feminista, porque no es cuestión de serlo o no, sino de crear unas condiciones en las que la mujer se pueda desenvolver en igualdad con el hombre; y que eso supone, por ejemplo, que se le facilite su acceso al trabajo sin que la maternidad suponga ninguna mengua de derechos; me gustaría poder hablar del daño que estamos haciendo al planeta con este cambio climático del que somos culpables; me gustaría poder hablar de dictaduras, pasadas, presentes y futuras, sin que nadie se escandalizase; me gustaría decir que aborrezco el mercantilismo que nos invade; me gustaría decir que no me importa que la gente salude estos días con “felices fiestas” en lugar de “feliz Navidad” porque cada uno es libre de adoptar unas creencias u otras o de no creer; y porque, además, la celebración del solsticio de invierno es muy anterior a la celebración de la Navidad, que fue una asimilación cristiana de una festividad pagana, pues, entre otras cosas, no hay prueba fehaciente de que Cristo naciera en esas fechas; me gustaría tener alguna influencia para conseguir que no mueran más inocentes en guerras crueles o cuando solo buscan traspasar una frontera para obtener una vida mejor; me gustaría poder hablar con personas que, aunque no participen de mis más íntimas ideas, acepten escuchar mis argumentos de la misma manera que yo estoy dispuesto a escuchar los suyos. Porque tengo muy claro que ni yo ni nadie posee la prerrogativa de la verdad.
            Me gustaría decir muchas cosas más, pero, como muchos, acabo callando ante la incesante plaga de injusticias y maldades. Y con mi silencio, siento que me hago cómplice de cuanto sucede. Si dijera todo lo que pienso, me llamarían muchas cosas, casi ninguna agradable y dirían que soy utópico, que no vivo en el mundo real. Tal vez sea así.
            Por eso, digo a Zalabardo, me gustaría, al menos, enviar un abrazo solidario a quienes me lean y desearles felices fiestas, feliz Navidad, feliz solsticio o cualquier cosa que quieran celebrar si eso supone aportar algo a la mejora de este mundo.


lunes, diciembre 17, 2018

SOBRE ANCIANOS Y VIEJOS


            Ya he contado muchas veces cómo conocí a Zalabardo. Pero algunos me dicen que cada vez tiendo a contarlo de manera diferente y eso los hace dudar de todas las versiones. Tal vez ocurra eso porque no reparan en que la vida es puro cambio, nada permanece estable para siempre; cambiamos nosotros, cambia lo que nos rodea y cambia el lenguaje con que nos expresamos.
            Al cabo, lo que importa es que Zalabardo siempre está a mi lado y conversamos mucho. A veces, sobre cosas trascendentes; otras, no tanto. El otro día me preguntaba, mientras echaba una ojeada al Libro de Estilo de El País, por qué se dice en él que los términos anciano o anciana deben emplearse solo excepcionalmente y más como exponente de decrepitud física que como un estadio de edad.
            Le contesto expresándole mi desacuerdo con ese juicio, que parecería producto de la moderna corrección política del lenguaje si no supiera yo que al responsable de dicho libro de estilo no lo podemos acusar de tal delito. Y aprovecho para explicarle que aunque en términos generales se consideran sinónimos anciano, antiguo y viejo, entre ellos hay muchas diferencias y no solo porque sea complicado encontrar sinónimos que puedan siempre intercambiarse en cualquier contexto.

            Nuestra lengua, le sigo diciendo a mi amigo, es muy rica en matices que, desgraciadamente, se van perdiendo. Por eso me gusta de vez en cuando, adentrarme en los viejos diccionarios, que son solo fedatarios de la lengua de la sociedad, para ver cómo vamos cambiando; y así encuentro casos que explican mi postura ante la actitud de El País frente los términos anciano/anciana. Un gran amigo mío y bellísima persona, Pepe Zamora, no cesa de repetir sobre sí mismo, para asumir su decadencia, que ya es un anciano provecto. Creo que alguna vez le he explicado el error que encierra su afirmación. Y, si no lo he hecho, aprovecho ahora.
            Si cogemos cualquiera de los diccionarios más puestos al día, yo suelo emplear el de la Academia, el de María Moliner y el de Manuel Seco, se ve que vienen coincidiendo en relacionar ancianidad y vejez con ‘edad avanzada’ y antiguo con ‘lo que existió en otra época o es propio de otros tiempos’. A esto hay que añadir que el adjetivo viejo, además, señala ‘lo que está deteriorado por el paso del tiempo’.

            ¿Pero hasta qué punto son sinónimos anciano y viejo? No sé si la confusión la crea la misma Real Academia al afirmar en su Diccionario de Autoridades, de 1726, que ‘ancianidad es lo mismo que vejez’. Porque, sigo creyendo, en esta afirmación no se tienen en cuenta los matices de los que antes hablaba. Y todos esos matices se pueden encontrar en diccionarios específicos de sinónimos y antónimos. Yo suelo emplear fundamentalmente, Zalabardo lo sabe, el de Pedro María de Olive, de 1843; el del mejicano José Gómez de la Cortina, de 1845, y el de Samuel Gili Gaya, de 1981.
            Dice Olive: Estas palabras son comparativas y opositivas de otras, pues a lo anciano se opone lo joven y a lo viejo lo nuevo […]; tienen su uso diferente, no pudiendo servir unas por otras. Anciano se dice de un hombre muy avanzado de edad, y solo se usa la palabra viejo en estilo de desprecio, burla o por un modo descortés. Gómez de la Cortina dice: La ancianidad es la última edad del hombre; vejez es la ancianidad considerada con respecto a la decadencia de la vida […] La ancianidad se considera absolutamente; la vejez es siempre relativa. Todos los hombres son ancianos en llegando a cierta edad; se llaman viejos o no viejos según como los consideremos. Y Gili Gaya: Vemos al viejo sujeto a los achaques y debilidades que acarrean los años. Vemos en la ancianidad la consideración que inspira, o debe inspirar, la edad, la madurez, la experiencia […] Anciano indica respeto por parte del que habla, vejete es despectivo y vejestorio expresa burla o desprecio.

            Gómez de la Cortina insiste: La ancianidad es respetable; la vejez, fastidiosa. Los ancianos, en igualdad de educación, tienen más experiencia; por consiguiente, más instrucción y más juicio. Y, aparte de eso, los tres avisan de que anciano solo es aplicable a personas, mientras que viejo se puede decir de todo. Y, para no recargar esta nota, hablan también de la diferencia de los dos términos respecto a antiguo, entre otros.
            Por todo ello, termino diciéndole a Zalabardo, me extraña que Álex Grijelmo, responsable del Libro de Estilo de El País, aconseje el uso excepcional de anciano. Él, que precisamente hoy, en su columna semanal habla de los tabúes y de la necesidad de no caer en ellos. Zalabardo y yo, sin ninguna clase de complejo, sabemos que estamos ya en nuestra etapa de ancianidad, aunque de ninguna manera nos consideramos viejos. Y eso es lo que le he dicho varias veces a mi amigo Pepe Zamora, que cuando se llame a sí mismo anciano, no piense en la vejez.

domingo, diciembre 09, 2018

¿ESCAPE ROOM?


            En muchas ocasiones he comentado a Zalabardo que la mitología, no solo la grecorromana, debería ser disciplina de obligado estudio en cualquier etapa de nuestro sistema educativo. Pero, dado el aprecio de las autoridades académicas hacia las humanidades, creo que la mía es una petición utópica. Sin embargo, en la mitología encontraremos miles de historias que nos enseñarán lo que en ningún otro libro hallaremos. Una de esas historias, no sé si entre las más conocidas, es la del laberinto de Creta, construido por Dédalo a petición del rey Minos para encerrar en él al Minotauro, el hijo engendrado por su esposa Pasifae con un toro. Esta historia se va conectando con otras: la de Teseo y Ariadna, la del propio Dédalo y su hijo Ícaro, etc.

            Los laberintos siempre han ejercido inmensa atracción en todos los tiempos y en todas las ramas de la cultura. Ese interés aún se muestra en nuestros días. Recordemos películas como El resplandor, Origen o Dentro del laberinto; o las construcciones arquitectónicas imposibles, laberínticas, del artista holandés Escher; y si acudimos a la literatura siempre nos vendrán a la memoria la laberíntica biblioteca de El nombre de la rosa y, cómo no, la obsesión por los laberintos de Borges. En El Aleph podemos leer relatos como La casa de Asterión, La biblioteca de Babel, El jardín de los senderos que se bifurcan o el breve y magnífico Los dos reyes y los dos laberintos. Y, en poesía, su poema Laberinto, incluido en el libro Elogio de la sombra.
            Tal vez este poema sintetice la concepción que del laberinto tiene Borges y que abarca a todo el Universo:
No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni extremo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin…
            Nuestra vida se desarrolla, no es preciso que lo diga Borges, en un intrincado laberinto. Pero no quiero filosofar, sino hablar de otras formas de laberintos. La noche del jueves, una televisión promocionaba una escape room basada en una serie de esa misma cadena, recientemente premiada. Estos locales se han puesto últimamente muy de moda y, cómo no, también su nombre, pues parece más fácil repetir uno existente, aunque esté en otro idioma, que imaginar uno en el propio. Una escape room, ni Zalabardo ni yo hemos visitado ninguna, creo que no es otra cosa que una habitación, o varias, en las que te encierran y debes ir superando pruebas para poder encontrar la salida o solucionar un enigma. O sea, de una forma o de otra, con características similares o diferentes, es un laberinto.

            En uno de los cuentos de Borges citados, un rey árabe, afrentado por otro babilonio, resuelve su afrenta abandonando a su oponente en mitad del desierto, a la vez que le decía: Me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso. Y aquel soberbio rey babilonio que quiso burlarse del rey árabe murió de hambre y sed en mitad de las arenas del desierto.
            Reflexiono con Zalabardo que no pocas veces nos extraviamos en un intrincado desierto lingüístico, pese a que la lengua es simple, en el que no acertamos a movernos. Humildemente, creo que a esas modernas escape room podríamos llamarlas laberintos o, si queremos ser más fieles no a la idea de encontrar una salida, sino a la expresión inglesa, fuga de…, dependiendo del tema de la atracción.


               Ese extravío es más generalizado de lo que parece y va abarcando muchas parcelas de la vida. Hace unos días no sé qué comisión de la UE, el titular lo leía en un periódico español, solicitaba a Google y otras empresas que controlan las redes sociales cuántas fake news habían suprimido. Una fake news, como bien se sabe, no es otra cosa que una noticia falsa, y, más concretamente, la que intencionadamente se difunde para inducir a error o causar un daño. En román paladino, como aspiraba a hablar Berceo, que quería hablar de modo que todos lo entendiesen, en nuestro país a eso se le ha llamado siempre bulo, palabra que entiende cualquier persona normal. Pero es que ayer mismo me encontré con una tribuna periodística titulada Fake Spain Great Again. Lo que el autor no aclara es que ese titular se lo sugiere una información de la BBC en que se recoge la opinión de Vox de “hacer España grande otra vez”; según el texto de la BBC, Make Spain Great Again. El articulista aprovecha la ocasión para titular lo que habría de entenderse, más o menos, como Otra vez una falsa España grande. Lo censurable es que no explica en qué se inspira para titular así y da por sabido que cualquier lector entenderá su significado. Bien está que se piense que deberíamos saber idiomas, otra carencia de nuestro sistema educativo, pero no hay que dar por sentado que todo el mundo sabe inglés. Vivimos tantas veces encerrados en nuestro propio laberinto que ni nos percatamos de ello.
         

martes, diciembre 04, 2018

PALABROTAS Y PALABROS


            Contaba una amiga hace unos días que un amigo común le había revelado el descubrimiento de que otras dos amigas igualmente comunes eran unas perfectas palabroteras y que, incluso, una de ellas presumía de saber palabrotas en una amplia gama de idiomas. Zalabardo, que a veces padece cierto ramalazo de cotillería me pide que le declare los cuatro nombres, pero me niego porque quienes conocen a estas personas saben bien quiénes son; y a quienes no las conocen, ¿de qué les servirían sus nombres?
            Mi reacción, que es a lo que voy, fue la de aplaudir a esas palabroteras, palabra que ni está en el diccionario ni falta que le hace (pese a que estén postureo, chusmear o posverdad), porque, aparte de entenderse perfectamente, cumple todos los requisitos para que la introdujeran. Sí existe malhablado, que, sin embargo, tiene un sentido más vago y difuso. Además, dije en aquel momento, siempre, bajo cualquier circunstancia, preferiré antes una palabrota que no un palabro.
            De esto precisamente es de lo que quiero hablar aquí hoy. Le digo a Zalabardo que el DLE dice de palabro, primero, que es una palabrota; y, después que es una ‘palabra rara’. De palabrota dice simplemente que es una ‘palabra malsonante’. No estoy muy de acuerdo con la autoridad académica, porque por palabro entiendo, antes que nada, la palabra inventada sin base firme, la extravagante, la que no se entiende bien, la que se emplea, en suma, de manera tópica y, casi siempre sin que sepamos bien qué significa o la que empleamos cuando no queremos desvelar nuestro verdadero pensamiento. En cuanto a palabrota, no creo que ninguna palabra suene mal, salvo las cacofónicas, y esas porque despistan por mera cuestión fonética (por ejemplo: Yo loco, loco y ella loquita / Yo lo coloco y ella lo quita); la auténtica palabrota es la palabra que por mojigatería o por exquisita sensibilidad, evitamos emplear (¿por qué evitamos follar y aceptamos la cursilería hacer el amor?) Las palabras no suenan mal; lo que pasa es que nuestra conciencia es demasiado melindrosa.
            Vayamos a los palabros, que es el tema del día, pues de palabrotas sabemos ya suficiente, aunque a muchos les repelan. Los palabros, con frecuencia, caen en la órbita de las palabras comodín, es decir, las que alguien pone en circulación y, sin que se sepa bien por qué, encuentran una horda de seguidores que las incluyen de manera indiscriminada en su discurso, vengan o no a cuento. Son también palabros, en mi opinión, aquellas palabras que usamos mal, por descuido o por ignorancia. Muchas tienen procedencia foránea, lo que ayuda a despistarnos; pero muchas otras son muy de aquí y las maltratamos.

            Le aviso a Zalabardo que no critico tanto el uso, pues muchos de los términos a que me refiero están admitidos y amparados bajo el manto del DLE, sino el abuso, la desmesura y sinrazón de acudir a ellos porque parece que, si no lo hiciéramos, padeceríamos algún tipo de marginación.
Ahí está, como primer ejemplo, empoderar. Siendo, como es, un término antiguo en nuestra lengua, el diccionario dice que significa ‘apoderar’ y lo marca como desusado y propio del lenguaje jurídico, en la actualidad nos viene como copia del inglés to empower con un significado nuevo, ‘hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo desfavorecido’. Y así, nadie pide ya potenciar, otorgar o dar poder, reivindicar del liderazgo de alguien o algo, sino que hay que solicitar su empoderamiento. Por la misma razón, ningún alcalde, en la inauguración de una calle, fuente, fiesta o evento, no resalta, destaca, reconoce o reivindica los méritos de la población de que es regidor, sino que, por fuerza, la pone en valor. Y el pobre no sabe decir otra cosa. Para empoderar o poner en valor, esas personas no dotan, equipan o proveen los medios oportunos al grupo o lugar que desean favorecer, sino que los implementan, que no es sino ‘poner en funcionamiento o aplicar métodos o medidas para llevar a cabo algo’.
            El palabro, diríamos, no nace, sino que se hace. Quiero decir, aclaro a Zalabardo atendiendo a lo anterior, que son palabras o expresiones que, en principio, nada tienen en su contra; lo que las hace aborrecibles es la tendencia a convertirlas en comodines rayanos en lo cursi o que, eso es lo peor, acaban por empobrecer el léxico porque, echando mano de ellos, se dejan a un lado otras que expresan igual o mejor aquello que queremos decir. Hoy no se controla, vigila, observa o cuida un proceso, sino que se monitoriza. Si queremos enaltecer las cualidades de algo, decimos no es bueno, lo siguiente, cuando, en buena lógica gramatical y, según los contextos, a bueno le sigue bonísimo, óptimo, magnífico, grandioso, fastuoso, espléndido, formidable, insuperable…; pero no, tiene que ser, lo siguiente. De la misma forma, nadie elabora ya un plan o proyecto, sino que traza una hoja de ruta, y los políticos retroceden a su etapa escolar (a muchos no les vendría mal) y no trabajan o cumplen, sino que hacen los deberes. Tampoco nos vale ya afirmar que nuestro estudio o programa trata de abarcar todos los aspectos de una cuestión o extenderse a una amplitud de personas; para que sea no bueno, lo siguiente, necesariamente ha de ser transversal.

            En fin, que si no empoderamos, implementamos, transversalizamos o monitorizamos, jamás conseguiremos poner en valor algo ni visibilizarlo. En tal caso, ni habremos hecho los deberes ni cumplido nuestra hoja de ruta. Por ello, la autoridad competente debería cesarnos. Sí, le digo a Zalabardo, ya sé que a la fuerza ahorcan, que los amos de la lengua son los hablantes, y que el DLE ha acabado validando el uso transitivo de cesar como ‘destituir o deponer a alguien del cargo que ejerce’, lo que no hace sino crear dudas en una familia léxica que estaba muy clara y que hoy no lo está tanto, la de ‘salir de una tarea o cargo’. Si alguien deja un cargo porque se ha cumplido el tiempo para el que fue nombrado, cesa; si lo que sucede es que no cumple adecuadamente o quien lo nombró ha dejado de confiar en él, se lo destituye, depone, echa o despide; y si deja el trabajo por decisión propia, dimite o renuncia.
            Por eso, concluyo, me hace feliz que esas amigas sean palabroteras. Al fin y al cabo, las palabrotas siempre han sido absolutamente claras en su interpretación. Recuerdo el desternillante chiste que contaba una compañera de trabajo sobre dos putas (¿o debo decir meretrices, rameras, prostitutas, cortesanas, fulanas, furcias, trabajadoras del sexo…?) que se encuentran en un ascensor. Posiblemente se me afearía contarlo y no digamos si lo contase ella. Pero nadie se escandalizaría si calificara a alguien de hípster o hablara del coach de un programa televisivo o de cualquiera otro de los palabros que nos van invadiendo. Eso sería entrar en el tema de los extranjerismos innecesarios de los que nos contagiamos. Vamos a dejarlo para otro día.