sábado, diciembre 31, 2022

¿FELICES FIESTAS O FELIZ NAVIDAD?

La coincidencia de la Nochebuena y la Navidad con el fin de semana motivó el retraso del apunte anterior. Como la situación se repite con la despedida del año, volvemos a estar en fin de semana, Zalabardo, más previsor que yo, me propone ganar tiempo al tiempo para que no nos coja el toro y, aunque no consigamos que amanezca antes, intentemos madrugar un poco.

            En esta temprana hora, hablamos de cómo entendemos estos días y la forma de manifestarlo a los demás. Días pasados, he leído, y he oído, opiniones dispares acerca de si es más correcto decir Felices Fiestas o Feliz Navidad. Los defensores de lo primero argumentan que, siendo estos los días más festivos del año, es la fórmula más aconsejable para transmitir un universal deseo de fraternidad que excluya cualquier otra connotación. Quienes abogan por lo segundo, mantienen que la palabra Navidad defiende la tradición, detiene la paganización de nuestra sociedad y celebra el nacimiento de Cristo. La primera opción se asienta sobre una base laica; la segunda se apoya en una cuestión religiosa.

            Decantarse por cualquiera de ellas, le digo a Zalabardo, puede acarrearnos la animadversión de los partidarios de la otra. Como defensor de la libertad personal que asiste a cada individuo, mi postura ha sido siempre la de respetar las creencias particulares y el derecho a manifestarlas. Por eso admito que cada uno escoja la que crea mejor, lo que no supone, de ningún modo, excusa para sortear un posible debate. Así que, en un intento de ser objetivo, procuraré demostrar que hacer confrontación y conflicto entre las fórmulas es dejarse guiar por el desconocimiento de la verdadera raíz de estas fiestas y, como suele decirse, mear fuera del tiesto, ya que significa defender ideas desacertadas y confundir las cosas por falta de ideas claras.

           Eso es lo que le ha pasado, en mi opinión, a la portavoz del PP en el Parlamento Europeo, Dolors Montserrat, cuando al pedir que se coloque un nacimiento en la sede de dicho Parlamento, petición concedida, su defensa se ha basado en estas palabras: «Estamos aquí para celebrar el nacimiento de la cristiandad, nuestras tradiciones y también reivindicar el legado histórico de Europa y las raíces cristianas de la Unión Europea». Con todos mis respetos, esa señora se equivoca, pues ni la UE es una organización religiosa ni sus fines son los que ella pretende hacer ver. Pero debatir eso me llevaría por otro camino.

            Las raíces de que yo hablo a Zalabardo hay que situarlas en los primitivos cultos a la naturaleza y tienen que ver con la celebración del solsticio de invierno, momento en que los días comienzan a alargarse lentamente por el triunfo del sol, que supone la renovación, el re-nacimiento de la naturaleza, hecho que todas las culturas han celebrado desde tiempo inmemorial. Alguien dirá que el solsticio tiene lugar el 21 de diciembre. A eso respondo que tal cosa se explica por la imposición a finales del siglo XVI del calendario gregoriano, que sustituyó al calendario juliano, que venía rigiendo desde el 43 a.C. En este último, el solsticio tenía lugar el 25 de diciembre.

            La Navidad, vamos primero a eso, toma su nombre del latín nativitas, ‘nacimiento’; pero debe saberse que este nacimiento se refería al nacimiento del Sol Invicto o Triunfante, es decir, la celebración del Dies Natalis Solis Invicti, el solsticio. En estas fechas, entre los días 17 y 25 de diciembre, celebraban los romanos las Brumalia y las Saturnalia, festividades dedicadas al sol y que se parecían en muchos aspectos a nuestras navidades actuales.

           Atendamos ahora a otra cuestión, no menos importante: ¿en qué fecha nació Cristo? No hay documento fiable que nos concrete el año, como no lo hay para fijar el nacimiento de otros grandes personajes de la antigüedad. Los evangelios no lo aclaran; al contrario, presentan datos confusos. Por ejemplo, Lucas habla de que el nacimiento de Cristo coincidió con el censo que mandó hacer el emperador Augusto, que, según el historiador Flavio Josefo, se realizó 37 años después de la batalla de Accio. Como esta batalla tuvo lugar en el 31 a.C., el nacimiento debió producirse sobre el 6 d.C., es decir, cinco o seis años después de lo que se dice ahora. Cuestión diferente es el día del natalicio. Aquí sí que no hay modo posible de datación porque, dato relevante, a nadie pareció preocuparle esta cuestión en los primeros años del cristianismo.

            Tuvieron que pasar 300 años para plantear el asunto. El emperador Constantino, que había sido educado en el culto al Sol Triunfante, no solo se convirtió al cristianismo, sino que en el 313 declaró esta religión como la oficial del imperio aconsejado, entre otros, por el obispo cordobés Osio. A Zalabardo, que no deja de mirarme con el gesto estupefacto del alumno que empieza a perderse en mitad de una explicación, le digo, anticipándome a los hechos, que no hay cultura ni religión que se libre del sincretismo, es decir, de conjuntar líneas de pensamiento diferentes e ideas opuestas para facilitar el proselitismo y conseguir seguidores. El cristianismo no es una excepción. Tras la conversión de Constantino, que había sido adorador del sol y se apoyó en los cristianos por conveniencia, se creyó pertinente adaptar las nuevas creencias a lo que ya se tenía. Cristo, se dijo, era el verdadero Sol Triunfante del que hablaban las antiguas religiones y se difundió, de manera intencionada, la tesis de que su nacimiento se produjo el 25 de diciembre, día del solsticio de invierno. Al identificar lo nuevo con lo viejo, se conseguía que muchos que antes adoraban al sol pasasen sin problemas a adorar a Cristo. La Navidad cristiana se imponía, pues, revestida con los ropajes de la Nativitas pagana.

            Zalabardo, me parece, anda un poco mareado. Así que corto y le digo que, en función de lo expuesto, quienes se sientan cristianos tienen todo su derecho a celebrar en estos días el nacimiento de Cristo y desear Feliz Navidad; pero que, quienes no lo sean, o siéndolo quieran ampliar el número de felicitados, pueden perfectamente desear Felices Fiestas y proceder a una celebración más profana. Nadie podrá esgrimir razón alguna que impida el derecho de los otros, pues eso significaría intolerancia y fanatismo.

            Así que, con nuestra mejor intención, Zalabardo y yo deseamos Feliz Navidad (con retraso) a unos y Felices Fiestas para todos. Y, de paso, que el año que entra esté libre de los sobresaltos de los que dejamos atrás. 

miércoles, diciembre 28, 2022

SOBRE DICCIONARIOS Y PANETONES

Nunca las prisas son buenas y tienen razón quienes tal argumento esgrimen. De los muchos refranes que corroboran lo que digo, me quedo con dos, el que aconseja vestirse despacio cuando se tiene prisa y el que nos advierte que no va a amanecer antes porque madruguemos mucho. Tiempo requiere un buen vino para cobrar cuerpo, un buen queso para su maduración, un jamón para alcanzar la curación precisa y un panetone para convertirse en delicia y no en un vulgar amasijo de harina y otros productos.      

            La Real Academia, de este tema hablaba con Zalabardo, ha publicado la lista de correcciones, matizaciones, supresiones y nuevas entradas que pueden encontrarse en el Diccionario que ampara la docta casa. Este año, son casi 4000 casos. Esa lista se nos va haciendo frecuente y hay quienes la esperan como se aguarda la llegada del 22 de diciembre por si los niños de san Ildefonso sacan la bola con el número que ellos juegan. Someter el Diccionario a estas revisiones es hoy posible gracias a los medios con que contamos. La edición digital del Diccionario de la Lengua Española permite lo que no sería posible en una edición tradicional en papel.

            Zalabardo sabe que no tengo nada en contra de estas revisiones. Por el contrario, siempre he defendido que hay que hacerlas siempre que sean necesarias. La lengua es algo tan vivo y tan cambiante como el pelo que nos nace y se nos cae sin que reparemos en ello, como esos centímetros que vamos ganando o perdiendo con la edad. Con lo que no estoy de acuerdo es con la equivocada creencia de que la palabra que no aparece en el Diccionario no existe o viceversa, con que la palabra que vemos en el Diccionario es intocable. Por ejemplo, hubo un tiempo en que anduve tratando, sin conseguir nada, de aclarar el sentido de surriguista, palabra que leí en un periódico malagueño del siglo XIX, aunque supongo que el autor de aquel artículo y sus lectores sabían de qué se hablaba; no conozco un solo diccionario que dé cobijo a tal término. Por el contrario, ahí siguen estando amover, ‘destituir a alguien o revocar algo’ o uebos, ‘necesidad’ que nadie emplea ya.

           Las palabras, comento a Zalabardo, entran y salen continuamente del conjunto de las que usamos; unas nacen y otras mueren, unas enriquecen su significado y otras pierden el que tenían, algunas se deforman y se usan de modo inconveniente, importamos unas y exportamos otras y algunas son tan específicas que apenas circulan fuera de un ámbito restringido… En cualquier caso, será el uso por parte de la gente común quien les otorgue el certificado de garantía para asentarse en la conciencia colectiva tras el necesario reposo que dictamine que no son moda pasajera y la constatación de su utilidad y fiabilidad en la comunicación.

            Eso me hace creer que la RAE debería ser más meticulosa: bien está corregir todo lo que manifiestamente sea corregible, matizar todo lo que el uso indica que debe ser matizado y suprimir lo que ha dejado de ser efectivo… La función del Diccionario debe ser dar fe de las palabras que un amplio número de hablantes utiliza en sus relaciones con los demás. Para otra cosa, ya están las versiones anteriores y los diccionarios específicos (histórico, de vulgarismos, de tecnicismos, de términos jurídicos, o médicos, o literarios, o artísticos…). Por eso digo lo de ser estrictos y lo de esperar un plazo suficiente. Que aparezca o no, en nada daña su existencia. Sé perfectamente lo que Zalabardo quiere decirme cuando me llama carapapa y él me entiende cuando le digo que, a veces, se pone muy jartible; aunque ninguna de las dos aparezca en el Diccionario. Generalizar la entrada por vía rápida incita a exigir la introducción de palabras que son flores de un día o a protestar por las que sí están. Además, da lugar a equívocos que prenden en la mente de los hablantes normales y desprevenidos. He leído en ahora no sé dónde que la RAE daba entrada, ¡albricias, por fin!, a covidiota, ‘quien niega la existencia de la covid’; y mi amiga Mariloli me decía haber oído, o leído, que, ¡albricias, por fin!, había sido expulsada cuñadez, ‘condición de cuñado’, palabra que ella no había oído en su vida. Ni covidiota está entre las novedades, aunque haya quienes la usen, ni cuñadez ha sido eliminada, por la sencilla razón de que nunca ha estado dentro.


Sí ha recibido el plácet de la comisión encargada del Diccionario el término panetone. Pero, como he avisado, ya hay quien se pone tiquismiquis con ella. El DLE dice que panetón, o panetone, válidas las dos, es un ‘dulce navideño de origen italiano, que consiste en un bizcocho grande en forma de cúpula, relleno de pasas y frutas confitadas’. Pues un gremio de artesanos panaderos pide que se cambie esa definición porque el panetone, según ellos, ni es bizcocho ni es producto de repostería.

            Zalabardo es consciente de que me atrevo a preparar un arroz, una fabada o incluso un buen bacalao con salsa de pimientos amarillos, pero soy torpe hasta el máximo a la hora de atreverme con algo tan aparentemente fácil como unas natillas. Por eso recurro a otro amigo, José María Pérez, que, sin ser profesional, prepara panes y pasteles que no envidian a los de nadie. Le pido su opinión y me responde que: «al estar humedecido con yemas y mantequilla, y por su dilatada elaboración, tal vez en puridad no sea un bizcocho, aunque tampoco se puede negar que lo sea». Y tras darme la detallada receta de sus panetones, concluye: «no es nada pan». Sus palabras, dan la razón a la Academia frente a esos quejicas panaderos.

            ¿Cabe aquí la receta de mi amigo? Ya él me avisa que el producto requiere una elaboración dilatada. Me tomo la osadía de resumir y que José María me perdone si yerro. Primer día: se prepara una biga (masa madre, prefermento) con harina floja (60 g.), agua (60 g.) y levadura fresca (0,6 g.), al tiempo que se hace un tangzong (especie de bechamel ligera) con 60 g. de harina gran fuerza (mínimo 14% de proteínas) y 300 g. de agua. Segundo día: se mezclan las dos masas anteriores con 540 g. de harina gran fuerza, 18 g. de agua, 44 g. de levadura de panadero, 6 yemas, 30 g. de miel y 10 g. de mantequilla. Esa masa se dejará reposar 30 minutos. Luego, en máquina, se amasa 4/5 minutos, incorporando lentamente 4 g. de sal y 180 g. de azúcar. A continuación, se incorporará 210 g. de mantequilla sin sal a temperatura ambiente, la ralladura de una naranja y un limón, 200 g. de pasas de corinto humedecidas y 200 gramos de piel de naranja confitada. Todo ello reposará en el frigorífico uno o dos días. Pasados estos, se atempera la masa, se voltea, se divide y bolea; se deja reposar de nuevo (20 minutos) y se enmolda, cubriéndola para que fermente (preferiblemente, a 28º) durante 4/5 horas. Se precalienta el horno (170º para panetones de medio kilo) y se hornean durante 35 minutos. Una vez sacados, se pinchan por la base para colgarlos del revés, con lo que se evita que la cúpula se hunda; así estarán toda una noche. Mi buen amigo cierra su receta con este consejo: «y rezar durante todo el proceso para que salga bien».

domingo, diciembre 18, 2022

USTED NO SABE CON QUIÉN ESTÁ HABLANDO


Estoy convencido, y así se lo transmito a Zalabardo, de que hablar de esta expresión exige hacerlo también de Mantener las distancias. En una y otra puede verse reflejado un vanidoso afán de dejar bien patente la superioridad de alguien sobre otra persona. Leo en varios lugares que Usted no sabe con quién está hablando, así o en forma de pregunta, ¿Usted sabe con quién está hablando? fue propia de una parte de nuestra sociedad durante la dictadura franquista para intimidar al aludido haciéndole recordar qué puesto ocupaba quien hablaba y cuál su interlocutor. Con ella, dicen, se hacía ostentación de jerarquía o de autoridad, motivos ambos que conferían al emisor el derecho a hacer lo que le saliera de los cataplines.

            Puede que en esa forma concreta se abusase de ella durante la dictadura franquista; pero veo en la actitud de quien la emplea unas raíces más hondas que pueden ser rastreadas. Valdría solo el ejemplo de una escena, muy calderoniana, de El alcalde de Zalamea. Pedro Crespo ruega al fatuo capitán don Álvaro que repare el ultraje a que ha sometido a su hija. El capitán se niega y lo hace como quien dice ¿Tú sabes con quién estás hablando? al esgrimir que se reconozca su condición de capitán de los ejércitos del Rey que habla con el alcalde de un pueblucho. La respuesta del alcalde no se queda muy atrás. Más o menos dice: «Tenéis mucha razón. Con respeto, mandaré que os pongan grilletes y os conduzcan a la cárcel; con respeto, impediré que habléis con nadie; y, con mucho respeto, os mandaré ahorcar», con lo que encontramos que quien desconocía con quién hablaba era el vanidoso capitán,

            Esta actitud, aunque se diga que se va perdiendo, sigue siendo frecuente, aunque el franquismo nos quede lejos. Aún abundan quienes se escudan en su notoriedad para saltarse a la torera una norma o para jactarse de su pretendida superioridad. ¿Usted sabe con quién está hablando? gritó Pilar Rahola en el depósito municipal para retirar su coche, que la grúa se había llevado por estar mal aparcado, sin pagar la sanción correspondiente. Y Esperanza Aguirre a unos agentes de la policía local tras atropellar a un motorista y querer eludir las consecuencias. O el magistrado del Tribunal Supremo Enrique López al ser sorprendido, yendo en moto, sin casco y bebido, saltándose un semáforo en rojo. El futbolista Gerard Piqué incluso añadió: «Esto lo hablo yo con Fulanito y esta multa la va a pagar tu padre». Y el exministro Corcuera con un aparcacoches en la feria de Sevilla. Y el exsecretario de Estado Miguel Ángel Rodríguez al verse involucrado en un accidente; y…

            …Y algo parecido le ocurrió a Teresa Rodríguez en un enfrentamiento con el director de ABC de Sevilla, a quien espetó: «Le agradecería que no me tutee, yo no le he tuteado y a diferencia de usted soy una representante electa y por tanto una autoridad». Aquí, Teresa Rodríguez apoyó su prepotencia en la distancia que los separaba: «Que yo soy una autoridad y usted no. A ver si mantenemos las distancias».

            ¿Qué es mantener las distancias o guardar las distancias? Según el Diccionario fraseológico documentado del español actual, de Manuel Seco es: ‘Controlar [una persona] su trato con otra a fin de no llegar a una familiaridad excesiva’. Y añade a continuación la variante marcar [alguien] (sus) distancias [con alguien o algo]: ‘Hacer notar las diferencias o discrepancias [respecto a ellos]’, que es lo que hizo Teresa Rodríguez. La primera es natural; la segunda es la que retrata al vanidoso. Me dice Zalabardo: «O sea, que tanto en una forma como en la otra se podría aplicar lo que acabó siendo el único mandamiento que prevaleció tras la revolución en la Granja Manor de que nos habla Orwell en su novela Rebelión en la granja: Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros». Ambos reímos su ocurrencia, que podría ser válida.

            Mantener las distancias, en cualquiera de sus variantes nos puede servir para ver los insospechados caminos por los que cambia la lengua. El libro del español correcto, publicado por el Instituto Cervantes en 2012, hace ahora diez años, cita al hablar del lenguaje no verbal una de las características más significativas de la comunicación oral: que los interlocutores comparten tiempo y espacio, lo que deriva hacia una comunicación multicanal, es decir, que transmitimos y recibimos información por muchos y muy variados conductos. Nos valemos del espacio, el propio o el de los otros, y nuestras reacciones son distintas tanto si sentimos que una persona se sitúa excesivamente próxima o, por el contrario, notamos que se aleja. En el lenguaje coloquial se acuñó la expresión mantener las distancias y el antropólogo Edward T. Hall estudió los grados de esa distancia (íntima, personal, social ―para relaciones no personales―y pública). Parece razonable que cada persona elige la distancia conversacional en la que se siente más cómoda.

            Un grave problema sanitario, la pandemia de la covid-19, dio paso a que las autoridades, sanitarias y políticas, recomendaran mantener la distancia social como medida eficaz contra el contagio. La expresión, lo denunció Fundéu, provoca un solapamiento semántico con la que hubiese sido más correcta: mantener la distancia física. Esta última se mide en metros y se corresponde con ese mantener la distancia recogido en el Libro del español correcto y estudiado por Hall; hace referencia a la lejanía o proximidad física entre personas. En cambio, la distancia social mide el grado de aislamiento de una persona o un colectivo en el seno de una sociedad, la superioridad de unas personas sobre otras.

            Sea como sea, aunque lo correcto hubiese sido hablar de mantener la distancia física, lo que se impuso fue mantener la distancia social y la propia Academia ha terminado por aceptar ambas expresiones como equivalentes. Quizá porque no sabíamos con quién estábamos hablando.

sábado, diciembre 10, 2022

CAER DEL BURRO

 

          «Lo que se oye una y otra vez, y una vez más, es imposible que no quede asentado en nuestro interior». No me gusta autocitarme, bien lo sabe Zalabardo, pero eso es lo que dice el protagonista de la novela en la que ahora trabajo, La noche a la ventana. Recuerdo esto porque, mientras buscaba un tema para el apunte de esta semana, se me ocurrió que hay un refrán que podría dar juego: Caerse (o bajarse) del burro. «¿Otro refrán?», me pregunta mi amigo. Qué le vamos a hacer, no puedo negar que me gusta la paremiología y este se me ha ocurrido no tanto por lo que con él se quiera decir, sino por las dudas que levanta determinar su origen.

            Dice el DLE que caerse (o bajarse) del burro es ‘reconocer que se ha errado en lo que se mantenía’. En el sexto acto de La Celestina, la alcahueta dice a Sempronio refiriéndose a Calisto, que hace un encendido elogio de Melibea: «Déjale, que él caerá de su asno». Y en el capítulo XIX de la segunda parte del Quijote, el presuntuoso bachiller Corchuelo reta a un licenciado a un duelo de esgrima en el que este último humilla al valentón, que acaba confesando a Sancho: «Yo me contento de haber caído de mi burra y de que me haya mostrado la experiencia la verdad de quien tan lejos estaba». Es, pues, refrán antiguo ―¿cuántos hay que no lo sean?―. Sebastián de Covarrubias lo recoge y dice que caer de su burra es ‘desengañarse uno de que no era buena su opinión o el camino y orden que llevaba de proceder’. Sea asno, burro o burra poco importa al caso.

            El sentido e intención está muy claro. Más dudas plantea indagar el origen del dicho. Suele afirmarse que los refranes proceden, por lo común de alguna anécdota real o de algún cuento que la tradición ha mantenido vivo en la conciencia del pueblo. Lo curioso de este caso es que no hay noticia de cuál pueda ser esa procedencia. José María Iribarren, en su impagable El porqué de los dichos, se acoge, a falta de otra cosa, a que el hecho de que se aplique a los asnos la tozudez, la terquedad y la persistencia en el error pudiera servir de base para el refrán.

           Pero otros cogen un camino diferente que, a la vez, resulta fácil. Por ejemplo, Alfred López, en sus también interesantes comentarios Ya está el listo que todo lo sabe, hace derivar este refrán de un episodio bíblico. En los Hechos de los Apóstoles, capítulo 9, se nos cuenta que Saulo, san Pablo, pidió al gran sacerdote una carta en la que se lo autorizase a dirigirse a Damasco para combatir a cuantos seguían a Cristo. En el camino, se cuenta, lo rodeó una luz que bajaba del cielo y se oyó una voz que decía: «¿Por qué me persigues?». Desde ignoro cuándo, y ahí está la abundante iconografía sobre este episodio, se mantiene que Saulo cayó a tierra del caballo en que viajaba, caída que coincidió con su conversión. Así lo cuentan Alfred López y muchos más.

            La historia es bonita. Alguien que se obstinaba en un proceder errado cae, por intervención divina, de su montura, reconoce su error y cambia su conducta. Caer de un caballo, a fin de cuentas, no es tan distinto de caer de un burro o asno. Pero he aquí que un fraile dominico, Martín Gelabert Ballester, reconocido teólogo y profesor en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer, de Valencia, en un blog que utiliza para sus comentarios, Nihil obstat, llama la atención sobre algo bien claro; escribía en 2015: «si alguien encuentra el caballo en el que iba montado san Pablo en su camino hacia Damasco, que me avise, porque estoy dispuesto a comprarlo a precio de oro». Y lanza este reto porque, si nos acercamos al texto de los Hechos de los Apóstoles, en ningún lado se afirma que Saulo cabalgase sobre animal alguno; solo se dice que se dirigía a Damasco cuando apareció esa luz que lo hizo caer en tierra.

            La intención del teólogo, así lo dice él, es denunciar que son muchos los que hablan de temas religiosos con poco conocimiento y que por eso «circulan por ahí una serie de tópicos religiosos que casi nadie discute y muchos dan por buenos. Pero estos tópicos, además de ser falsos, contribuyen a propalar la incultura y ofrecen una imagen falsa, ñoña y ridícula de la religión». Y nos pone otro ejemplo, el de la manzana de Eva. ¿Quién negará que la serpiente tentó a Eva y la convenció para que mordiese la manzana y se la hiciese morder a Adán? En el diálogo entre Eva y la serpiente, «el animal más astuto de todos los que había creado Yahvé», eso se dice en el Génesis, esta preguntó sobre el árbol prohibido. Eva respondió que podían comer del fruto de los árboles, pero no del que estaba en el centro del jardín. La serpiente le respondió que eso era porque Elohim sabía que el día que comiesen de él serían como dioses y sabrían diferenciar el bien del mal. Y viendo Eva que aquel árbol era bueno de comer, «tomó su fruto y lo comió y le dio también a su hombre». Es decir, siempre se habla de fruto, pero en ningún momento de manzana. Comentando este episodio, Voltaire, en su Diccionario filosófico, escribe: «Es difícil poder concebir que haya existido un árbol que enseñara el bien y el mal, como existen y han existido manzanos y albaricoqueros. Además, no se comprende por qué Dios no ha de querer que el hombre conozca el bien y el mal, y hasta me atreveré a decir que dárselo a conocer me parecería más digno de Dios y más necesario para el hombre».

            Repito a Zalabardo reflexión del principio: si algo se repite mucho, al final, aunque sea mentira, acaba por aceptarse como verdadero y costará que quien asuma esa falsa verdad se baje del burro y admita su error. Y aun así seguiremos sin saber cuál pudiera ser la fuente de la que el refrán nació. 

sábado, diciembre 03, 2022

LA SARTÉN Y EL CAZO

 …muchas veces te he aconsejado que no seas tan pródigo de refranes, y que te vayas a la mano al decirlos, pero paréceme que es predicar en el desierto, y castígame mi madre, y yo trómpogelas.

―Paréceme ―respondió Sancho― que vuesa merced es como lo que dicen: «Dijo la sartén a la caldera. Quítate allá, ojinegra». Estáme reprehendiendo que no diga yo refranes, y ensártalos vuesa merced de dos en dos.

            Don Quijote y su escudero mantienen esta conversación hacia el final de la novela, en el capítulo XLVII de la segunda parte. No me gusta, Zalabardo lo sabe, machacar demasiado sobre una misma cuestión y menos en apuntes consecutivos. Pero hoy, más por desencanto que por otra razón, creo necesario hacerlo. Otras veces me he ocupado ya en explicar refranes. Recuerdo ahora que, el 2 de febrero de 2012 traté de aclarar el sentido del segundo de los que emplea en esta ocasión el caballero y poco después, el 19 de marzo del mismo año, intenté explicar qué es un ojo de boticario para comentar el refrán Como pedrada en ojo de boticario. El de hoy requiere poca explicación.

            El refrán, desde sus orígenes, viene siendo un enunciado breve, basado en la experiencia y de transmisión oral, que encierra un consejo, una enseñanza o un pensamiento y persigue un objetivo, por lo común, didáctico. Tiene relación con la fábula, la parábola o el apólogo, aunque estos presentan una historia de mayor extensión y desarrollo de la que es posible extraer una enseñanza. Tanto la forma simple, refrán, como la más compleja, parábola o apólogo, tuvieron su apogeo en periodos en que el acceso a la cultura era restringido y funcionaban como medios de aprendizaje. Hoy, por suerte, el analfabetismo parece extinguido y el acceso a la cultura está al alcance de todos. En consecuencia, deberíamos saber más, estar mejor preparados. Lamentablemente, son numerosas las ocasiones en que chocamos con una realidad distinta.


            Por eso quiero hoy llamar la atención sobre un refrán de uso frecuente y que, a mi juicio, ofrece pocas dificultades de comprensión. Sus variantes son muchas: Échate allá que me tiznas, dijo la sartén al cazo, ¡Quita de ahí, que me tiznas, ojinegra, La sartén le dice a la olla carasucia. Esa diversidad prueba su antigüedad; Covarrubias lo cita como Dijo la sartén a la caldera, quita allá, negra. Y en el Diálogo de la lengua, de Valdés, aparece como Dijo la sartén a la caldera: ¡Tirá allá, culnegra!, que es la misma forma con que lo recoge Gonzalo de Correas en su Vocabulario de refranes.

            A nadie se le escapa su propósito: reprender a quienes acusan a otros de defectos y vicios que se dan, incluso aumentados, en el mismo amonestador. Digo que es viejo el refrán, pues incluso en latín existía: Ecce quam nigra es! Sic dixit caccabus ollae (¡Mira qué negra eres!, dijo la sartén a la olla). Tan común es que hasta le salieron variantes con otros protagonistas: Dijo el asno al mulo: Quita de ahí, orejudo o Dijo la corneja al cuervo: Quítate allá, negro. Y creo, le apunto a Zalabardo, que a esta hora ya habrá muchos que recuerden las palabras que los evangelistas Mateo y Lucas ponen en boca de Cristo cuando amonesta a quienes ven una paja en el ojo ajeno sin reparar en la viga que en el propio hay.

            No sabría decir si ese recriminar a otros lo que no vemos en nosotros mismos es un vicio español. Es posible que no; ayer mismo, Aurora Luque nos recordaba el asombro de Aristóteles al ver a Cleón gritar e insultar en una tribuna pública. De él dice Aristóteles que fue «el que más dañó al pueblo con sus maneras apasionadas, y el primero que en la tribuna dio gritos y profirió insultos […] cuando los demás habían hablado con decoro». No, no es algo que hayamos inventado nosotros, pero sí observo, le digo a mi amigo, que hemos salido buenos alumnos de esta táctica de Cleón, de quien incluso se afirma que dominaba el sutil arte de encontrar materiales para basar falsas acusaciones. La espiral de violencia lingüística y ética en nuestras más altas instituciones es algo que sobrecoge. En el anterior apunte hacía referencia al incalificable insulto que una ministra recibía en pleno debate parlamentario. Lo de debate, según comprobamos, es algo que se está olvidando. Parece gustar más el rifirrafe, la riña callejera, la provocación; ¿y qué puede provocar más que un insulto?

            Lo que a Zalabardo y a mí nos ha sorprendido es que esa persona que un día fue insultada, públicamente humillada, al siguiente pague con la misma moneda, caiga en el mezquino y tú más que la sitúa en el mismo nivel de zafiedad de quien lanzó el primer insulto. Y claro está, así se dinamita cualquier posibilidad de que el debate entre nuestros representantes públicos se desarrolle con el aire de decoro reclamado por Aristóteles. En tal situación, encuentro más que pintiparado nuestro refrán de hoy, Dijo la sartén al cazo: apártate que me tiznas. ¿Pero quién en esta situación es sartén y quién cazo? Zalabardo asiente cuando intento darle a entender que, para mí, las dos partes son sartenes de las que deberíamos separarnos si queremos no salir tiznados.

            Lo peor de todo es que nos estamos acostumbrando a que el insulto sea jaleado por unos y otros y a nadie se le ocurra ni por un segundo disculparse por su incalificable actitud. O poner remedio a quienes se valen de tal conducta.