«Lo que se oye una y otra vez, y una vez más, es imposible que no quede asentado en nuestro interior». No me gusta autocitarme, bien lo sabe Zalabardo, pero eso es lo que dice el protagonista de la novela en la que ahora trabajo, La noche a la ventana. Recuerdo esto porque, mientras buscaba un tema para el apunte de esta semana, se me ocurrió que hay un refrán que podría dar juego: Caerse (o bajarse) del burro. «¿Otro refrán?», me pregunta mi amigo. Qué le vamos a hacer, no puedo negar que me gusta la paremiología y este se me ha ocurrido no tanto por lo que con él se quiera decir, sino por las dudas que levanta determinar su origen.
Dice el DLE que caerse (o bajarse)
del burro es ‘reconocer que se ha errado en lo que se mantenía’.
En el sexto acto de La Celestina, la alcahueta dice a Sempronio
refiriéndose a Calisto, que hace un encendido elogio de Melibea:
«Déjale, que él caerá de su asno». Y en el capítulo XIX de la
segunda parte del Quijote, el presuntuoso bachiller Corchuelo
reta a un licenciado a un duelo de esgrima en el que este último humilla al
valentón, que acaba confesando a Sancho: «Yo me contento de haber
caído de mi burra y de que me haya mostrado la experiencia la verdad de
quien tan lejos estaba». Es, pues, refrán antiguo ―¿cuántos hay que no lo
sean?―. Sebastián de Covarrubias lo recoge y dice que caer de su
burra es ‘desengañarse uno de que no era buena su opinión o el camino y
orden que llevaba de proceder’. Sea asno, burro o burra
poco importa al caso.
El sentido e intención está muy claro. Más dudas plantea indagar el origen del dicho. Suele afirmarse que los refranes proceden, por lo común de alguna anécdota real o de algún cuento que la tradición ha mantenido vivo en la conciencia del pueblo. Lo curioso de este caso es que no hay noticia de cuál pueda ser esa procedencia. José María Iribarren, en su impagable El porqué de los dichos, se acoge, a falta de otra cosa, a que el hecho de que se aplique a los asnos la tozudez, la terquedad y la persistencia en el error pudiera servir de base para el refrán.
Pero otros cogen un camino diferente que, a la vez, resulta fácil. Por ejemplo, Alfred López, en sus también interesantes comentarios Ya está el listo que todo lo sabe, hace derivar este refrán de un episodio bíblico. En los Hechos de los Apóstoles, capítulo 9, se nos cuenta que Saulo, san Pablo, pidió al gran sacerdote una carta en la que se lo autorizase a dirigirse a Damasco para combatir a cuantos seguían a Cristo. En el camino, se cuenta, lo rodeó una luz que bajaba del cielo y se oyó una voz que decía: «¿Por qué me persigues?». Desde ignoro cuándo, y ahí está la abundante iconografía sobre este episodio, se mantiene que Saulo cayó a tierra del caballo en que viajaba, caída que coincidió con su conversión. Así lo cuentan Alfred López y muchos más. La historia es bonita. Alguien que se obstinaba en un proceder
errado cae, por intervención divina, de su montura, reconoce su error y cambia su
conducta. Caer de un caballo, a fin de cuentas, no es tan
distinto de caer de un burro o asno. Pero he aquí
que un fraile dominico, Martín Gelabert Ballester, reconocido teólogo y
profesor en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer, de Valencia, en un blog
que utiliza para sus comentarios, Nihil obstat, llama la atención
sobre algo bien claro; escribía en 2015: «si
alguien encuentra el caballo en el que iba montado san Pablo en su
camino hacia Damasco, que me avise, porque estoy dispuesto a comprarlo a precio
de oro». Y lanza este reto porque, si nos acercamos al texto de los Hechos
de los Apóstoles, en ningún lado se afirma que Saulo cabalgase
sobre animal alguno; solo se dice que se dirigía a Damasco cuando apareció esa
luz que lo hizo caer en tierra.
La
intención del teólogo, así lo dice él, es denunciar que son muchos los que
hablan de temas religiosos con poco conocimiento y que por eso «circulan por
ahí una serie de tópicos religiosos que casi nadie discute y muchos dan por
buenos. Pero estos tópicos, además de ser falsos, contribuyen a propalar la
incultura y ofrecen una imagen falsa, ñoña y ridícula de la religión». Y nos
pone otro ejemplo, el de la manzana de Eva. ¿Quién negará que la
serpiente tentó a Eva y la convenció para que mordiese la manzana y se
la hiciese morder a Adán? En el diálogo entre Eva y la serpiente,
«el animal más astuto de todos los que había creado Yahvé», eso se dice
en el Génesis, esta preguntó sobre el árbol prohibido. Eva
respondió que podían comer del fruto de los árboles, pero no del
que estaba en el centro del jardín. La serpiente le respondió que eso era
porque Elohim sabía que el día que comiesen de él serían como dioses y
sabrían diferenciar el bien del mal. Y viendo Eva que aquel árbol era
bueno de comer, «tomó su fruto y lo comió y le dio también a su
hombre». Es decir, siempre se habla de fruto, pero en ningún
momento de manzana. Comentando este episodio, Voltaire, en su Diccionario
filosófico, escribe: «Es difícil poder concebir que haya existido un
árbol que enseñara el bien y el mal, como existen y han existido manzanos y
albaricoqueros. Además, no se comprende por qué Dios no ha de querer que
el hombre conozca el bien y el mal, y hasta me atreveré a decir que dárselo a
conocer me parecería más digno de Dios y más necesario para el hombre».
Repito a Zalabardo reflexión del principio: si algo se repite mucho, al final, aunque sea mentira, acaba por aceptarse como verdadero y costará que quien asuma esa falsa verdad se baje del burro y admita su error. Y aun así seguiremos sin saber cuál pudiera ser la fuente de la que el refrán nació.
2 comentarios:
Jugosa disertación sobre el origen de un refrán tan aceptado en el habla popular independientemente de su origen, su uso está generalizado.
Eres un libro andante. Muy interesante
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