Roberts y Pastor, en su Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, dicen que año viene de la raíz indoeuropea at-, que significa ‘ir’, en el sentido de ‘periodo que se va’. Le confieso a Zalabardo que carezco de conocimientos para poner en duda tal cosa, pero que, como un personaje de un relato mío sostiene, a veces creo que el tiempo no se va, por la sencilla razón de que no pasa, está inmóvil, y somos nosotros los que pasamos por él. La manía de medir y pesar todo es lo que nos lleva a dividir lo que tal vez sea indivisible, por ser eterno, ya que cualquier porción de eternidad habría de ser, a su vez, eterna.
Sabemos bien,
le digo a mi amigo, que ese razonamiento ―las matemáticas nos lo han
demostrado― es falso. En el estudio de la aporía de Zenón sobre Aquiles
y la tortuga se llegó, aunque costara, a la conclusión de que no es correcto
que la suma de los infinitos tramos de un todo debe dar como resultado una
distancia y un tiempo infinitos. Monterroso, en uno de sus magníficos microrrelatos
escribió: «Por fin, según el cable, la semana pasada la tortuga llegó a la
meta. En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su
contrincante le pisó todo el tiempo los talones. En efecto, una diezmiltrillonésima
de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó
Aquiles».
En cualquier
caso, creemos que 2023 se va y hasta sentimos la ilusión de ver cómo, en un
horizonte muy cercano, se nos acerca 2024. De hecho, ya estamos ansiosos por
arrancar la última hoja de ese calendario que nos ha venido
sirviendo de referencia y nos aprestamos a estrenar otro que,
indefectiblemente, vuelve a comenzar con enero. O sea, eso del eterno retorno
del que ya nos hablaron los estoicos y que también analizaba Nietzsche
en Así habló Zaratustra.
Como veo que Zalabardo me pone cara rara, me apresuro a aclararle que no es mi intención desarrollar aquí ninguna tesis filosófica ―para lo que, además, no estoy cualificado―, sino que solo pretendo tratar en este último apunte del año actual qué diferencia hay entre almanaque y calendario, aparte de comentar la razón de los nombres con que conocemos los días de la semana.
Vaya por delante que calendario y almanaque pueden ser considerados la misma cosa, con no demasiadas diferencias, aunque haya que reconocer que el primero surgió antes y el segundo aparece en época más tardía. El calendario, en esencia, no es sino una especie de libro de contabilidad con el que intentamos registrar el paso del tiempo. Quizá fuesen los babilonios y los sumerios los primeros en contar el tiempo y la edad de las personas por el transcurso entre el invierno y la primavera. El descubrimiento del carácter cíclico de las estaciones sirvió para delimitar la duración del año. De mismo modo, parece que fueron los astrónomos babilónicos quienes establecieron la duración del día en 24 horas y la noción de semana.
Desconocemos
qué nombre dieron los babilonios a este registro, que fue adoptado por los
hebreos durante su exilio en Babilonia. Calendario es un nombre
latino. Procede de calendae, el primer día de cada mes, que
servía para designar las nonas y los idus ―festividades sin fecha fija―. En ese
día se liquidaban las cuentas y las deudas. Los primeros calendarios,
con una antigüedad de unos 8000 años, fueron lunares. Los egipcios serían los
primeros en utilizar el calendario solar, hace algo más de 3000
años. En Roma, los primitivos calendarios contemplaban un año de 10 meses y 304
días. Sería Julio César quien impusiera un calendario de 12 meses y 365
días (calendario juliano). Y el papa Gregorio XIII, en
1582 llevó a cabo una reforma con el fin de ajustar las festividades religiosas
al cómputo del calendario civil. Ese calendario gregoriano
es el que aún manejamos.
El almanaque,
palabra de origen árabe, al-manakh, ‘el clima’, además de recoger
los meses y los días, añadía datos astronómicos, la entrada de cada signo del
zodiaco, principio de estaciones y fases lunares, santoral, noticias referidas
a actos civiles y religiosos e incluso predicciones sobre sucesos y
acontecimientos. El siglo XVIII fue la época dorada de estos almanaques
y Diego Torres de Villarroel, con el seudónimo de Gran Piscator,
publicó numerosos de ellos, por los que adquirió gran fama. En uno de 1766,
para los días 11 al 17 de marzo, predijo: «Un juez descuida en los
procedimientos justos: levántase un motín en su pueblo». La casualidad de que se
acercase a la fecha exacta, 23 de marzo, hizo que muchos lo interpretasen como
anuncio del motín de Esquilache. No obstante, estos almanaques
tuvieron grandes detractores. Feijoo escribió en su Teatro crítico:
«La correspondencia de los sucesos a algunas predicciones, que se alega a favor
de los astrólogos, está tan lejos de establecer su arte, que antes, si se mira
bien, lo arruina». Zalabardo me recuerda que, aún hoy, se sigue publicando en
España el Calendario Zaragozano, que fundara en 1840 Mariano
Castillo Ocsiero y que responde a lo que hemos dicho que es un almanaque.
Aclarada, muy por encima, esta cuestión, me pregunta Zalabardo por los días de la semana y, muy especialmente, por sus nombres. Ya he dicho antes que la semana es también una invención babilónica. La semana, de septimana, era un ciclo de siete días, cada uno de los cuales estaba dedicado a uno de los planetas clásicos conocidos: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna. Judíos y cristianos argumentaban que fuesen siete por el hecho de que en el Génesis se dice que Yaveh creó el mundo en siete días. La ordenación fue variando según culturas, hasta acabar en el orden que hoy conocemos. El día del Sol, que iniciaba la semana, era festivo para los romanos.
Esa semana y sus
nombres ha llegado hasta nosotros con leves modificaciones. El día del Sol, con
la conversión de Constantino al cristianismo, desapareció en favor del
día del Señor y pasó a ocupar el último lugar, puesto que fue el día que Dios
descansó. Y el día de Saturno fue sustituido, por influencia,
judía por Sabath. Según eso, le digo a Zalabardo, los nombres de nuestros días
son: lunes (dies Lunae), martes (dies
Martis), miércoles (dies Mercurii), jueves
(dies Jovis), viernes (dies Veneris),
sábado (Sábath) y domingo (dies
Domini).