Un libro de visitas es eso, un libro con las páginas en blanco ―en estos tiempos el soporte puede ser otro, electrónico― que encontramos en ciertos lugares y acontecimientos de tipo público ―museos, restaurantes, instituciones, bodas, funerales…― para que quien lo desee deje expuesto cuanto le parezca oportuno. En las páginas webs y en los blogs, por ejemplo, la función de ese libro la ocupa el espacio que se deja para comentarios de los visitantes.
Cuando tras el
verano reanudé estos encuentros semanales que Zalabardo y yo mantenemos con los
lectores, confesé que, hasta ese momento, había atendido poco los comentarios
que se hacían a nuestros apuntes. La comunicación pretendida era, por tanto,
incompleta. Y asumí la culpa de esta descortesía porque, aunque la Agenda
sea propiedad de Zalabardo, soy yo el responsable de lo que en ella aparezca.
Prometí, entonces, que, periódicamente, respondería a lo que se me dijese en el
espacio para comentarios, es decir, en el libro de visitas, pues no hay mayor
muestra de desagradecimiento que la de no atender a quienes a ti se dirigen.
El apunte de
hoy va sobre eso. No siempre citaré el nombre de quienes han dejado su
comentario, porque no me ha sido revelado. En ese caso, por defecto, el sistema
lo adjudica a Desconocida, que interpreto como «persona o procedencia desconocida»,
aunque a veces haya rasgos que permiten reconocer en ellos la voz de una mujer o
de un hombre.
Por una razón
de curiosidad y asombro, le digo a Zalabardo, deseo comenzar mencionando un comentario
hecho el pasado 1 de julio por una persona sin identificar que habla de un
apunte publicado en los albores de esta Agenda, allá en 2006. Me
asombra que, pasados 17 años, aún rebrote y sea leído alguno de aquellos escritos
primerizos. Se limita esta persona a comunicarme que, en su niñez, oía a su
padre utilizar la frase que yo comentaba en el apunte, ¡Sardina al pie de
la torre! Si la lectura del apunte le sirvió a esta persona para
recordar a su padre, me doy por satisfecho.
Hay seguidores
fieles que no necesitan hacer comentarios. Es un placer para mí que nos lea Eulalia
Pedrinaci, la estimada Lali, compañera en la Universidad de Granada;
Mario Pavón, que fue, alumno mío; Salvador Cortés, que suele
compartir, como Mario, lo que publico, Juan Manuel Verdugo…
Muchas personas. Gracias a todos. De agradecer son el seguimiento y los
frecuentes comentarios de Carlos Ipiéns, entrañable y querido amigo; los
de Víctor M. Pérez Benítez desde su blog Siroco. Encuentros y
amistad; los de un «desconocido» ―entrecomillo porque creo saber quién
es― que me decía el pasado 3 de noviembre haber estudiado la tradición de la Ureña
en Cuevas de San Marcos, los de Jorge W. Álvarez. Felices nos sentimos
por haber alegrado a Mar, que el 11 de septiembre iniciaba su comentario
del apunte Por la peana se adora al santo con unas risas.
Y especialmente agradecido debo sentirme hacia Daniel M., que el 30 de octubre se dirigió a mí por Venimos de la guerra con unos elogios que no creo merecer. Me abruma. Sinceramente le digo que ya me gustaría a mí parecerme a ciertos articulistas. Soy seguidor de muchos columnistas y he admirado a muchos ya difuntos ―Eduardo Haro-Tecglen, Vázquez Montalbán, Paco Umbral, Antonio Gala, Javier Marías― como admiro a otros felizmente vivos ―Manolo Vicent, Maruja Torres, Lola Pons, Javier Cercas, Muñoz-Molina, Irene Vallejo, Juan José Millás, Rosa Montero, Manuel Jabois…―con quienes jamás osaría compararme.
Sin embargo, quiero recordar lo que una vez me dijo un amigo, lamentablemente desaparecido, Pablo Cantos: que no hay que abusar de la captatio benevolentiae, aquel tópico literario por el que se rebajan los méritos propios para ganarse el favor del público. A este respecto, recuerdo también el episodio que Antonio Machado incluye en Juan de Mairena en que al escuchar el profesor apócrifo a uno de sus alumnos comenzar una exposición así: «Señores, nadie menos autorizado que yo para dirigiros la palabra: mi ingenio es nulo; mi ignorancia, casi enciclopédica…», lo interrumpió de esta manera: «No se achique usted tanto, señor Rodríguez. Agrada la modestia, pero no el propio menosprecio». Quiero decir con esto que hay ocasiones en que quedo bastante contento con los textos que publico, contento del que participa Zalabardo, mi amigo y confidente. Por citar solo algún ejemplo, me siento orgulloso de que Álex Grijelmo, autor del Libro de Estilo de El País y columnista de dicho periódico, en uno de sus artículos de la serie En la punta de la lengua, citara en términos muy positivos La Agenda de Zalabardo y calificara de muy acertado el apunte en que analizábamos la muy extendida confusión entre lo que es un «comité de expertos» y lo que sea un «comité de sabios». Y cómo no voy a sentirme orgulloso de que en el instituto en que me jubilé hace ya quince años ―el IES Pablo Picasso―, una profesora, Elena Picón, propusiera a sus alumnos como material de trabajo El orgullo de ser un país plurilingüe, un apunte publicado en la Agenda el pasado 23 de setiembre.
Pero mi alegría
no se queda en eso. Dejo para el final el comentario más entrañable que he
recibido en mucho tiempo. El día 13 de octubre pasado, una mujer que no da su
nombre declara ser hija de Rafael Zalabardo, funcionario del Estado y
que son seis hermanos, todos residentes en Málaga. Me cuenta más cosas
familiares. Pero me interesa destacar que le produce alegría ver en este blog ese
apellido suyo, del que se siente ufana por su rareza y escasez. Su caso no es
único. Ya hace años, recibí un cometario de un tal José Zalabardo,
residente en una ciudad inglesa, que me preguntaba la razón de haber elegido
este nombre. Si ambas personas me siguen leyendo, prometo contar toda la
historia. Ahora me limito a decir que, en Málaga, en la esquina entre la calle
Martínez Maldonado e Ingeniero De la Torre Acosta, en la zona de Las Chapas,
había una Inmobiliaria Zalabardo. De ahí lo tomé yo, pero a eso
siguieron otros acontecimientos.
Porque es verdad que Zalabardo es un apellido raro. En España, según datos del Instituto Nacional de Estadística, son 106 personas quienes lo tienen como primer apellido y 100 como segundo; total, 206 Zalabardos. Aunque ya antes creo haber contado algo, no me importará repetir, en el apunte próximo, esta curiosa historia.
Y a todos,
Zalabardos o no, muchísimas gracias por seguirme.
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