sábado, diciembre 31, 2022

¿FELICES FIESTAS O FELIZ NAVIDAD?

La coincidencia de la Nochebuena y la Navidad con el fin de semana motivó el retraso del apunte anterior. Como la situación se repite con la despedida del año, volvemos a estar en fin de semana, Zalabardo, más previsor que yo, me propone ganar tiempo al tiempo para que no nos coja el toro y, aunque no consigamos que amanezca antes, intentemos madrugar un poco.

            En esta temprana hora, hablamos de cómo entendemos estos días y la forma de manifestarlo a los demás. Días pasados, he leído, y he oído, opiniones dispares acerca de si es más correcto decir Felices Fiestas o Feliz Navidad. Los defensores de lo primero argumentan que, siendo estos los días más festivos del año, es la fórmula más aconsejable para transmitir un universal deseo de fraternidad que excluya cualquier otra connotación. Quienes abogan por lo segundo, mantienen que la palabra Navidad defiende la tradición, detiene la paganización de nuestra sociedad y celebra el nacimiento de Cristo. La primera opción se asienta sobre una base laica; la segunda se apoya en una cuestión religiosa.

            Decantarse por cualquiera de ellas, le digo a Zalabardo, puede acarrearnos la animadversión de los partidarios de la otra. Como defensor de la libertad personal que asiste a cada individuo, mi postura ha sido siempre la de respetar las creencias particulares y el derecho a manifestarlas. Por eso admito que cada uno escoja la que crea mejor, lo que no supone, de ningún modo, excusa para sortear un posible debate. Así que, en un intento de ser objetivo, procuraré demostrar que hacer confrontación y conflicto entre las fórmulas es dejarse guiar por el desconocimiento de la verdadera raíz de estas fiestas y, como suele decirse, mear fuera del tiesto, ya que significa defender ideas desacertadas y confundir las cosas por falta de ideas claras.

           Eso es lo que le ha pasado, en mi opinión, a la portavoz del PP en el Parlamento Europeo, Dolors Montserrat, cuando al pedir que se coloque un nacimiento en la sede de dicho Parlamento, petición concedida, su defensa se ha basado en estas palabras: «Estamos aquí para celebrar el nacimiento de la cristiandad, nuestras tradiciones y también reivindicar el legado histórico de Europa y las raíces cristianas de la Unión Europea». Con todos mis respetos, esa señora se equivoca, pues ni la UE es una organización religiosa ni sus fines son los que ella pretende hacer ver. Pero debatir eso me llevaría por otro camino.

            Las raíces de que yo hablo a Zalabardo hay que situarlas en los primitivos cultos a la naturaleza y tienen que ver con la celebración del solsticio de invierno, momento en que los días comienzan a alargarse lentamente por el triunfo del sol, que supone la renovación, el re-nacimiento de la naturaleza, hecho que todas las culturas han celebrado desde tiempo inmemorial. Alguien dirá que el solsticio tiene lugar el 21 de diciembre. A eso respondo que tal cosa se explica por la imposición a finales del siglo XVI del calendario gregoriano, que sustituyó al calendario juliano, que venía rigiendo desde el 43 a.C. En este último, el solsticio tenía lugar el 25 de diciembre.

            La Navidad, vamos primero a eso, toma su nombre del latín nativitas, ‘nacimiento’; pero debe saberse que este nacimiento se refería al nacimiento del Sol Invicto o Triunfante, es decir, la celebración del Dies Natalis Solis Invicti, el solsticio. En estas fechas, entre los días 17 y 25 de diciembre, celebraban los romanos las Brumalia y las Saturnalia, festividades dedicadas al sol y que se parecían en muchos aspectos a nuestras navidades actuales.

           Atendamos ahora a otra cuestión, no menos importante: ¿en qué fecha nació Cristo? No hay documento fiable que nos concrete el año, como no lo hay para fijar el nacimiento de otros grandes personajes de la antigüedad. Los evangelios no lo aclaran; al contrario, presentan datos confusos. Por ejemplo, Lucas habla de que el nacimiento de Cristo coincidió con el censo que mandó hacer el emperador Augusto, que, según el historiador Flavio Josefo, se realizó 37 años después de la batalla de Accio. Como esta batalla tuvo lugar en el 31 a.C., el nacimiento debió producirse sobre el 6 d.C., es decir, cinco o seis años después de lo que se dice ahora. Cuestión diferente es el día del natalicio. Aquí sí que no hay modo posible de datación porque, dato relevante, a nadie pareció preocuparle esta cuestión en los primeros años del cristianismo.

            Tuvieron que pasar 300 años para plantear el asunto. El emperador Constantino, que había sido educado en el culto al Sol Triunfante, no solo se convirtió al cristianismo, sino que en el 313 declaró esta religión como la oficial del imperio aconsejado, entre otros, por el obispo cordobés Osio. A Zalabardo, que no deja de mirarme con el gesto estupefacto del alumno que empieza a perderse en mitad de una explicación, le digo, anticipándome a los hechos, que no hay cultura ni religión que se libre del sincretismo, es decir, de conjuntar líneas de pensamiento diferentes e ideas opuestas para facilitar el proselitismo y conseguir seguidores. El cristianismo no es una excepción. Tras la conversión de Constantino, que había sido adorador del sol y se apoyó en los cristianos por conveniencia, se creyó pertinente adaptar las nuevas creencias a lo que ya se tenía. Cristo, se dijo, era el verdadero Sol Triunfante del que hablaban las antiguas religiones y se difundió, de manera intencionada, la tesis de que su nacimiento se produjo el 25 de diciembre, día del solsticio de invierno. Al identificar lo nuevo con lo viejo, se conseguía que muchos que antes adoraban al sol pasasen sin problemas a adorar a Cristo. La Navidad cristiana se imponía, pues, revestida con los ropajes de la Nativitas pagana.

            Zalabardo, me parece, anda un poco mareado. Así que corto y le digo que, en función de lo expuesto, quienes se sientan cristianos tienen todo su derecho a celebrar en estos días el nacimiento de Cristo y desear Feliz Navidad; pero que, quienes no lo sean, o siéndolo quieran ampliar el número de felicitados, pueden perfectamente desear Felices Fiestas y proceder a una celebración más profana. Nadie podrá esgrimir razón alguna que impida el derecho de los otros, pues eso significaría intolerancia y fanatismo.

            Así que, con nuestra mejor intención, Zalabardo y yo deseamos Feliz Navidad (con retraso) a unos y Felices Fiestas para todos. Y, de paso, que el año que entra esté libre de los sobresaltos de los que dejamos atrás. 

miércoles, diciembre 28, 2022

SOBRE DICCIONARIOS Y PANETONES

Nunca las prisas son buenas y tienen razón quienes tal argumento esgrimen. De los muchos refranes que corroboran lo que digo, me quedo con dos, el que aconseja vestirse despacio cuando se tiene prisa y el que nos advierte que no va a amanecer antes porque madruguemos mucho. Tiempo requiere un buen vino para cobrar cuerpo, un buen queso para su maduración, un jamón para alcanzar la curación precisa y un panetone para convertirse en delicia y no en un vulgar amasijo de harina y otros productos.      

            La Real Academia, de este tema hablaba con Zalabardo, ha publicado la lista de correcciones, matizaciones, supresiones y nuevas entradas que pueden encontrarse en el Diccionario que ampara la docta casa. Este año, son casi 4000 casos. Esa lista se nos va haciendo frecuente y hay quienes la esperan como se aguarda la llegada del 22 de diciembre por si los niños de san Ildefonso sacan la bola con el número que ellos juegan. Someter el Diccionario a estas revisiones es hoy posible gracias a los medios con que contamos. La edición digital del Diccionario de la Lengua Española permite lo que no sería posible en una edición tradicional en papel.

            Zalabardo sabe que no tengo nada en contra de estas revisiones. Por el contrario, siempre he defendido que hay que hacerlas siempre que sean necesarias. La lengua es algo tan vivo y tan cambiante como el pelo que nos nace y se nos cae sin que reparemos en ello, como esos centímetros que vamos ganando o perdiendo con la edad. Con lo que no estoy de acuerdo es con la equivocada creencia de que la palabra que no aparece en el Diccionario no existe o viceversa, con que la palabra que vemos en el Diccionario es intocable. Por ejemplo, hubo un tiempo en que anduve tratando, sin conseguir nada, de aclarar el sentido de surriguista, palabra que leí en un periódico malagueño del siglo XIX, aunque supongo que el autor de aquel artículo y sus lectores sabían de qué se hablaba; no conozco un solo diccionario que dé cobijo a tal término. Por el contrario, ahí siguen estando amover, ‘destituir a alguien o revocar algo’ o uebos, ‘necesidad’ que nadie emplea ya.

           Las palabras, comento a Zalabardo, entran y salen continuamente del conjunto de las que usamos; unas nacen y otras mueren, unas enriquecen su significado y otras pierden el que tenían, algunas se deforman y se usan de modo inconveniente, importamos unas y exportamos otras y algunas son tan específicas que apenas circulan fuera de un ámbito restringido… En cualquier caso, será el uso por parte de la gente común quien les otorgue el certificado de garantía para asentarse en la conciencia colectiva tras el necesario reposo que dictamine que no son moda pasajera y la constatación de su utilidad y fiabilidad en la comunicación.

            Eso me hace creer que la RAE debería ser más meticulosa: bien está corregir todo lo que manifiestamente sea corregible, matizar todo lo que el uso indica que debe ser matizado y suprimir lo que ha dejado de ser efectivo… La función del Diccionario debe ser dar fe de las palabras que un amplio número de hablantes utiliza en sus relaciones con los demás. Para otra cosa, ya están las versiones anteriores y los diccionarios específicos (histórico, de vulgarismos, de tecnicismos, de términos jurídicos, o médicos, o literarios, o artísticos…). Por eso digo lo de ser estrictos y lo de esperar un plazo suficiente. Que aparezca o no, en nada daña su existencia. Sé perfectamente lo que Zalabardo quiere decirme cuando me llama carapapa y él me entiende cuando le digo que, a veces, se pone muy jartible; aunque ninguna de las dos aparezca en el Diccionario. Generalizar la entrada por vía rápida incita a exigir la introducción de palabras que son flores de un día o a protestar por las que sí están. Además, da lugar a equívocos que prenden en la mente de los hablantes normales y desprevenidos. He leído en ahora no sé dónde que la RAE daba entrada, ¡albricias, por fin!, a covidiota, ‘quien niega la existencia de la covid’; y mi amiga Mariloli me decía haber oído, o leído, que, ¡albricias, por fin!, había sido expulsada cuñadez, ‘condición de cuñado’, palabra que ella no había oído en su vida. Ni covidiota está entre las novedades, aunque haya quienes la usen, ni cuñadez ha sido eliminada, por la sencilla razón de que nunca ha estado dentro.


Sí ha recibido el plácet de la comisión encargada del Diccionario el término panetone. Pero, como he avisado, ya hay quien se pone tiquismiquis con ella. El DLE dice que panetón, o panetone, válidas las dos, es un ‘dulce navideño de origen italiano, que consiste en un bizcocho grande en forma de cúpula, relleno de pasas y frutas confitadas’. Pues un gremio de artesanos panaderos pide que se cambie esa definición porque el panetone, según ellos, ni es bizcocho ni es producto de repostería.

            Zalabardo es consciente de que me atrevo a preparar un arroz, una fabada o incluso un buen bacalao con salsa de pimientos amarillos, pero soy torpe hasta el máximo a la hora de atreverme con algo tan aparentemente fácil como unas natillas. Por eso recurro a otro amigo, José María Pérez, que, sin ser profesional, prepara panes y pasteles que no envidian a los de nadie. Le pido su opinión y me responde que: «al estar humedecido con yemas y mantequilla, y por su dilatada elaboración, tal vez en puridad no sea un bizcocho, aunque tampoco se puede negar que lo sea». Y tras darme la detallada receta de sus panetones, concluye: «no es nada pan». Sus palabras, dan la razón a la Academia frente a esos quejicas panaderos.

            ¿Cabe aquí la receta de mi amigo? Ya él me avisa que el producto requiere una elaboración dilatada. Me tomo la osadía de resumir y que José María me perdone si yerro. Primer día: se prepara una biga (masa madre, prefermento) con harina floja (60 g.), agua (60 g.) y levadura fresca (0,6 g.), al tiempo que se hace un tangzong (especie de bechamel ligera) con 60 g. de harina gran fuerza (mínimo 14% de proteínas) y 300 g. de agua. Segundo día: se mezclan las dos masas anteriores con 540 g. de harina gran fuerza, 18 g. de agua, 44 g. de levadura de panadero, 6 yemas, 30 g. de miel y 10 g. de mantequilla. Esa masa se dejará reposar 30 minutos. Luego, en máquina, se amasa 4/5 minutos, incorporando lentamente 4 g. de sal y 180 g. de azúcar. A continuación, se incorporará 210 g. de mantequilla sin sal a temperatura ambiente, la ralladura de una naranja y un limón, 200 g. de pasas de corinto humedecidas y 200 gramos de piel de naranja confitada. Todo ello reposará en el frigorífico uno o dos días. Pasados estos, se atempera la masa, se voltea, se divide y bolea; se deja reposar de nuevo (20 minutos) y se enmolda, cubriéndola para que fermente (preferiblemente, a 28º) durante 4/5 horas. Se precalienta el horno (170º para panetones de medio kilo) y se hornean durante 35 minutos. Una vez sacados, se pinchan por la base para colgarlos del revés, con lo que se evita que la cúpula se hunda; así estarán toda una noche. Mi buen amigo cierra su receta con este consejo: «y rezar durante todo el proceso para que salga bien».

domingo, diciembre 18, 2022

USTED NO SABE CON QUIÉN ESTÁ HABLANDO


Estoy convencido, y así se lo transmito a Zalabardo, de que hablar de esta expresión exige hacerlo también de Mantener las distancias. En una y otra puede verse reflejado un vanidoso afán de dejar bien patente la superioridad de alguien sobre otra persona. Leo en varios lugares que Usted no sabe con quién está hablando, así o en forma de pregunta, ¿Usted sabe con quién está hablando? fue propia de una parte de nuestra sociedad durante la dictadura franquista para intimidar al aludido haciéndole recordar qué puesto ocupaba quien hablaba y cuál su interlocutor. Con ella, dicen, se hacía ostentación de jerarquía o de autoridad, motivos ambos que conferían al emisor el derecho a hacer lo que le saliera de los cataplines.

            Puede que en esa forma concreta se abusase de ella durante la dictadura franquista; pero veo en la actitud de quien la emplea unas raíces más hondas que pueden ser rastreadas. Valdría solo el ejemplo de una escena, muy calderoniana, de El alcalde de Zalamea. Pedro Crespo ruega al fatuo capitán don Álvaro que repare el ultraje a que ha sometido a su hija. El capitán se niega y lo hace como quien dice ¿Tú sabes con quién estás hablando? al esgrimir que se reconozca su condición de capitán de los ejércitos del Rey que habla con el alcalde de un pueblucho. La respuesta del alcalde no se queda muy atrás. Más o menos dice: «Tenéis mucha razón. Con respeto, mandaré que os pongan grilletes y os conduzcan a la cárcel; con respeto, impediré que habléis con nadie; y, con mucho respeto, os mandaré ahorcar», con lo que encontramos que quien desconocía con quién hablaba era el vanidoso capitán,

            Esta actitud, aunque se diga que se va perdiendo, sigue siendo frecuente, aunque el franquismo nos quede lejos. Aún abundan quienes se escudan en su notoriedad para saltarse a la torera una norma o para jactarse de su pretendida superioridad. ¿Usted sabe con quién está hablando? gritó Pilar Rahola en el depósito municipal para retirar su coche, que la grúa se había llevado por estar mal aparcado, sin pagar la sanción correspondiente. Y Esperanza Aguirre a unos agentes de la policía local tras atropellar a un motorista y querer eludir las consecuencias. O el magistrado del Tribunal Supremo Enrique López al ser sorprendido, yendo en moto, sin casco y bebido, saltándose un semáforo en rojo. El futbolista Gerard Piqué incluso añadió: «Esto lo hablo yo con Fulanito y esta multa la va a pagar tu padre». Y el exministro Corcuera con un aparcacoches en la feria de Sevilla. Y el exsecretario de Estado Miguel Ángel Rodríguez al verse involucrado en un accidente; y…

            …Y algo parecido le ocurrió a Teresa Rodríguez en un enfrentamiento con el director de ABC de Sevilla, a quien espetó: «Le agradecería que no me tutee, yo no le he tuteado y a diferencia de usted soy una representante electa y por tanto una autoridad». Aquí, Teresa Rodríguez apoyó su prepotencia en la distancia que los separaba: «Que yo soy una autoridad y usted no. A ver si mantenemos las distancias».

            ¿Qué es mantener las distancias o guardar las distancias? Según el Diccionario fraseológico documentado del español actual, de Manuel Seco es: ‘Controlar [una persona] su trato con otra a fin de no llegar a una familiaridad excesiva’. Y añade a continuación la variante marcar [alguien] (sus) distancias [con alguien o algo]: ‘Hacer notar las diferencias o discrepancias [respecto a ellos]’, que es lo que hizo Teresa Rodríguez. La primera es natural; la segunda es la que retrata al vanidoso. Me dice Zalabardo: «O sea, que tanto en una forma como en la otra se podría aplicar lo que acabó siendo el único mandamiento que prevaleció tras la revolución en la Granja Manor de que nos habla Orwell en su novela Rebelión en la granja: Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros». Ambos reímos su ocurrencia, que podría ser válida.

            Mantener las distancias, en cualquiera de sus variantes nos puede servir para ver los insospechados caminos por los que cambia la lengua. El libro del español correcto, publicado por el Instituto Cervantes en 2012, hace ahora diez años, cita al hablar del lenguaje no verbal una de las características más significativas de la comunicación oral: que los interlocutores comparten tiempo y espacio, lo que deriva hacia una comunicación multicanal, es decir, que transmitimos y recibimos información por muchos y muy variados conductos. Nos valemos del espacio, el propio o el de los otros, y nuestras reacciones son distintas tanto si sentimos que una persona se sitúa excesivamente próxima o, por el contrario, notamos que se aleja. En el lenguaje coloquial se acuñó la expresión mantener las distancias y el antropólogo Edward T. Hall estudió los grados de esa distancia (íntima, personal, social ―para relaciones no personales―y pública). Parece razonable que cada persona elige la distancia conversacional en la que se siente más cómoda.

            Un grave problema sanitario, la pandemia de la covid-19, dio paso a que las autoridades, sanitarias y políticas, recomendaran mantener la distancia social como medida eficaz contra el contagio. La expresión, lo denunció Fundéu, provoca un solapamiento semántico con la que hubiese sido más correcta: mantener la distancia física. Esta última se mide en metros y se corresponde con ese mantener la distancia recogido en el Libro del español correcto y estudiado por Hall; hace referencia a la lejanía o proximidad física entre personas. En cambio, la distancia social mide el grado de aislamiento de una persona o un colectivo en el seno de una sociedad, la superioridad de unas personas sobre otras.

            Sea como sea, aunque lo correcto hubiese sido hablar de mantener la distancia física, lo que se impuso fue mantener la distancia social y la propia Academia ha terminado por aceptar ambas expresiones como equivalentes. Quizá porque no sabíamos con quién estábamos hablando.

sábado, diciembre 10, 2022

CAER DEL BURRO

 

          «Lo que se oye una y otra vez, y una vez más, es imposible que no quede asentado en nuestro interior». No me gusta autocitarme, bien lo sabe Zalabardo, pero eso es lo que dice el protagonista de la novela en la que ahora trabajo, La noche a la ventana. Recuerdo esto porque, mientras buscaba un tema para el apunte de esta semana, se me ocurrió que hay un refrán que podría dar juego: Caerse (o bajarse) del burro. «¿Otro refrán?», me pregunta mi amigo. Qué le vamos a hacer, no puedo negar que me gusta la paremiología y este se me ha ocurrido no tanto por lo que con él se quiera decir, sino por las dudas que levanta determinar su origen.

            Dice el DLE que caerse (o bajarse) del burro es ‘reconocer que se ha errado en lo que se mantenía’. En el sexto acto de La Celestina, la alcahueta dice a Sempronio refiriéndose a Calisto, que hace un encendido elogio de Melibea: «Déjale, que él caerá de su asno». Y en el capítulo XIX de la segunda parte del Quijote, el presuntuoso bachiller Corchuelo reta a un licenciado a un duelo de esgrima en el que este último humilla al valentón, que acaba confesando a Sancho: «Yo me contento de haber caído de mi burra y de que me haya mostrado la experiencia la verdad de quien tan lejos estaba». Es, pues, refrán antiguo ―¿cuántos hay que no lo sean?―. Sebastián de Covarrubias lo recoge y dice que caer de su burra es ‘desengañarse uno de que no era buena su opinión o el camino y orden que llevaba de proceder’. Sea asno, burro o burra poco importa al caso.

            El sentido e intención está muy claro. Más dudas plantea indagar el origen del dicho. Suele afirmarse que los refranes proceden, por lo común de alguna anécdota real o de algún cuento que la tradición ha mantenido vivo en la conciencia del pueblo. Lo curioso de este caso es que no hay noticia de cuál pueda ser esa procedencia. José María Iribarren, en su impagable El porqué de los dichos, se acoge, a falta de otra cosa, a que el hecho de que se aplique a los asnos la tozudez, la terquedad y la persistencia en el error pudiera servir de base para el refrán.

           Pero otros cogen un camino diferente que, a la vez, resulta fácil. Por ejemplo, Alfred López, en sus también interesantes comentarios Ya está el listo que todo lo sabe, hace derivar este refrán de un episodio bíblico. En los Hechos de los Apóstoles, capítulo 9, se nos cuenta que Saulo, san Pablo, pidió al gran sacerdote una carta en la que se lo autorizase a dirigirse a Damasco para combatir a cuantos seguían a Cristo. En el camino, se cuenta, lo rodeó una luz que bajaba del cielo y se oyó una voz que decía: «¿Por qué me persigues?». Desde ignoro cuándo, y ahí está la abundante iconografía sobre este episodio, se mantiene que Saulo cayó a tierra del caballo en que viajaba, caída que coincidió con su conversión. Así lo cuentan Alfred López y muchos más.

            La historia es bonita. Alguien que se obstinaba en un proceder errado cae, por intervención divina, de su montura, reconoce su error y cambia su conducta. Caer de un caballo, a fin de cuentas, no es tan distinto de caer de un burro o asno. Pero he aquí que un fraile dominico, Martín Gelabert Ballester, reconocido teólogo y profesor en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer, de Valencia, en un blog que utiliza para sus comentarios, Nihil obstat, llama la atención sobre algo bien claro; escribía en 2015: «si alguien encuentra el caballo en el que iba montado san Pablo en su camino hacia Damasco, que me avise, porque estoy dispuesto a comprarlo a precio de oro». Y lanza este reto porque, si nos acercamos al texto de los Hechos de los Apóstoles, en ningún lado se afirma que Saulo cabalgase sobre animal alguno; solo se dice que se dirigía a Damasco cuando apareció esa luz que lo hizo caer en tierra.

            La intención del teólogo, así lo dice él, es denunciar que son muchos los que hablan de temas religiosos con poco conocimiento y que por eso «circulan por ahí una serie de tópicos religiosos que casi nadie discute y muchos dan por buenos. Pero estos tópicos, además de ser falsos, contribuyen a propalar la incultura y ofrecen una imagen falsa, ñoña y ridícula de la religión». Y nos pone otro ejemplo, el de la manzana de Eva. ¿Quién negará que la serpiente tentó a Eva y la convenció para que mordiese la manzana y se la hiciese morder a Adán? En el diálogo entre Eva y la serpiente, «el animal más astuto de todos los que había creado Yahvé», eso se dice en el Génesis, esta preguntó sobre el árbol prohibido. Eva respondió que podían comer del fruto de los árboles, pero no del que estaba en el centro del jardín. La serpiente le respondió que eso era porque Elohim sabía que el día que comiesen de él serían como dioses y sabrían diferenciar el bien del mal. Y viendo Eva que aquel árbol era bueno de comer, «tomó su fruto y lo comió y le dio también a su hombre». Es decir, siempre se habla de fruto, pero en ningún momento de manzana. Comentando este episodio, Voltaire, en su Diccionario filosófico, escribe: «Es difícil poder concebir que haya existido un árbol que enseñara el bien y el mal, como existen y han existido manzanos y albaricoqueros. Además, no se comprende por qué Dios no ha de querer que el hombre conozca el bien y el mal, y hasta me atreveré a decir que dárselo a conocer me parecería más digno de Dios y más necesario para el hombre».

            Repito a Zalabardo reflexión del principio: si algo se repite mucho, al final, aunque sea mentira, acaba por aceptarse como verdadero y costará que quien asuma esa falsa verdad se baje del burro y admita su error. Y aun así seguiremos sin saber cuál pudiera ser la fuente de la que el refrán nació. 

sábado, diciembre 03, 2022

LA SARTÉN Y EL CAZO

 …muchas veces te he aconsejado que no seas tan pródigo de refranes, y que te vayas a la mano al decirlos, pero paréceme que es predicar en el desierto, y castígame mi madre, y yo trómpogelas.

―Paréceme ―respondió Sancho― que vuesa merced es como lo que dicen: «Dijo la sartén a la caldera. Quítate allá, ojinegra». Estáme reprehendiendo que no diga yo refranes, y ensártalos vuesa merced de dos en dos.

            Don Quijote y su escudero mantienen esta conversación hacia el final de la novela, en el capítulo XLVII de la segunda parte. No me gusta, Zalabardo lo sabe, machacar demasiado sobre una misma cuestión y menos en apuntes consecutivos. Pero hoy, más por desencanto que por otra razón, creo necesario hacerlo. Otras veces me he ocupado ya en explicar refranes. Recuerdo ahora que, el 2 de febrero de 2012 traté de aclarar el sentido del segundo de los que emplea en esta ocasión el caballero y poco después, el 19 de marzo del mismo año, intenté explicar qué es un ojo de boticario para comentar el refrán Como pedrada en ojo de boticario. El de hoy requiere poca explicación.

            El refrán, desde sus orígenes, viene siendo un enunciado breve, basado en la experiencia y de transmisión oral, que encierra un consejo, una enseñanza o un pensamiento y persigue un objetivo, por lo común, didáctico. Tiene relación con la fábula, la parábola o el apólogo, aunque estos presentan una historia de mayor extensión y desarrollo de la que es posible extraer una enseñanza. Tanto la forma simple, refrán, como la más compleja, parábola o apólogo, tuvieron su apogeo en periodos en que el acceso a la cultura era restringido y funcionaban como medios de aprendizaje. Hoy, por suerte, el analfabetismo parece extinguido y el acceso a la cultura está al alcance de todos. En consecuencia, deberíamos saber más, estar mejor preparados. Lamentablemente, son numerosas las ocasiones en que chocamos con una realidad distinta.


            Por eso quiero hoy llamar la atención sobre un refrán de uso frecuente y que, a mi juicio, ofrece pocas dificultades de comprensión. Sus variantes son muchas: Échate allá que me tiznas, dijo la sartén al cazo, ¡Quita de ahí, que me tiznas, ojinegra, La sartén le dice a la olla carasucia. Esa diversidad prueba su antigüedad; Covarrubias lo cita como Dijo la sartén a la caldera, quita allá, negra. Y en el Diálogo de la lengua, de Valdés, aparece como Dijo la sartén a la caldera: ¡Tirá allá, culnegra!, que es la misma forma con que lo recoge Gonzalo de Correas en su Vocabulario de refranes.

            A nadie se le escapa su propósito: reprender a quienes acusan a otros de defectos y vicios que se dan, incluso aumentados, en el mismo amonestador. Digo que es viejo el refrán, pues incluso en latín existía: Ecce quam nigra es! Sic dixit caccabus ollae (¡Mira qué negra eres!, dijo la sartén a la olla). Tan común es que hasta le salieron variantes con otros protagonistas: Dijo el asno al mulo: Quita de ahí, orejudo o Dijo la corneja al cuervo: Quítate allá, negro. Y creo, le apunto a Zalabardo, que a esta hora ya habrá muchos que recuerden las palabras que los evangelistas Mateo y Lucas ponen en boca de Cristo cuando amonesta a quienes ven una paja en el ojo ajeno sin reparar en la viga que en el propio hay.

            No sabría decir si ese recriminar a otros lo que no vemos en nosotros mismos es un vicio español. Es posible que no; ayer mismo, Aurora Luque nos recordaba el asombro de Aristóteles al ver a Cleón gritar e insultar en una tribuna pública. De él dice Aristóteles que fue «el que más dañó al pueblo con sus maneras apasionadas, y el primero que en la tribuna dio gritos y profirió insultos […] cuando los demás habían hablado con decoro». No, no es algo que hayamos inventado nosotros, pero sí observo, le digo a mi amigo, que hemos salido buenos alumnos de esta táctica de Cleón, de quien incluso se afirma que dominaba el sutil arte de encontrar materiales para basar falsas acusaciones. La espiral de violencia lingüística y ética en nuestras más altas instituciones es algo que sobrecoge. En el anterior apunte hacía referencia al incalificable insulto que una ministra recibía en pleno debate parlamentario. Lo de debate, según comprobamos, es algo que se está olvidando. Parece gustar más el rifirrafe, la riña callejera, la provocación; ¿y qué puede provocar más que un insulto?

            Lo que a Zalabardo y a mí nos ha sorprendido es que esa persona que un día fue insultada, públicamente humillada, al siguiente pague con la misma moneda, caiga en el mezquino y tú más que la sitúa en el mismo nivel de zafiedad de quien lanzó el primer insulto. Y claro está, así se dinamita cualquier posibilidad de que el debate entre nuestros representantes públicos se desarrolle con el aire de decoro reclamado por Aristóteles. En tal situación, encuentro más que pintiparado nuestro refrán de hoy, Dijo la sartén al cazo: apártate que me tiznas. ¿Pero quién en esta situación es sartén y quién cazo? Zalabardo asiente cuando intento darle a entender que, para mí, las dos partes son sartenes de las que deberíamos separarnos si queremos no salir tiznados.

            Lo peor de todo es que nos estamos acostumbrando a que el insulto sea jaleado por unos y otros y a nadie se le ocurra ni por un segundo disculparse por su incalificable actitud. O poner remedio a quienes se valen de tal conducta.

sábado, noviembre 26, 2022

EUBOLIA, PRUDENCIA Y BIEN HABLAR

Tenía pensado, le comento a Zalabardo, hablar de los que podríamos llamar corruptores de la expresión, de quienes, (mal)intencionadamente, se valen de las palabras para robarles su sentido y darles una intencionalidad diferente. De cómo el expresidente Donald Trump con sus verdades alternativas se convirtió en modelo y guía para muchos admiradores y seguidores. Estamos rodeados de verdades alternativas, de posverdades, de fake-news y no vemos la puerta por la que salir de ese enrarecido ambiente. En España, en estos días, lo estamos viviendo. Y, en ese marasmo, se nos olvida que bastaría leerse la Constitución para desmentir tantas mentiras como se propalan.

            Al pensar en las fakes, también pensé hablar de la inquina que muchos sienten contra ciertas palabras que, poco a poco, se van imponiendo en nuestra diaria comunicación. Reconozco, le digo a Zalabardo que también yo soy contrario al empleo de bullying en lugar de acoso, de streaming en lugar de emisión continuada, de full-time en lugar de tiempo completo, etc. Pero, muchas veces lo he repetido, las palabras, la lengua en su conjunto, no se impone; se va haciendo e imponiendo con el uso. Y es el pueblo quien, para bien o para mal, acepta o no unas formas, las utiliza o las rechaza. Unas se generalizan y se tornan comunes; otras se pierden para siempre. Si hiciésemos una lista de las palabras españolas que fueron, y siguen siendo, extranjerismos, podríamos llevarnos las manos a la cabeza: menú, beicon, almohada, bidé, garaje, bisutería, foam, avalancha

            Al final, y visto como estaba el patio, le comuniqué a Zalabardo que me pareció mejor centrarme en una palabra que casi nadie emplea, eubolia. Incluso el Diccionario de Uso del Español, de Manuel Seco, el más nuevo de los nuestros, la ha desterrado de sus páginas. Sin embargo, la encuentro en un libro de 1908, una colección de breves ensayos, consejos para quien se dedica a la política, cuyo autor, Azorín, maestro indiscutible en el uso de las palabras, confiesa haber escrito durante una larga convalecencia. Se titula El político y en su capítulo IV, Tenga la virtud de la eubolia, dice: «La virtud de la eubolia consiste en ser discreto de lengua, en ser cauto, en ser reservado, en no decir sino lo que conviene decir». Y añade: «No se desparrame en palabras el político».

            Esa palabra, de origen griego, ya la recogía el Diccionario de Autoridades, del siglo XVIII, diciendo que la eubolia, literalmente ‘buen consejo’, «ayuda a bien hablar lo que conviene». Y el Diccionario de la Academia aclara que tal virtud «es una de las que pertenecen a la prudencia». Al nombrar estas virtudes, la eubolia y la prudencia, pienso con tristeza y rabia en muchos de nuestros políticos, en el lamentable espectáculo, hosco, crispado y nada ejemplar, que representan en las sesiones del Congreso.

            Beatriz Gallardo, lingüista y profesora de la Universidad de Valencia, denunciaba hace unos días en su artículo No, no es libertad de expresión la degradación del discurso público que se va imponiendo. Su denuncia surge porque, cuando parecía que sería imposible ir más lejos en esta engañifa de que se puede decir todo amparándose en la excusa de la libertad de expresión, una diputada de VOX, Carla Toscano, rompe cualquier barrera aconsejada por la prudencia, e incluso por la decencia, y se hunde en el fango de la iniquidad, de la desvergüenza, del odio, insultando de manera vil a una ministra, Irene Montero. Los suyos la jalean orgullosos. ¡Qué bochorno!

            Zalabardo sabe que no me resulta simpática la figura de Montero, ni la de su partido; y sabe que estoy entre quienes piensan que ella, su equipo y el Gobierno, con la mejor intención imaginable, que eso no lo niego, han redactado una ley que, al ser aplicada, se ha demostrado mala y causante de efectos opuestos a los que precisamente pretendía. Ante ese despropósito, nada mejor que reconocer el error y buscar urgentemente las turafallas que taponen las vías de agua, las fisuras que la ley tiene ―aunque nadie ha reconocido aún haber errado―. Las críticas a la ministra y al Gobierno están justificadas. Lo que no se justifica de ninguna manera es el insulto proferido por la señora Toscano ―que, como era de esperar por su ideología, tampoco se ha excusado―. Sesiones como la de aquel día, conductas como las de Carla Toscano y su partido hacen que las personas normales nos sonrojemos y nos mostremos desconfiados frente a la política; al menos, de esa clase de política en la que pululan los imprudentes, los que se dejan guiar por el odio, los que ignoran qué límites tiene la libertad de expresión, los que ignoran qué sea la eubolia. Aunque para hablar bien y hacerlo en el momento y la manera convenientes no hace falta conocer la palabra. Basta tener algo de formación y no ser fanático.

sábado, noviembre 19, 2022

JULIA UCEDA

Hay personas que dejan en nosotros una huella imborrable, aunque sea por un detalle que se podría considerar mínimo o que, para otros, pudiera pasar inadvertido. A Julia Uceda la conocí el año 1964, si la memoria no me falla. Aún faltaba bastante para que conociese a Zalabardo y se lo comento a mi amigo. Como le comento que decir que conocí a Julia Uceda es una afirmación que merece una matización.

            Andaba yo finalizando el primero o iniciando el segundo de los cursos de Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla. Profesores de indudable prestigio impartían clases en aquella Universidad: puede que el nombre más sonoro sea el de Agustín García Calvo, profesor de Latín y de Griego. Pero otros nombres constituían aquel claustro: José Luis Comellas, profesor de Historia, Juan de Mata Carriazo, profesor de Historia y figura importante en el estudio de los descubrimientos de El Carambolo, Francisco López Estrada, profesor de Literatura... De todos ellos fui alumno y estoy orgulloso de ello. Sería ingrato si al mostrar mi agradecimiento a cuantos me fueron formando intelectualmente olvidase a mis profesores en el instituto de Enseñanza Media de Osuna: Francisco Olid Maysounave, Aniceto Gómez Esteban, José Sánchez Romero

            Ni en el instituto ni en la Universidad se hablaba apenas de la literatura del siglo XX. El velo de la censura ocultaba a Antonio Machado, a Lorca, a Cernuda; Juan Ramón era Platero y sanseacabó. Pues bien, durante unos días de 1964, no recuerdo cuántos, aunque fueron pocos, Julia Uceda sustituyó a López Estrada y nos impartió un brevísimo curso sobre Réquiem por un campesino español, novela de Ramón J. Sender. Fue algo fuera de lo común: un republicano exiliado y una novela ambientada en la guerra civil. Bastantes años después supe que, en 1958, Julia Uceda había organizado o dirigido un homenaje a Juan Ramón Jiménez y, en 1959, otro a Antonio Machado. Había que echarle valor a la cosa.

            Le digo a Zalabardo que aquellas pocas clases me abrieron los ojos a una realidad escondida y me inocularon la curiosidad por traspasar puertas que permanecían cerradas, despertaron en mí el interés por conocer a Sender y su novela, entonces inencontrable en España. Estaría ya en Málaga cuando hallé, en Librería Proteo, donde de tapadillo era posible hacerse con libros censurados en España, un ejemplar del Réquiem…, de Editores Mexicanos Unidos, S. A. Lo que no esperaba fue encontrarme con que esa edición venía precedida de un estudio de Julia Uceda, que a la sazón se encontraba en la Michigan State University.


            La casualidad hizo que bastantes años después accediera al muro de Julia Uceda en Facebook. Le escribí para agradecerle aquellas pocas clases sobre Sender, en Sevilla. Le hablé del ejemplar de la novela que encontré cuando llegué aquí a Málaga. Me dijo que ese era un libro ya descatalogado, difícil de hallar y que ella misma no lo tenía; me ofrecí a regalárselo, pero muy amablemente rechazó mi ofrecimiento. Si hubiese conocido su dirección, se lo habría mandado.

            Julia Uceda, a sus 97 años, sigue siendo una poeta de primerísima fila, aunque muchos no la conozcan. No es la poesía actividad que proporcione muchos seguidores. Hija Predilecta de Andalucía, Hija Adoptiva de El Ferrol, Autora del Año en Andalucía, en 2017, Premio Nacional de Poesía en 2003, Medalla de Oro al Mérito de Bellas Artes, en 2021… Y no le falta el sentido del humor.

            Procuro ver sus apariciones en Facebook. A veces contesto a lo que sube y no es raro que ella, a su vez, responda a lo que se le dice. Siempre sorprende por un motivo u otro. Como la red nos incita a participar con la pregunta «¿Qué estás pensando?», Julia Uceda suele ser sumamente lacónica, además de lógica, en sus aportaciones. Hace unos días, en su muro, escribía: «En Gilgamesh». ¿Qué podría estar pensando Julia Uceda del héroe de la epopeya sumeria? Se me ocurrió responderle algo así: «Lo que me hace pensar en la pena que lo embargó por sentirse culpable de la muerte de su amigo Enkidu». Todo podía haber quedado ahí, pero ella reaccionó: «Pero eso sucedió hace mucho tiempo», a lo que añadió un emoticono de una cara que reía a carcajadas. Yo insistí: «Sí, pero al final quedamos en que desde tiempos remotos se nos ha inculcado, con el objetivo de someternos, un sentimiento de culpabilidad por cualquier cosa y una esperanza de inmortalidad. ¡Qué inteligente fue quien inventó la culpa y la esperanza y las grabó unidas en nuestros cerebros!». A partir de ahí, ella mencionó la edición que tiene del Poema de Gilgamesh y, no sé por qué, yo callé y no le pregunté cuál es, solo por saber si coincide con la que tengo yo.

            Le cuento todo esto a Zalabardo, porque estos breves contactos con Julia Uceda, ver las fotos de José Ramón San José o los extraordinarios dibujos de Carlos Rodríguez, leer el saludo diario, con unos versos, de José Infante, seguir la ascendente trayectoria de Aurora Luque, aprender de los casi increíbles conocimientos que atesora Carlos Karlitros sobre lagares, y cortijos, de los Montes de Málaga y otros muchos lugares (podría citar algunos amigos más), me ayudan a permanecer en esta plataforma, pese se suben tantas cosas insustanciales que dan ganas de salirse.

            A Julia Uceda, y a todos aquellos que me hicieron y me siguen haciendo aprender cosas, les envío mi agradecimiento.

sábado, noviembre 12, 2022

LOS FACTORES, EL ORDEN Y LA AMBIGÜEDAD

Hay cosas, le digo a Zalabardo mientras paseamos, que una vez aprendidas no se olvidan nunca. O casi nunca. Por ejemplo, del estudio de la aritmética en mis años de colegial se me quedó bien grabado lo que el maestro llamaba, a mí me sonaba a nombre pomposo, propiedad conmutativa; dicha propiedad, según la memoricé, afirma que el orden de los factores no altera el producto. Y así, si 2x3x4 da como resultado 24, 3x4x2 o 4x2x3 siguen dando idéntico resultado de 24. El tiempo me hizo ver que lo que en un principio pudo parecerme mágico es algo muy simple.

            Me contesta Zalabardo que su experiencia le indica que ese principio que puede ser inobjetable en las matemáticas no acaba de valer en la lengua, donde una mínima alteración puede ser origen de un cambio del producto. Elogio la agudeza de mi amigo. Lo que me dice es verdad. No en vano se aconseja que, para alcanzar una precisión en lo que deseamos transmitir, conviene respetar en cuanto sea posible, el llamado orden lógico de las palabras. A todos nos enseñaron que, en la oración, sujeto, verbo y complementos aparezcan ajustándose a esta secuencia como orden lógico: Los niños hacen las tareas; y si nos centramos solo en el sintagma nominal, este orden nos pide que el núcleo, es decir, el nombre, ocupe el lugar principal; que a su izquierda se coloquen los determinantes (artículos, posesivos, numerales…) y, a su derecha, los complementos (adjetivos, complementos preposicionales…): Dos hombres con corbata.


            Pero, aunque este principio parece incuestionable, la verdad es que existen bastantes matizaciones o excepciones a la regla general. Porque nos encontramos con que la construcción de una frase no es tan sencilla y, si en un sintagma hay varios complementos, deberá primar el principio de la claridad, el que tiene como objetivo que el receptor de nuestro mensaje no tenga dudas respecto a lo que le queremos decir. Se dice en estos casos que unos elementos «pesan» más que otros y, en consecuencia, habría que darles prioridad al colocarlos. Y le pongo un ejemplo a Zalabardo. En una información sobre los recientes atentados contra cuadros en diferentes museos, leía: ¿Para qué sirven los ataques a los museos de activistas medioambientales? Más de un lector puede sentirse confundido, porque pueden entenderse dos cosas, que alguien ataca museos de activistas o que unos activistas atacan museos. Para evitar la ambigüedad, debería escribirse ataques de activistas medioambientales a museos.

            Otro ejemplo le pongo a mi amigo. Informando sobre un episodio de la trágica guerra que se libra en Ucrania, el reportero hablaba de una zona casi dominada en su totalidad por los invasores. Así redactada, la frase dice que una zona (toda ella) no está completamente dominada; sin embargo, la lectura del reportaje nos hacía entender que los invasores dominaban una parte importante de esa zona, pero no su totalidad. Por tanto, hubiese sido más correcto hablar de una zona dominada en casi su totalidad por los invasores.

            No obstante, es posible la construcción de un enunciado con el orden de sus elementos alterado sin que podamos condenarla por ambigua. Incluso hay ocasiones en que la alteración se valora positivamente y se le concede categoría de recurso estilístico que embellece la expresión. En la literatura, llamamos hipérbaton a una alteración del orden de la frase que persigue un efecto estético. Cuando Bécquer escribe Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar…, o cuando coloca el arpa Del salón en el ángulo oscuro…; o cuando, complicando algo más la cosa habla Góngora De este, pues, formidable, de la tierra / bostezo, el melancólico vacío…, nadie habla de error, sino de recursos estilísticos y de lenguaje poético.

            Pero el hipérbaton no se da solo en literatura; es casi recomendable en las oraciones exclamativas, ¡Cuántos libros ha escrito este hombre!  y en las interrogativas, ¿Esa poca vergüenza ha tenido Luis? E incluso resulta frecuente en la conversación coloquial: Del partido de ayer, no me hables… En ninguno de esos casos diremos que son recursos retóricos ni tendremos duda al interpretar el significado de los que se dice. Lo que hay que evitar son aquellas alteraciones de orden en que cambiar los factores puede cambiar el producto; es decir, aquellas en las que no queda claro lo que se quiere decir y el emisor tiene dificultades para entender lo que desea comunicarle el emisor. Por ejemplo, cuando un elemento que complementa a otro se inserta entre dos elementos que deben ir unidos y provoca conflictos como el del siguiente enunciado: Se comprometió a terminar el trabajo la semana pasada. ¿Alguien se comprometió la semana pasada a terminar un trabajo o se comprometió a que ese trabajo quedaría concluido la semana pasada?

            Las ambigüedades de interpretación no nacen solo de una alteración del orden de las palabras. Hay también otras causas, como, por ejemplo, el uso de nombres que expresan acción, menos claros que los verbos de que proceden. Así, en Me gusta la elección de Pepe, ¿me gusta que haya sido elegido Pepe o lo que Pepe ha elegido? Pero meternos ahora con todas las posible construcciones ambiguas nos alargaría demasiado este apunte. 

sábado, noviembre 05, 2022

¿'DAR LA MATRACA’ O ‘DAR LA LATA’?

Hace unos días, Zalabardo lo sabe, tuve la oportunidad de ver una matraca de campanario. Conocía su existencia, pero nunca vi una de cerca. Estaba, le cuento, en el cuerpo de campanas de la torre de Santa María la Mayor, en Arcos de la Frontera. Una matraca, bien lo sabemos, es un instrumento de madera compuesto por un tablero liso y una o más aldabas o mazos que, al sacudirlo, produce un ruido desagradable. La matraca de campanario, de mayor tamaño, es una rueda de tablas fijas en forma de aspa entre las que cuelgan mazas que al girar producen un sonido grande y desapacible. En algunos casos, así es la que vi en Arcos, sus brazos forman una caja de resonancia que aumenta dicho sonido. Como ya dice Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, la usaban los religiosos para convocar a maitines o en las iglesias para tañer en los días de Semana Santa en que las campanas permanecen en silencio.

            Aunque la palabra nos viene del árabe mitraqah, ‘martillo’, hay evidencias de que las matracas ya existían en otras culturas orientales anteriores. Pero no me interesa aquí la cuestión etimológica ni la procedencia de estos instrumentos de tan molesto sonido. Me quiero centrar en la expresión dar la matraca, con la que entendemos la actitud de quien resulta molesto, pesado e incluso insoportable, por la reiteración de lo que importuna provoca cansancio y hastío en quien lo ha de soportar.

            Quien haya leído hasta aquí estará pensando que dar la matraca es una forma diferente de decir dar la lata, quizá más extendida y que el Diccionario académico define como ‘molestar, aburrir, importunar con exigencias continuas’. Y no estará desacertado quien tal piense. Lo que sucede es que sobre dar la lata se ofrecen diferentes orígenes, muchos de los cuales pueden considerarse desacertados. Y alguno de los que pudieran admitirse nos hacen dudar de su sentido. Por ejemplo, cuando en Archidona, el día de Reyes, los niños corren por el pueblo arrastrando sus hileras de latas atadas para llamar la atención de los Magos, ¿podemos decir que son molestos o inoportunos? Tal vez esa opinión sobre el sentido de molestar valiese si pensamos en las cencerradas que han de padecer aquellos viudos que contraen matrimonio por segunda vez, a quienes se persigue haciendo sonar campanas, cencerros y latas.


            ¿Qué une dar la matraca y dar la lata? La cuestión podríamos resolverla si atendemos al significado de lata, que se nos presenta como difuso. De hecho, le comento a Zalabardo, el DLE le asigna un origen incierto y da como primera significación la de ‘envase fabricado con hojalata’, para, de inmediato y en las acepciones siguientes, decir que lata es ‘tabla delgada sobre las que se aseguran las tejas’, ‘madero, por lo común en rollo y sin pulir’ y ‘discurso o conversación fastidiosa, cosa que causa hastío y disgusto’. Conviene tener en cuenta que María Moliner, más precisa en su Diccionario del uso del español, afirma que lata procede de un término latino antiguo, latta, ‘vara o palo largo’ y le asigna el significado de ‘lámina de hierro recubierto de estaño’ y ‘envase hecho de hojalata’, aunque habla también de ‘tabla delgada’ y ‘madero, generalmente en rollo’.

            Unamuno, en un artículo que cita José María Iribarren en El porqué de los dichos (de aquí tomo otros datos para este apunte), habla de que la primera persona a la que se ocurrió coger un envase vacío de petróleo y arrastrarlo por las calles los días de carnaval, generando un ruido molesto, posiblemente fuese la primera en dar la lata. En ese mismo libro se cita otro artículo, del poeta y profesor Dámaso Alonso, a quien considera ser el primero en llamar la atención acerca de que el origen de lata estaba en el latta latino y que lata significaba, al igual que en otras lenguas romances, ‘madero, palo’, por lo que dar la lata no era sino ‘dar el palo, molestar’.

 


           ¿Cómo entender que lata pueda designar a la vez algo metálico, el envase, y algo de madera? La explicación la encuentro en que en un momento indeterminado se relacionó lata con latón, creyendo que esta palabra no era sino una forma derivada, error semejante al de considerar que majara fuese una forma simple del árabe maharon, pues, en estas palabras, -on no es un sufijo comparable al de salón, sillón, etc. El latón, aleación de cobre y zinc, de color amarillento, susceptible de ser abrillantado y pulimentado fue introducido en occidente a través de la antigua Ruta de la Seda y la palabra se cree propia de una lengua anterior a la turca hablaba en las regiones de Uzbekistán, Tayikistán y regiones próximas, alatón, que designaba un material utilizado en joyería y orfebrería y que, en la España medieval, fue conocida como azófar, ciní y similor, ‘semejante al oro’.

            Por tanto, nada tiene que ver lata con latón, salvo que un día, la primera de las palabras se asimilase y confundiese con la segunda. Con esto quiero llegar a la conclusión, es lo que le digo a Zalabardo, de que dar la lata es exactamente lo mismo que dar la matraca, es decir, ‘dar el palo, molestar, fastidiar’ y no solo por el ruido que se pueda producir, sino por la insistencia.

            Esto último llevaría a pensar que dar la lata o dar la matraca pudieran estar relacionados con dar el rollo o soltar un rollo. ¿Por qué? Porque hubo un tiempo en que quienes pretendían que se les reconociese un derecho o se les concediese un beneficio alegando los méritos acumulados, solían ir de oficina en oficina, cansinamente, presentando la relación de sus méritos y trabajos enumerados en un papel enrollado guardado en un cilindro hueco, de madera o metal, que entregaban en el negociado en que pretendían que se atendiese su petición. Pero esto requeriría un estudio más profundo.

            Dar la matraca, dar la lata, soltar un rollo, en definitiva, sea cual sea la relación que establezcamos entre los tres dichos, no son sino formas de molestar, de causar un fastidio indeseado.

lunes, octubre 31, 2022

EL PAJARILLO MUERTO

Escribo en lugar, día y hora desacostumbrados. Es lunes, estoy en Puerto Serrano y, por mor de una disposición administrativa que no acabo de entender, el reloj me dice que son las cinco menos cuarto, como si estuviera en nuestra mano cambiar el flujo del tiempo y su duración; pero nos hacemos la ilusión de poder tal cosa, moviendo caprichosamente las manecillas de ese artilugio llamado reloj. En fin, que me veré obligado a ajustar mi reloj biológico para liberarme de estos madrugones.

            Mi compañía en Puerto Serrano no es Zalabardo; aunque él pudiera molestarse, que no lo hará por su bondad y por su naturaleza comprensiva. Quienes están conmigo me llenan con su calor más que mi amigo, con todo lo que él me da. Esto lo sabe y no se molesta. Sin embargo, escribo dirigiendo a él mis reflexiones porque sé que hacerlo así me ayuda a que lleguen a otras personas con mayor facilidad.

            Por todo eso, sabe Zalabardo que hoy sería natural que hablase de la casi inimaginable belleza de los jardines de la Casa-Palacio de los Ribera en Bornos, o de que el reloj del Ayuntamiento de esta población parece rebelarse contra los caprichos administrativos perdiendo sus manecillas, o de la tranquila paz que se disfruta caminando por la Vía Verde que une Puerto Serrano con Olvera mientras el oído goza oyendo solo el rumor de las aguas del Guadalete y la vista se extasía con el majestuoso vuelo de los buitres. Como sería natural que le hablase de lo que hoy esperamos hallar en Arcos de la Frontera.


            Sin embargo, mi mente vuelve una y otra vez a un hallazgo de ayer junto a la boca de uno de los túneles de la Vía Verde: el cadáver de un pajarillo. No soy experto, pero su brillante color verde-amarillo me inclina a creer que se trataba de un verderón. En medio de tanta belleza, nos topamos de bruces con la muerte, representada por aquel pequeño animal.

            Recordé en ese momento que, días atrás, había leído un artículo, A favor de las poetisas, de la filóloga e historiadora de la lengua, catedrática en la Universidad de Sevilla, Lola Pons, en el que de forma sencilla nos explica la diferencia entre denotación y connotación. Venía a decir esta joven profesora, no ha llegado a la cincuentena, que las palabras señalan asépticamente lo que las cosas son, eso es la denotación, y luego los hablantes ―al cabo, ellos son los que van haciendo la lengua― les van añadiendo una carga positiva, o negativa, eso es la connotación, que, por lo común, acaba prevaleciendo. Como no es mi intención hablar del caso de poetisa, me limito a aconsejar su lectura.

            Vuelvo a la imagen del pajarillo muerto. Y recordé también las palabras de Epicuro sobre la muerte, a la que no debemos temer porque mientras vivimos la muerte no está y, cuando ella aparece, somos nosotros quienes no estamos. La muerte, la visión del verderón de cuyo cadáver iban dando cuenta las hormigas, nos causa tristeza; pero la contemplación de la naturaleza, ayer estaba inmerso en ella, nos recuerda que toda muerte no es sino un anuncio de nueva vida. ¿Qué, si no, son otoño e invierno, un acabar para resurgir con mayor fuerza en primavera?


         Hay quienes rechazan al buitre por carroñero. Pero olvidan la majestuosidad y belleza de su vuelo y el hecho de que ellos son quienes se encargan de limpiar la naturaleza de la podredumbre de lo que muere. Siempre estamos enfrentando lo que nos causa fastidio, lo que cargamos de significados negativos, con lo que de positivo pueda haber en aquello de lo que queremos huir.

 


           En la Vía Verde de la Sierra abundan los túneles, creo que son 30 en sus pocos más de 36 kilómetros. El cadáver de este verderón estaba junto a la boca de uno de los más largos, el Túnel del Esqueleto, que tiene una longitud de 500 metros. Aunque estos estén iluminados, el túnel, le digo a Zalabardo―le diré cuando lo vuelva a ver―, nos da la sensación de oscuridad y nos provoca miedo porque pensamos que en la negritud no hay nada; esas son connotaciones que añadimos y que nos la convierten en palabra negativa. Pero el túnel, su sentido más aséptico, es positivo, porque nos permite salvar una dificultad horadando el duro terreno que nos corta el paso. Esa oposición entre denotación y connotación, entre su sentido negativo y el positivo, la observamos en la expresión ver la luz al final del túnel, equivalente a otra, siempre que llueve escampa, que nos avisan de que por mal que las cosas nos vayan, siempre queda un resquicio que nos dirija hacia un final feliz.

 

           Catulo, el poeta latino, lloraba la muerte del gorrión que hacía feliz a Lesbia. Podríamos quejarnos de la muerte del verderón de ayer. O de que las rosas del jardín de los Ribera, en Bornos, se ajarán. Pero digo a Zalabardo que mejor nos iría si enfocásemos todo desde la mejor perspectiva que nos sea posible, que carguemos los episodios de nuestras vidas con connotaciones positivas, aunque la aséptica denotación señale hacia algo menos agradable.