domingo, abril 29, 2018

GUARDAR LAS FORMAS


Y aquí, para entre los dos,
si hallo harto paño, en efeto,
con muchísimo respeto
os he de ahorcar, juro a Dios.
            (Calderón de la Barca)

            Cuando yo era pequeño, y de eso hace ya demasiados años, Le digo a Zalabardo que en los colegios se impartía una materia llamada Urbanidad. El DLE define el término como ‘Cortesaníacomedimientoatención y buen modo’. Me gusta más la definición de Seco: ‘Buena educación o buenos modales’. Porque eso es lo que nos enseñaban: que hay que ser respetuoso con los demás y, en especial, con los mayores y los más necesitados, que siempre hay que guardar las formas y no hacerse notar por comportamientos inadecuados. Cosas que, diríamos, casi no habría que insistir sobre ellas pero que, quizá por no haberlo hecho, hoy se echan de menos.
            El otro día, tras una charla sobre libros, un asistente se me acercó y me dijo: “Lo que más me ha gustado es que has hablado de muchas cosas sin meterte con nadie”. Meterse con alguien es, como bien se sabe, ‘atacar o censurar’. Le contesté que procuro ser así siempre; de hecho, aquel día censuré conductas de instituciones, reclamé mayor y mejor atención para algunas cosas. Pero, eso sí, puse mucho cuidado de mirar en todo momento hacia los cargos o instituciones, sin caer en el insulto u ofensa personal, porque se pueden discutir ideas o rechazar acciones, pero a las personas siempre hay que respetarlas.
            Por desgracia, eso es algo que se va perdiendo y las redes sociales se utilizan, a veces como burladero desde el que tirar la piedra y esconder la mano, como trinchera desde la que atacar estando protegidos. Hablo de redes sociales, pero estas conductas poco respetuosas se dan en todos los ámbitos. No hay más que ver, por poner un ejemplo sencillo, lo que una persona a la que todos consideraríamos normal, fundida en una masa, es capaz de gritar a un árbitro de fútbol por una decisión que no comparte.
            No hace mucho, inserté en Facebook un brevísimo comentario en el que declaraba mi extrañeza por la tardanza de los obispos vascos y navarros en pedir perdón por su respaldo a ETA. Alguien, mi Facebook está abierto a quien lo quiera leer, escribió: “La Iglesia Católica es difícil de entender, pero con estos hijos de puta, aún cuesta más trabajo.” Naturalmente le afeé sus palabras y, aunque estaba en desacuerdo con el proceder de los obispos, jamás recurriría a esos calificativos ofensivos, pues el respeto a la persona debe estar por encima de todo. Días después, también en la misma red, incluí un comentario sobre el “asunto Cifuentes”. Una persona que respeto mucho, y que fue mi profesora durante un corto tiempo, Julia Uceda, escribió a propósito: “Anoche me pasmé de lo guapa que era antes de ponerse bonita”. No se puede decir más con menos palabras. Julia Uceda, se ve a las claras, es una persona con clase, educada y, seguro, de pequeña recibió clases de urbanidad. El modo en que contrapone el adjetivo guapa, ‘persona cuyo físico, y en especial la cara, responde a unos cánones de belleza’, con bonita, que por un lado puede ser un sinónimo, pero que, a la vez, con matiz irónico, y en la locución ponerse (alguien) bonito es una ‘manera de criticar la inconveniencia o inoportunidad de una conducta’ es un ejemplo de fina ironía, de uso de la llamada dilogía o silepsis para, criticando procederes, ser cuidadosa para no ofender. Julia Uceda sabe guardar las formas.
            Todo es, pues, cuestión de guardar las formas. No hay que echar mano de palabras gruesas. Unas palabras simples e inocentes pueden encerrar juicios duros. Recordemos si no la que se armó en aquel programa radiofónico de 1975, Directísimo, en el que un torero, Palomo Linares se levantó airado ante otro, Paco Camino, gritando: ¡A mí no me llames muchacho!



domingo, abril 22, 2018

¿ES NECESARIO CELEBRAR EL DÍA DEL LIBRO?


Leer nos permite adquirir conciencia del mundo y de nosotros mismos. Leer nos devuelve al estado de la palabra y, por lo tanto, porque somos seres de palabra, a lo que somos esencialmente.
(Alberto Manguel)


           Mucha gente se hará esta pregunta y Zalabardo también me la repite con frecuencia. Mi respuesta siempre es la misma: mientras tengamos que soportar la censura será necesaria la defensa del libro. ¿Pero hay censura?, preguntan algunos cándidos. ¿Acaso no se nota? Mientras nos enfrentemos al nuevo puritanismo que solicita la condena de Lolita, de Nabokov; mientras la Conferencia Episcopal Española impida la publicación y difusión de Jesucristo. Una visión histórica, del teólogo J. A. Pagola; mientras, pese a que la Inquisición desapareciera (en realidad solo cambió de nombre) y aunque no se reedite el Índice de libros prohibidos se diga que su contenido sigue vigente (no olvidemos que allí aparecen el Lazarillo de Tormes o Madame Bovary); mientras una influyente institución religiosa, el Opus, tenga su propia lista de libros prohibidos, entre los que aparecen autores como Alberti, Isabel Allende, Baroja, Flaubert, Joyce; mientras las editoriales vean el libro como negocio y no como manifestación cultural…, será necesaria la defensa del libro.
            Mañana, 23 de abril, Día del Libro, a esta hora —escribo esto un poco después de las 20:00 del domingo— estaré en mi pueblo, Osuna, haciendo un elogio del libro y de la lectura. Porque no quiero que un día pudiésemos encontrarnos en una sociedad como la retratada por Ray Bradbury en Fahrenheit 451. En el apunte de hoy, prefiero dejar algún fragmento de esta inquietante novela de 1953:
            “—¿Le gustaría algún día, Montag, leer La República, de Platón?
            —¡Claro!
            —Yo soy La República de Platón. ¿Desea leer a Marco Aurelio? Mr. Simmons es Marco.
            —¿Cómo está usted? —dijo Mr. Simmons.
            —Hola —contestó Montag.
            […]
            —También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar  después a por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí.”

            En el mundo imaginado por Bradbury, los bomberos no apagan incendios, sino que los provocan para quemar libros porque “quién sabe cuál podría ser el objetivo de un hombre que leyese mucho.”


sábado, abril 14, 2018

OSUNA Y EL DÍA DEL LIBRO


Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros.
(Jorge Luis Borges)

  
          Osuna […] está edificada en la ladera de una de las aisladas colinas que se levantan como avanzadilla de la Serranía de Ronda y tiene delante una gran llanura […] desde donde se puede contemplar una hermosa vista de la colegiata y del colegio al que está unida la Universidad de la ciudad […] Mantiene tres conventos de frailes y dos de monjas…tuve ocasión de conocer a dos interesantes personajes: una monja milagrera y otra desesperada… Así comienza José María Blanco White la descripción de Osuna en una de sus interesantes Cartas de España, que publicó en 1822.
            Zalabardo dice no entender la pasión que siento por mi pueblo, Osuna, sobre todo si se atiende a dos razones: los muchos años que llevo viviendo fuera y el hecho de que nacer en un lugar es solo cuestión de azar. Mantiene mi amigo que ser de Osuna, de las Batuecas, de España, de Uzbekistán o de Senegal no es más que una caprichosa decisión del destino, por lo que, del mismo modo que soy natural de Osuna, podía haberlo sido de Villafranca de los Barros, por poner un ejemplo no demasiado lejano.

           Naturalmente, le doy la razón y le pido que no me considere chovinista, puesto que no lo soy; que no piense que soy de los que llevan la palabra patria continuamente en la boca, pues, como él, rechazo cualquier tipo de nacionalismo y patriotismo, porque todos acaban siendo excluyentes. De mi pueblo, le aclaro, hay cosas que me gustan y cosas que no tanto y desearía que cambiasen. Pero mi pueblo es como es y así lo acepto, pues imagino que también yo tendré cosas que no gusten a los que viven en mi entorno. Lo mío con Osuna es, le digo, un sentimiento, arraigado y profundo, porque en mi interior experimento bullen muchos recuerdos (de lugares y, sobre todo, de personas) que me siguen uniendo al pueblo; y, como cualquier sentimiento, ni se puede explicar racionalmente ni, por supuesto, se ha de intentar imponer a nadie.
            De mi pueblo recuerdo, también, muchas palabras que ya no oigo. Había ocasiones en que ayudaba a mi madre a preparar algofifas con hojas de pita para fregar los suelos; mi padre me pedía que le sacara la damajuana que había metido en el pozo, cogida con una cuerda, para que tuviese el agua fresquita; veía a los hombres que salían a desvaretar los olivos o a los cabreros que regresaban cargados de ramones para sus cabras; jugábamos en las regueras de alguna huerta o en las cámaras de casa de los amigos, donde se guardaban todo tipo de cachivaches o se colgaban de perchas chorizos de la matanza; pasábamos largas horas sentados en el sardinel de cualquier casa conversando; alguien comentaba que una tarea era muy manera; la voz de mi madre reclamaba mi vuelta a casa y yo le pedía que me dejara jugar una mijilla más. Miles de palabras que creía perdidas para siempre.

           La conversación ha salido porque en Osuna, no sé desde cuándo, es costumbre, para celebrar el Día del Libro, editar una antología de textos de autores locales, que se distribuye en un acto organizado a tal fin. Dos circunstancias concurren para que hoy yo le hable a Zalabardo de este asunto: que el acto se celebre en el paraninfo de la antigua Universidad, que luego fue instituto (en él cursé mis estudios de bachillerato) y ahora vuelve a ser Universidad; y, por encima de esto, que me hayan pedido que, en esa celebración, el próximo 23 de abril, sea yo quien hable en nombre de los nueve escritores seleccionados para la antología de relatos que se publicará este año. Eso, para mí, es un honor que no imaginé nunca.
            Digo que somos nueve los autores elegidos para tal evento. Mi nombre se une al de estos otros que cito siguiendo el orden alfabético de sus nombres: Antonio G. Ojeda, Francis López Guerrero, José María Contreras Espuny, José Miguel Suárez Madrid, María Reyes Angulo Pachón, Manuel Jiménez Friaza, Quico Chirino y Víctor Espuny. Solo quiero resaltar tres cosas. Una, la alegría que me produce observar cómo en mi pueblo pervive una antigua inquietud cultural, debida en gran parte a aquella antigua Universidad que más tarde fue mi instituto. La segunda, la circunstancia de que bastantes de nosotros coincidamos en reivindicar el valor del recuerdo y la memoria y convirtamos el pueblo en espacio de nuestros relatos. Y la tercera, el tremendo placer sentido, al leer los cuentos de mis compañeros, viendo cómo ellos han conservado esas palabras que yo creía perdidas y con las que ahora me reencuentro
            Sí, porque leyendo los cuentos de mis compañeros, he recuperado el recuerdo de las damajuanas, de los regueras, de las algofifas y los sardineles, de las cámaras. No voy a afirmar que sean todas palabras específicas de Osuna, cuestión muy difícil de mantener; pero sí puedo decir que muchas de ellas había dejado de oírlas, al menos con el sentido que en el libro se emplean, desde que salí de mi pueblo. Leyendo los cuentos de estos compañeros, le digo a Zalabardo, he sentido una mijilla de pellizco en el corazón, porque esas palabras aún viven.
            Ese es el sentimiento del que le hablaba a Zalabardo. Ese es uno de los hilos que forman la urdimbre sobre la se dibuja el recuerdo que guardo de mi pueblo. El sentimiento que hace que Osuna, sin ser mi patria, sea, no obstante, mi pueblo. A mí me gusta más lo segundo que lo primero. Y, el Día del Libro, espero encontrarme allí con muchos amigos y escuchar atentamente sus palabras. Como Borges, tampoco yo imagino un mundo sin libros.


sábado, abril 07, 2018

LA MALEDICENCIA Y LAS REDES


De diez cabezas, nueve
embisten y una piensa.
Nunca extrañéis que un bruto
se descuerne luchando por la idea.
(Antonio Machado)


           Bien es sabido, lo he comentado muchas veces con Zalabardo y lo digo sin rubor, que llegué a este mundo de las redes sociales tarde y mal, razones ambas, desde mi punto de vista, complementarias. Tarde, lógicamente, por mi edad; pertenezco a una época en que no había móviles, ni tabletas, ni ordenadores, ni internet, ni libros electrónicos; por si todo eso fuese poco, la televisión no llegó hasta el momento en que daba los primeros pasos hacia mi adolescencia. La principal virtud de la televisión, en aquellos años, era la inocencia. Y llegué mal porque, no me avergüenza decirlo, soy torpe en el manejo de las nuevas tecnologías y me cuesta resolver muchos aparentes problemas que para cualquier nieto son una nimiedad.
            Pero, creo que eso también lo he dicho, nunca hablaré mal de las redes; constituyen, según palabras recientes de Pérez-Reverte, una herramienta rápida, multidisciplinar y potentísima. Y, como no podía ser menos, cualquier herramienta es buena si la usamos de manera conveniente. Que una persona mate a otra a martillazos no es culpa del martillo, sino del bestia que lo emplea para lo que no fue pensado.
            Así que, con todas mis dudas, desconocimientos e inseguridades, un buen día pensé que nada malo existía en aprender a utilizar un ordenador, o que el teléfono móvil (que yo me empeñaba inútilmente en llamar portátil) podía resolver no pocos problemas, o que no hay pecado en leer un libro en formato electrónico. Me introduje despacio, muy lentamente, como el bañista temeroso, también ese era yo, hace en la playa. Y, hace de ello doce años, comencé a escribir este blog, La Agenda de Zalabardo. Prudente, o tímido, me pregunté, y discutí con mi amigo, de qué escribiría. Zalabardo, razonable donde los haya, me aconsejó aquello de zapatero a tus zapatos y puso énfasis, además, en que, sobre todo, procurara no dañar nunca a nadie con lo que escribiera.
            Le hice caso y pensé que no estaría mal dedicar cada apunte a comentar dudas lingüísticas, tratar de corregir vicios que se cometen al hablar o escribir, difundir curiosidades en torno al origen y a la historia de palabras y refranes…; si yo era filólogo, esos son los zapatos de los que podría hablar sin desbarrar demasiado. No me gusta ser como esos tertulianos modernos, que hablan de lo divino y de lo humano sin conocer, quizá, ni lo uno ni lo otro. A pesar de ello, alguna vez he salido de mi senda para comentar algún tema de la actualidad, como hago hoy. Pero esos apuntes han sido los menos frecuentes.

           Pasaron los años y fui entrando en otros ambientes. Cuando publiqué mi primera novela, en la editorial me dijeron: “En este mundo, si no estás en Facebook no eres nadie.” Y construí mi muro y me hice con un grupo de amigos. No miles ni nada de un número desproporcionado, ¿acaso alguien puede tener tantos amigos? Después, amigos, estos sí de verdad y no virtuales, o compañeros, solicitaron mi ingreso en algún grupo de Whatsaap y en esas estoy. Porque, ya se sabe, aunque el espíritu esté dispuesto, la carne suele ser débil y no supe negarme, ni quise, que todo hay que decirlo, pues uno no debe presumir de inocente cuando no lo es.
            Pero, ¡ay!, tal como digo lo anterior, he de decir que muchas veces estoy tentado de derribar mi muro y de abandonar los grupos de Whatsaap. Encuentro muchas cosas en las redes que no me gustan. Como dice Pérez-Reverte, hoy lo cito bastante, “las redes sociales están llenas de gente con ideología, pero sin biblioteca.” Y hace unos días, presentando su última novela, decía: “Cualquier imbécil puede decir que es Espartaco, pero ese título no se gana poniendo un tuit.”
            ¿Qué no me gusta de las redes? Sobre todo, la maledicencia, ese afán de hablar en perjuicio de alguien, denigrándolo lo más que se pueda. Pero hay más. Jamás entenderé, por ejemplo, la tendencia tan acusada a difundir bulos sin analizar su autenticidad, a atribuir frases o hechos a personas que nunca las han dicho ni realizado, a repetir hasta la saciedad textos que ya otras personas han dado a conocer (¿es que no leen lo que los demás miembros del grupo aportan?), a bombardear con las creencias propias (religiosas o políticas) sin el menor respeto a las creencias de los demás, a insultar sin el menor sonrojo… Sí, todo eso es maledicencia porque en las redes se insulta mucho, haya o no razón para ello (pienso, le digo a Zalabardo, que nunca hay razón que valga para insultar). Cómo estará la cosa que hasta los políticos se olvidan del Parlamento y desempeñan su función (o eso creen ellos) a través de Twitter.

            En las redes, me dice Zalabardo y le doy la razón, se argumenta poco y se grita mucho. Todo vale para dar rienda suelta a nuestros más escondidos instintos: si no nos gusta el nacionalismo de un color, atacamos esgrimiendo el nacionalismo más opuesto, sin pensar que ambos son igual de casposos; si una suegra y su nuera tienen desavenencias, nos apresuramos a tomar partido por una de ellas, sin reparar en que quizá sería mejor que arreglásemos los problemas de nuestra propia casa antes de meternos en la ajena; si representantes del partido político hacia el que me decanto tienen un comportamiento reprobable, no los censuro, sino que busco la forma de criticar comportamientos igual o más viles en los responsables de otros partidos.

            Todo se hace acogiéndose a la sacrosanta libertad de expresión, que para no pocos no es sino la espita por la que sueltan, aunque lo nieguen, su racismo, su intolerancia, su xenofobia, su fanatismo, su ignorancia. Eso sí, dando muchas muestras de escándalo y rasgándose hipócritamente las vestiduras cuando se sienten aludidos. Es decir, aquello de ver la paja en el ojo ajeno sin reparar en la viga que ciega el propio.
            Sin embargo, aunque más de una vez me planteo abandonar las redes, acabo por mantenerme en ellas. Primero, confieso a Zalabardo, porque como antes decía, no es el instrumento lo malo; la maldad está en quienes lo prostituyen. Y en segundo lugar, vuelvo a palabras de Pérez-Reverte, porque confío en que el talento acabe por imponerse en este caótico mundo y la cabeza pensante de que hablaba Machado se imponga sobre las que embisten.


domingo, abril 01, 2018

LA SAL, EL SALARIO Y EL SALERO


E si la eglesia fuere cossagrada puede la el obispo reconciliar con el agua benita que el mismo ouiesse fecha.o con la que otro obispo ouiesse bendezido.en que ouiesse uino & sal assi como lo deue auer en la que fazen pora reconciliar las eglesias.                     
(Alfonso X. Primera Partida)

Dice nuestro refranero: Derramar el vino es buena señal; pero no la sal y Si se vierte el salero, faltará la razón, pero no el agüero. Mi paisano Rodríguez Marín recoge el que afirma Sal con tomate, jamón del pobre. Y aún hay otros como: De los olores, el pan; de los sabores, la sal o Al hablar como al guisar, su granito de sal.
            Vemos, pues, que el saber popular pondera la sal y le confiere valor simbólico en ritos de muy diferente naturaleza a la vez que considera de mal agüero derrocharla o derramarla. La sal, le digo a Zalabardo arrastra una larga historia donde se mezclan factores alimentarios, sociales, religiosos, mágicos o, simplemente, supersticiosos. Tendríamos que remontarnos hasta la Biblia, ya que en el Levítico, libro dedicado a explicar los ritos y los sacrificios y cuya primera redacción se atribuye a Moisés (que debió vivir en torno al siglo XV antes de Cristo) leemos: Todo lo que ofrecieres en sacrificio lo has de sazonar con sal; ni faltará del sacrificio la sal de la alianza con Dios. En todas tus ofrendas ofrecerás sal. Y habremos de suponer que no era nada nuevo y su antigüedad era aún mayor. Más tarde, los antiguos romanos, cuando alguien los visitaba, lo primero que hacían era ofrecerle pan y sal en muestra de hospitalidad y respeto. Costumbre que no deberíamos olvidar en este periodo triste en que tantas líneas rojas se trazan y tan reacios somos a debatir y dialogar para lograr puntos de confluencia.

Y aún hay más. Tendríamos que remontarnos a los egipcios para justificar el comienzo de la utilización para los embalsamamientos; o su utilización para preparar salazones y para conservar alimentos; también se emplea en el rito de la bendición del agua o, volvemos a mirar a los romanos, a los soldados se les pagaba con una ración de sal o con el dinero suficiente para adquirirla, de donde procede nuestra palabra salario, ‘retribución justa por el trabajo que se realiza’.
Si entramos en el terreno de creencias populares y supersticiones, podemos pensar la costumbre en el teatro japonés de echar sal sobre el escenario para propiciar el éxito; y los luchadores de sumo realizan la misma acción antes de comenzar cada combate. Hay lugares donde se coloca un plato con sal debajo de la cama de un enfermo para acelerar su mejoría y, entre campesinos, se vierte algo de sal en las esquinas de los establos para proteger a los animales de todo mal.
“¿Entonces —me pregunta Zalabardo— qué hay de la atribución a Da Vinci y su cuadro La última cena, en el que se ve a Judas volcar distraídamente con el codo un salero, la creencia de que derramar la sal tiene mal agüero?” Le digo que no creo que haya que tener tal cosa en cuenta; que es más probable que sea al revés y que el pintor se apoyara en la superstición para introducir la escena en su cuadro.

           Le cuento, por último, la curiosidad del texto de Alfonso X que introduce este apunte. Habla el rey de que había que limpiar y purificar con agua bendita, en que se emplea vino y sal, todo templo en que se haya cometido alguno de estos dos delitos: herir a alguien o cometer fornicación.
            La verdad, le digo a Zalabardo, es que la mayoría de las personas suele afirmar con muchas seriedad que no cree en las supersticiones, aunque, no obstante, muchas son las que evitan coger directamente el salero que le ofrece otra personas y requieren que lo depositen sobre la mesa. Por el contrario, también es frecuente que de la persona que muestra gracia y desparpajo se dice que tiene mucho salero.