domingo, octubre 28, 2018

MIS ISLAS DEL TESORO


            Hasta donde me alcanza la memoria, la primera novela que recuerdo haber leído completa, de un tirón, y haberme sentido arrastrado por cuanto en ella sucedía, es La isla del tesoro. De ella aprendí muchas cosas: el poder de la voluntad, el valor de la amistad y del tesón, que junto al bien siempre cohabita el mal, que no hay que dejarse vencer, que la suerte hay que merecerla… Si a ello se une el atractivo de la aventura que se desarrolla de principio a fin, estaría todo dicho. Era bastante joven, un niño aún, y leía más cosas, la mayoría de forma fragmentada. He dicho muchas veces, lo repito, que yo casi aprendí a leer con el Quijote. Pero pasarían bastantes años antes de sumergirme por completo, con conciencia de lo que leía, en la novela de Cervantes, a la que vuelvo de forma recurrente. A la novela de Stevenson se fueron añadiendo las de otros autores: VerneSalgari, Twain…; pero, aun fascinado por las aventuras que leía, ninguna me caló tanto como la que enfrenta al pequeño Jim Hawkins y al malvado John Silver en la búsqueda del tesoro enterrado por el pirata Flint en una remota isla. Con los años, fueron llegando otras lecturas, que me entusiasmaban, aunque de diferente manera. Y, según crecía, hubo en mi vida momentos marcados por autores diversos: un momento Saroyan, o un momento Melville, un momento Conrad o un momento Kafka…, sin que el orden en que cito refleje una línea cronológica.

            Reflexionaba sobre este asunto, le digo a Zalabardo, tras leer hace días un artículo de Javier Marías titulado Literatura de penalidades o de naderías. Tal vez Marías sea algo exagerado y no poco severo cuando adjetiva el momento literario como “época de narcisismo” y denuncia que un significativo número de escritores actuales no hacen otra cosa que “contar sin más su biografía, porque, como es la suya, es importante”. Por ello, declara, lee tan pocos libros contemporáneos. Dice echar de menos “a los autores que inventaban historias apasionantes con un estilo ambicioso, no pedante ni lacrimógeno”. Días después, me topé con otro artículo, este de Fernando Savater, en el que se dice, hablando de literatura fantástica, que “de este género solo se salvan las narraciones que cautivan por su imaginación y nervio, dejando a un lado su mensaje”. Los dos coinciden en nombres como Conrad, Faulkner, Flaubert, Brönte, Huxley, Bradbury
 Marías de que hoy solo se escriban naderías; hay muy buenos autores y muy buenas novelas, pero también veo que las estanterías de las librerías rebosan de libros insustanciales, aunque vengan apoyados por una fuerte industria editorial interesada en lanzar al mercado éxitos efímeros sin que importe la calidad. No son poco los premios literarios que caminan por esa senda.

           No sé en qué grado, pero debo admitir que no les falta algo de razón, aun admitiendo el nivel de subjetividad que hay que conceder a cada lector. Zalabardo sabe que cada día leo menos literatura actual y busco refugio en la relectura de obras anteriores. Por supuesto, no comparto la idea de 
            Le digo a Zalabardo que no quiero incluir en este apunte a los clásicos porque los considero un mundo aparte en el que es posible hallar respuesta a cualquier problema actual que imaginemos. Eso los convierte en imprescindibles. Pienso en novelas escritas a partir del siglo xix. Mi conclusión, y no olvido lo que dije al principio sobre la subjetividad, es que se han escrito pocas novelas se escriben que hagan sombra a Madame Bovary a La regenta o a Crimen y castigo, por citar solo tres casos. Y si me acerco a nuestros días y me fijo solo en novelas escritas en español, creo que pocas resisten la comparación, en contenido y estilo, con Pedro PáramoEn la orillaTu rostro mañanaAyer no másLa ciudad y los perros… La lista se podría ampliar, pero no sería demasiado extensa.
            Dar nombre de autores a los que uno admira es difícil; son muchos los factores que intervienen. Para mí, a los de las novelas antes citadas podría unir los de Faulnerk,  McEwanVirginia Woolf… Pero no debo callar que vuelvo bastante a Proust, a Poe, a Orwell, a Borges… Y me hago muchas veces, ante el empeño de muchas editoriales por crear solo superventas, esta pregunta: ¿cuántos nombres de hoy, con el tiempo, se librarán del olvido? A esos libros de laboratorio, a esas sagas tan en boga, les doy por completo la espalda. Y no soportaría, tampoco yo, la lectura de esa novela dividida en seis libros, con un total de 3500 páginas, en la que el autor se limita a contar su vida. Un buen amigo, José Francisco Martín Caparrós, opina que hay que ponerse en guardia ante una novela que precise más de 300 páginas para atraer el interés del lector. Estoy con él, aunque pueda haber, y las hay, excepciones.
            Por eso, le digo a Zalabardo, tengo mis islas del tesoro, en las que busco cobijo de vez en cuando. No las llamo novelas juveniles porque no tengo claro que haya una literatura para jóvenes y otra para adultos. ¿Quién puede mantener que la Alicia de Carroll, por ejemplo, sea un libro juvenil? Creo más bien que cada libro tiene su época y su edad para ser leído; lo que no depende, de manera exclusiva, ni del libro ni del lector.

            Mis otras islas del tesoro, a las vuelvo cada cierto tiempo, son bastantes: Las aventuras de Tom SawyerColmillo blancoLa llamada de lo salvajeLa cabaña del Tío TomLos tres mosqueterosRobinson CrusoeMujercitasEl mundo perdidoViaje al centro de la TierraLos viajes de GulliverIvanhoe… Me pregunta Zalabardo si acaso desprecio sagas como las de Harry Potter o El señor de los anillos y otros libros más actuales. Y le contesto que no, que son lecturas tan válidas como las otras. Pero que, por mi edad y por el ambiente en que se desarrollaron mi niñez y primera juventud, me sigue resultando más fácil identificarme con Jim Hawkins que con el joven mago de Hogwarts o con los conflictos de la Tierra Media. En cualquier caso, lo que pretendo decirle a Zalabardo es que, hoy, la literatura que puede llevar a los jóvenes a ser lectores adultos ofrece menos títulos que en otras épocas y están más plagadas de prejuicios. Y en esto coincido plenamente con Marías, la culpa es de esa sociedad a la que no parece interesarle una literatura que “muestre las ambigüedades y complejidades de la vida y de las personas”.




sábado, octubre 20, 2018

A TENTE BONETE




           ¿Hay algo mejor que compartir mesa con varios amigos? Pues sí, compartirla con muchos amigos. Lo primero sucedió el pasado martes; lo segundo, abrigo la esperanza de que suceda a mediados del mes próximo. Le cuento a Zalabardo que la reunión pasada surgió un poco por sorpresa, sin premeditación y, aún menos, sin alevosía. Había planeado hacer un poco de senderismo por mi pueblo, Osuna. Un circuito que nos llevaría, siguiendo la antigua Cañada Real de Écija a Teba y la Vereda del Calvario, a las ruinas del monasterio del mismo nombre para regresar por el cortijo El Rosso hasta el pueblo.
            Alguien, feliz idea, propuso que podría ser buena excusa para, a la vuelta, vernos en el pueblo con unas cervezas por delante. La reunión, al menos para mí, no pudo ser más grata. Se habló, como en toda tertulia que se precie, de mil cosas: del pasado, del presente, de lo divino y de lo humano. Y, en estas, salió Pepe Sarria, preguntando si recordábamos una expresión, ententemonete, que significa ‘totalmente lleno’, ‘atiborrado’. José Manuel Ramírez intervino para llamar la atención acerca de si no sería más acertado decir en tente bonete, pues la locución parecía aludir al acto de tener que sujetarse el bonete.
            Entonces se me pidió que tratara de buscar cuál era la forma correcta, cuál su significado y cuál su origen, pues Sarria estaba convencido de que era forma autóctona del pueblo. Y yo, le digo a Zalabardo, que tengo afición por estas cuestiones, puse mano a la tarea, cuyas conclusiones presento aquí. La primera, que la forma original es [en, a o hasta] tente bonete, según se recoge en el Diccionario de la Real Academia, en el de andalucismos de Alcalá Venceslada y otros. Pero, hoy mismo, recibo una comunicación de otro amigo, José María Pérez, que me pone en conocimiento de que en Internet, en la página sobre vocabulario andaluz Fitetu.es (‘fíjate tú’), ha encontrado que en Alcalá de Guadaira se emplea ententemonete. De aquí extraigo dos cosas: que Pepe Sarria no estaba equivocado en lo de monete y que la locución no es exclusiva de Osuna.
            Lo de monete por bonete tiene fácil explicación. Es un caso de lo que conocemos como etimología popular, presente cuando se establece una relación de causa espontánea entre palabras parecidas que puede dar lugar a cambios semánticos o simplemente a deformaciones fonéticas. Por etimología popular decimos cerrojo en lugar de verrojo (de verucŭlum, ‘barra de hierro’) porque relacionamos la palabra con cerrar; o decimos cortacircuito porque se piensa que viene de cortar y no de corto; o destornillarse (en vez de desternillarse) porque pensamos en tornillo en lugar de con ternilla; etc. Así, alguien, alguna vez, pensó que la locución que nos ocupa tenía que ver con mono sin pensar en bonete, prenda que, antiguamente, llevaban clérigos, colegiales y graduados.

            ¿Qué no es una forma exclusiva de Osuna? Aparte de lo difícil que es encontrar palabras o locuciones que pudiésemos considerar con denominación de origen protegida, sucede que tente bonete (o monete), aparte de en Osuna y Alcalá de Guadaira, se emplea en varios pueblos de Córdoba (Palma del Río, Valenzuela), Málaga (Sierra de Yeguas, Humilladero) y no pocos de Jaén y Huelva. Por eso, Alcalá Venceslada lo recoge solo como andalucismo, lo que también podría discutirse. Le digo esto a Zalabardo porque la referencia más antigua que he logrado encontrar está en el Quijote (¿qué es lo que no podemos encontrar en la novela de Cervantes?). En el capítulo xi de la segunda parte, leemos que Sancho dice: …considere vuesa merced, señor mío, que para sopa de arroyo y tente bonete no hay arma defensiva en el mundo, si no es embutirse y encerrarse en una campana de bronce.
            Nuestro paisano Rodríguez Marín, en su edición crítica de la novela cervantina, dice que, dado que sopa de arroyo no es sino ‘guijarro’, tente bonete no es como se dice ‘con empeño, tesón o porfía’, sino ‘guijarro que, por ser grande y requerir mucho esfuerzo para lanzarlo, pone a peligro de caer al suelo el bonete o gorra del lanzador’. Francisco Rico, para mí con más acierto, dice que con tente bonete ‘se alude al esfuerzo necesario para lanzar un guijarro; tanto, que puede hacer caer el bonete’.
 
Don Quijote antes de morir, de Miguel Jadraque
          
Podría pensarse que Cervantes aprendió la locución durante su estancia por nuestras tierras. Pero es que he hallado dos ejemplos más que avalan el sentido con que aparece en el DEL: ‘con insistencia, con empeño, con demasía’. Quevedo, en Cuento de cuentos, dice: Sobre esto porfiaron hasta tente bonete. Y en la comedia burlesca del siglo xvii El comendador de Ocaña, se lee: Esa es otra; / por no ser más porfiado / baila hasta tente bonete. A ello se une que tanto Gonzalo de Correas como José María Sbarbi insisten en que tente bonete significa ‘con exceso, a porfía, con empeño, obstinadamente’. Lo que no he conseguido averiguar es el origen de la locución.

            Visto todo lo anterior, no debe extrañarnos que la gente común, que deberíamos ser todos, no se ande con zarandajas y acabe por pensar que a tente bonete también sirve para ‘estar hasta los topes, lleno, abarrotado, rebosante, a no poder más’. Al fin y al cabo, le digo a Zalabardo, la lengua está en constante cambio y los artífices del cambio son esa gente corriente que se vale de ella todos los días. Como debe ser. Por eso espero que, en nuestra reunión del mes próximo, el lugar de cita se encuentre ententemonete y no nos tiremos los bonetes, expresión que significa ‘reñir’.


domingo, octubre 07, 2018

O TEMPORA!, O MORES!


            Prevengo a Zalabardo de que no pienso hablar del tiempo de los moros, como, se cuenta desde tiempo inmemorial, que traducía un mal estudiante de latín la queja ciceroniana. Cicerón se quejaba de la corrupción en que se había hundido su tiempo; hoy, su frase se emplea como recordatorio nostálgico de un periodo en que las costumbres eran mejores. Al fin y al cabo, no ha variado tanto la cosa.
            Nunca defenderé que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque no es cierta tal aseveración. Aunque veamos en el actual muchas cosas que no nos gusten o aunque, a veces, muchas que recordemos del pasado nos hagan sentir nostalgia. Le pese a quien le pese, siempre iremos hacia mejor.
            De lo que quiero hablar a Zalabardo es de las abreviaturas, de la escritura en las redes sociales, de esos lenguajes que nos vamos inventando (el políticamente correcto, el inclusivo…), de las citas mal usadas y de cosas así. Pero hablar de todo eso nos llevaría, por desgracia, demasiado tiempo. Así que me pondré límites.

            Parto de la base, le digo a Zalabardo, de que hoy se escribe de otra manera. ¿Mejor, peor? No sabría qué decir. Observo que hoy tendemos a una simplificación grande y que en ello tienen algo que ver las redes sociales. Pero tampoco debemos culparlas solo a ellas. Sin embargo, a veces pienso que, en nuestros días, muchos tendrían dificultades para redactar una carta como la que nos presenta Campoamor en su poema ¡Quién supiera escribir! o como la que envía ese pobre soldado de la guerra de África, casi analfabeto, a su tío dando cuenta de su situación y pidiendo noticias de la familia.
Porque hoy impera la brevedad. Twitter, Whatsapp, Facebook han impuesto el mensaje corto, acelerado, de pocas palabras, de consumo rápido e inmediatamente desechables. En los mensajes que digo se usan en ocasiones más emoticonos que palabras, se acude a las abreviaturas para no pasar un determinado número de caracteres. Hace unos días, me comentaba un señora que había leído un texto mío en Facebook a pesar de ser tan largo (unas diez líneas). Por fortuna, ahora mismo mientras escribo siento el consuelo de haber leído una columna de César Antonio Molina, que se inicia con este recuerdo de Séneca: “¿Qué mal puede hacer leer una carta? Puede que hasta en ella haya algo que te guste”.

           Comencemos con lo de las abreviaturas ¿Son censurables? Ni mucho menos; siempre se han usado. Pero su aceptación se explica cuando hay una razón que las justifica. Cuando en mis tiempos de estudiante se tomaban apuntes —y uso el pasado porque hasta los apuntes, con lo que pierden su sentido auténtico, se venden ya fotocopiados— empleábamos tb, pq (‘también’, ‘porque’) y otras muchas para poder retener mayor cantidad del mensaje recibido.
            Es pues una razón de economía la que nos fuerza a la brevedad. En la antigüedad, porque grabar sobre piedra un texto era trabajo arduo o porque escribir a mano sobre pergamino todo un libro no solo exigía tiempo al monje aplicado a la tarea, sino que el material era escaso y caro. Se imponía, pues, la búsqueda del atajo que da la abreviatura.
Mirad, por favor, la lápida funeraria romana cuya foto adjunto: D·M·S / Q·PVBL·HERACLIDA / AN V H·S·E  S·T·T·L, lo que viene a decir Deis Manibus Sacrum. Quinto Publio Heraclida, Quinque Annorum, Hic Situs Est. Sit Tibi Terra Levis, o sea, Consagrado a los Dioses Manes. Quinto Publio Heraclida yace en este lugar. Que la tierra te sea te acoja. O esa otra imagen del comienzo del Beato de Liébana: IN NME DEI NSTRI IHV XRI INCIPIT LIBER REVELATIONIS DNI NSTRI IHV XRI, que traducido es: En nombre de Nuestro Señor Jesucristo comienza el Libro de las revelaciones de Nuestro Señor Jesucristo. Pero es que en libros ya impresos, mirad esa página de la Gramática de Nebrija, también las encontramos.

           ¿Qué impedirá que las sigamos empleando hoy? Ahí quiero ir a parar; si nos fijamos, una vez que una abreviatura ha sido aceptada, se respeta el criterio de su empleo: el STTL latino es equivalente a nuestros RIP, DEP, etc. ¿Por qué no aceptar esa economía en la lengua de las redes sociales? Lo que a mí me molesta es que no haya un criterio unánime ni lógico. Por eso no le veo sentido a escribir TKM, ‘te quiero mucho’, si podemos escribir TQM, respetando la ortografía. O que se escriba pl, ‘please’ cuando deberíamos, en español, escribir pf, ‘por favor’.
            Lo que digo de las abreviaturas y las redes lo traslado a ámbitos más amplios. No me gusta que nos abandonemos en brazos de unos correctores ortográficos que, hoy por hoy, son incapaces de distinguir entre vaya, valla o baya, por ejemplo. Así ocurre que, en un medio de prensa leo puya, ‘punta acerada de la extremidad de la vara de un picador’ donde debería decir pulla, ‘expresión aguda con la que se humilla a alguien’. El autor del texto, imagino, confió plenamente en un corrector que lo dejó en mal lugar.

           Lo anterior es dejadez, desgana. Pero, ¿y la falta de criterio? También hace unos días leía: tod@s los malagueñ@s incluidos…, frase que incurre en dos errores: el de  falta de criterio (¿por qué no l@s e incluid@s, ya que estamos?) y el de desconocimiento de que la @ no es símbolo alfabético, sino de capacidad y de peso; véanse, si no, las barricas de la Antigua Casa de Guarda. Es la misma dejadez o desconocimiento que cuando nos da por utilizar latinajos que escribimos o decimos mal: *Oh tempus, oh more, *Alia jacta est, *de motu proprio, *a grosso modo (por no citar más), son, en buen latín, O tempora, o mores, Alea jacta est, motu proprio y grosso modo.
            ¿Ves, le digo a Zalabardo, como en esto hay mucho que decir? He comenzado por una cosa y he acabado saltando a otra. Le pido que nos quedemos con que, para escribir, no es imprescindible ser más o menos extenso, usar o no abreviaturas, valerse de un medio u otro. Lo importante de verdad es tener un criterio y procurar ser lo más correcto posible.

martes, octubre 02, 2018

¿ROMERÍA O PEREGRINACIÓN?


            Que el rumbo que tome una lengua lo deciden sus hablantes no tiene ninguna duda. No hay Institución ni Academia que pueda imponerle un camino. Esto es lo que hace que, en ocasiones, encontremos palabras que nos plantean un problema a la hora de delimitar sus campos significativos porque, sin que sepamos explicar el porqué, unas invaden el área significativa de otras y acaban confundidas.
            Me preguntaba Zalabardo, ahí nace el conflicto, si es lo mismo una romería que una peregrinación. Si consultamos el DLE, leemos respecto a peregrinar: 1. Dicho de una persona, andar por tierras extrañas. 2. Ir en romería a un santuario por devoción o por voto. Y si buscamos romería, lo que hallamos es: 1. Viaje o peregrinación, especialmente la que se hace por devoción a un santuario. 2. Fiesta popular que con meriendas, bailes, etc., se celebra en el campo inmediato a alguna ermita o santuario el día de la festividad religiosa del lugar.
            Deducimos de lo anterior que debemos considerarlos términos sinónimos. Y, sin embargo, no lo son, o no lo son del todo. Trato de explicárselo brevemente. El Diccionario Etimológico Indoeuropeo de la Lengua Española nos informa de que peregrino es palabra que procede de la raíz sánscrita agro-, ‘campo’. Unido a la preposición per, en latín significa ‘que va al extranjero’, ‘que recorre tierras’, ‘extranjero’. Por aproximación, pasa a significar también ‘raro’, ‘extraño’. Por eso se habla de decisión o idea peregrinas.

¿De dónde procede, entonces, el matiz ‘que se hace por devoción’? Hay que remontarse muy atrás en la historia. La cultura judía imponía la shalosh regalim (las tres peregrinaciones), obligación para cualquier judío de viajar tres veces al año a Jerusalén. La costumbre existía ya en el siglo XVIII a.C. Entre los musulmanes, Mahoma, actualizando unas ideas que, al parecer, se remontarían hasta Abraham, impuso el hajj, viaje anual a La Meca. Por fin, los cristianos recogieron la costumbre, no estoy seguro si a partir de las Cruzadas, de viajar a Tierra Santa.
            El doble sentido de peregrinación como viaje por tierras extrañas o viaje a un lugar sagrado se ve largamente representado en la literatura, documento fidedigno de cómo evolucionan ideas y lenguaje. Por ejemplo, el cantar de gesta francés del siglo XII Le pelerinage de Charlemagne, cuenta un viaje a Tierra Santa por motivos religiosos; pero otras obras (El peregrino en su patria, de Lope de Vega; La peregrinación de Childe Harold, de Byron; o Peregrinaciones del artista por la tierra, de Goethe) son muestras de historias de viajes de aventuras o de carácter cultural que nada tienen que ver con la religión.
            Un día ocurrió que la caída de Jerusalén tras el asedio de Saladino complicó grandemente los viajes de peregrinación a los Santos Lugares. ¿Y qué hacemos ahora?, se preguntaron los peregrinos. Pues pusieron los ojos en otros lugares que fuesen representativos para la cristiandad. El primero de todos fue Roma, sede del representante de Cristo en la Tierra. Y el que por devoción viajaba a Roma, allí conducían todos los caminos, era romero. También alcanzó gran predicamento Compostela, enterramiento de Santiago. Los romeros, por tanto, eran peregrinos, primero a Roma, poco a poco a muy diferentes lugares.

            Zalabardo, tras oír mi explicación se extraña de que antes haya dicho que no son sinónimos ‘del todo’. Y debo argumentárselo. La peregrinación, desde el origen, puede ser dos cosas, viaje devoto o profano. Sin embargo, la romería ya nació como viaje devoto. Y ahí está el problema, que no siempre lo es.
            Hay dos estudios interesantes sobre la cuestión: Las romerías como hechos sociales, de Tamara Mudarra, y Las romerías, entre lo sagrado y lo profano, de Salvador Rodríguez Becerra. Hay, por supuesto, muchos más, pero me limito a aconsejarle a Zalabardo estos dos porque son fáciles de encontrar. Para darle una idea de por dónde van estos estudios, le expongo a mi amigo algunos de los puntos defendidos en el primero. Se define en él la romería como un fenómeno cultural que aúna aspectos muy diversos: lúdico-festivos, identitarios, económicos, estéticos y, claro está, también religiosos. Esto los convierte en fenómenos de gran complejidad.
            Pero es que, mirándola desde la vertiente religiosa, hay un dato en cierto punto discordante: no pocas veces una romería se nos muestra más como un ritual que opera según la lógica de la reciprocidad que como un acto devoto. O sea, que estamos ante un do ut des, es decir, ‘te doy para que me des’, en que reconocemos tres fases: la obligación de dar, la obligación de recibir y la obligación de devolver. Lo digo más claro: acudo al santo, o la santa, y le pongo una vela para que me haga el favor que solicito; si me lo concede, me comprometo a realizar lo que prometo. Lo malo es que, porcentualmente, son muy escasas las rogativas que permiten que el círculo se complete.
            Pero, para la mayor parte de los romeros, lo principal es la fiesta, el día de asueto y de jolgorio en el que la festividad de la fecha no es sino una excusa. Pensemos, si no, en la mayoría de las romerías actuales. Pensemos, incluso, en el alto número de romerías sin base religiosa. Por brevedad, cito solo los mayos, que se dan en múltiples lugares de toda Europa, o los curros, en Galicia.

            ¿Y las peregrinaciones? También de ellas habría mucho que decir. Al Camino de Santiago, una de las consideradas troncales, le cuesta bastante liberarse de su faceta estética, cultural, aventurera o deportiva. Recuérdese lo que dice Tamara Mudarra o el origen etimológico de la palabra. Pero muchas otras no pasan de ser excursiones organizadas con toda clase de comodidades. Si Aymeric Picaud, aquel monje del siglo XII de quien se dice que redactó la más antigua guía para peregrinos del Camino Jacobeo a instancias del papa Calixto II, leyera hoy los folletos ilustrativos de las peregrinaciones a Roma, a Tierra Santa o a la mayoría de monasterios famosos del mundo, se escandalizaría. Porque, le digo a Zalabardo, parece que es verdad que las peregrinaciones se han convertido en romerías para económicamente solventes y que en estas, o en la mayor parte de ellas, hay bastante de folclore y se echa de menos algo más de devoción.