domingo, septiembre 29, 2013

YA LO DICE LA PALABRA



            Es Zalabardo una persona que, sin necesidad de ser petulante, sabe dar consejos que merecerían entrar por derecho propio en cualquier listado de sentencias de obligado conocimiento. Por ejemplo, una de las cosas que con frecuencia me aconseja es: “Si no tienes nada importante que decir o no sabes cómo decirlo, lo mejor es que te quedes callado”.
            Alguno habrá observado que en esta Agenda hace ya un tiempo que no se tratan cuestiones referidas a la corrección idiomática. Y no es, lo digo de principio, porque crea que todo va bien, sino porque me asalta la duda de que cuanto pueda decir sea inútil, que no  surta ningún efecto, que esté sembrando sobre suelo improductivo.
            También alguno recordará que en ocasiones he criticado la actitud de la Real Academia al cruzarse de brazos ante determinados desmanes lingüísticos o ante la cesión frente a giros o vocablos que acaba aceptando con la única razón de que se dicen en la calle.
            ¿Y no eres tú —me lanza Zalabardo— quien tanto machaca con que el lenguaje es del pueblo, de la gente? Le contesto que sí y que sigo manteniendo idéntica opinión sin dejar por ello de defender, también, que la RAE tiene la obligación y la responsabilidad de orientar y de llamar la atención sobre los usos inadecuados, pues una cosa es la evolución de la lengua y otra muy diferente su destrucción sistemática.
            Leía hace unos días el artículo Rendición incondicional, publicado por Javier Marías en El País Semanal. Aconsejo que lo leáis (http://elpais.com/elpais/2013/09/20/eps/1379679086_534817.html). No voy a contar aquí de qué trata ni a realizar ninguna clase de exégesis. Solo quiero llamar la atención de que me alegró coincidir con él en tantas cosas de las que dice. E, insisto, no las voy a repetir porque él las dice mucho mejor de lo que pudiera hacerlo yo. Ya sabéis el consejo de Zalabardo que cito arriba. Mejor estar callado.
            Lo único que quiero exponer, la única “pega” que pondría a Javier Marías, es que yo no creo que haya que rendirse. Porque ya está bien de permanecer callados mientras oímos a tantos políticos, locutores, seudointelectuales, “comunicadores” (como gusta decir hoy) cocear continuamente al idioma. Y creo preciso denunciar que un famoso cocinero televisivo diga almóndiga (pese a que aparezca en el DRAE), porque es un vulgarismo. Y que se debe  señalar con el dedo (aunque se diga que eso está feo) a tantos comentaristas deportivos que insisten con el otro área (en lugar de la otra área) o que mandan a tomar por saco los artículos en giros como chutar con pierna izquierda o avanzar  por banda derecha. Y que hay que tirar de las orejas a cuantos siguen usando detentar en lugar de ostentar, señalizar, argumentación o concretización (¡dichosa manía de los archisílabos!) en lugar de señalar, argumento o concreción; nominar en lugar de proponer o el anglicismo link en lugar de enlace.
            ¿Para qué seguir dando ejemplos? Yo pediría a Javier Marías (¡cómo si fuera a leerme!) que no se dé por vencido, que no se rinda. Él, que hace gala (aunque suene a cursilada) de una magnífica prosa y de un empleo impecable de nuestro idioma, ocupa uno de los sillones de esa institución a la que, con valentía, no tiene reparos en criticar. A él es posible que oigan (y, con suerte, escuchen, que no es igual) muchos de esos cazurros que pululan por ahí y que nunca me atenderán a mí, empezando por que ni siquiera saben de mi existencia.

           Escribo este apunte porque, después de oír anoche en un telediario que en determinado lugar han colocado un monolito de piedra, entiendo que pueda uno encontrarse en la calle con diálogos como el que reproduzco (y juro que no me lo invento): “¿Acaso tú no sabes lo que es un jubilado? Pero si la misma palabra lo dice: ju-bi-la-do, o sea, jubilado, que está jubilado”. Muchos de los que aparecen en programas de televisión, en radios, en periódicos, en tribunas políticas, se expresan bastante peor. Y alguien (¿quién mejor que la Academia?) debe sacarles los colores haciéndoles ver, por ejemplo, que monolito, como la propia palabra dice, significa una sola piedra.

domingo, septiembre 22, 2013

ACABAR COMO EL ROSARIO DE LA AURORA



            Aunque parezca mentira, Zalabardo y yo, más por culpa mía que suya, pues ya sabéis que es un bendito, discutimos por los temas más nimios. Y siempre es él, en cada ocasión, es quien pone paz en la refriega haciendo uso de la misma expresión: “No querrás que, a nuestra edad y después de tanto tiempo juntos acabemos como el rosario de la aurora”.
            Muchas veces he estado tentado de comentar este extendido dicho, acabar como el rosario de la aurora, de cuyo origen se apropian tantos lugares. Qué quiera decir la expresión creo que no se le oculta a nadie. Más que la definición que nos ofrece el DRAE, me gusta la que da María Moliner: Referido a la relación entre dos o más personas o una reunión, acabar peleándose o en total desacuerdo.
            Sucede que los tiempos cambian, las costumbres también, y cosas que en un momento se sentían como naturales hoy nos parecen, al menos, extrañas. No quisiera pecar de pedante, pero creo que en esta época nuestra, es necesario explicar a muchos qué era el rosario de la aurora y cuál fue, en realidad, el origen del dicho que aún empleamos.
            Vuelvo a María Moliner, que nos dice que el rosario es un rezo católico dedicado a la Virgen, que consta de quince partes iguales, formada cada una por un padrenuestro, diez avemarías y un gloria Patri, destinada cada una a uno de los quince misterios, y la letanía. Perdonadme que eche mano a su historia, aunque procuraré ser breve. Su origen, según leo, se remonta a la obligación que, en la Edad Media, tenían los monjes de rezar los 150 salmos del rey David y como abundaban los clérigos analfabetos, muchos sustituyeron la lectura de los salmos por el rezo de 150 padrenuestros y otras tantas avemarías. Parece que fue en Irlanda donde nació la costumbre de preparar unos cordeles con sus correspondientes nudos para facilitar el cómputo.
            Entre los siglos xii al xvii se cree que tal rezo adoptó, si no la actual, sí una muy parecida. Ya en el siglo  xviii y, según cuentan, en Sevilla, gracias a Fr. Pedro de Santa María y Ulloa, se extendió la costumbre de trasladar este rezo a la vía pública, haciéndolo en procesión y cantando las oraciones. Pronto este rosario procesionado se extendería no solo por Andalucía sino por toda España. Nacieron las Cofradías del Rosario, al parecer numerosas, y alguien tuvo la idea de celebrar tales procesiones durante la noche o a las primeras horas del día. Así nació lo que se conoció como rosario de la aurora. Creo que esa es la explicación válida.
            ¿Y de dónde viene eso de acabar como el rosario de la aurora para explicar un final tumultuario y violento? Es fácil de entender. Aunque muchos lugares de toda España quieren el “honor” de ser ellos el escenario de su nacimiento, la verdad va por otro lado. Lo cierto es que estas manifestaciones pías fueron, en todas partes, motivo de muchos altercados, algaradas y conflictos. Quienes tratan el asunto con seriedad aducen tres posibles razones, las tres válidas. La primera, enfrentamientos entre cuadrillas que estaban de ronda a esas horas de la noche, o entre simples juerguistas, y los procesionantes. La segunda, enfrentamientos entre los vecinos de las calles por donde pasaban las procesiones, que no podían dormir, y los piadosos cantores de tanta avemaría. Y la tercera, enfrentamientos entre integrantes de diferentes cofradías que confluían en idéntica calle y a similar hora y disputaban por ver quién debía ceder el paso.

           La cosa es que las autoridades se vieron precisadas a intervenir ante tanto desmán causados por estos rosarios de la aurora. Algunos ejemplos: el 27 de julio de 1781, hubo de publicarse una Real Orden que instaba al Gobernador de Toledo y al arzobispo a poner orden en estas procesiones y a autorizar tales rezos solo a algunas congregaciones marianas y en días señalados. El 4 de setiembre de 1788 se publica un Decreto, con ámbito general, que pretendía atajar los abusos y problemas generados por estos rosarios nocturnos. En 1840, el Ayuntamiento de Sevilla solicitó a la jerarquía eclesiástica la prohibición de los rosarios de la aurora, por los conflictos que generaban. Cuánta razón acompañaría a tal petición que el  arzobispo decretó de inmediato dicha prohibición. Y poco antes, en 1820, aquí en Málaga (lo leo en un libro de Francisco Bejarano) el Ayuntamiento hizo comparecer a los Hermanos Mayores de la Cofradía del Rosario de la Aurora, que tenían su ermita en los alrededores de calle Álamos, previniéndoles de que no salieran con su devoción hasta que fuese de día y bien claro, y que se abstuvieran de disparar “brevas” y cohetes y de incomodar al vecindario, llamando a los hermanos con fuertes golpes o aldabonazos o descompasadas voces. Los tiempos avanzaron, continuaron saliendo normativas reguladoras de los rosarios de la aurora, hubo épocas de prohibición y, tras la guerra civil, volvieron a autorizarse. De vez en cuando, parece que todavía salen alguna que otra madrugada.
            He querido unir a este apunte dos imágenes claramente ilustrativas. El cuadro de 1860 pintado por Eugenio Lucas Velázquez que se puede ver en el Museo Carmen Thyssen, de Málaga y el que, en 1882 pintó José García y Ramos y que se expone en el Museo de Cádiz. Los dos tienen el mismo título: El Rosario  de la aurora.
            Contemplándolos, entenderéis que Zalabardo no quiera terminar así conmigo, a farolazo limpio. Él es persona pacífica y, además, poco noctámbulo. En esto último sí me parezco a él.

domingo, septiembre 15, 2013

LA GENTE DE LA MANTECA



            En diferentes ocasiones me habréis oído decir aquí, y Zalabardo es testigo de ello, las dificultades que entraña arriesgarse a sostener cuál sea el origen (espacial) de una palabra o expresión o pretender aportar dónde figura su primera utilización o el porqué concreto de esa acepción.
            Lo he dicho refiriéndome a esa costumbre tan extendida (y que en algunos casos no es sino manifestación de esa tendencia nuestra a “sostenella y no enmedalla” cuando tratamos asuntos concernientes a la patria chica) de dar a la imprenta vocabularios que se ofertan como andaluces, extremeños, de Utrera  o de Carrascal de las Fontanas, si es que existe algún pueblo con ese nombre, sin las debidas comprobaciones de que cuanto decimos es así y no de otra manera.
            Sin embargo, a veces salta la liebre, o sea, la excepción, y nos sentimos descolocados, ya que aquello que tanto defendíamos parece no ser tan firme; en suma, se nos caen los palos del sombrajo y se nos escapa lo que es palmario. Pero, le digo a Zalabardo, eso es completamente normal puesto que no hay verdad inmutable ni ley sin excepción. O, al menos, eso creo.
            La cosa es que hace unos días nos encontrábamos con un amigo común y, planteada la posibilidad de hacer una adquisición, a Zalabardo se le ocurrió decir: “Lo malo del caso es que para eso hace falta mucha manteca”. Nuestro amigo no comprendió lo que se le decía y fue necesario aclararle que manteca no es otra cosa que dinero. Así recuerdo haberlo entendido siempre en mi pueblo y así lo conoce también Zalabardo, que no es paisano mío, pero casi.
            “No pretenderás afirmar que manteca, para aludir al dinero, es una palabra de tu pueblo, me interpela mi amigo”. Lo tranquilizo al decirle que no va por ahí el asunto, puesto que ese uso de manteca, si no me lleva a errar la fuente que empleo, es malagueño hasta las cachas.
            Lo curioso es que tal uso no lo hallo documentado en ninguna de las obras que conozco sobre el habla de Málaga. Como tampoco aparece en el libro de Alcalá Venceslada dedicado al vocabulario andaluz ni en los que consulto dedicados a las hablas de Cádiz, de Córdoba, de Sevilla… Vaya, que si, por más, hojeamos el DRAE no encontramos ninguna acepción que permita establecer una relación entre manteca y dinero. En esa búsqueda, únicamente dos obras estudiosas de las jergas me ofrecen algún apoyo: El Diccionario de argot de las adicciones, de José Francisco Loja y Segarra (2005) dice que manteca es tanto droga como dinero. Y el Diccionario de argot español, de Víctor León (1987), mantiene que manteca es dinero. Nada más. Ninguno explica el origen o razón de este uso.
            Pero, mirad por dónde, donde menos se espera, salta la liebre (eso ya lo dije antes). Tratando ayer mismo de hallar unos datos en Al sur de Granada, de Gerald Brenan (1957), aunque por una cuestión diferente, concretamente en el capítulo referido a las comidas en las sierras granadinas, en la página 157 me topo con este párrafo:
En el siglo xix las familias ricas de Málaga solían importar de Hamburgo barriles de mantequilla salada, y por eso se las conocía como la gente de la manteca. Constituía un lujo que señalaba una situación social, como hoy el tener coche.
            Esas familias ricas que cita don Geraldo, como se lo conocía en Alhaurín, son aquellas que, desde finales del siglo xviii se instalaron en Málaga procedentes de Inglaterra y, sobre todo, del centro de Europa y fueron la base sobre la que se sustentó la oligarquía burguesa industrial que ayudó a extender por el mundo el nombre de nuestra ciudad, difundieron sus ricos vinos (hasta que aquella maldita plaga de la filoxera lo mandó todo al traste) por todos los mercados del globo y levantaron ferrerías y otras industrias.
            Pues bien, aquellas ricas familias echarían de menos algunos productos que formaban parte de la dieta de sus países de origen. Y los traían a cualquier precio, porque podían pagarlos. Entre ellos estaba la manteca. De esa forma, tener manteca era sinónimo de tener dinero, pues el pueblo común, en aquellos años, no se podía permitir tal lujo.
            Si esa no es la explicación de por qué manteca significa dinero, que alguien busque otra, le digo a Zalabardo en tono casi de reto (como si él tuviera culpa alguna de las cosas que digo yo).

domingo, septiembre 08, 2013

SER UN VIVALAVIRGEN




            No hay dudas de que en el apunte anterior, me recrimina Zalabardo, te fuiste por las ramas al querer explicar la razón de lo que, en realidad, podía haberse expuesto con mayor simplicidad. Esperemos, me dice, que hoy los lectores no tengan que sentarse en el banco de la paciencia para aguantar tus desvaríos y vayas más al grano.
            Le prometo, otra cosa no puedo hacer, que lo intentaré. El tema que quería tratar en aquel apunte tiene cierta similitud con uno ya tratado. ¿Recordáis el que titulaba El color en el toreo? Decía entonces que, cuando una actividad se pierde, el vocabulario relacionado con ella se pierde también o, al menos, dejamos de entenderlo en su sentido primitivo. Algo así sucede con la náutica: embarcaciones, técnicas de navegación, instrumental, etc., han cambiado mucho con el tiempo. Consecuentemente, muchos términos del mundo de la marinería se han ido a pique, nunca mejor dicho. No obstante, hay palabras y locuciones que, teniendo su origen en ese ámbito, han permanecido aunque hoy no los relacionemos con él y los entendamos en otro sentido diferente.
            Son muchas las expresiones que el lenguaje común ha tomado de la lengua de la mar: bandearse como se pueda, capear el temporal, sondear a alguien, echar un cable, estar al pairo, en franquía, estar hecho un cascajo viejo, liar el petate, irse de bolina, irse algo al garete, ser una rémora… Hoy, y voy a procurar evitar todo rasgo de erudición, me quiero fijar tan solo en tres: a palo seco, ser un vivalavirgen y dar al traste.
            El primero de los tres es el más fácil. Si miramos el DRAE encontramos tres significados de esta locución adverbial, que así funciona hoy: 1. ‘escuetamente, sin nada accesorio o complementario’; 2. ‘sin comer ni beber’. Con estos valores la utilizamos hoy; más frecuentemente, ‘comer o beber (mejor esto) sin acompañamiento de nada’. Y solo como 3. leemos: ‘dicho de navegar una embarcación: con las velas recogidas’. Este tercero es el significado primigenio de la expresión, pues cuando el viento soplaba con fuerza poniendo en peligro la nave, se les cogían rizos a las velas o se aferraban (según la intensidad del viento) y el buque navegaba dejando los palos (mástiles) al descubierto, es decir, a palo seco.
            Ser un vivalavirgen tiene una explicación más curiosa y hasta cómica. El diccionario  de la Academia nos dice que un vivalavirgen (así) es una ‘persona despreocupada e informal’. Pero si consultamos diccionarios de otras épocas, hallaremos que es un ‘hombre sencillo y candoroso con ribetes de bobo’. ¿Y de dónde proviene la expresión? Hay varias teorías, pero a mí me gusta más esta: en la vida a bordo de un buque, cuando se formaba a la marinería para designar las guardias, solía ponerse en último lugar al más torpe de la tripulación, aquel en quien se confiaba menos para el desempeño de cualquier tarea. Y en la formación, cada uno iba cantando en voz alta el número de su guardia o faena; hasta que se llegaba al último, que gritaba: ¡Viva la Virgen! Eso indicaba que no había nadie más tras él. Quien esto gritaba era, según decimos, el más zoquete. De ahí se pasó, lo leo en el escrito de un marino aficionado al folclore, a aplicar este apodo a cualquiera que se mostrase descuidado, llegase tarde a la formación o fuese el último en acudir a una llamada. Ese mostraba ser un vivalavirgen.
            Y vamos con la tercera expresión: dar (con algo) al traste o irse algo al traste. Debo decir que es la que más complicaciones me ha creado a la hora de buscarle explicación. El DRAE define traste como ‘cada uno de los resaltos de metal o hueso que se colocan a trechos en el mástil de la guitarra u otros instrumentos semejantes…’ Pero, poco más adelante dice que dar al traste es ‘destruirlo, echarlo a perder, malbaratarlo’. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? En principio, parece que poco. 

           Y lo siento, advierto a Zalabardo, pero aquí debo incluir (procuraré ser breve) una nota filológica. En un diccionario español-francés de 1604 escrito por Jean Palet, se dice que dar al traste es donner à travers, es decir, ‘dar de lado’ o, muy libremente, ‘inclinarse a un lado’. En otro diccionario español-francés, este de 1607 y escrito por César Oudin, se traduce como donner à travers, se perdre; o sea, ‘perderse’. El italiano Lorenzo Fraciosini, en su diccionario de 1620 es algo más claro y ya relaciona la expresión con el lenguaje náutico: si dice del navilio quando va de traverso, cioè si rivolta de una banda, e v’entra l’acqua. Se parece a la definición que da Covarrubias en 1611: ‘cuando la galera se vuelca a una banda y le entra dentro agua’. Por fin, el Diccionario de Autoridades de 1732 resulta más extenso: ‘Término náutico. Tropezar la nave por los costados en alguna costa de tierra o roca, en que se deshace o vara. Dícese más comúnmente dar al través. Metafóricamente, destruir alguna cosa, abandonarla o perderla’.

           Con todo lo anterior, me seguía quedando la duda de qué tenía que ver traste con todo esto. La solución la encuentro en Joan Corominas, que explica que tanto trasto (como traste) proceden del latín transtrum, ‘banco de remero’, ‘travesaño’. Sigue diciendo que, más tarde, trasto se aplicaría a ‘cualquier mueble viejo’ o a ‘cada uno de los trastes de la guitarra’, por comparación con la serie de bancos de una galera. Y termina sosteniendo que el castellano traste hubo de tomarse del catalán trast, ‘banco de remero’, ‘trasto’, ‘banco’, ‘lugar asignado a una persona’.
            Por eso, dar, echar o irse al traste es chocar de costado o volcar de costado, en el sentido en que se colocan los bancos de los remeros en las naves. O sea, naufragar.