domingo, junio 28, 2020

NO DIGA REBROTE, DIGA CLÚSTER

Leemos en el Éxodo que, cuando Moisés pregunta a Dios qué debe responder a quienes deseen saber su nombre, recibe una enigmática respuesta: “Les dirás que yo soy el que soy”. Y, en el Quijote, cuando un vecino encuentra al caballero tendido en el suelo, malparado y molido a palos por los mozos de unos mercaderes, al intentar advertirlo de que ninguno de los dos es aquellos de quienes habla, don Quijote responde: “Yo sé quién soy y sé que puedo ser…”

            Me pregunta Zalabardo qué objetivo persigo con este inicio tan, para él, extraño. He estado tentado de seguir la senda anterior y contestar: “He dicho lo que he dicho y has oído”. Pero, claro, mi amigo pondría la cara de pasmado que debieron poner Moisés y Pedro Alonso, el vecino del caballero manchego. Por eso, mudo de intención y le aclaro que mi objetivo es señalar la tendencia que hay, desde siempre, y en todas las esferas, a disimular lo que se dice, a trasmutar nombres, a emplear eufemismos para que, aunque nuestro pensamiento pueda seguir siendo el mismo de siempre, nuestras palabras tengan la apariencia de significar algo diferente.

            La pandemia que nos ha azotado, y que nos sigue afectando, ha tenido también su influencia sobre el lenguaje. Podríamos señalar algunas palabras y expresiones (desescalada, distancia social o movilidad) que se han integrado en nuestro vocabulario usual. Nuestro presidente, para no alarmar con la inevitable consecuencia de que sufriremos un duro quebranto económico, habla de que se producirá un enfriamiento económico internacional, o para esperanzarnos con la recuperación, nos ofreció desde el primer día una nueva normalidad.

            Me resultan llamativas dos de esas expresiones: distancia social, le digo a Zalabardo, creo que es un lapsus consecuencia de la falta de reflexión. Y es que nadie ignora que, en toda crisis, quienes disponen de menos medios son los que más padecen, circunstancia que aumenta el margen separador entre clases; pienso que más correcto hubiese sido hablar de distancia física como medio de evitar contagios. Y sobre nueva normalidad, ¿qué diremos? La gente, lo pienso sinceramente, no quiere sino recobrar la que tenía antes, pues en el periodo que se nos aproxima, la normalidad será que muchos continuarán sufriendo por la pérdida de sus puestos de trabajo y de su poder adquisitivo. Por desgracia.

 

           Concluido el estado de alarma y dado que ya no puede ser el gobierno la diana sobre la que lanzar todos los dardos, ha sonado el disparo de salida de la competición por ver quién utiliza un lenguaje más críptico, quién hace más por disimular lo que no desea reconocer. Las Comunidades Autonómicas comienzan a hacer juegos malabares con el lenguaje para escurrir el bulto cuanto se pueda. Así, ante los rebrotes de contagios que van apareciendo, los responsables de Sanidad de la Junta de Andalucía afirman con vehemencia que aquí no hay rebrotes, que solo tenemos clústeres. ¿Nos quedamos más tranquilos porque nos lo digan en inglés, si, en epidemiología, ese anglicismo se utiliza para señalar la agrupación de casos en un área dada y durante un periodo concreto, sin tener en cuenta si ese número de casos es mayor de lo deseable? En Málaga, en un Centro de Acogida gestionado por Cruz Roja, de algo más de un centenar de personas que ocupan el Centro, casi noventa presentan síntomas de contagio. “Está controlado”, dicen; pero, ¿quién garantiza que el virus no traspasará sus muros y se extenderá?

            Y ayer, en la prensa, leía un artículo que se presenta bajo este atractivo titular: Educar en resiliencia proactiva. Los dos términos proceden del campo de la psicología y, para especialistas, pueden ser normales. Pero su autor, creo que en este caso autora, debería pensar en quienes, la mayoría de la población, no los conoce. Si la resiliencia es la capacidad que una persona tiene para superar una circunstancia traumática y adoptar de actitudes positivas ante una situación adversa, y la proactividad es la capacidad de tomar iniciativas para adelantarse a problemas futuros, le pregunto a Zalabardo si no sería mejor titular, por ejemplo, Cómo enfrentarse al problema actual y prevenir los futuros. Tal vez la gente lo hubiese acogido con mayor interés.

            Le digo a Zalabardo que la cuestión de fondo que se debe analizar cuando vemos que se emplea un vocabulario de esta naturaleza es la misma que encontramos en el empleo de afroamericano o subsahariano. Pero quizá sea mejor dejar esto para otro momento.


sábado, junio 20, 2020

UNA CASA, UN PATIO Y PEPE

            Más de tres cuartos de mi vida se han desarrollado lejos de mi pueblo y, sin embargo, mantengo que soy y me siento de Osuna, aunque algunos sostengan que el lugar del nacimiento es cuestión de azar. Me enorgullezco de haber nacido en ese pueblo de la campiña sevillana al que me remite el recuerdo de la mayor parte de personas, lugares y episodios que han dado sentido a mi existencia. Zalabardo lo toma a broma, pero más de una vez, imitando lo que escribió Rafael de León y popularizó Pepe Pinto, le he dicho: Toíto te lo consiento, menos faltarle a mi pueblo, que a un pueblo no se lo encuentra, y a ti te encontré en la calle.

            De esos muchos recuerdos, hoy quiero pararme en uno: una calle, un patio y una persona. La calle Gordillo, que en mi niñez tenía otro nombre y ha vuelto a recuperar, atendiendo al canto de Menese —¿Cuándo llegará el momento que las agüitas vuelvan a su cauce, las esquinas a sus nombres, sin roques, ni reinas, ni santos ni frailes?— el que nunca perdió, siempre tuvo, para mí, un sabor especial: en ella estaban el almacén de cervezas Cruzcampo y la imprenta Ledesma; en ella vivían varios médicos, los hermanos Mazuelos, y otro médico, cuyos hijos eran mis amigos; en ella vivían otros amigos muy queridos, Bertuchi y María Medina. Pero en la calle Gordillo, en el número 59, vivía Pepe Zamora, a quien siempre consideré más hermano que amigo.

            Hay momentos en que pienso que solía pasar más tiempo en casa de los Zamora que en la mía. Y creo que igual ocurría a José Manuel Ramírez, otro amigo. A Pepe, el tercero de los Zamora, a José Manuel y a mí se nos veía siempre juntos tratando de sacar adelante los más fantasiosos proyectos. Aquella casa era nuestro lugar de reunión, de estudio y de esparcimiento. Esto lo sabe bien Zalabardo, a quien se lo refiero en cada ocasión que se me presenta.

 

           La casa de la calle Gordillo, número 59, tenía un patio con todo el sabor y el encanto de los patios de estilo sevillano, con su galería en el piso superior. En su centro, un gran macetón de cerámica trianera, con una palmera. Y por todas partes, plantas primorosamente cuidadas por la dulce mano de Rita Torres, madre de Pepe: aspidistras, mantofilios, geranios, claveles, jazmines y esparragueras inundaban de aroma y color aquel ámbito.

            Si siempre el patio era acogedor, en verano parecía un trasunto del paraíso. Durante el día, la agradable temperatura y la luz tamizada por la vela invitaban al plácido descanso. Y durante la noche… ¡Ah, las noches en el patio de los Zamora! Las noches eran escenario de una tertulia presidida por la estampa socarrona del patriarca, Mariano Zamora, con la piel curtida por su constante exposición en el campo a la inclemencia de los elementos. Ni García Vela hacía gala de su astucia mercantil ni los médicos presumían de su posición social; y las mujeres imponían su prudencia para que ninguna controversia derivase en conflicto. Allí se hablaba de lo humano y lo divino, aunque, a veces, la cosa no diese más que para quejarse del asfixiante calor del día o del agradable fresquito de la noche.

            Los jóvenes, Pepe, Mercedes, Eduardo, José Manuel y yo, asistíamos respetuosamente a estas tertulias y aprendíamos escuchando a los mayores. En cambio, Mariano, el hijo mayor, que ya estaba en la universidad, se valía de la rica base de datos que, con constancia y paciencia, guardaba en los cuadernos donde anotaba impresiones y valoraciones de sus lecturas, de las películas que veía, u opiniones sobre cualquier acontecimiento, y se había ganado la licencia para exponer su particular visión del mundo. Pepe, José Manuel y yo disfrutábamos la atmósfera que se respirada en el patio y comenzábamos a construir la nuestra.


            Pepe, mi amigo Pepe, admiraba a su hermano Mariano como si fuera un gurú. En realidad, Pepe siempre pareció una persona nacida para admirar lo que cualquier otro hiciera. Modesto, evitaba hablar de sus méritos y talentos porque prefería destacar los de los demás. Nunca le oí una palabra que sonara a envidia. Nada le parecía mal ni nada lo hacía decaer. Jamás lo vi preocupado por un asunto suyo, de tan entregado como estaba en alentar las obras de los otros. Muchas son las cosas que he hecho porque Pepe me empujó a ello. Y, cuando salí del pueblo, retuve los consejos que me daba. Como lo que me decía si le enseñaba lo que escribía: A eso solo le falta ya un poco de majaíllo; de ahí me viene ese afán por mejorar continuamente lo que tenga entre manos. Tampoco he olvidado las palabras que me dirigía si había por medio algún enamoramiento juvenil: ¡A esa, lo que tienes que darle es jierro, mucho jierro! Nunca entendí bien qué era dar jierro ni cómo se conseguía el majaíllo de que hablaba, pero sus palabras me parecieron y me siguen pareciendo sabias, además de acertadas.

            Este jueves pasado, el rayo de una mala noticia me destrozó como el que desgaja el tronco de un árbol en mitad de la tormenta: Pepe ha muerto. Hay malas noticias que uno sabe que van a llegar alguna vez, pero nunca se está preparado para recibirlas. Como muchos no lo estábamos para esta. Pepe estaba esperando mi nueva novela con tanta ilusión o más que yo. El jueves, en la presentación, lo echaré de menos.



sábado, junio 13, 2020

RECORDAR LA HISTORIA, NO OCULTARLA

            El triste suceso de la violenta muerte de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis ha desatado una ola de airadas protestas en amplias zonas del mundo. Protestas justificadas e indignación ante unas muestras de racismo que parecen no tener fin. Pero hasta la más airada de las quejas, para que tenga efecto, debería mostrarse de modo que ni el enfado ni el dolor nos ciegue. Creo que es el método para no perder la razón frente al violento y al racista.

            Zalabardo, persona prudente como pocas —¡cuántas veces ha refrenado mis ímpetus!—, me recuerda dos episodios literarios muy alejados en el tiempo. En el antiquísimo poema sumerio Gilgamesh, más viejo que el más viejo libro del Antiguo Testamento, el protagonista, que se considera culpable de la muerte de su amigo Enkidu, quejándose amargamente, se arrancaba mechones del cabello y rasgaba sus vestiduras como si estuvieran malditas. Es el empleo más remoto conocido de rasgarse las vestiduras, ‘manifestar intenso dolor por una desgracia muy sentida’; hoy, en cambio, entendemos la expresión como ‘escandalizarse, y aun de forma hipócrita, por algo’. Entre uno y otro significado, le sugiero a Zalabardo que sería interesante averiguar por qué camino romperse la camisa ha llegado, en la cultura gitana, a expresar alegría en los rituales de bodas. Pero contesta mi amigo que mejor dejar eso para otro apunte.

            El otro episodio que me recuerda es el del final de la novelita de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, dura crítica de la explotación y la colonización en África. Marlow ha sido enviado a buscar a Kurtz, de quien se cuentan terribles historias. Tras un accidentado viaje, lo encuentra; en el regreso, un Kurtz enfermo y desequilibrado dice antes de morir: ¡El horror!, ¡el horror! Marlow regresa a Inglaterra y entrega su informe. La prometida de Kurtz, con quien también se entrevista, desea saber qué fue lo último que dijo. Marlow duda, pero acaba inventando una mentira piadosa que consuele a aquella inocente muchacha y afirma que la última palabra salida de su boca fue su nombre. Es decir, falsea la verdadera historia.

            En un artículo sobre la muerte de George Floyd leo que el movimiento contra el racismo y la violencia policial ha abierto un nuevo frente: el de la memoria histórica en Estados Unidos. Y le comento a mi amigo Zalabardo que, desde que se acuñó, no me gusta la expresión memoria histórica, por ambigua y porque se presta a la posibilidad de modificar los hechos. Del mismo modo que Marlow oculta a una jovencita enamorada la verdad de la atrocidad del sistema colonial, la memoria histórica mueve a algunos, incluso sin que les guíe mala intención, a disimular, cuando no falsear, los hechos reales. Igual que, sin que sepamos explicar bien cómo, rasgarse las vestiduras evoluciona desde manifestar dolor a mostrar hipocresía.

 

           Si nos situamos ante la historia, le digo a mi amigo, la obligación que tenemos es la de recordarla en todos sus puntos, nunca la de disimularla ni falsearla. Pero, por desgracia, la memoria histórica, que nació como esperanza de reparación de muchas cosas que se hicieron mal, acaba convirtiéndose, en ocasiones, en sentimiento de revancha.

            Quienes, como reacción violenta por la muerte de Floyd, se dejan arrastrar por la fiebre demoledora de estatuas y monumentos que recuerdan pasadas épocas en que el colonialismo y el racismo se veían como hechos normales, olvidan que, aunque no participemos de las ideas y comportamientos de nuestros antepasados, no tenemos que considerarnos cómplices de sus pecados, porque los tiempos cambian y las ideas evolucionan.

            La Revolución francesa es universalmente considerada como inicio de la edad contemporánea y de la democracia. Por eso el 14 de julio, fecha de la toma de la Bastilla, es la fiesta nacional de Francia. El 4 de julio, Declaración de la independencia de los Estados Unidos, es la fiesta de ese país. Y el 12 de octubre, fecha del descubrimiento de América, es la fiesta nacional de España. Aun así, una de las etapas de la Revolución francesa es la conocida como el Terror, que costó la vida a cerca de 40000 franceses por el fanatismo revolucionario; la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, a pesar de recoger que los hombres son creados iguales y que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, no pudo evitar que los conflictos raciales sigan presentes en el país; y durante la colonización, Cortés exterminó casi por completo la cultura azteca y Pizarro la inca, porque, conocidas son las denuncias de Fray Bartolomé de las Casas, el objetivo de aquel proceso miraba más a la explotación que a la cristianización. Y no creo que nada de ello deba hacernos condenar la Revolución francesa, la Declaración de independencia ni el descubrimiento de América.

            Olvidar la historia, le digo a Zalabardo, es un error poco justificable; pero ocultarla o falsearla reescribiéndola de modo distinto a como transcurrió puede ser fanatismo e hipocresía. La historia hay que recordarla y conocerla bien para evitar los errores que en el pasado pudieron cometerse.

            Por eso, cuando veo que una plataforma televisiva, HBO, retira de su programación Lo que el viento se llevó, o que algunos, en España, piden la demolición del Valle de los Caídos, o que en Estados Unidos derriban estatuas de Colón, estoy tentado de rasgarme las vestiduras. En el sentido sumerio, aunque me llamen antiguo. ¿Acaso no conservamos Auschwitz para no olvidar el horror nazi? No destruyamos símbolos de aquello que no nos gusta. No digamos que Kurtz dijo unas palabras que no dijo. Conservemos cuanto nos pueda ayudar a comprender los horrores del pasado, a nosotros y a las generaciones venideras, de modo que sirvan de antídoto contra errores presentes o futuros. No tiene sentido pedir ahora la defenestración de los Reyes Católicos; a lo sumo, pidamos que quienes los adoran y santifican sepan bien lo que fueron, alaben lo bueno que pudieran haber hecho y reflexionen sobre lo malo, que de todo hubo. Eran otros los tiempos y otras las circunstancias.

            Si para condenar el racismo tengo que repudiar Lo que el viento se llevó, ignoro qué sea en verdad la memoria histórica. Demoler edificios, decapitar estatuas, censurar libros o películas o falsear la historia, no hace a la gente menos racista. Sí la hace más ignorante. ¿Se puede juzgar el pasado aplicando criterios actuales sin someterlos a ningún filtro? Bien está gritar nuestra indignación por la muerte de Floyd, pero, al hacerlo, no olvidemos qué concepto tenemos de los gitanos, de los moros, de los rumanos, de los negros, de los chinos que viven en nuestro país. Hace poco apareció en la prensa un artículo titulado ¿De qué color es el color carne? La respuesta que demos a esa pregunta puede indicar hasta qué grado somos o no racistas.

sábado, junio 06, 2020

DEMASIADAS PALABRAS DÍSCOLAS

Ana Oramas

            En medio de tanta verborrea, hemos olvidado qué sea la educación, la ética y la decencia; los debates parlamentarios, por desgracia, discurren como esos programas de la telebasura en los que todos gritan y nadie suelta una sola palabra que tenga sentido. A Zalabardo y a mí nos conmovió el miércoles pasado ver cómo a una diputada canaria, siento no saber su nombre, se le quebró la voz y el llanto no le permitió pronunciar con serenidad un discurso en el que denunciaba el olvido por parte de los diputados de la tragedia y los muertos para entregarse a una rastrera carrera de insultos personales y búsqueda de réditos políticos antes que soluciones para la pandemia. Su intervención nos pareció el único momento sensato de la sesión
            En tal estado, no viene mal encontrar algo de alivio en lecturas como El infinito en un junco, interesante ensayo de Irene Vallejo sobre la vida del libro, el paso de la oralidad a la escritura, el lenguaje y las palabras, en fin. Hay un breve capítulo, casi todos lo son, dedicado a las que ella llama palabras díscolas. Habla de Arquíloco, poeta-soldado que vivió en el siglo VII a.C. (¿se inició en él, por casualidad, el largo debate sobre las armas y las letras?) autor de poemas antibelicistas, aparte de otras cosas, en un tiempo y una tierra en los hombres eran educados para la guerra.
            Irene Vallejo nos dice que, con él, “por primera vez la escritura se alía con las palabras díscolas, irreverentes, que chocan contra los valores de la época”, que “usó un lenguaje franco, sin tapujos, hasta rozar la brutalidad”. Tal vez contra él pudo emplearse uno de los insultos mayores que se podía lanzar en su tiempo contra alguien: arrojaescudos, que señalaba a quien, en la batalla, abandonaba su escudo y huía para salvar la vida si la situación era desesperada.

           De entonces a hoy esas palabras díscolas no han faltado en los escritos, Arquíloco mostró que ciertas palabras, broncas, duras, también tienen cabida en la literatura como la tienen en la vida diaria. Lo que sucede, le digo a Zalabardo, es que todo, hasta las palabras díscolas, fuertes, tienen su momento y su medida, no pueden usarse indiscriminadamente y sin motivo. Y hoy, lamento tener que insistir en el juicio, nuestro Parlamento se está convirtiendo en un follaero de pavas insufrible.
            En el año 1994, Cecilio Garriga, profesor de la Universidad Rovira i Virgili, de Tarragona, publicó en la Revista de Lexicografía un ensayo titulado Las marcas de uso: el despectivo en el DRAE, donde recoge, tras un detallado estudio, más de trescientas palabras que el diccionario académico marca como despectivas, ya que la marca insulto no aparece en él. Y es que el insulto no está tanto en la palabra como en el tono e intención con que se pronuncia. Y leo otro ensayo, este de Dolores Soler-Espiauba, que se titula El habla de los políticos. Del eufemismo al insulto pasando por el (buen o mal) talante. De esto último trata.
            Ambos estudios recogen multitud de palabras (y a veces, expresiones) que pasan a sentirse ofensivas, aunque en su origen no lo sean. Por ejemplo, el torero Palomo Linares se sintió insultado porque Paco Camino lo llamara muchacho, ‘persona que se halla en su juventud’. Destripaterrones, ‘jornalero que cava la tierra’, se convierte en insulto si se lo decimos a quien consideramos ‘falto de conocimientos o aptitudes’. Y hace unos días pudimos oír a un vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias llamar en tono de desprecio marquesa (como si eso fuera malo) a la portavoz del PP.
            Quiero decir, le aclaro a Zalabardo, que la naturaleza de estas palabras que podríamos considerar díscolas es muy variada. Utilizamos un despectivo para señalar a quien no cumple de modo debido, carece de habilidad en sus funciones o se distingue por una cualidad negativa. Así, es politicastro el político que actúa con fines rastreros; leguleyo, picapleitos o tinterillo, el abogado desconocedor de su oficio, falto de ética o más hablador que efectivo; buchipluma y cantamañanas, quien solo promete y nunca cumple; el militar con inclinaciones a interferir en el quehacer político es un espadón; la persona cuya religiosidad no pasa de los gestos y de dejarse ver por las iglesias es un beato, meapilas, rapavelas o tragahostias; jesuítica o frailuna llamamos a la conducta hipócrita y disimulada; un mal periodista es un gacetillero, plumilla o juntaletras; cagatintas o chupatintas es el funcionario incapaz de realizar un trabajo que no sea rutinario; quien, careciendo de méritos, adopta actitudes de maestro y presume falsamente de conocer un tema se convierte en dómine; el escritor al que se le niega calidad es un escritorzuelo o un plumífero; y, para no cansar más, marisabidilla o bachillera es la mujer que presume de conocimientos que no tiene.

           Se olvida con frecuencia que todo requiere clase y elegancia. Luis Landero escribió que los mensajes de nuestros políticos son muy pobres y están logrando el abaratamiento del lenguaje. Y creo que tiene razón, porque no es ya que nuestros representantes públicos hablen mal —¡qué aburrimiento la oratoria de Adriana Lastra, portavoz del PSOE en el Congreso!—, sino porque hasta para insultar les falta categoría. Al expresidente Zapatero se lo acusó (tendría que buscar ahora quién lo hizo) de mandato ilegítimo comparándolo con Pavía entrando a caballo en el Congreso o Tejero pistola en mano. Felipe González aludió una vez a la larga lengua del insulto y las patas cortas de la mentira. Y, cuando oyó que la llamaban marquesa, Álvarez de Toledo se revolvió furiosa llamando a Iglesias hijo de terrorista, como si una cosa tuviera algo que ver con otra. El mismo Iglesias entró en política calificando a todos los que ella se dedicaban de casta despreciable y solo ha necesitado entrar en ese "club de los selectos" para olvidar el término. Al presidente Sánchez lo han llamado, con desvergonzada falta de ética, asesino y enterrador como si la culpa de la covid-19 fuera suya.
            Y es que nuestros políticos de hoy tienen una lengua muy larga para un catálogo escaso de insultos: traidor, irresponsable, bolivariano, corrupto, ilegítimo, okupa y poco más. Lo peor es que mientras los van soltando como quien pasa las cuentas de un rosario, son incapaces de hilar un discurso atrayente. Por eso nos conmovieron tanto las lágrimas de la diputada canaria: “Mientras aquí se insultan, se odian, se enervan las pasiones, ahí fuera hay gente en las UCIs que están debatiéndose entre la vida y la muerte”, es lo poco que dijo antes de echarse a llorar. Me recuerda Zalabardo que su nombre es Ana Oramas. Y pensamos que sí, que sobran palabras díscolas y faltan argumentos coherentes.