lunes, octubre 26, 2009

CALLEJERO

Hay veces que comento con Zalabardo que una de mis preocupaciones al redactar un apunte de esta agenda suya que tan gentilmente de cede es la de repetirme. Son tantos los días que llevamos que, en ocasiones, dudo si ya he hablado de lo que se me ha ocurrido escribir. Eso es lo que me pasa hoy con el tema escogido. No estoy muy seguro, pero creo que algo he dicho. Aun así, pido de antemano disculpas y me arriesgo.
El caso es que esta mañana, en el habitual paseo, cuando volvíamos de la Finca de la Concepción, decidimos meternos por la barriada de La Virreina, lugar en el que no habíamos estado antes. Y he de confesar que, al menos yo, me llevé una sorpresa agradable: bloques nuevos de reciente construcción, calles amplias... Vamos, algo muy distinto a lo que esperaba de un barrio que se encuentra a continuación de La Palmilla, cuyo solo nombre asusta. La avenida principal de La Virreina tiene un nombre que da que pensar: Avenida de Jane Bowles. Y el resto de las calles no se quedan atrás: Gounod, Borodin, Alejandro Puskhin...
¿Quién pone nombre a las calles? ¿Y con qué criterio? Zalabardo y yo estamos acostumbrados a que las calles del pueblo se llamaran de acuerdo a un hecho claro y objetivo: Callejón de las Monjas, Calle de la Cilla, Cuesta del Casino, Cuesta de la Cárcel. En muchos pueblos pequeños, todavía se llaman Calle de Arriba, Calle de Abajo y Calle de Enmedio. Incluso en Málaga quedan nombres de ese tipo: Calle de las Cinco Bolas, Calle de los Pozos Dulces, Calle Huerto de las Monjas, Calle de los Frailes, Plaza del Teatro... Me gustan esos nombres.
¿Pero qué es eso de Avenida de Jane Bowles? Rumiábamos nuestra extrañeza y deseábamos llegar a casa para averiguar quién fue, por lo general a las calles se les ponen nombres de gente ya fallecida, esa tal Jane Bowles. Y, mira por dónde, lo averiguamos. Jane Bowles fue una novelista y autora teatral noeteamerricana nacida en 1917 y muerta en 1973. De pequeña padeció tuberculosis y su familia se trasladó a Suiza buscando un mejor clima para ella. Vuelta años después a los Estados Unidos, vivió en ambientes bohemios. Con 21 años, se casó con Peter Bowles y se trasladó, en 1947, a Tánger. Los excesos con el alcohol minaron gravemente su salud y estuvo en tratamiento en Estados Unidos y en Inglaterra. Finalmente, se ingresó en una clínica de Málaga, donde murió.
Así que esa fue su relación con Málaga; vino aquí a morir. Pero hay más. Enterrada en el cementerio de San Miguel, cuando en 1996 una jovencita de Marbella, estudiante de COU, pensó en visitar su tumba, se enteró de que sus restos iban a ser depositados en una fosa común. No deseando ese final para su escritora preferida, decidió costear por su cuenta los gastos del traslado de sus restos al cementerio de Marbella. Enterado el Ayuntamiento de Málaga de dicha circunstancia, tomó la decisión de restaurar el enterramiento de la americana y dedicarle una calle. A la cabeza de todo ello se puso el entonces concejal de Cultura Antonio Garrido (¡cómo no!). Y cumpliendo el Ayuntamiento su promesa, cosa poco usual, le dieron, bastante tiempo después, su nombre a una calle. La de la barriada de La Virreina.
Me da igual a quién dan o no el nombre de una calle, pero pienso que utilizan un criterio desprovisto de cualquier lógica y de la menor justicia. Porque, puestos a dedicar una calle a una mujer que se haya distinguido por algo y tenga relación con Málaga, ¿por qué en el callejero de nuestra ciudad no aparece por ningún lado el nombre de María Rosa de Gálvez? María Rosa de Gálvez, nació en Málaga o en Macharaviaya, pueblo de su familia (la cosa no está muy segura), en 1768 y murió en Madrid en 1806. Fue también escritora; compuso poesías, teatro y ensayos. Era hija del coronel Antonio de Gálvez y sobrina de José Gálvez, ministro de Carlos III. Casó con su primo, el capitán José Cabrera, y se trasladaron a Madrid en 1790. Fue amiga de Jovellanos, de Quintana y del ministro Manuel Godoy, de quien se convirtió en amante. Su figura no estaba bien vista en la Corte por su actividad intelectual, por ser mujer y por ser divorciada; pero sobre todo por su espíritu moderno, por su defensa del feminismo y por su moral tan distante a la que predominada en la época.
Quiero decir con esto que, puestos en una balanza sus méritos y los de la americana, me parece que los de nuestra María Rosa de Gálvez son más merecedores del premio. Y el caso de esta mujer es extrapolable a otros semejantes. Todos sabéis (y, si no, preguntadle a Javier López) que hay en Málaga una calle que lleva el nombre de Walt Whitman, el gran poeta autor de Hojas de hierba. No tendría importancia la cosa si no fuera porque hay grandes poetas españoles a los que nadie se ha dignado dedicar una calle en Málaga; entre ellos, Federico García Lorca, pongo por caso.
Por eso siempre me han gustado, y a Zalabardo también, los nombres tradicionales de las calles y nos solidarizamos con la letra de aquel cantar de José Menese: ¿Cuándo llegará el momento / que las agüitas vuelvan a sus cauces, / las esquinas a sus nombres, / sin reyes, ni roques, ni santos, ni frailes?
Otra cosa que no tiene que ver con lo anterior. El País de hoy trae un artículo de Rosario Ortega titulado Docentes, autoridad moral y autoritarismo. Vale la pena leerlo.

jueves, octubre 22, 2009


AUREA MEDIOCRITAS
Hablábamos Zalabardo y yo de muchas cosas, como casi siempre, cuando la lectura de un comentario al apunte último, lo que son las asociaciones de ideas, nos llevó al tema de que son bastantes los escritores que gracias a una sola creación han alcanzado la inmortalidad. Casi siempre se menciona en estos casos la figura de Jorge Manrique y sus insignes Coplas a la muerte de su padre, junto a las cuales, cualquier otra cosa de las que escribió es pura filfa. Pero siendo ilustre la figura de este poeta del siglo XV del que los libros han venido repitiendo que nació en Paredes de Nava, aunque va cobrando crédito la tesis de su origen andaluz (nacido en Segura de la Sierra, donde se puede visitar su casa, en la provincia de Jaén), para mí, le digo a Zalabardo, el más notable caso de autor que ha logrado la gloria con una única obra es el del capitán sevillano Andrés Fernández de Andrada, cuya creación, la Epístola moral a Fabio, único poema que de él conservamos, ha elevado al Parnaso a alguien de quien lo desconocemos todo.
La Epístola moral a Fabio no es una de tantas, sino la mejor sin duda, de las epístolas morales que se escribieron durante el Barroco.Y aunque la incluyamos dentro del conjunto de las muchas obras que desarrollan los tópicos de la aurea mediocritas (dorada medianía) y del menosprecio de corte y alabanza de aldea, es el mejor ejemplo de nuestra literatura en asumir serenamente la temporalidad de las cosas, en exaltar el valor de la amistad, en condenar las actitudes hipócritas y en manifestar la moderación y templanza ante la muerte. Tanto es el valor reconocido a esta obra desde su aparición, que no han faltado los intentos de desposeer de su autoría a una persona de la que apenas se sabe nada para atribuirsela a otros autores de mayor renombre.
¡Qué difícil resulta, coincidimos Zalabardo y yo, conseguir esa aurea mediocritas, esa beata medianía, en este mundo lleno de vanidades, y sálvese quien pueda! ¡Qué difícil alcanzar ese estado que se resume en el último verso de aquella décima que, según repite la tradición, dejó escrita Fray Luis de León en una pared de la celda en la que lo tuvo encerrado la Inquisición: ni envidiado ni envidioso!
Con las palabras sucede igual. Hay palabras vanidosas, engreídas, muy pagadas de sí mismas y que, por esa razón, se hacen antipáticas e incluso, algunas, peligrosas. Y hay otras que permanecen calladas, como escondidas, temerosas de que alguien las prostituya a causa de un uso inadecuado.
Las primeras se trastabillan en la boca de falsas que son. Salen finalmente con el sonido chirriante de las fanfarrias huecas. Eso pasa, me apunta Zalabardo, con la palabra patria. ¿No veis el engolamiento de voz, la altanera actitud que adoptan los que la pronuncian? Puede que alguna vez fuese eficaz y necesaria. Pero en el mundo de nuestros días, ocupado por una sociedad multicultural, multiétnica y multinacional, ¿qué sentido tiene esa palabra patria? Y, sin embargo, ¡cuántas barbaridades se perpetran una y otra vez amparándose tras ella! Cuando la oigo pronunciar, cuando la veo escrita, me acuerdo de lo que dice Carlos Cano en su Tango de las madres locas: Cada vez que dicen patria, pienso en el pueblo y me echo a temblar.
Las segundas, en cambio, surgen como un leve soplo que refresca el oído y alegra el corazón. Deberíamos utilizarlas con cuidado, para no desgastarlas nunca. Pese a todo, hay más de las que muchas veces creemos, aunque yo aquí voy a citar solo dos, que en esencia son una: amigo y amistad. El pasado martes, el corazón me saltó de gozo al leer el comentario que Rafael Recio hacía al último apunte y en el que me recordaba que las amistades perduran pese al correr de los años.
Y así debe ser. Amistad y afecto perduran sin que los oxide el orín del tiempo. Aún guardo el mayor afecto hacia mis amigos de la niñez, pese al mucho tiempo que hace que no los veo. El domingo pasado, me emocioné al recibir una llamada de una persona, Antonio Rivero, de Estepa, que había sido alumno mío ¡hace treinta años! Cuando me jubilé, no tuve dicha mayor que la de ver a los compañeros mostrándome su cariño y amistad. Y cuando leímos el comentario de Rafa, recordé los versos de Fernández de Andrada en su Epístola a Fabio: Un ángulo me basta entre mis lares, / un libro y un amigo, un sueño breve, / que no perturben deudas ni pesares.
Eso fue lo que nos dio la idea para escribir este apunte de hoy.

lunes, octubre 19, 2009


ESTADO DE OBRA
Cuando llegó el momento de mi jubilación, me propuse poner en práctica, entre otras muchas cosas, dos actividades de las que quiero hablar hoy aquí: andar todos los días y procurar conocer de cerca todos los rincones de la ciudad. Los dos propósitos los estoy cumpliendo podría decir que casi a rajatabla y, lo que también es verdad, de modo combinado. Intentaré explicarme. Lo de andar obedece a dos principios: el de practicar un ejercicio adecuado a la edad, primero, y el de no anquilosarme sentado en un sillón contemplando como un bobo la televisión a todas horas, después. Digo hacer ejercicio porque lo que pretendo es andar, que no pasear, que supone una actividad distinta. Esto lo sabe bien José María Bocanegra, también gran andarín. No menciono como tales a Rafa López y a Javier porque lo que ellos hacen es correr, y eso, bien sabido queda, es cosa de cobardes, según suele decirse.
Mientras ando, conozco la ciudad a fondo, y por eso decía lo de cumplir los propósitos de modo combinado. Porque mis paseos son, durante la semana, urbanos y periurbanos, puesto que para no caer en aburrimientos ni monotonías, procuro hacer distintos y variados cada vez los recorridos alargándolos hasta donde la ciudad deja de serlo. De esta forma, un día me voy hasta el final del puerto, donde han construido la nueva estación marítima, cruzando, por ejemplo, las barriadas del Perchel y la Trinidad, pongo por caso, con lo que evito andar en línea recta. Otras veces sitúo el final de trayecto en el monte Victoria (el de las tres letras, por allí he estado hoy) o en la estación de Los Prados, o en la Finca de San Joaquín, superada Carlinda y allá por donde estuvo la antigua Venta de San Alberto, que ya no existe, o en la desembocadura del Guadalhorce; y siempre, como digo, procurando cruzar barrios y calles no pisados antes. Ando, por término medio, unas tres o cuatro horas al día. Dos por la mañana y una y media o dos después de comer. Para los fines de semana quedan el campo y los pueblos, y no solo los de Málaga.
Zalabardo, que está nervioso por el tono que lleva este apunte, se revuelve finalmente y me pregunta qué puede interesarle a la gente lo que yo hago o dejo de hacer, si ando quilómetros más o menos o si vegeto delante del televisor. Lleva razón. Muchas veces me cuesta ir al grano y me subo por las ramas. Pero, le digo, todo tiene una explicación y, como os debo una explicación, yo os voy a dar esa explicación (¿recordáis al entrañable Pepe Isbert en Bienvenido Míster Marshall?
Decía, pues, que me paseo todos los días y que me cruzo la ciudad de punta a punta. Pero, para mí igual que para la totalidad de los ciudadanos, andar por las calles de Málaga se está convirtiendo en una aventura. Y peligrosa por demás. Porque resulta que Málaga se nos ha convertido en una pura, en una infinita zanja. No hay calle que no esté llena de vallas que impidan el paso, de atronadores martillos neumáticos que martiricen los oídos, de obstáculos que haya que salvar. No son ya las obras del Metro, es cualquier calle, cualquier plaza, cualquier barrio. Aceras recién modernizadas se vuelven a levantar; calles asfaltadas no hace tanto se ven de nuevo devastadas por la maquinaria pesada que abre agujeros sin fin; árboles que ya iban adquiriendo un porte notable resultan talados sin la menor compasión. Oía el otro día a un operario que comentaba, y parecía ufano por lo que decía, cuánto les había costado obtener la autorización de Medio Ambiente para arrancar los árboles de los Callejones del Perchel, que es la calle donde está el Mercado del Carmen.
Y me acuerdo de Rafael Recio, que bromeaba cuando me jubilé con la pregunta de si había proyectado ya las obras que visitaría en mi nueva vida. Porque, decía, eso es lo que hacen los jubilados ociosos para ocupar sus horas muertas, visitar obras. Ahora, aunque no quiera, tengo que visitarlas, porque Málaga está patas arriba.
Igual que hay ciudades en estado de guerra o en estado de sitio, Málaga, en estos tiempos, es una ciudad en estado de obra. ¿No veis que hasta el alcalde tiene la cabeza como si llevara puesto un casco? Verdadero y puro estado de obra. No es exageración. Podéis preguntarle a Zalabardo, que me acompaña en estas caminatas diarias por todas las esquinas de la ciudad.
Y si algún miércoles de estos veis que no aparezco por el instituto a la hora del desayuno, tened por seguro que he debido caerme en alguna de las zanjas que tienen a Málaga convertida en una inacabable trinchera.

viernes, octubre 16, 2009

ESCÁI...¿QUÉ?

Creo tener razón al afirmar que hay personas que no son nada dudosas cuando hablamos de su relación con el lenguaje. Estas personas merecen toda nuestra confianza hasta el punto de que nos las proponemos como modelos de buen hablar y de mejor escribir. Sabemos que todo lo que dicen ha pasado por un previo proceso de reflexión que les impide utilizar las palabras a tontas y a locas. Son precisas, son coherentes, son claras; y, por todo ello, son naturales, pues huyen de cualquier tipo de afectación.
Una de esas personas es, qué duda cabe, Rafael Sánchez Ferlosio, quien, desde la publicación de El Jarama, una de las cumbres del realismo social y objetivo en la novela española de los años cincuenta, ha dado claras muestras de la sobriedad, perfección y elegancia de su estilo tanto en sus novelas como en sus ensayos. A Sánchez Ferlosio se le lee no solo por el interés intrínseco de lo que escribe, sino por lo cuidado de su instrumento.
Hace unos días leía un artículo suyo en el que criticaba el eslogan utilizado por Madrid en su frustrada candidatura a acoger los Juegos Olímpicos de 2016. Pero no es eso lo que me quedó de dicho artículo, sino una palabra que utiliza y que yo no oía desde hace bastante tiempo: espíquer, escrita así, en cursiva. Espíquer es término que no recoge ningún diccionario español de mediana importancia; bueno, no lo recoge ninguno, que yo sepa. Es un anglicismo (speaker) y significa de modo estricto locutor, aunque también orador, y, de modo más amplio, cualquier animador que se sirve de un micrófono para difundir y amplificar su voz.
Hubo un tiempo en que, en España, esta palabra se utilizó con profusión, pero, así son las cosas, no acabó de cuajar y hoy apenas si se oye (Zalabardo aún la emplea de vez en vez), con la curiosidad de que quienes más la utilizan son personas de edad y de mediana o baja cultura. Pero si destaco el uso que Ferlosio hace del término es porque, consciente del anglicismo, lo españoliza ortográficamente, primero, y lo destaca tipográficamente, después. Como debe ser. Además, lo utiliza con un cierto matiz irónico, por lo que no se refiere simplemente a un locutor sino a 'un locutor que trata de animar a sus oyentes a que hagan algo que, finalmente, no hicieron'. Vamos, como si fuera un animador de tómbola, ejemplo típico de espíquer. Todo ello justifica su empleo.
Frente a este tipo de personas, cuidadosas con el lenguaje, hay otras que no lo son tanto, por lo que merecerían ser tachadas de chisgarabises, es decir, chiquilicuatros, es decir, zascandiles, entrometidas o embarulladoras (que eso dicen los diccionarios que es un chisgarabís) del idioma, puesto que lo usan sin orden ni concierto.
Y como Zalabardo me pide que dé ejemplos de lo que digo, me voy a limitar a uno observado recientemente: en una foto de los Príncipes de Asturias en Palma de Mallorca, el pie decía que"tras ellos, destaca el tradicional skyline medieval de la ciudad". Como vemos, un anglicismo de más o menos abolengo en nuestros días. ¿Evitable? Claro que sí, le digo a Zalabardo e intento razonarlo.
Hace un tiempo, en el campo del diseño y de la publicidad apareció el recurso de utilizar la silueta total o parcial de una ciudad o de determinados edificios característicos para ofrecerla como reclamo turístico de dicha ciudad. Así, la silueta de Manhattan con sus torres gemelas fue representativa de la ciudad de Nueva York antes del atentado de setiembre de 2001. O la silueta de la torre Eiffel , de París. O la de la Sagrada Familia, de Barcelona. A esta visión silueteada del conjunto o parte de una ciudad, destacando sus edificios más altos y representativos, llamaron en inglés skyline y en francés panorama urbain. ¿Por qué no buscamos nosotros una designación más natural y propia? Serviría, no cabe duda, panorama (o panorámica) urbano/a, por proceder de una lengua similar; pero podríamos decir también silueta urbana, o algo por el estilo. Cualquier cosa, menos skyline. Y si, por razones estilísticas, nos interesa utilizar el anglicismo, escribámoslo en cursiva y adaptemos su ortografía, que no cuesta trabajo.
¿Hay ciudades más dadas que otras a ofrecer una peculiar silueta o panorámica urbana? Está claro que sí, o al menos eso me parece según los ejemplos que he dado. Pero, si queremos ser rigurosos, coincidiremos en que todas las ciudades disponen de su silueta. Distinto es que esta sea tan peculiar que sirva para representarlas. Además, las siluetas piden un resalte de las líneas y una particular luz. Por ejemplo, la foto que encabeza este apunte. Lo malo de ella es que casi nadie la identificaría, al menos en una primera mirada, con Málaga. Pues sí, se trata de la Malagueta contemplada desde el puerto. Málaga la identificamos mejor con la segunda foto, tomada, como la anterior, esta misma mañana y casi a la misma hora. Lo que pasa en ella es que las construcciones claves, Gibralfaro, la farola, la torre de la Catedral y la Gallina Papanatas (el edificio de la Equitativa) no destacan suficientemente sobre el entorno como sucede con otras panorámicas más conocidas.

martes, octubre 13, 2009

OTOÑO PLAYERO

Por lo que anoche pude ver y oír en los informativos de televisión, estamos gozando (¿o tal vez padeciendo?) un otoño playero. Zalabardo y yo podemos dar fe de ello, aunque no porque hayamos estado en la playa, de la que en realidad nos encontrábamos bastante lejos, sino por la temperatura que hemos debido soportar. Viendo el calendario y la posibilidad de disponer de tres días seguidos de asueto, habíamos decidido aprovecharlos y hacer un recorrido por los castañares malagueños. Eso de días de asueto, aclaro, lo digo por los demás, ya que los míos lo son todos.
Como no fuimos previsores y no reservamos con tiempo un sitio donde dormir, hubimos de lanzarnos un poco a la buena de Dios. Aun así, tuvimos suerte de hallar alojamiento en Atajate, lo que nos cambió un poco los planes, si bien no demasiado y en todo caso para mejor. El cambio afectó en el sentido de que, valiéndonos de la ubicación de dicho pueblo, nos fue posible ampliar las zonas de nuestros movimientos: Serranía de Ronda, estribaciones de la Sierra de Grazalema y el Valle del Genal.
¿Os habéis parado alguna vez a pensar la riqueza y variedad paisajística de nuestra provincia malagueña? Proporcionalmente, no sé si me equivoco, puede que sea una de las más montañosas del país, al tiempo que goza de auténticos vergeles y una rica variedad arbórea, desde el verdadero rey de la zona, el raro pinsapo, hasta las amplias manchas de pinos, castaños y quejigos y otras variedades del tipo quercus.
Quiero avisar que esta vez, y pese a que por lo común nuestros recorridos los hacemos a pie y por senderos, en esta ocasión hemos utilizado más el coche, dado el objetivo de nuestras visitas. El sábado, día de la llegada, aprovechamos la mañana para acercarnos al misterio telúrico de la Cueva del Gato, en Benaoján. Después de comer, nos dedicamos a recorrer la margen derecha de la vertiente del río Genal. La carretera que une Ronda con Algeciras, en el tramo que discurre por la zona que menciono, es un placer para los sentidos. Está toda jalonada a trechos de miradores que permiten recrearse con el paisaje. De paso, vale la pena entrar en los pueblos que se extienden por la pendiente que desciende hasta el río. Todos ellos muestran una hiriente blancura de cal en sus paredes y son un prodigio de equilibrio sobre el monte. A ello, unen la belleza de sus nombres: Benadalid, Benalauría, Algatocín, Benarrabá, Gaucín. A lo lejos, perdiéndose entre la bruma de la lejanía, aunque destacando su blancura entre los castañares, los otros pueblos de la margen contraria de este bello valle del Genal.
Al día siguiente, domingo, nos trasladamos hasta la pedanía de El Colmenar, ya cerca de Cortes de la Frontera; es curioso que esta pedanía, siendo la estación de ferrocarril de Gaucín, pertenezca, sin embargo, al municipio de Cortes. Allí iniciamos el recorrido, esta vez sí que a pie, del sendero que discurre por la Garganta de las Buitreras, tremendo corte que taja el río Guadiaro. Sin embargo, debo decir que no lo atravesamos completo, por eso mismo del calor del que hablaba al principio y porque los años, en según qué circunstancias, no invitan ya a determinadas aventuras.
Y el lunes, partiendo del puerto de las Encinas Borrachas, nos internamos por la llamada ruta del Legado de Fray Leopoldo. Su núcleo, Alpandeire, cuna del venerado franciscano y pueblo en el que se levanta una iglesia que es mayor que el resto de la población. Después, ya enfilamos nuestro camino hacia lo que pudiéramos llamar ruta de los castaños, con pueblos más pequeños que los de la margen derecha del Genal, pero igualmente bellos: Faraján (allí estuvo la primera fábrica de hojalata de España), Júzcar, Cartajima, Parauta, Igualeja, Pujerra. A propósito, en este último pueblo se celebrará pronto la Fiesta de las Castañas, aconsejable para quien desee degustar las múltiples variedades culinarias y de repostería de este sabroso fruto. En este trayecto, paramos a cada poco para internarnos entre el frescor de los castaños. Debo aconsejar a quienes vayan por allí que no cojan más castañas que aquellas que se puedan alcanzar desde los caminos, por la sencilla razón de que los dueños de estos bosques sufren un verdadero expolio por los desaprensivos que, conscientes o no, piensan que las castañas no tienen amo.
Y un consejo final: hay que acercarse siempre que sea posible a la gastronomía de la zona. Es algo que debiéramos hacer siempre, mirar la cocina de los lugares que visitamos, pues, como dice Zalabardo, filetes con patatas fritas y huevo los hay en todas partes. En cambio, en El Colmenar tuvimos ocasión de probar una riquísima pata de jabalí al horno y en Parauta un no menos gustoso venado con salsa de castañas. Para postre, se puede disfrutar de queso de almendras y, quien no tenga que conducir, de las deliciosas castañas al brandy.

viernes, octubre 09, 2009

ARRAIJANAL

En estos meses pasados, concretamente creo que fue en julio, parece que se libró el último y definitivo asalto de la pelea que se traían el Ayuntamiento y la Junta de Andalucía en torno al destino que se dará a unos terrenos que se han convertido en símbolo del conservacionismo en la costa malagueña: el Arraijanal. Allí donde el Ayuntamiento pretendía levantar un gran hotel y más de seiscientas viviendas, la Junta, que parece haber salido, por ahora, vencedora de este litigio, proyecta construir un parque metropolitano que preserve ese interesante lugar que otros veían como un extenso solar, de inmenso valor por ser único en su especie.
¿Qué tiene el Arraijanal, aparte de su bello nombre, que justifique ese interés de los conservacionistas por evitar que en él triunfe también el ladrillo, pese a estar ahora de capa caída?, le pregunto a Zalabardo, que pone esa cara, tan característica en él, de no saber si mi pregunta es solo retórica o en verdad refleja mi desconocimiento de la situación. Pero, sea lo que sea, él no renuncia a contestarme: por lo pronto, me dice, es el último tramo de costa del municipio malagueño no invadido por el cemento. Por eso, para muchos se ha convertido en símbolo y grito contra lo que no debiera haber sucedido nunca. Y añade, con sibilina ironía: Y puestos a conservar, ¿por qué no lo dejamos como está?
El Arraijanal está situado entre la urbanización Guadalmar y el Parador del Golf, y no es solo zona de playa, pues los restos arqueológicos en él hallados permiten suponer que por allí debieron moverse los primeros pobladores de nuestra ciudad. Por eso, el parque proyectado por la Junta contempla recuperar la formación dunar, la vegetación autóctona y los yacimientos arqueológicos, aparte de incorporar, además, otras especies mediterráneas, un jardín botánico y determinadas instalaciones recreativas. Como proyecto, no deja de ser ambicioso; y peligroso, por si se les va la mano en el intervencionismo sobre el paraje natural. Claro que si llega a buen puerto, no cabe duda de que se lograría un gran triunfo al conseguirse unir en un mismo entorno la Desembocadura del Guadalhorce, para la que todavía esperamos su Centro de Interpretación, el Arraijanal y el Cerro del Villar, con sus restos fenicios de los primeros pobladores de Málaga.
Me dice Zalabardo que solo nos queda desear que no sea peor el remedio que la enfermedad. Porque, me aclara, todo ello estaría muy bien si fuese acompañado de un plan de mantenimiento y vigilancia, pues ya se sabe cómo se pone aquella playa y sus aledaños durante el verano: todo invadido de bañistas con sus vehículos, que van dejando sus basuras por todas partes. De todas formas, mejor será el parque que los bloques, le digo yo, y todo será cuestión de educar al personal en el respeto por la naturaleza.
El temor de Zalabardo nace no tanto de la desconfianza en el personal, que también, sino más bien en el Ayuntamiento, que tenía para la zona un proyecto del que se derivaban unos beneficios más monetarios que de ocio. Y esa desconfianza nace también de aquella declaracción de un munícipe que afirmaba que ya que la Junta proyectaba un parque, era de esperar que tuviera también previstos los medios necesarios y pertinentes para su mantenimiento.
Mencionaba antes el bello nombre del lugar: Arraijanal, lugar en el que crece el arraiján, que no es otra planta que la llamada por los árabes arrayán y por los latinos mirto. Arraiján es palabra recogida en el Vocabulario andaluz de Antonio Alcalá Venceslada y los otros diccionarios que la contemplan la señalan como andalucismo que luego pasó a diferentes países de América. No es, el término, sino conservación del vocablo árabe arraihan. El Tesoro de la Lengua Castellana, de Covarrubias, la define así: ...el arrayán es planta que siempre está verde, tiene flor blanca y tan olorosa que se destila della agua no poco estimada para la confección de los perfumes y otras cosas... El nombre es arábigo, pero de raíz hebrea... y así arrayán valdrá tanto como el que está siempre verde. Esta planta, por su hermosura, su frescor y su blandura y por el suavísimo olor de sus flores, fue consagrada a Venus...
Alguna vez he dado mis paseos a pie por allí. Se deja el coche en Guadalmar y se puede realizar un desestresante recorrido por todo el Arraijanal y por la desembocadura del Guadalhorce. No es paseo aconsejable para el verano, por eso del calor, pero ahora en el otoño, si la temperatura se suaviza, y en primavera es una delicia, sin que olvidemos hacer el recorrido en los días suaves del invierno. Ojalá que no se tuerza, ni se desmande, el proyecto del parque. Mientras sí, mientras no, digamos aquello del chiste: "Virgencita, que se quede como está...", no sea que algún tío malage, en forma de inmobiliaria, termine por venir y meta la pata.

martes, octubre 06, 2009

CAER DEL BURRO

O de su burra, que es como se decía antiguamente. Así, al menos, lo recoge Sebastián de Covarrubias, que nos explica que caer de su burra quiere decir 'desengañarse uno de que no era buena su opinión o el camino y orden que llevaba de proceder'. O como indica el DRAE, 'reconocer que se ha errado en algo'. Y así lo da a entender Cervantes cuando, en el capítulo XIX de la segunda parte del Quijote, hace decir a Corchuelo: Yo me contento de haber caído de mi burra y de que me haya mostrado la experiencia la verdad de quien tan lejos estaba.
Quienes, al parecer, están a punto de caer de sus burras son los políticos y, a la cabeza de ellos, el presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero. Nadie que siga estas notas ignora que una de las manías que tenemos Zalabardo y yo, entre otras muchas, es la de defender la necesidad de un gran Pacto Nacional para la Educación. Que nadie crea, por otra parte, que voy a presumir de que esa fuese una idea privativa nuestra; ni mucho menos, pues ese pacto es de una necesidad clamorosa y lo han defendido desde hace bastante tiempo tantas y tantas personas que no se sentían atadas por las tiránicas ligaduras de los partidismos y de la obediencia ciega a las consignas de los respectivos órganos centrales de sus grupos políticos.
Ayer mismo leíamos con interés la Carta abierta a los maestros que firmaba el Presidente del Gobierno. No voy a entrar en las varias cosas que dice ni en el modo en que las dice. Nos quedamos con una simple y breve afirmación: creo firmemente que ha llegado el momento para un Pacto Educativo. ¡Vaya, hombre, por fin! Esperemos que esta pública y solemne declaración, este caer de su burra, vaya acompañada de un sincero propósito de que ahora sea verdad y no se quede todo en huecas palabras. Y esta declaración parece validar las recientemente vertidas en el mismo partido por personalidades del PSOE y del PP.
Esta actitud que se observa ahora es, sin duda, una tácita aceptación de que el camino que llevaban, unos y otros, estaba errado. Pero, aunque el cuerpo pida guerra y repartir, como suele decirse, leña al mono, sigo a Zalabardo en su consejo de que bueno está lo bueno y nunca es tarde si la dicha llega. Esperemos que llegue. Porque lo que se promete supone un arduo camino que recorrer y la renuncia a muchas posiciones enfrentadas que hasta hoy mismo se han venido defendiendo. La renuncia a tales posturas, nacidas de prejuicios partidistas, se justifica a partir de las siguientes palabras que escribe en su Carta el Presidente: un país que aspira a la excelencia [...] sabe que tiene en la educación la palanca principal para alcanzarla.
Zalabardo me dice que vale la pena que dejemos a los políticos, asesorados por quienes entienden de verdad sobre la cuestión, a ver si esta vez son capaces de cumplir lo que dicen. Si ahora tampoco tuvieran la decencia de coger el rábano por las hojas y sentar las bases para una solución definitiva de nuestro problema educativo, sería cuestión de correrlos a gorrazos y que no parasen hasta llegar a Manila, por lo menos, después de haber pasado por la Luna. Y cuando digo políticos, pienso en todos los partidos y en todas las Comunidades Autónomas, que las culpas de lo que padecemos hay que repartirlas entre todos. No vayamos a querer ahora volcar toda la responsabilidad de lo que tenemos en los demás.
Zalabardo, que hoy está dicharachero, me requiere para que haga un especial llamamiento a la clase docente, que, por supuesto, tampoco es muy inocente que digamos a la hora de achacar culpas sobre este patio de Monipodio en que se ha convertido el ámbito educativo en que nos movemos. Le hago caso y creo que es hora de reconocer sin ambages de ninguna clase que también los profesores debemos mostrarnos abiertos a asumir los cambios que se supone que habrá que afrontar. Hablo en plural como si yo estuviese en activo y no fuese más que un simple jubilado; pero ya he dicho que, pese a todo, yo me sigo considerando parte del profesorado.
Los profesores habremos de mostrarnos menos corporativistas y aceptar que nuestra función requiere una continua actualización de conocimientos y de técnicas pedagógicas. Que habrá de cambiar lo que se enseña, pero también el cómo se enseña. Que no todo es aprobar una oposición y echarse a dormir. Que no pasa nada porque nuestro trabajo sea evaluado (quizá debiéramos comenzar con un ejercicio de autoevaluación). Habría que solicitar un reciclaje de bastantes departamentos que deben velar (no solo vigilar) por la mejora de la función profesoral. ¿Qué tal si también cambian la estructura y funciones de la Inspección Educativa? ¿Y qué de los Centros de Profesores? Los profesores, concluyo, debemos ser críticos, por supuesto; pero, a la vez, que nadie lo olvide, los profesores debemos estar abiertos a las críticas. Solo así estaremos en condiciones de exigir a las diferentes Administraciones. Para ser consecuentes con el principio de este apunte: también los profesores debemos bajar de nuestra burra.
Y que este Pacto que se nos anuncia sea, por fin, una realidad. Aunque algunos no tengamos ya la oportunidad de verlo puesto en práctica.

viernes, octubre 02, 2009


PONGA UNA TILDE EN SU RÓTULO
¿Pueden tener cabida determinadas informaciones en las páginas de un diario serio si no es porque cuando se incluyeron no había otra cosa que insertar? Lo digo porque el reportaje al que quiero hacer mención hoy pudiera ser de esa naturaleza, podría corresponder a ese tipo de textos que, si no fuera porque faltaba material de más enjundia, nunca habría llegado a las páginas del diario que lo publicó.
Dicho reportaje se puede resumir en las siguientes palabras: un publicista joven, nacido en Vitoria y afincado en México, inicia una campaña para reponer, en el sentido literal de la palabra, las tildes que faltan en los anuncios y rótulos dispersos por la vía pública. De todo ello, me llaman la atención los siguientes factores: que sea un joven el impulsor de la idea, rompiendo así el prejuicio del desinterés de los jóvenes por la ortografía; que sea vasco, con lo que se desmiente en parte la fama que tienen de ser descuidados con la lengua castellana; que viva en México, lo que puede servir para sacarnos los colores y hacernos ver que hay más hablantes de castellano al otro lado del Atlántico y, aunque solo sea por eso, más gente preocupada por la salud ortográfica de la lengua.
¿Y por qué insinúo que el texto pueda carecer de interés? Digo mal. Lo que en verdad quiero decir es que, dado el descuido que por la lengua sienten nuestros medios de comunicación, ignoro el interés que puedan conceder a un reportaje de tal naturaleza.
Pero el reportaje no está enviado desde México, sino fechado en Madrid y redactado, muy probablemente, siguiendo un envío de agencia. Es, pues, imagino, lo que tal vez sea mucho imaginar, una tarea encomendada a un becario, a alguien que, supliendo al personal que pueda estar de vacaciones, pretende hacer méritos para llegar a formar parte de la plantilla. Le indico a Zalabardo, que me mira sin comprender por dónde voy, que todo esto lo digo con el mayor cariño que merecen los becarios, que son quienes se tragan la mayor parte del trabajo que otros profesionales no quieren ni ver. Claro es, los becarios son un personal a propósito a quien achacar todo aquello que pueda salir mal. Y la verdad es que los becarios, por lo común, tratan de seguir los pasos de aquellos profesionales a los que admiran y que, en esos momentos, a lo mejor están tumbados en la playa dejándose tostar la barriga por el sol, pongamos por caso. Y en esa tarea de emulación, los becarios imitan también todos los malos ejemplos de sus modelos.
Me pide Zalabardo que, si voy a repartir leña, me acuerde de José Antonio Garrido (su admonición para que no fuese aquí demasiado duro con las críticas me caló de verdad y procuro no olvidarla). Y, de paso, me acuerdo de Mari Paz, de quien ignoro si ya ha realizado algún trabajo de becaria y a quien deseo el mayor éxito profesional en el campo del periodismo, que, creo haberlo dicho alguna vez, ha sido mi vocación frustrada.
Y me acuerdo porque, aunque haya empezado a hablar de esta campaña para reponer las tildes allí donde falten (por ejemplo, en ese logo carente de la suya que es el de Telefónica, una de nuestras mayores empresas), de lo que quiero hablar es de otros errores cometidos en textos periodísticos. Errores que no afectan solo a las tildes, sino también a la propiedad léxica, en algún caso, a la falta de criterio, en otros, o incluso a la corrección ortográfica.
En el reportaje que digo sobre la reposición de las tildes se lee, por ejemplo: ...comenzó a corregir los anuncios que adolecían del símbolo..., donde contemplamos un desacertado uso del verbo adolecer, empleado aquí con el significado de carecer. Nada más lejano de la realidad. Ya el DRAE dice a las claras que dicho verbo significa 'tener o padecer algún defecto'. Pero resulta que sobre el tema inciden el Libro de Estilo de El País, el Libro de Estilo de ABC y el Manual de Estilo de TVE, por no seguir dando ejemplos (¿es que nadie los consulta en estas casas?). Y, si eso fuera poco, ya Fernando Lázaro dedicaba al asunto uno de sus Dardos..., en 1986. Y decía: el verbo adolecer exige un complemento que exprese el defecto, la falta, la imperfección, el vicio, la carencia, la tacha, la lacra que se censura. O sea, que, según estas palabras, los anuncios censurados en el texto que analizo no adolecían del símbolo (de la tilde), sino que adolecían de la falta del símbolo, que no es lo mismo.
Otro ejemplo. En los inicios del verano, un periódico recogía en dos informaciones diferentes, estas dos afirmaciones: decía una: Aunque resulta plausible que se produjeran víctimas mortales en la actuación contra la protesta... Y decía la otra, unas páginas más adelante: El servicio común de ejecutorias, dirigido por un secretario, para todos los juzgados de lo Penal, parece una solución plausible prevista por la Consejería de Justicia. Si atendemos a que plausible significa 'digno o merecedor de aplauso', concluiremos pronto en que el primer texto es una barbaridad, porque ha utilizado el adjetivo como si significara 'posible'.
Y vamos con el ejemplo que califico como falto de criterio. En otra afirmación de esas que entran más en el terreno de los sucesos, se hablaba de que se había detenido a una banda de falsificadores de billetes de 500 euros. Pues bien, en ella se leía, primero: ...cocaína procedente de Suramérica..., para decir, líneas más adelante: ...que existía una empresa de exportación sudamericana... ¿Con qué nos quedamos, con la forma, a mi entender, más correcta, Suramérica, o con el anglicismo sudamericana? Las dos formas se dan en nuestra lengua, lo que no quiere decir que se deban mezclar criterios.
Y vengamos más a nuestros días. Anteayer, el corresponsal en una capital andaluza de un diario escribía: ...rastrearán una zanja para desescombro y deshechos en un descampado... ¿Todavía no se ha enterado este buen hombre de la diferencia entre deshecho y desecho, que es lo que debería haber dicho? Y ayer mismo, una persona como Maruja Torres sucumbía en su columna a la tentación de alargar innecesariamente las palabras, usando culpabilizar en lugar de culpar, como si así se las hiciese más llenas de significado.
Y es lo que Zalabardo me dice: por muchos becarios que haya en un periódico, si es que acordamos que sean tales los redactores de algunos de esos textos, no cometen ellos más fallos que los titulares. Además, por encima de los becarios debe existir algún responsable que no sea novato; ¿o no?