martes, junio 14, 2011


UNA HISTORIA (DE LA ACADEMIA DE LA HISTORIA)

Quien no conozca bien a Zalabardo puede incurrir en el error de considerarlo hombre de poco criterio, o de poca firmeza en el que tenga, que casi viene a ser lo mismo. A quien así piense, yo le digo que se equivoca. Lo que sucede, y hago la aclaración para quienes no lo conozcan lo suficiente, es que a él le gusta provocar las opiniones de los demás antes de ofrecer la propia aparte de que “todo el mundo tiene derecho a equivocarse, incluso yo mismo”, según las palabras que varias veces me ha repetido. Zalabardo es respetuoso con todas las personas, tanto si aciertan como si no, igual de respetuoso cuando sus valoraciones de las cosas y los hechos son coincidentes como cuando difieren.
    Por eso cuando ayer, día para el que se anunciaba una reunión entre el ministro de Educación y el presidente de la Real Academia de la Historia sobre el escándalo montado en torno al Diccionario Biográfico Español que dicha institución acaba de sacar a la luz, me preguntó qué pensaba yo sobre el asunto ya sabía que su opinión y la mía diferían muy poco. Aún así, le dije que, sin conocer de primera mano los textos que han originado las protestas, no quería ser categórico y prefería ser cauto. “Sin embargo…”, contestó él. “Sin embargo”, le dije yo, “si todo es tal como parece, no hay duda de que alguien se ha equivocado y gravemente; ya sea quienes han escrito unas biografías desde una óptica más dada al panegírico que a la verdad, ya sea quien ha elegido a los autores de las biografías objeto de la polémica, ya sea quien sufraga con dinero público una obra sin poner los medios para que la misma se haga dentro de los cauces de la imparcialidad debida”.
    Y entonces nos pusimos los dos a hablar sobre la historia y su función. Y lo que sigue es una transcripción, casi literal, de la exposición que Zalabardo me hizo. Defendía él que tan antigua como la propia historia como ciencia es la preocupación por cómo ha de contarse y cuáles son los fines que debe perseguir el relato. Hay quienes defienden, decía, que su función esencial es la de afrontar la narración de los acontecimientos del pasado para conocimiento de las generaciones actuales, al tiempo que mantienen también que lo principal del relato histórico es exponer ante los miembros de una comunidad todo aquello que supone la tradición de la que procede un pueblo.
    Pero hay un aspecto en el que los analistas no acaban de ponerse de acuerdo. Así, hay quienes defienden que una de las funciones de la historia debería ser la de condenar los crímenes y actos monstruosos cometidos en el pasado para tratar de que no vuelvan a producirse de nuevo. A esto oponen otros que el historiador no debiera nunca convertirse en un juez ni le asisten razones morales para condenar a sus antepasados.
    Y, como pasa en todo, existen los que se sitúan entre ambos extremos y mantienen que ningún escrito histórico que sobrepase la pura narración de un hecho podrá evitar la expresión de juicios valorativos.
    Lo que no encuentro en ninguna de las posturas expuestas, concluía en su exposición, es que se diga que, independientemente de que el historiador se muestre absolutamente neutral en la exposición de su crónica del pasado o la trufe de juicios de valor, lo que no debe aceptarse nunca es el falseamiento de la historia. Y resulta paradójico, me decía, que cuanto más cerca estamos de lo que narramos, más peligro corremos de caer en falsedades, bien sea con intención o sin ella.
    Mira, intento decirle yo, siempre creeré que una obra de este tipo debiera ser en todo punto consecuente con la realidad de los hechos y estar alejada tanto del panegírico como del vilipendio, que son productos que ya tienen su ámbito propio. Y más si esta obra ha sido sufragada con dinero público. Por eso, los responsables debieran encargar siempre la redacción de la biografía a una persona imparcial, no proclive a dejarse llevar ni por el exceso de devoción ni por una insana aversión hacia el biografiado. Cosa, al parecer, difícil, porque tratamos de hechos relativamente recientes aún y, por desgracia, no hemos superado las heridas de la guerra civil. A nadie le habrá escandalizado, pienso, lo que se diga de Viriato, si es que aparece en la obra, porque nos queda muy lejos. Pero hablar de Franco, por ejemplo y por desgracia, parece que todavía resulta difícil. Y eso que, según decía Machado en su Juan de Mairena, la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Aunque no debemos olvidar, según continuaba el texto, que mientras Agamenón se manifestaba de acuerdo, el porquero mostraba a las claras su disconformidad.
    Bueno, las calores parece que ya están aquí y hay que ir preparándose para las vacaciones. Por eso le propongo a Zalabardo que, como en años anteriores, cerremos la Agenda hasta la próxima temporada. En esto, compruebo, estamos los dos también de acuerdo.

martes, junio 07, 2011


TODAVÍA NO SE ENTERAN


Hace unos días me encontré a Zalabardo en la Plaza de la Constitución, en una esquina, muy pendiente de los acampados del movimiento 15 M. Le pregunté si había decidido unirse a ellos y me respondió, me pareció percibir en su voz un deje de tristeza, que físicamente no, porque a él ya se le había pasado el arroz para estas cosas, pero que en espíritu, se sentía bastante unido a la esencia de este movimiento de indignación que recorre el país y que parece haberse extendido, como mancha de aceite, por otros lugares.
En un momento de la conversación, me dijo: Tú que estuviste en la Universidad, ¿cómo viviste el mayo del 68? Y tuve que contestarle, para su asombro, que aquí, en España, aquel movimiento ya histórico que conocemos como el mayo francés del 68, igual que otro que tuvo lugar por las mismas fechas, la primavera de Praga, apenas si tuvieron repercusión. Sí se hablaba mucho de todo ello, pero apenas si se pasó de algunos intentos de huelga o de alguna que otra algarada estudiantil, huelgas y algaradas pronta y fuertemente reprimidas por la policía franquista. Recuerdo asambleas de facultad, intentos de tomar la calle, proclamas que pedían unir las quejas estudiantiles a los movimientos obreros; todo quedaba en poca cosa.
Aquí, por contra, tuvieron más eco otros sucesos anteriores, concretamente de 1965. Los movimientos universitarios en solidaridad con las reclamaciones obreras significarían la expulsión de sus cátedras de los catedráticos Enrique Tierno Galván, Agustín García Calvo, que había sido profesor mío en Sevilla, y José Luis López Aranguren, así como la dimisión, en solidaridad con los expulsados, de Antonio Tovar y José María Valverde.
Aquel año de 1968 conoció, sin embargo, dos hechos de muy diferente naturaleza: los primeros atentados de ETA y el recital (el 18 de mayo) de Raimon en la Universidad Complutense de Madrid. Años después, para otro recital madrileño, Raimon compuso una canción, titulada 18 de mayo en la Villa, que recogía la experiencia vivida entonces y en la que se decía: Per unes quantes hores / ens vàrem sentir lliures, / i qui ha sentit la llibertat / té més forces per viure (Durante unas cuantas horas nos sentimos libres y quien ha sentido la libertad tiene más fuerzas para vivir).
Pero pronto volvimos sobre la actualidad de este grito de los indignados que se inició en la Puerta del Sol de Madrid. Me pregunta Zalabardo si he leído su manifiesto. Le respondo que sí y que, salvo algunas cuestiones que parecen un poco utópicas y otras que habría que matizar, considero que recoge peticiones muy puestas en razón: exigencia de unos servicios públicos (educación, sanidad, transportes…) de calidad, supresión de los privilegios de la clase política, lucha contra el desempleo, derecho a la vivienda, control de las entidades bancarias, imposición de una democracia participativa…; en suma, grito contra tanta corrupción como hay en el sistema y queja por la indefensión en que se encuentra el ciudadano normal y corriente. Ya digo, un alto componente de utopía trufada de más de una y más de dos peticiones sobre las que alguien debería reflexionar.
Lo que le duele a Zalabardo es la indolencia y desprecio con que acoge la clase política estos movimientos. Me dice que le sulfura cómo, en los días previos al 22 de mayo, muchos políticos (desde el propio Zapatero hasta el último de los candidatos) decían comprender (que no es igual que entender) todas estas quejas. Incluso Rubalcaba decía que no enviaría a la policía contra ellos porque la policía está para resolver problemas y no para crearlos. Pero ya que han pasado las elecciones y se ha terminado el tiempo de las promesas, el movimiento 15 M es ya algo que molesta; en Barcelona, los mossos cargan contra los acampados y, en Madrid, Esperanza Aguirre pide a Interior que ponga fin a la ocupación de la Puerta del Sol. Y me dice, Zalabardo, no haber oído a ningún político que confiese haber escuchado las reclamaciones de los indignados ni que se muestre dispuesto a debatir sobre ellas. Como si estuviesen esperando a que el movimiento se diluya y acabe de desaparecer.
Y es que los políticos no se enteran. O no quieren enterarse. Parece que va a hacer falta un más amplio movimiento que grite con voz firme hasta qué grado llega la indignación de los ciudadanos y hasta qué punto la ciudadanía está asqueada de estos políticos que no se preocupan sino de sí mismos y que no merecen, la mayoría de ellos, sino una buena patada en el culo.