sábado, abril 27, 2024

LA BOCA, EL PEZ Y EL GANSO

 


Todas las lenguas disponen de unas piezas léxicas que, aunque funcionen con un sentido unitario, están formadas por varias palabras que presentan un grado de fijación formal bastante asentado y que incluso, a veces, llegan a convertirse en una sola palabra que, al menos en apariencia, presenta un significado que nada tiene que ver con las palabras que la forman. Es lo que sucede con locuciones como a troche y moche, ‘de forma disparatada e inconsistentemente’ o ir de la ceca a la meca, ‘moverse de un lado a otro sin sentido claro.

            Ocurre con frecuencia que los elementos de la locución de que tratemos no tienen existencia aparte fuera de ese giro lexicalizado. Le pongo a Zalabardo el ejemplo de a bocajarro. A nadie se le escapa que, en esta locución intervienen boca y jarro. Pero resulta que en nuestra lengua no existe bocajarro como elemento independiente, sino la frase a bocajarro, que puede significar ‘desde muy cerca’, ‘de improviso, repentinamente’ o ‘en contacto con el cuerpo a que se dispara’. Sucede igual con a quemarropa, ‘desde muy cerca’.

            Le señalo a mi amigo que existe un grupo especial de locuciones que reciben el nombre de somáticas, porque, en ellas, el elemento principal es una parte del cuerpo ―ser un manirroto, hacer algo con los ojos cerrados, hacer oídos sordos, comenzar con mal pie…―. Y le llamo la atención sobre la curiosidad de que haya muchísimas locuciones en nuestra lengua que se forman a partir de boca, Lo que ya no sé decirle ―eso exigiría un estudio muy detenido― es si forman o no el grupo más numeroso. Sí es cierto que entre ellas las hay de muy variada naturaleza. Algunas son muy fáciles de entender; por ejemplo, por la boca muere el pez, ‘verse en dificultades por no haber sido prudente al hablar o haberlo hecho de forma desconsiderada’. Igual que el anzuelo es un peligro para el pez, hablar con descuido puede perdernos.

 


           Otras, en cambio, aunque entendamos su contenido, nos resultan extrañas en cuanto a qué las originó. Es lo que ocurre con locuciones ya antiguas cuyo origen se nos escapa; por ejemplo, hablar por boca de ganso. ‘repetir lo que otro ha sugerido’. Algunos han querido explicar la locución con peregrinas argumentaciones: que es decir lo que se ha visto escrito, ya que en tiempos pasados era común escribir con plumas hechas de plumas de ganso; o que es actuar como los gansos, que en cuanto que uno comienza a graznar (o voznar, que así se dice también del sonido bronco de estas aves) todos lo imitan. Lo cierto es que, y el diccionario de Covarrubias, de 1611, ya lo aclara, en la antigüedad, a los ayos o preceptores se los llamaba gansos, por lo que sus alumnos repetían lo que ellos les enseñaban.

            En ocasiones, lo que encontramos son locuciones que, con el tiempo, han ido modificando su sentido o adquirido uno nuevo que podría confundirse con el original. Es lo que sucede con bocabajo y bocarriba ―hoy se prefiere esta forma a la constituida por dos palabras, boca abajo y boca arriba―. Originalmente, la primera significa ‘tendido, con el vientre y la cara mirando al suelo’; y la segunda, ‘tendido, con la espalda tocando el suelo y la cara mirando al cielo’. Sin embargo, el uso ha hecho que la primera también signifique ‘en posición invertida’, o sea, con la cabeza hacia abajo, y la segunda, ‘vertical o mostrando hacia arriba la cara principal de algo’. Es lo que vemos en quedar colgado bocabajo o poner las cartas bocarriba.

            Otras, por su parte, han sido motivo de largas discusiones. Tal ocurre con de boca a boca, que no debe confundirse con el método de respiración boca a boca. La primera locución se refiere a la ‘divulgación de conversaciones y comentarios mediante transmisión oral’. Mantienen algunos que es expresión incorrecta porque no puede considerarse que la boca, emisora, sea a la vez receptora de una transmisión. Dos observaciones hay que hacer, sin embargo. La primera es que algunos suponen una posible influencia del catalán boca-orella, tomada a su vez del francés de bouche à oreille. La segunda, y que sirve para deshacer la confusión, es que la forma más correcta y clásica de nuestra lengua es de boca en boca, expresión con la que quiere señalarse que ‘lo que ha sido dicho por una boca acaba siendo dicho por otras’. Que en nuestra lengua no prevalece la relación emisor-receptor, sino el hecho de que son múltiples los emisores que se hacen eco de lo mismo, parece quedar demostrado con algunas locuciones similares, como estar en boca de todos e incluso la más explícita correr de boca en boca.

 


           La palabra boca la encontramos también en locuciones con las que queremos aludir al carácter de alguien. Así, decimos que habla con la boca pequeña quien dice algo sin convicción o por cumplir. O que le ha hecho la boca un fraile a quien es ‘excesivamente pedigüeño’. No hace más que ‘provocar para que alguien diga lo que desea callar’ quien busca la boca a otro y a quien habla con más extensión y claridad de lo que conviene se le calienta la boca. Por fin, para no alargar, se nos llena la boca de algo cuando hablamos con énfasis de alguien o de algo.

            Y hay muchas más: hacerse la boca agua, pedir por esa boca, partir la boca, meterse en boca de lobo, tener boca blanda, mantener la boca cerrada, hacer boca… Pero por hoy ya es suficiente.

 

sábado, abril 20, 2024

REDES SOCIALES, AMIGOS VIRTUALES Y EDUCACIÓN

«Los hombres de poco genio son como los niños de la escuela, que si se arrojan a escribir sin pauta, en borrones y garabatos desperdician toda la tinta». Esto lo escribía en una de sus Cartas eruditas y curiosas, de 1742, Benito Jerónimo Feijoo, una de las mentes más claras de la cultura española. Por la enorme variedad de temas que trató, algunos consideran a Feijoo anunciador del espíritu enciclopedista, ya que la primera edición de la Encyclopédie apareció en 1751. José María Blanco White, otra pluma notable de nuestras letras y que había sido alumno suyo, pese a que no lo apreciaba demasiado, escribió sin embargo, hacia 1830, en su Autobiografía: «[Feijoo] atacó resueltamente los errores populares con toda la agudeza de su ingenio, que verdaderamente era notable».

           Traigo aquí estas dos citas de tan lejanos como insignes autores ―le digo a Zalabardo― con la intención de mostrar que las redes sociales no son un invento de hoy por mucho que haya cambiado el instrumento de que nos valemos para tomar parte en ellas y la mecánica de su funcionamiento. ¿Qué hacía Feijoo en sus Cartas eruditas y, antes en su Teatro crítico? Algo muy simple: trasladar a quienes lo leyesen ―que en aquellos tiempos no eran tantos― tesis y opiniones de muy diferente índole, unas veces por iniciativa propia y otras en respuesta a las que a él se le dirigían. O sea lo que hacen, o pretenden, muchos de cuantos tienen cuenta de Facebook, de Whatsapp, de Instagram… Feijoo daba su parecer sobre el estado de la ciencia o de la enseñanza en nuestro país, sobre si era adecuado o no usar palabras extranjeras junto a las propias, sobre la elocuencia, sobre cómo terminar con los ladrones, sobre la vida de la corte, sobre cómo prevenir los terremotos, sobre las causas de las enfermedades… Al lector actual que no lo conozca podría extrañarle que, junto a esos temas indicados, metiera mano también a otros que podríamos considerar tan alejados como preocuparse por la técnica de las arañas para pasar de un tejado a otro o, por ejemplo, sobre si hay otros mundos habitados. Pero es que, además, y bien que lo dijo Blanco White, se interesó por denunciar los bulos, los errores nacidos del fanatismo, de la hipocresía o de la ignorancia; es decir, lo que hoy llamamos fakes, posverdades, verdades alternativas…



            Las cartas de Feijoo, las de Blanco White, los ensayos de Montaigne así como los escritos de otros autores, son ejemplos de que, aunque fuesen muy diferentes a las que hoy conocemos, se podía hablar de la existencia de unas redes sociales. La primera diferencia, salta a la vista, la impone que, al no existir internet ni disponer de ordenadores ni teléfonos inteligentes ―ni siquiera había teléfonos― las ideas y opiniones circulaban con bastante lentitud y con escasas probabilidades de convertirse en virales. La segunda viene de la dificultad para publicar un libro o colaborar en una revista; se necesitaba una capacidad económica mayor que la que supone cualquier dispositivo actual. Y la tercera tiene que ver con el elevado índice de analfabetismo y la menor posibilidad de acceder a la información; todo ello explica que cualquier red que imaginemos contaba, por fuerza, con pocos miembros.

            Por lo anteriormente expuesto se entenderá que no se diese tanto la actual vanidad de acumular una porronada de likes ni el engreimiento por contar con un número estratosférico de amigos. Esto último, también hay que decirlo, porque, en aquellos años, la amistad se consideraba algo demasiado valioso como para andar mercadeando con ella. Escribía Montaigne que «El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos reside en la amistad». Y todavía hoy, si consultamos algún diccionario, veremos que la amistad se define como «afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato».

Zalabardo sabe que no me obsesionan demasiado las redes, aunque valoro lo bueno que tienen, como cualquier otro avance en el terreno de la tecnología y del conocimiento, si se usan adecuadamente. Pero creo que no cuesta mucho comprobar que, junto a valiosas publicaciones, aparece en las redes mucha morralla. O sea, aquello que decía Feijoo sobre los faltos de genio que, al escribir sin pauta, toda su tinta la desperdician en borrones y garabatos.

            Tampoco ando mucho curioseando en los contenidos que se cuelgan. Atiendo, eso sí, a amigos que dan a conocer sus pinturas, o sus poemas, a los que me orientan con reseñas de libros, películas o televisión, a los que ponen fotos de sus viajes o sus paseos, a quienes son maestros en el arte de enseñarme, a través del objetivo de sus cámaras, el mundo que me rodea, a quienes comentan la actualidad de modo objetivo y son respetuosos con las personas y la verdad, a aquellos con quienes no tengo otra forma de contactar; de esas personas busco sus publicaciones y siento placer leyéndolas. Pero no me interesan en absoluto los chismorreos, ni quienes toman las redes como tribuna desde la que, impunemente, insultar o lanzar bulos, ni quienes se dedican a atribuir frases no pronunciadas a quienes jamás las dijeron en lugar de poner las propias. Mi amigo sabe cómo aborrezco esos reenviados muchas veces que, por lo común, difunden contenidos de veracidad no contrastada y que incluso pueden llegar a ser dañinos.

 


           Y citaba antes lo de los amigos. Solo me manejo, y con dificultades, en Facebook y WhatsApp. Bueno, y llevo adelante este blog. En Whatsapp, mantengo contacto con un grupo muy reducido de personas, los compañeros de bachillerato y apenas nadie más. Y en Facebook, son muy pocas las personas a las que pido su amistad. No porque tenga nada contra nadie, sino porque me falta lo que de verdad me uniría a ellas, el trato afectuoso y desinteresado para considerar amigo a un desconocido. En consecuencia, también soy remiso a aceptar la petición de amistad de quienes no conozco. Aun así, a veces cedo solo porque quien me hace esa solicitud resulta ser amigo de alguien con quien sí mantengo ese trato afectuoso y desinteresado. Pero antes que esa inverosímil cantidad de amigos virtuales (supuestos, no auténticos), los que valoro es tener amigos reales, que son muy escasos.

            Y lo que ya no es que me moleste más o menos, sino que no soporto, es la mala educación. Cada persona es libre de pensar lo que quiera y de decir lo que le parezca, cuestión que respeto sin que ello signifique que tenga que estar de acuerdo ni con su pensamiento ni con su conducta. Del mismo modo que no creo que el resto de las personas participen de mis opiniones. Frente a quienes solo aceptan su propia opinión y les molesta ser contrariados, traigo aquí otras palabras de Feijoo: «Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como [‘si no’] no pretendiesen sujetar a los demás al mismo yugo. Ellos tienen motivo para hacerlo. La falta de talento los obliga a esa servidumbre».  Pero si a esa falta de talento se une, además, mala educación ―y de esto hay bastante en las redes― mi actitud hacia estos amigos virtuales, que no reales, es simple: los bloqueo. Así, ellos podrán seguir haciendo alarde de su mala educación y de su falta de sentido de lo que sea el respeto. Pero, al menos, yo no tendré que soportarlos.

sábado, abril 13, 2024

LA MANZANA DE LA DISCORDIA

Durante una visita al Museo de Málaga, nos detenemos Zalabardo y yo a contemplar un bello cuadro de Enrique Simonet, El juicio de Paris. El hijo de Príamo, con ropas de pastor y agachado, sostiene en su mano una manzana que duda a cuál de las tres bellas jóvenes que tiene delante dar. Zeus le ha ordenado que sea él quien decida qué diosa, Hera, Atenea o Afrodita merece la manzana de oro que, en mitad de un banquete, lanzó Éride, la Discordia, para premiar a la más bella. Las tres se consideran merecedoras de tal honor y procuran atraerse el interés del joven Paris mediante sobornos: Hera le ofrece poder; Atenea, prudencia y victoria en la batalla; Afrodita, el amor de Helena. Lo que siguió ya se sabe. La larguísima guerra de Troya.

            En ese relato mítico tiene su origen la expresión ser manzana de la discordia con que señalamos a la persona o cosa que se convierte en motivo de enfrentamiento por discrepancia de opiniones. Se pregunta entonces Zalabardo, y no sé si me lo pregunta también a mí, si tal episodio, con ser relevante, es motivo suficiente para que la manzana, rica y apetecible fruta, sea tan mal tratada en el imaginario tradicional. En la conversación, sacamos a relucir manzanas famosas, desde la de Guillermo Tell, que puso en peligro la vida de su propio hijo para dejar constancia de su puntería, hasta la del cuento de Blancanieves.

            Le digo que, en mi opinión, aunque grave fuese armar la de Troya por una manzana, hay que remontarse a mucho más lejos, al principio de los tiempos, para hallar la razón de que sobre la manzana recayese la consideración de ser fruto prohibido. Tanto que sirva para señalar el motivo de una discordia como que se le aplique el triste honor de ser fruta prohibida ha dado paso también a que aparezca en refranes. Quizá el más común sea La manzana podrida pudre a su vecina, con el que se estigmatiza a la persona que ejerce sobre quienes la rodean una influencia negativa de tal naturaleza que acaba rompiendo el buen clima del grupo.


             Para este último caso hay quienes quieren dar una explicación, llamémosla científica, que puede valer hasta cierto punto solo. Se dice que una manzana que se ha pasado pasado en su estado de maduración produce una cantidad excesiva de etileno, hormona que, en forma de gas, la daña a ella y a cuantas estén próximas, que se pudrirán también. Digo que este razonamiento vale solo en parte porque el proceso de maduración y envejecimiento por efecto del etileno se da en todas las frutas y no solo en las manzanas. Lo mismo ocurre con los plátanos, las naranjas, las uvas… ¿Por qué, entonces, el contenido del cesto sufre, en la opinión general, la mala influencia de la manzana podrida y no del limón podrido, pongamos por caso?

            Vuelvo a pedirle a Zalabardo que piense en una razón mucho más antigua para que el fruto prohibido haya de ser la manzana y no otro cualquiera, y nos remontamos al Génesis. Creado el mundo, Dios lleva a Adán al Paraíso, donde había hecho crecer toda clase de árboles hermosos a la vista y de frutos suaves al paladar, aunque también, en el centro de aquella hermosura, colocó el árbol de la ciencia del bien y del mal. Una vez allí, le dijo: «Come si quieres del fruto de todos los árboles del paraíso. Mas del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas; porque en cualquier día que comieres de él, infaliblemente morirás».

            La historia la conocemos. El diablo, en forma de serpiente, tentó a Eva, a la que no solamente incitó a comer del fruto prohibido, sino que la convenció para que se la diese a comer también a Adán. Pero, si leemos cuidadosamente, nos surgirán un montón de dudas. Y es que en cada una de las líneas del Génesis que hablan de este episodio encontramos la palabra fruto, sin que en ninguna se especifique cuál fue el fruto que tan malas consecuencias tuvo para Adán y Eva y todos sus descendientes.



            La clave, de digo a Zalabardo, la tenemos en un curioso error de traducción, o de interpretación. En el siglo IV, el papa Dámaso, preocupado por la variedad de versiones que circulaban de la Biblia, encargó a Jerónimo de Estridón una traducción con la que dar a los textos sagrados, una versión que partiese de las lenguas originales en que se escribieron. El resultado sería lo que conocemos como Vulgata. Este nombre le viene porque las traducciones anteriores, recogidas bajo el nombre de Vetus latina (‘latín antiguo’), no coincidían todas y solían seguir el modelo de los textos en griego que, a su vez, procedían de las versiones hebreas. El trabajo de san Jerónimo consistió en pasar las Escrituras al latín popular, aunque tomando como fuente directa los textos hebreos. El error, puede llamarse así, nace de que, al parecer, san Jerónimo no era experto conocedor de la lengua hebrea. Así, en el episodio del Paraíso en que Adán y Eva contravienen el mandato de Dios, él escribió: Lignus scientiae bonis et mali, ‘árbol de la ciencia del bien y del mal’, traducción problemática porque mali es genitivo tanto del adjetivo malus, ‘malo’ como del sustantivo mālus, ‘manzana’.

            Mucha fue la gente que interpretó que san Jerónimo hablaba de manzana. La Iglesia también fue consciente de ello, pero nunca, ni en aquel momento ni después, se pronunció sobre el caso y eso es lo que ha hecho que la manzana haya sido considerada como el fruto prohibido bíblico.

             En este repaso sobre las manzanas, le digo a Zalabardo que en el imaginario popular no solo las hay malas, sino que pervive otra manzana que, sin tener ningún matiz negativo, sino todo lo contrario, también se sustenta en una historia sujeta a dudas. Es la manzana de Newton. ¿De verdad el ilustre físico descubrió los principios de la gravitación universal al ver cómo una manzana caía de un árbol, mientras él descansaba? Las versiones se contradicen. Mientras unos, por ejemplo William Stukeley, su primer biógrafo, sostienen que fue el propio físico quien contó tal cosa, otros muchos afirman que lo de la manzana es solo una metáfora que utilizó Voltaire para escribir sobre los logros de Newton.

sábado, abril 06, 2024

ESTAR A PARTIR UN PIÑÓN

 


Se lee en Juanita la larga, de Juan Valera, el siguiente párrafo: «El carnicero estaba con don Paco a partir un piñón, y de seguro que, si alguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es los sesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesa sino en la de don Paco.» Si miramos a nuestro alrededor ―le comento a Zalabardo― es fácil ver que el mundo anda tan revuelto que resulta difícil encontrar quienes, por bien avenidos, estén dispuestos a partir un piñón. Basta mirar el mapa del mundo para percibir que más bien se anda a garrotazos. Y si miramos dentro de nuestro patio, igualmente comprobamos que la crispación ha llegado a límites tan sonrojantes que son difíciles de soportar por cualquier persona normal. No es ya que nuestros representantes no estén a partir un piñón, es que andan tozudamente empeñados más en lanzarse piñazos que en otra cosa.

            Y a todo esto ―me pregunta Zalabardo―, ¿qué es y de dónde viene lo de estar a partir un piñón? En el Diccionario de la RAE se dice que es ‘haber unidad de intereses y afectos entre personas’ y, muy frecuentemente, se aplica a parejas de enamorados que se profesan tan íntimo afecto que no les importa compartir lo más pequeño que tengan, por ejemplo un piñón, e incluso, si es preciso, a partirlo con los dientes. Vamos, que vendría a ser algo semejante al Contigo, pan y cebolla o, en cuanto a la afinidad y cercanía, Ser uña y carne.

            La locución, pues, es clara y fácil de entender. Pero pronto, si pensamos en ella, surge una duda: ¿por qué aparece tan tarde? Porque el Diccionario de Autoridades no la recoge y el usual no da cuenta de ella hasta 1884 como ‘haber unidad y estrecha unión entre dos personas’. Algo, pues, debe haber que nos aclare el caso.

            Y la explicación existe. Todo nace de que hay una palabra que un día dejó de emplearse y la gente común, cuando perdió conciencia de tal palabra, la sustituyó por otra que se le parecía y que les servía incluso para crear un nuevo sentido. La palabra es quiñón, del latín quinio, que designa cada una de las cinco partes en que algo se divide. Encuentro esto ―le digo a mi amigo― en el artículo A partir un _iñón, que publicaron en 2014 Eva Liergo e Ignacio Ceballos en la revista Rinconete, del Centro Virtual Cervantes.

 


           Comienzan estos autores dando cuenta de que hay diccionarios de refranes, dichos y proverbios que explican estar a partir un piñón como alusión a los novios que no tienen inconveniente en dividirlo partiéndolo con la boca y que luego, por extensión, se aplica a personas entre las que existe patente armonía. Pero, para desengaño de quienes tal piensan, el dicho es bastante anterior y, en lugar de significar armonía entre personas, podría indicar a veces todo lo contrario.

            Por lo pronto, no es de un piñón de lo que se habla en la forma originaria, sino de un quiñón, que es algo muy diferente. Sostienen Liergo y Ceballos que, en zonas de Castilla, y tal vez otros lugares, las tierras comunales podían ser divididas para su explotación entre varios, que no tenían por qué ser cinco necesariamente. No obstante, la parte más pequeña, ya indivisible, seguía denominándose quiñón. De hecho, en el DLE se define el quiñón como ‘parte que alguien tiene con otros en una cosa productiva, especialmente una tierra, que se reparte para sembrar’.

            De aquí se extrae que el quiñón podía estar compartido por más de una persona. Estas personas, según esto, partían (compartían) un quiñón y no siempre las relaciones tenían por qué ser buenas, sino que en ocasiones surgían disputas a causa del desacuerdo a la hora de explotar ese terreno. La teoría podría sonar algo rebuscada, pero le enseño a Zalabardo el artículo en que se desarrolla la idea para que vea que la interpretación se sustenta en un texto del siglo XIV, el Libro de miseria de omne, obra que se inscribe dentro del llamado mester de clerecía y que es una interpretación bastante libre de otra del siglo XII, De contemptu mundi, compuesta por Lotario de Segni, quien posteriormente sería elegido papa con el nombre de Inocencio III. La estrofa 121 del Libro de miseria de omne dice así:

Onde dize gran verdad el rey sabio Salamón:

«El siervo con su señor no andan bien en acompañón,

ni el pobre con el rico no partirán bien quiñón,

ni será bien segurada oveja con león»



de donde se desprende que dos partirán bien un quiñón solo si entre ellos se entienden; pero que no partirán un quiñón, quienes no hagan buenas migas. Con el tiempo prevaleció la interpretación positiva, estar a partir un piñón, sustituyendo la palabra quiñón por la que se entendía mejor. En incluso, aparecieron locuciones semejantes, como estar a partir de un confite, que compruebo en el Diccionario de americanismos que persiste en países americanos como ‘tener dos personas una relación o asociación estrecha’ ―el peruano Ricardo Palma escribía «En 1822 estábamos a partir de un confite con la Inglaterra»―  y que, en el siglo XIX, Bartolomé José Gallardo, miembro de la Real Academia de la Historia, en carta dirigida a un amigo le daba la enhorabuena «como dos que se quieren bien y muerden en un confite

sábado, marzo 30, 2024

MATALAHÚVA (SOBRE LA NECESIDAD DE LA ORTOGRAFÍA)

 

Zalabardo sabe que colaboro en El pespunte, periódico digital de mi pueblo (Osuna), con un artículo quincenal. José María Pérez Moreno, buen amigo, me comenta que en mi último artículo he escrito matalaúva en lugar de matalahúva. Podría haber recurrido a cualquier justificación, pero he considerado adecuado decirle que tenía razón y que, pese a que hay tres formas posibles de escribir el nombre de esa planta y su semilla ―matalahúva, matalahúga o, sencillamente, anís― no sabría explicar por qué razón   escribí la que él me indica, que es incorrecta.

            Cuento esto porque he leído esta misma semana que el nuevo decreto que se prepara sobre las pruebas de acceso a la Universidad recoge que a los alumnos se les exigirá «coherencia, corrección gramatical, léxica y ortográfica en la redacción de sus textos». Y que los fallos ortográficos y gramaticales se penalizarán con una rebaja de hasta un 10% de la calificación. ¿Qué ha ocurrido para que haya que imponer una norma de ese tipo?

            Mi experiencia de muchos años como profesor ―ya estoy jubilado― me reafirma en la opinión de que nuestro sistema educativo arrastra errores de base. En primaria y secundaria, es la creencia que muchas veces he transmitido a Zalabardo, prima la exigencia de contenidos en detrimento de la formación en habilidades básicas: comprensión lectora, competencia léxica y corrección expresiva, tanto la oral como la escrita. Nunca he entendido que profesores de Matemáticas, o de Filosofía, digan: «Bastante tengo con corregir las cuestiones de mi materia como para preocuparme por la ortografía».

            ¿Resultado? Hemos desembocado en una excesiva relajación culpable de que nuestros alumnos no alcancen la adecuada competencia expresiva y comprensiva: se lee mal, se escribe mal y cuesta entender un texto o exponer oralmente un tema. En otros tiempos, para poder entrar en lo que hoy es primero de secundaria había que superar una prueba consistente en realizar un dictado (sin cometer faltas de ortografía), resolver unas cuestiones de aritmética básica (una división, por ejemplo) y responder a unas preguntas simples (¿qué río pasa por Sevilla?, pongo por caso). Ahora caemos en la paradoja de pretenderlo a la hora de entrar en la Universidad. ¿No parece un poco tarde?

            Sé lo que es la matalahúva, y sé cómo se escribe. Pero al escribir ese artículo fui poco cuidadoso en su revisión y se me escapó ese error que no por ser involuntario deja de ser error. Por eso he considerado pertinente escribir hoy sobre esto. ¿Hasta qué punto es necesaria una ortografía correcta? La lengua es un sistema de signos orales y escritos que una comunidad usa para comunicarse. Y la escritura es el conjunto de símbolos con los que representamos cualquier mensaje o texto y los hacemos perdurables. Gracias a ella conocemos el Código de Hammurabi, la Ilíada, la Divina Comedia, el Quijote


            De los varios tipos de escritura existentes, nos interesa hablar de la alfabética, que es la nuestra y que frente a otras ―como la ideográfica o la silábica― presenta la ventaja de que, con un número reducido de elementos ―nuestro abecedario consta de tan solo 27 letras― se puede construir un número ilimitado de mensajes. De la relación que hay entre las grafías, las letras, y las unidades fónicas, los sonidos, que es una relación arbitraria, se cuida la ortografía, que a su vez es un sistema convencional de normas. Pero no podemos pensar que, por esa convencionalidad, sea una amalgama de reglas sin sentido, sino que es un sistema estructurado que, a la vez que se ocupa de indicarnos cómo se traza cada letra (a, k, π, δ, Б…), nos informa sobre cómo y cuándo se usan, nos orienta sobre la representación de abreviaturas y siglas, cuándo emplear mayúsculas, cómo escribir los extranjerismos adoptados, cómo marcar la acentuación o cómo emplear la puntuación. Ya no es solo cuestión de diferenciar baca/vaca, echo/hecho o poyo/pollo. Es que no es lo mismo escribir ¡Ha venido María! que ¿Ha venido María? Y, por supuesto, de saber que tampoco dicen lo mismo las frases Si quiero lo haré que Sí, quiero; lo haré. Y podríamos seguir poniendo ejemplos.

            La ortografía, que fue tomando cuerpo con el tiempo y que se juzgó imprescindible desde la invención de la imprenta, se ha ido conformando de acuerdo a unos criterios claros. El primero fue el fonológico (intento reproducir la forma de hablar); luego comenzó a imponerse el etimológico (se escribía de acuerdo con la forma de la palabra en su origen); y a ambos se unió el del uso tradicional (escribir siguiendo el ejemplo de los escritores de prestigio). Estos tres criterios son reconocibles todavía en nuestra ortografía, aunque predomina el etimológico.

            Y no deben olvidarse las funciones que la ortografía cumple: por ejemplo, garantiza y facilita la comunicación escrita desde el momento en que todos empleamos un mismo sistema. Garantiza la unidad de representación gráfica uniforme frente a las variantes de pronunciación (la palabra llave la pronuncian de manera distinta un vallisoletano, un cordobés y un rioplatense, aunque los tres la escriban igual). Y es el cauce para evitar una evolución descontrolada y fragmentaria de la lengua (la unidad de nuestra lengua en todo el ámbito hispanohablante es posible gracias a la ortografía).

 


           No es cuestión ―le digo a mi amigo― de ponerse aquí a revisar todas las reglas ortográficas, pero puede servirnos de ejemplo hacer un repaso de uno de los casos más curiosos de nuestra lengua: qué explica que lleven h, que no representa ningún sonido, tantas palabras. Veamos diferentes casos. En el latín primitivo, en honor, hodie, habilis y otras palabras, la h representaba una aspiración que pronto desapareció, aunque se conservó la forma gráfica (por eso, honor, hoy o hábil). Otro grupo de palabras con h proceden de una aspiración de la f- latina (harina < farina, hijo < filium, herir < ferire). La etimología justifica también su presencia en palabras que portan los prefijos hemi- hidro-, hiper- etc., cuya primera vocal, en griego, tenían espíritu áspero (ἠμι, ὐδωρ, ὐπερ), que indica aspiración. Del mismo modo aparece en muchas palabras de origen árabe que tenían un sonido aspirado o de otras lenguas que también la tienen (alcohol, alhaja, haiku, hándicap…). Y, para terminar, llevan h las palabras que comienzan por ue- ua- ui- para indicar que esa u tiene valor vocálico y no el consonántico que también podía tener en latín.

            Pero la ortografía, como toda la lengua en su conjunto, no es inamovible. Así, las reglas se van adaptando y desaparecen formas en que la fonología ha cambiado. Por eso escribimos hoy oscuro y no obscuro, setiembre y no septiembre (esta todavía anda a la gresca) y otras más. Y no han faltado intentos de revisión, e incluso de supresión de la obligatoriedad de las reglas. Ahí están los casos de Andrés Bello, Juan Ramón Jiménez o Gabriel García Márquez. Pero, siendo importantes sus opiniones, no acaban de ser totalmente relevantes. Señal de que la ortografía no es un capricho.

            En fin, que la ortografía, compañera inseparable de la escritura, no solo asegura la correcta comunicación escrita, sino que es un bien social que concede buena imagen a quien la respeta y sanciona a quien la descuida. Por eso sigo sin concebir ―le digo a mi amigo― que a un universitario, o a cualquier persona culta, haya que recordarle la necesidad del conocimiento de las reglas ortográficas.

sábado, marzo 23, 2024

DE POYOS Y DE UEBOS

            Me encuentro a mi buen amigo Zalabardo algo decaído y trato de averiguar qué es lo que le ocurre y cuál es la razón de su pesadumbre. Me mira, duda si hablar y, tras exhalar un hondo suspiro, me dice que ha perdido el ánimo y la fuerza para leer un periódico, ver televisión o escuchar la radio. Le pregunto si es para tanto la cosa y, contrariando su natural comedimiento, me dice: «¿Que si es para tanto? ¡Manda huevos que día tras días, durante mañana, tarde y noche, estemos forzados a soportar los vergonzosos pollos montados por esta gente sin que nadie les pare los pies!»

            Aunque imagino por dónde va, le pido que me aclare de qué gente habla. Y, como me esperaba, se refiere a ese vodevil demasiado frívolo y falto de gracia, sainete más trágico que cómico o esperpento ―no sé qué es más si no es todo a la vez― que no se cansan de representar ―sin que ninguno se sonroje― nuestros políticos y, para mayor inri, en el espacio mismo de Congreso y Senado, lugares en los que debe reinar el respeto, pero a los que despojan de su dignidad con el lenguaje tabernario que se emplea y las poses chulescas que se adoptan.

            Como no tengo una inmediata respuesta, solo acierto a vestir el ropaje de Sancho cuando, dolido de ver a don Quijote morir de melancolía le dijo: «Si es que se muere de pesar […], écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron». Con este cinchar mal querría dar a entender a Zalabardo que esta Agenda, que es suya y amablemente me presta, es tan insuficiente como otros muchos intentos que hay para hacer olvidar a los ciudadanos el vergonzoso berenjenal en que nos tienen metidos un alto número de nuestros políticos ―pues supongo que alguno se salvará de la quema―.

            Dada esa incapacidad, intento separarlo de sus oscuros pensamientos explicándole cuál es el sentido verdadero y cabal de las expresiones por él utilizadas al inicio de nuestra charla: montar un pollo y mandar huevos, ambas muy corrientes en nuestra habla y la segunda incluso juzgada un tanto vulgar. Porque lo curioso del caso ―y en eso apoyo mi intento para sacar a Zalabardo de su tristura adentrándome en esta senda―, es que ni pollo tiene nada que ver con la cría de la gallina ni huevo posee aquí un sentido gastronómico ni aún menos anatómico. Lo cierto es que estamos ante dos ejemplos típicos de expresiones ―que en español no son pocas― creadas sobre el uso de palabras que no significan lo que parece. ¿Las causas? Entre otras razones, que empezamos confundiendo etimologías y acabamos aceptando una ortografía incorrecta.



            Veamos montar un pollo, con la que entendemos que ‘iniciar una discusión, provocar un altercado’. Ya debería llamarnos la atención que uno de los significados de montar es ‘armar, poner en su lugar las piezas de un aparato o máquina’; se monta una maquinaria, un mueble, un espectáculo, un belén… ¿Pero un pollo? La verdad es que no encuentro pruebas concluyentes de su origen y significado. Hay quien habla de viejos circos en que se exhibían gallinas y del alboroto producido entre los espectadores si alguna escapaba de la pista. Hay quien habla del ruido que hacen los animales en las granjas avícolas. Sin embargo, hace dos días, encontré un libro de 2014, Con dos huevos, cuyos autores, Héloïse Guerrier y David Sánchez, se aplican para comentar expresiones que presentan un problema de interpretación semejante al que nos ocupa y a esta le dan un sentido que no encuentro falto de lógica.

            Defienden que la forma original no es montar un pollo, sino montar un poyo. Suenan igual, pero poyo viene de podium mientras que pollo viene de pullus. De podium proceden también podio y pedestal. El poyo es un banco, generalmente de piedra que se coloca arrimado a un muro. Pero también es el banco, podio o pedestal sobre el que se sube quien pretende hacerse ver o dirigir la palabra a una multitud. Tal hábito es muy antiguo, y, entre los ingleses, aún persiste el speakers corner, lugar en que cualquiera puede subirse a un banco o una simple caja, o sea, a un poyo, para hablar a quien quiera escucharlo. La cuestión es que no pocas veces estas alocuciones acaban en discusión entre quienes defienden ideas opuestas. De ahí que quien arma o monta un poyo puede provocar un alboroto entre los circunstantes.

            Lo de manda huevos parece menos complejo. Aunque también aquí se confunde huevo, que viene de ovum, con uebo (o huebos), que procede de opus. El Diccionario Fraseológico de Manuel Seco dice que la expresión se utiliza cuando algo nos parece ‘ser sorprendente o llamativo’. Todo el embrollo nace de que uebos (escrito también huebos) es un término arcaico, casi desaparecido, que subsiste a duras penas en el lenguaje jurídico. Opus significa ‘necesidad’; por tanto, hacer algo por uebos, es hacerlo ‘porque no hay más remedio, porque es necesario’. Fundéu, comentando la expresión, aporta ejemplos del español medieval: ser uebos, ‘ser necesario’; para uebos del monasterio, ‘para las cosas necesarias del monasterio’ y otras semejantes. Ya en los primeros versos del Cantar de Mío Cid Rodrigo dice a Martín Antolínez: «e huebos me serié», es decir, ‘me sería necesario’.

            Fundéu, saca a colación el giro jurídico mandat opus, ‘la necesidad obliga’, para afirmar que el manda huevos actual se aplica cuando ‘siendo algo sorprendente y llamativo, hay que aceptarlo por necesidad, aunque carezca de la misma'. Tal vez Paco Umbral pensara eso al escribir en un  artículo de 1998 sobre el exministro Federico Trillo, que fue quien puso de moda la expresión en nuestra política: «Seguramente, para Trillo mandan huevos muchas cosas de la política, y no solo aquel bodrio».

 

           ¿Qué ha convertido poyo en pollo y uebos (o huebos) en huevos? La costumbre y el desconocimiento del origen de las palabras. Aunque esa costumbre haya sido asumida incluso por la misma RAE.

            Respecto a cómo está el patio de la política, ni Zalabardo ni yo poseemos medios para poner coto a la pobreza oratoria, al gusto por mantener ambientes crispados y a la bajeza moral que exhiben muchos de nuestros políticos. Si acaso, podríamos recomendarles que meditaran las palabras que Cicerón puso en boca de Julio César: «Mi esposa ni siquiera debería estar bajo sospecha», que es lo que realmente dijo y no esas otras apócrifas que tanto se repiten sobre no solo ser honrado, sino parecerlo. Y si César se divorció de Pompeya a causa de aquellas sospechas, muchos de nuestros políticos deberían pensárselo bien, aplicarse la frase real ―y también la apócrifa, por qué no― y renunciar al cargo que ostentan, ya que los verdaderos asuntos de Estado importan más que sus miserias personales, que empiezan a apestar demasiado.

sábado, marzo 16, 2024

HISTORIA DE PALABRAS. DE IDIOTÉS A IDIOTA

 

Me preguntaba Zalabardo el otro día si conocía La cena de los idiotés. Pensé que me preguntaba por La cena de los idiotas, la bastante premiada película de Francis Veber. Pero no, mi amigo me hablaba de un programa de radio. No lo conocía y he indagado para saber de qué va la cosa. Y sí, tras ver algunos programas en YouTube, me ha parecido interesante y buen ejemplo para analizar cómo unas palabras van cambiando su significado con el tiempo hasta acabar teniendo uno muy diferente al original.

        Creo que pocos desconocen que formidable, aunque etimológicamente significa ‘horroroso, que causa pavor’, se emplea hoy como ‘asombroso, fuera de lo común’. O que álgido, que en latín es ‘frío, que hiela’, ha pasado a designar en la actualidad ‘que está en su punto culminante, en su momento de mayor tensión’. Se podrían poner más casos ―bizarro, azafata, siniestro…―, pero le digo a mi amigo que es preferible pararnos a ver cómo idiota ha llegado a ser un adjetivo de sentido muy despectivo con el que señalamos al ‘corto de entendimiento’ y al ‘engreído y fatuo que presume de saber más de lo que sabe’. Sin embargo, cuando la palabra nació tenía un significado muy alejado del actual.

            Rastrear la evolución de idiota ―advierto a Zalabardo― requiere no solo ascender hasta su etimología, sino remontarnos paralelamente a la aparición de la democracia en la antigua Grecia. En el proceso etimológico son bastantes y variados los pasos que hay que dar, aunque aquí procuraremos coger un atajo. La partícula indoeuropea s(w)e es la forma pronominal reflexiva, lo referente al propio sujeto que habla. En latín, sui más caedo, ‘morir’, nos conducen a suicidio ‘matarse a sí mismo’; y más cedō, ‘apartar’, nos proporcionan secesión ‘separarse por propia voluntad’. Antes, en griego, mediante alargamiento y sufijación, *swed-yo- desembocó en ίδιος, ‘propio, personal’, que es la raíz de idioma, pero entendido como ‘lengua propia de una nación por la que sus habitantes se entienden’. También de idiosincrasia, ‘índole y temperamento de cada uno que le permite diferenciarse de los demás.

 

           Hablaba de la necesidad de relacionar esta palabra con la democracia. Ya es el momento. Aristóteles, en su Política, dejó para la posteridad lo de que el hombre es por naturaleza un ser social y que el insocial, lo sea por naturaleza o por azar, es un ser inferior. Y en la Ética a Nicómaco define la convivencia humana como una forma de amistad, el intercambio de palabras y pensamientos, una interrelación. En esa línea, la sociedad griega siempre aceptó que la democracia no funciona sin participación y que todos los ciudadanos deberían estar interesados, y entendidos, en los asuntos públicos. Mantenerse fuera de ese interés y conocimiento de la vida pública era signo de ignorancia, de falta de educación o de desinformación. Pero no debe olvidarse que, en la época a que aludimos, a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros no se les concedía la condición de ciudadanos, lo que los excluía de esa participación.

            Para referirse a estos últimos nació el término ίδιώτης (idiotés, idiotas), que en ningún modo tenía matiz peyorativo, sino que agrupaba a ‘quienes no participan en la vida pública’. Con el tiempo, se dio el caso de que había quienes no participaban porque todo les resultaba indiferente o ‘quienes participaban buscando solo el bien propio, sin importarles las consecuencias que sus actos tendrían para los demás’. Cosa que, le hago notar a mi amigo, no es un invento de nuestro tiempo. A estos se refirió Pericles cuando afirmó que quienes no tomaban parte en los debates y, por tanto, se comportaban como ίδιώτης eran seres inútiles para el sistema. Ya antes, Aristóteles había definido la democracia como un sistema en que ‘los ciudadanos son gobernados y gobiernan por turno’, con lo que quería señalar que toda actuación particular acaba teniendo un reflejo en la comunidad. En ese momento en el que Pericles calificó de idiotas a los que se apartaban o pensaban solo en ellos, comenzó a tener un uso despectivo, aunque todavía no se relacionaría la palabra con el nivel de inteligencia.



            Para eso habrían de pasar muchos años. Así, si consultamos el Diccionario de Autoridades en su tomo de 1734, leemos: «IDIOTA. El ignorante, el que no tiene letras. Unos le derivan de la voz Griega Idioma; y así significa el que solo sabe su lengua sin las letras. Otros le derivan de la voz Griega Idiotis, que quiere decir hombre plebeyo o del vulgo». Habrá que esperar a la aparición de la figura del psicólogo y pedagogo Alfred Binet (1857-1911), quien, estudiando el modo de analizar la capacidad intelectual y experimentando con niños entre 3 y 15 años, creó, con la ayuda del también pedagogo Theodore Simon lo que se llamó Test Binet-Simon para medir la capacidad intelectual. Sería él quien, a falta de otro nombre, aplicaría en esa escala a quienes, pese a su edad, daban un CI por debajo del correspondiente a niños de 3 años, el nombre de idiotas. De hecho, en el Dictionaire de l’Académie Française, de 1878, se definía idiot como ‘dépourvu d’intelligence, stupide, imbécile’, es decir, ‘carente de inteligencia, estúpido, imbécil’.

            Eso explica que nos encontremos con que en el DEL, en la entrada correspondiente a idiota se puede leer: 1. Tonto o corto de entendimiento. 2. Engreído sin fundamento. 4. Que padece idiocia [trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales]». Tras esto, le digo a Zalabardo, que idiotés me parece un buen neologismo, no recogido aún en ningún diccionario, que recupera no solo el sentido originario de la palabra, sino que respeta, a la vez, su forma primitiva.

sábado, marzo 09, 2024

BREVE HISTORIA DE LOS APELLIDOS

 


Basta mirar el diccionario para entender lo que es un apellido: «nombre de familia con que se distinguen las personas». La palabra procede del latín appellitāre, ‘llamar habitualmente a alguien usando el nombre de la familia’. Así pues, un apellido no es otra cosa que un sustantivo, de los llamados patronímicos, ‘nombre del padre’, que sirve para encasillarnos dentro de una familia o linaje concreto.

            Pero le digo a Zalabardo que la cuestión no es tan simple ni responde siempre a lo que con mucha frecuencia se afirma de modo errado. Y es que, pese a lo que tienda a creerse, no en todas las lenguas el elemento que marca la condición de patronímico significa ‘hijo de’. Hay culturas en las que el apellido no existe o es algo irrelevante. En las que lo hay, no en todas funciona de igual manera. Por lo pronto, nosotros, los españoles, presentamos una peculiaridad que nos distingue de casi todo el mundo: utilizamos dos apellidos (el del padre y el de la madre) cuando lo común es que en el resto del mundo se utilice solo uno. En algunos países se puede optar, indistintamente, por emplear el del padre o el de la madre. En otros, la mujer, al casarse, pierde su apellido y pasa a tener automáticamente el del marido. Y se podría seguir, pero no va por ahí el interés de hoy, pues lo que quiero es mostrarle a mi amigo cómo se ha ido conformando el sistema de los apellidos en nuestro país.

            La verdad, le aviso en principio, es que no debe esperarse una rareza excepcional, aunque en algunos aspectos sea cierto que ofrecemos soluciones exclusivas que diferencian a España de otras sociedades. Como suele ser común en el ámbito europeo, en España no empezó a sentirse la necesidad del apellido como elemento identificador de una persona respecto a otras del mismo nombre hasta el siglo IX. Fue entre las clases nobles ―el pueblo llano aún no tenía esa preocupación― donde surgió el deseo de dejar claro el linaje al que uno pertenecía, de qué familia provenía y cuál era su línea genealógica.


            El primer paso no fue muy original que digamos. Al nombre de pila se sumaba el nombre del padre, con la forma del genitivo latino, lo que ya expresa una relación, y a continuación se añadía filius. ‘hijo’. Menéndez Pidal, en su Historia de la lengua española, da cuenta de haber hallado en tierras lejanas pruebas que pueden explicar algo sobre los apellidos españoles. En unos bronces de Ascoli (Italia) se observa una inscripción que menciona a jinetes procedentes de Zaragoza y comarcas próximas que habían participado en la toma de la ciudad. Entre los nombres que aparecen, hay varios que tienen aspecto de ser vascongados, aunque estuviesen latinizados. Por ejemplo, un tal Elandus Enneces filius, es decir, Elando, el hijo de Eneko. Enneces sería, probablemente, una forma primitiva de Ennekez, que es el actual Íñiguez. Esa es la base en que algunos apoyan la tesis de que el sufijo -ez tiene un origen ibérico que se nos ha transmitido desde el País Vasco y Navarra.

            La preocupación por dejar constancia del apellido se generaliza en el siglo IX y, aunque respete el sistema explicado antes, pronto desaparecería el apelativo filius. No es necesario pensar mucho para descubrir que este sistema no resultaba muy efectivo si se quería dejar constancia plena de la línea familiar, porque si bien servía para aclarar la relación generacional entre padre e hijo, era inviable para servir como signo aglutinador del linaje. Porque, según esto, un hijo de Fernando se podría llamar Pedro Fernández; pero el hijo de este se llamaría, digamos, Diego Pérez, con lo que la línea sucesoria, al menos en cuanto al apellido, quedaría pronto rota.


            Eso hizo que en el siglo XII se comenzara a valorar el linaje, valiéndose de los nombres del lugar de origen, del señorío (Alba, Lerma, Aguilar, Lara…) o, incluso, algún apodo (La Cerda, Girón, Pimentel…). Por su parte, el pueblo llano empezó a sentir también deseo de poseer apellido y, no siendo la estirpe cuestión principal, en muchos casos se optaba por utilizar el oficio (Zapatero, Herrero, Platero…), el lugar de residencia (Sevilla, Córdoba, Zaragoza…) o características físicas peculiares (Rubio, Castaño, Chaparro...)

            A esto se unió que, entre los siglos XIV al XVI aparece otro sistema de creación de apellidos. Por un lado, los conversos eran proclives a tomar como apellido el nombre de un santo (San Juan, San Pedro, Santa María…) Y por otro, entre los nobles nació la moda de no usar el apellido patronímico ―derivado del nombre del padre―, sino el de otra persona, por alguna razón especial de afecto, fidelidad, etc., con lo que un hijo de Fernando podría no llamarse Fernández, sino Gutiérrez o López.

            Vemos pues, le indico a mi amigo, que la cuestión es compleja. Tendrá que llegar el siglo XIX para que se imponga un sistema estable. En 1871 se crea el Registro Civil y se hace obligatoria la inscripción de los residentes del país, dando cuenta de sus nombres y apellidos. Pero será una ley de 1889 la que determine que a todo nacido le corresponden dos apellidos, el del padre y el de la madre, por este orden. Y así hemos estado hasta 1999, en que otra ley establece que los padres podrán decidir el orden de los apellidos y que cualquier persona, alcanzada la mayoría de edad, tiene potestad para solicitar la alteración de los apellidos con que consta en el registro.

           De todo este batiburrillo anterior, me interesa que Zalabardo sea conocedor de un error muy repetido. Que así como en algunas lenguas el sufijo -son o ibn significan «hijo de», en español, el sufijo -ez de nuestros apellidos no significa «hijo de» como leemos en muchos lugares. Rodríguez no es ‘hijo de Rodrigo; en realidad, el sufijo -ez tiene un no muy claro origen y, según la tesis que expuse al principio de Menéndez Pidal, no significa nada. Es una pura evolución fonética de una terminación latina que indicaba relación o pertenencia ―el genitivo― que hemos heredado, y tampoco en esto hay certeza, del euskera. De hecho, la Nueva Gramática de la Lengua Española se limita a decir, al hablar de ello, que -ez, entre otros valores, tiene el de ser «un derivado morfológico de los nombres de pila», sin asignarle ningún significado.

            Y como este apunte parece un poco soso, le propongo contarle a Zalabardo un chiste, a lo que mi amigo se opone porque dice que los que cuento son muy malos; hago como que no lo oigo y sigo adelante al proponerle una adivinanza: ¿Cuáles son los apellidos españoles más antiguos? Mi amigo calla y, ante su desinterés, le respondo: Gómez y Pérez, porque, ya en el paraíso terrenal, Dios dijo a Adán: «Si gómez de esta fruta, pérezerás».