sábado, marzo 16, 2024

HISTORIA DE PALABRAS. DE IDIOTÉS A IDIOTA

 

Me preguntaba Zalabardo el otro día si conocía La cena de los idiotés. Pensé que me preguntaba por La cena de los idiotas, la bastante premiada película de Francis Veber. Pero no, mi amigo me hablaba de un programa de radio. No lo conocía y he indagado para saber de qué va la cosa. Y sí, tras ver algunos programas en YouTube, me ha parecido interesante y buen ejemplo para analizar cómo unas palabras van cambiando su significado con el tiempo hasta acabar teniendo uno muy diferente al original.

        Creo que pocos desconocen que formidable, aunque etimológicamente significa ‘horroroso, que causa pavor’, se emplea hoy como ‘asombroso, fuera de lo común’. O que álgido, que en latín es ‘frío, que hiela’, ha pasado a designar en la actualidad ‘que está en su punto culminante, en su momento de mayor tensión’. Se podrían poner más casos ―bizarro, azafata, siniestro…―, pero le digo a mi amigo que es preferible pararnos a ver cómo idiota ha llegado a ser un adjetivo de sentido muy despectivo con el que señalamos al ‘corto de entendimiento’ y al ‘engreído y fatuo que presume de saber más de lo que sabe’. Sin embargo, cuando la palabra nació tenía un significado muy alejado del actual.

            Rastrear la evolución de idiota ―advierto a Zalabardo― requiere no solo ascender hasta su etimología, sino remontarnos paralelamente a la aparición de la democracia en la antigua Grecia. En el proceso etimológico son bastantes y variados los pasos que hay que dar, aunque aquí procuraremos coger un atajo. La partícula indoeuropea s(w)e es la forma pronominal reflexiva, lo referente al propio sujeto que habla. En latín, sui más caedo, ‘morir’, nos conducen a suicidio ‘matarse a sí mismo’; y más cedō, ‘apartar’, nos proporcionan secesión ‘separarse por propia voluntad’. Antes, en griego, mediante alargamiento y sufijación, *swed-yo- desembocó en ίδιος, ‘propio, personal’, que es la raíz de idioma, pero entendido como ‘lengua propia de una nación por la que sus habitantes se entienden’. También de idiosincrasia, ‘índole y temperamento de cada uno que le permite diferenciarse de los demás.

 

           Hablaba de la necesidad de relacionar esta palabra con la democracia. Ya es el momento. Aristóteles, en su Política, dejó para la posteridad lo de que el hombre es por naturaleza un ser social y que el insocial, lo sea por naturaleza o por azar, es un ser inferior. Y en la Ética a Nicómaco define la convivencia humana como una forma de amistad, el intercambio de palabras y pensamientos, una interrelación. En esa línea, la sociedad griega siempre aceptó que la democracia no funciona sin participación y que todos los ciudadanos deberían estar interesados, y entendidos, en los asuntos públicos. Mantenerse fuera de ese interés y conocimiento de la vida pública era signo de ignorancia, de falta de educación o de desinformación. Pero no debe olvidarse que, en la época a que aludimos, a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros no se les concedía la condición de ciudadanos, lo que los excluía de esa participación.

            Para referirse a estos últimos nació el término ίδιώτης (idiotés, idiotas), que en ningún modo tenía matiz peyorativo, sino que agrupaba a ‘quienes no participan en la vida pública’. Con el tiempo, se dio el caso de que había quienes no participaban porque todo les resultaba indiferente o ‘quienes participaban buscando solo el bien propio, sin importarles las consecuencias que sus actos tendrían para los demás’. Cosa que, le hago notar a mi amigo, no es un invento de nuestro tiempo. A estos se refirió Pericles cuando afirmó que quienes no tomaban parte en los debates y, por tanto, se comportaban como ίδιώτης eran seres inútiles para el sistema. Ya antes, Aristóteles había definido la democracia como un sistema en que ‘los ciudadanos son gobernados y gobiernan por turno’, con lo que quería señalar que toda actuación particular acaba teniendo un reflejo en la comunidad. En ese momento en el que Pericles calificó de idiotas a los que se apartaban o pensaban solo en ellos, comenzó a tener un uso despectivo, aunque todavía no se relacionaría la palabra con el nivel de inteligencia.



            Para eso habrían de pasar muchos años. Así, si consultamos el Diccionario de Autoridades en su tomo de 1734, leemos: «IDIOTA. El ignorante, el que no tiene letras. Unos le derivan de la voz Griega Idioma; y así significa el que solo sabe su lengua sin las letras. Otros le derivan de la voz Griega Idiotis, que quiere decir hombre plebeyo o del vulgo». Habrá que esperar a la aparición de la figura del psicólogo y pedagogo Alfred Binet (1857-1911), quien, estudiando el modo de analizar la capacidad intelectual y experimentando con niños entre 3 y 15 años, creó, con la ayuda del también pedagogo Theodore Simon lo que se llamó Test Binet-Simon para medir la capacidad intelectual. Sería él quien, a falta de otro nombre, aplicaría en esa escala a quienes, pese a su edad, daban un CI por debajo del correspondiente a niños de 3 años, el nombre de idiotas. De hecho, en el Dictionaire de l’Académie Française, de 1878, se definía idiot como ‘dépourvu d’intelligence, stupide, imbécile’, es decir, ‘carente de inteligencia, estúpido, imbécil’.

            Eso explica que nos encontremos con que en el DEL, en la entrada correspondiente a idiota se puede leer: 1. Tonto o corto de entendimiento. 2. Engreído sin fundamento. 4. Que padece idiocia [trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales]». Tras esto, le digo a Zalabardo, que idiotés me parece un buen neologismo, no recogido aún en ningún diccionario, que recupera no solo el sentido originario de la palabra, sino que respeta, a la vez, su forma primitiva.

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