domingo, agosto 31, 2014

ISLA, CUADRA, MANZANA



Ensanche de Barcelona. Tomado de jotdwn.es

            ¿Por qué llamamos ‘cama’ a la cama y ‘cómoda’ a la cómoda, si la cama es más ‘cómoda’ que la cómoda? Zalabardo, amigo de los juegos de palabras, me plantea este para ponerme en el aprieto de aclararle por qué, a veces, dudamos sobre el origen de algunas palabras. Y es verdad que, aunque nos revolquemos entre todos los manuales de etimologías, algunas nos dejan más sombras que luces.
            Pero hay otras que, pese a las dudas, permiten que rastreemos en su origen, aunque este no aparezca difuso. Por ejemplo: ¿por qué un conjunto de casas rodeadas de calles es una manzana? La pregunta no me la hace Zalabardo. Aparece formulada en la tercera novela de la serie de Javier Marías Tu rostro mañana. Peter Wheeler, hispanista, catedrático de la Universidad de Oxford, echa en cara al protagonista Jaime Deza que “el español es una lengua en la que con frecuencia ignoráis lo que estáis diciendo”, y le pregunta: “¿Por qué llamáis manzanas a los bloques de edificios entre calles?” Deza reflexiona: “Al parecer, nadie lo sabe, se lo he preguntado hasta a miembros de la Real Academia Española y todos se encogen de hombros sin preocuparse ni avergonzarse”.
            ¿Es verdad que nadie lo sabe? Me queda la duda de si el episodio no es más que uno de esos rasgos humorísticos que Marías deja caer incluso en sus novelas más serias. Y digo esto por lo que se desprenderá de lo que a continuación expongo.
            Ya los romanos empezaron a llamar insulae a las casas grandes de alquiler, con pisos y habitaciones, exentas de cualesquier otras construcciones. A nuestra lengua pasó este término, isla, para designar, como dice Covarrubias, ‘las casas que están edificadas sin que ninguna otra se les pegue, siendo exentas por todas partes’. Nebrija, en su diccionario de 1495, ya cita, sin más, isla de casas. Cervantes habla de las islas de Riarán, en Málaga, como uno de los lugares por los que se movía lo peor de la sociedad de la época. Con el mismo sentido encontramos la palabra cuadra, por la sencilla razón que de estas edificaciones presentaban una forma rectangular. El diccionario de Richard Percival, de 1591, ya recoge quadra de casas. Vemos cómo la metáfora está en la base de estos significados: la falta de unión con nada externo lleva a isla y la forma geométrica nos conduce a cuadra.
 
Plano de Madrid en 1656 de Pedro Texeira
          
Pero resulta que un buen día nos topamos con que tanto isla como cuadra empiezan a ser sustituidas por manzana. La primera mención que encuentro (ojo, no digo que sea la primera que haya) la veo en el Diccionario de Autoridades de 1734. En él se dice que manzana es: 1. ‘fruta redonda y grande…’; 2. ‘Se llamaba en lo antiguo el pomo de la espada’ y 3. ‘se llama también el conjunto de varias casas contiguas, que forman una a modo de isla’. En el caso de manzana/pomo de espada no es difícil ver la metáfora. ¿Pero qué metáfora cabe entre manzana/isla? El texto que adjunta de su aparición en una comedia de Moreto no aporta nada que resuelva la duda.
            Y ahí estamos: ¿Por qué se llama manzana a un conjunto de casas? ¿De verdad se desconoce la razón? Regreso al principio para recordar lo de la posible intención humorística de Javier Marías (que, no lo olvidemos, es académico). Porque resulta que, en una publicación de la RAE (Boletín de la Real Academia Española, tomo 72, n. 255, pp.51-62, del año 1992), aparece el artículo Los dos orígenes de manzana ‘bloque de casas’, de Juan Ramón Lodares. No he podido acceder a él, aunque he conocido su contenido gracias a la página www.hispanoteca.eu de Justo Fernández López.
            Procurando ser breve, expongo las dos teorías. La primera remonta su origen al francés maçon, ‘albañil’; dicha lengua dispone de maçoune, maçonne, maçonneis y otras, (todas relacionadas con la construcción, y el español tuvo mazonero, ‘albañil que hacía el trabajo de yeso y más fácil, frente al del cantero’, mazonado, ‘lienzo de muralla almohadillado’, mazonería, ‘obra de albañilería’ y mazonar, ‘realizar obras de albañilería’ (además de masón y masonería). Por etimología popular o por ultracorrección, maçonne, o un término similar, pudo muy bien convertirse en manzana.
            La otra teoría, semejante, piensa en el también francés maison, ‘casa’. El proceso es el siguiente: del término galo surgieron los castellanos maisón y mesón que significaban tanto ‘convento’ como ‘casa o alojamiento’, así como menaje, mesnada y otros que nos desviarían del intento actual. Pero, y tendríamos que hacer un inciso, debemos acudir a otra fuente. En el blogs.20minutos.es, de 13 de marzo de 2014, se atribuye el origen de manzana al urbanista Ildefonso Cerdà (1815-1876), autor del llamado plan Cerdà para la urbanización del Ensanche de Barcelona.
            El trabajo que cito mantiene que Cerdà se inspiró en la estructura urbanística de raíz medieval llamada manso (del latín mansus, ‘finca, villa’), que era una agrupación de tierras cedidas por un señor a las que rodeaban las casas de los siervos que la trabajaban. Por esta razón, Cerdà llamó a la disposición del entramado de bloques y calles del ensanche mansana. Eso supondría que manzana es un préstamo del catalán. Relacionadas con manso están también las palabras catalanas mas y masía o las castellanas masada, ‘casa de labor’ o masovero, ‘que vive en la masada’. La única pega que veo para aceptar esta última versión es que Cerdà vivió en el siglo xix y el Diccionario de Autoridades es de 1734.
Plaza Charles De Gaulle. Tomado de Google Earth
            Le digo a Zalabardo que de todo lo anterior saco una conclusión muy simple: que no es que ignoremos por qué se le llama manzana al conjunto de casas, sino que el diccionario, los diccionarios en general, están confundidos en este asunto. Porque al meter en el mismo saco (en el mismo artículo) a la fruta y al bloque de casas dan por seguro que se trata de un asunto de polisemia, es decir una palabra que, por razones diferentes va ampliando su número de significados. Frente a esto (y la teoría no es mía), la verdad parece ser que lo que tenemos delante es un asunto de homonimia, es decir, que dos o más palabras de origen y significado diferentes han venido a coincidir en su forma. Para que quede claro: manzana (del latín mattiana), ‘fruta’ y ‘pomo de espada’ es un caso de polisemia. Pero manzana (del latín mattiana), ‘fruta’ y manzana (sea del francés maçon o maison, o del catalán mansana), ‘casa o agrupación de ellas’ es un caso de homonimia y así debería quedar reflejado en los diccionarios, empezando por el de la Academia.
            Por lo tanto, Javier Marías (o su personaje Jaime Deza) podría decirle al catedrático Wheeler, aunque sea de Oxford, que los españoles no somos tan ignorantes respecto a nuestra lengua.

domingo, agosto 24, 2014

FAMOSOS SÍ, ¿PERO CÉLEBRES?



Belén Esteban

            Hace apenas quince días que hablaba con Zalabardo sobre quiénes deben asumir las culpas de que se impongan y extiendan malos usos del lenguaje. Desconocía mientras escribía que tenía a mano un ejemplo inestimable para ilustrar mi tesis: un artículo de Boris Izaguirre titulado Epidemias y ‘dress code’ plagado de anglicismos reprobables, por innecesarios.
            El primero de todos, ese dress code, que repetía hasta ocho veces y sobre el que se preguntaba, no sé con qué intención “¿Tiene traducción castellana?” No hace falta saber mucho inglés, Zalabardo y yo estamos en ese grupo, para responder afirmativamente. La consulta del más básico diccionario de esa lengua nos da la respuesta: código de vestuario. Y una superficial búsqueda en Internet nos lo corrobora. Incluso hay un diccionario en línea, www.linguee.es, que nos permite elegir: código de vestimenta, forma de vestir apropiada, normas de etiqueta y norma de vestir. ¿Es que acaso Izaguirre desconoce lo que es en español etiqueta y la tendencia, por cierto nada moderna, aunque ahora actualizada, de que haya empresas, instituciones, celebraciones, etc., que sugieren o exigen a sus empleados o asistentes una determinada forma de vestir, una norma de vestuario?
            Pero no paramos ahí. A ese dress code acompañan otros anglicismos igualmente repudiables: selfie (en lugar de autofoto), tweet (por tuiteo o, simplemente, tuit) y swing, empleado para indicar la ‘capacidad de una persona para comportarse con soltura en un ambiente determinado’, que podría sustituirse por moverse o soltura (según lo usemos como verbo o como sustantivo). Si queremos una expresión más larga, disponemos de moverse con soltura o el castizo sentirse como pez en el agua.
Alexander Fleming
          
Pero le señalo a Zalabardo que, en el mismo artículo, se deslizan otros términos tan peligrosos o más que los anteriores y que casi pasan desapercibidos. Por ejemplo, celebridad, utilizado para designar a la ‘persona de la que se habla mucho o que aparece con frecuencia en ciertos actos’. La palabra tiene, sin duda, una larga historia en nuestra lengua; solo que en el artículo aparece como un calco del inglés celebrity (calco al que se unen muchos medios de comunicación que abusan tanto de ella como del plural celebrities para referirse a lo que en nuestro idioma se ha designado siempre como famoso).
            Porque, veamos, ¿es igual célebre (o celebridad) que famoso? Si acudimos al DRAE, y otros diccionarios, tendríamos que decir que sí. Pero a nadie se le oculta que los sinónimos exactos son difíciles de encontrar, que casi siempre hay un matiz que diferencia a una palabra de otra. Por ejemplo, el Diccionario del Español Actual de Manuel Seco nos dice que famoso es quien ‘tiene fama’, al tiempo que define fama como ‘condición de ser conocido por mucha gente’; por su parte, célebre es la ‘persona o cosa muy conocida por ser citada o recordada con frecuencia’. Pero no obviemos que, hablando de célebre, dice, además, que es conocida ‘por sus hechos dignos de admiración’. A esto, podemos añadir que María Moliner define celebrar, de donde procede célebre, como ‘alabar a alguien o algo o ponderar una buena cualidad’.
Kiko Rivera
            Pero si acaso los diccionarios modernos nos dejaran ciertas dudas sobre si célebre y famoso son sinónimos de verdad, alguno más antiguo, el Tesoro de la lengua castellana, de Covarrubias, nos las despeja. El conquense, en 1611, decía que fama es ‘todo aquello que de uno se divulga, ora sea bueno ora malo; y así decimos Fulano es hombre de buena fama o de mala fama’. Por si no fuera suficiente, continúa: famoso es ‘aquel a quien ha divulgado y publicado la fama’. Como ejemplos, entre otros, ofrece hombre famoso (positivo) y bellaco famoso (negativo).
Virginia Woolf
            ¿Y qué dice de célebre? Empieza, como en el caso anterior, por la palabra de la que se deriva, afirmando que celebrar es ‘engrandecer y exagerar alguna cosa que se ha hecho o dicho’. De ahí que célebre sea ‘notable y digno de ser celebrado’.
            De esa lectura, concluimos Zalabardo y yo que no siempre es bueno ser famoso, aunque en cualquier momento aceptaríamos ser célebres. Pues si lo primero puede ser bueno o malo, lo segundo siempre es bueno.
            Vayamos a ejemplos de andar por casa para entendernos: Alexander Fleming y Belén Esteban, por coger dos nombres al azar, coinciden en ser famosos ya que ambos son conocidos y nombrados. Pero Fleming es, además, célebre por sus descubrimientos, mientras que aún nos queda la duda de que el mero hecho de aparecer en programas de cotilleo sea algo digno de admiración o alabanza. ¿A cuántas personas, o parejas, podemos acudir para discernir qué es la fama y qué la celebridad?
Marie y Pierre Curie
            Concluyo. ¿Hay quien no conozca a Boris Izaguirre? ¿Negaremos que es famoso? ¿Necesita para serlo más presumir de su amplio dominio de la lengua inglesa, hasta el punto de dar la impresión de que la materna le queda corta? Muchos de los que lo leen o lo escuchan imitan sus giros y sus palabras. Como muchos imitan a Belén Esteban y otros famosos de su clase. Esa es la mala influencia de la que yo pretendía hablar el otro día. Mala influencia suya y de los medios que conceden un espacio a artículos como el de Izaguirre o a intervenciones como la de Belén Esteban. Porque, ¿me negará alguien que las celebridades procuran pasar con menos ruido que los famosos?
Rosa Benito y Salvador Mohedano
            Y, para que nadie me interprete mal, quiero dejar sentado que Boris Izaguirre me parece una persona culta, con una esmerada preparación y unas dotes bastantes estimables como escritor, aunque, a veces, como aquí, se exceda.
            Lo que sucede, ya se lo dije en una ocasión a Zalabardo, es que cada día proliferan más los eruditos a la violeta, es decir, personas que, aparentando poseer gran cultura, no tienen más que culturilla, algunos ni eso, y no pierden ocasión de mostrarse cursis y afectados, pues aunque acierten con el dress code, perdón, el vestuario adecuado, apenas si saben escribir la o con un canuto. Esos son los que más daño hacen.

domingo, agosto 17, 2014

MUERTOS DÍSCOLOS



            ¿Cuántas veces se plantea uno preguntas para las que no hay respuesta? O, si las hay, carecemos de ellas. Cuando me encuentra en una de estas situaciones, Zalabardo se burla de mí porque dice que soy demasiado quisquilloso, incluso me llama pusilánime, pues me acusa de ahogarme en un vaso de agua. Viéndome sumido en una de estas cavilaciones de las que hablo, se ríe y dice: “Con la de problemas graves que hay ¿no se te ocurre preocuparte más que de eso?”
            La última vez en que me dejé atrapar por semejante estado, la pregunta que me hacía, la verdad es que se la hice a él, fue la siguiente: “¿Qué es más común, que la vida imite a la literatura o lo contrario?” Su respuesta me dejó sin habla. “¿A mí me lo vas a preguntar? ¡Vete a escardar cebollinos!”
            Total, todo era porque habíamos leído, y comentábamos, una curiosa noticia aparecida en la prensa: Un ciudadano portugués llamado Florindo Beja lleva dieciocho años sentado ante la Fiscalía General de Lisboa reivindicando que la justicia reconozca que él no ha muerto, que está vivito y coleando. Todo tiene su origen, según Florindo, en las malas artes empleadas por dos hermanos suyos, uno notario y otro juez, que se aliaron en 1964 para declararlo muerto y apoderarse alevosamente de sus bienes, valorados en más de ocho millones de escudos de la época.
            Cuando se habla de muertos que están vivos, vivos que quisieran estar muertos, muertos que se resisten a serlo y vivos que suspiran por morir, no se sabe quién cobra ventaja a la hora de crear historias interesantes, la realidad o la ficción. Y nos ponemos, Zalabardo y yo, a recuperar en la memoria, historias de muertos extraordinarios, de muertos vivos y lo contrario. Empiezo yo mencionándole el bellísimo cuento de García Márquez titulado El ahogado más hermoso del mundo, en el que unos niños —¿cómo de triste debería ser la vida en su pueblo?— que encuentran el cadáver de un ahogado, juegan con él hasta que los hombres los descubren, y las mujeres lo adoptan como muerto propio —aun siendo extraño—, tanto que le ponen el nombre de Esteban. Al final, incluso los marinos que navegan frente a sus costas dicen: “Ese es el pueblo de Esteban”. En el conflicto que vive este portugués, su mismo nombre, Florindo, es apropiado para protagonizar un cuento como el del colombiano.
            De inmediato, la memoria juega así, enlazando unas cosas con otras, le cuento a mi amigo otra historia, esta real. Ante la ventanilla de un banco, una pobre mujer, mayor, rondando los ochenta años, debatía inútilmente con el desaprensivo empleado que la atendía: “Le repito, señora —decía este—, que, si no me trae una fe de vida, no puedo darle dinero de su cuenta”. “¿Y para qué hace falta una fe de vida —se quejaba la pobre mujer— si ya ve usted que no estoy muerta, que hablo con usted, que le enseño ni carné y que traigo mi cartilla con las últimas anotaciones?” “Pues porque aquí en el ordenador —insistía implacable aquel berzotas— me sale que usted está muerta”. “¿Y qué sabe ese cacharro de mi vida o de mi muerte o de si yo me quiero morir o no?” Y la mujer hubo de irse sin su dinero, pese a las protestas de otros clientes, yo entre ellos, a buscar quien certificase que aún pertenecía al mundo de los vivos.
            Zalabardo recuerda entonces otra historia, también real, sucedida en su pueblo. Había un fotógrafo, llamado Pepe Ruiz, que no podía ser hombre más amable y atento con todo el mundo. Llegado el día de los inocentes, a un gracioso, nunca se supo quién había sido, no se le ocurrió otra broma que la de incluir en el diario ABC, el que más se leía entonces en el pueblo, la esquela que informaba de su fallecimiento. Como era hombre tan querido, su casa no tardó en llenarse de personas deseosas de dar el pésame a la familia. Es de ver la desagradable sorpresa de aquel buen hombre y de cuantos acudían a su casa. El pobre se pasó todo el día paseando y visitando todos los rincones del pueblo repitiendo como un mantra una única frase: “¡Que no me he muerto, que estoy vivo!”
            Me recuerda este episodio uno de aquellos hilarantes monólogos de Gila. Contando las bromas de los pueblos, contraponía dos actitudes diferentes: la de un hombre que, tras morir su hijo electrocutado porque le dijeron que los cables de la luz eran los de tender la ropa, dijo: “¡Me habéis dejado sin hijo, pero me he reído más…!”; y la de la esposa del farmacéutico, a la que recriminaron cuando se quejó de la muerte de su esposo a cuenta de una broma: “¡Pues si no sabéis aceptar una broma, podríais vivir en otro pueblo!”
            En El difunto Matías Pascal, novela de Luigi Pirandello, se cuenta la historia de un hombre que lleva una vida anodina a quien le sobrevienen de golpe dos circunstancias inesperadas: gana una exorbitante cantidad de dinero en el juego, por un lado, y aparece un cadáver al que confunden con él, por otro. En ello ve la oportunidad de dar un giro a su vida. Se crea una nueva personalidad y escapa de la miserable existencia que llevaba. Pero, al final, la realidad se impone: ¿es posible dejar de ser quienes somos? Lo malo es que recuperar la identidad perdida, volver al mundo de los vivos después de haber sido dado por muerto, no es tan fácil. Como no lo era para la pobre mujer que vi en el banco. ¿Cómo se demuestra, en esta época nuestra, que uno está vivo si un ordenador se empeña en mantener que estás muerto?
            ¿Qué historia es más creíble —le pregunto a Zalabardo—, la de Esteban, el ahogado encontrado en el cuento de García Márquez, la de Matías Pascal, la de Florindo Beja, la del fotógrafo de tu pueblo o la de los habitantes del pueblo de Gila?
            Toda esta mezcla de historias, le digo a Zalabardo, lo que en realidad me provoca es una honda angustia: que seamos presos de la ilusión de creer que estamos vivos cuando en realidad ya estamos muertos. Y que no seamos capaces de demostrar ni una cosa ni la otra.