¿Cuántas veces se plantea uno
preguntas para las que no hay respuesta? O, si las hay, carecemos de ellas.
Cuando me encuentra en una de estas situaciones, Zalabardo se burla de mí
porque dice que soy demasiado quisquilloso, incluso me llama pusilánime, pues
me acusa de ahogarme en un vaso de agua. Viéndome sumido en una de estas cavilaciones
de las que hablo, se ríe y dice: “Con la de problemas graves que hay ¿no se te
ocurre preocuparte más que de eso?”
La última vez en que me dejé atrapar
por semejante estado, la pregunta que me hacía, la verdad es que se la hice a
él, fue la siguiente: “¿Qué es más común, que la vida imite a la literatura o lo
contrario?” Su respuesta me dejó sin habla. “¿A mí me lo vas a preguntar? ¡Vete
a escardar cebollinos!”
Total, todo era porque habíamos
leído, y comentábamos, una curiosa noticia aparecida en la prensa: Un ciudadano
portugués llamado Florindo Beja
lleva dieciocho años sentado ante la Fiscalía General de Lisboa reivindicando
que la justicia reconozca que él no ha muerto, que está vivito y coleando. Todo
tiene su origen, según Florindo, en
las malas artes empleadas por dos hermanos suyos, uno notario y otro juez, que
se aliaron en 1964 para declararlo muerto y apoderarse alevosamente de sus
bienes, valorados en más de ocho millones de escudos de la época.
Cuando se habla de muertos que están
vivos, vivos que quisieran estar muertos, muertos que se resisten a serlo y
vivos que suspiran por morir, no se sabe quién cobra ventaja a la hora de crear
historias interesantes, la realidad o la ficción. Y nos ponemos, Zalabardo y
yo, a recuperar en la memoria, historias de muertos extraordinarios, de muertos
vivos y lo contrario. Empiezo yo mencionándole el bellísimo cuento de García Márquez titulado El
ahogado más hermoso del mundo, en el que unos niños —¿cómo de triste debería
ser la vida en su pueblo?— que encuentran el cadáver de un ahogado, juegan con él
hasta que los hombres los descubren, y las mujeres lo adoptan como muerto propio
—aun siendo extraño—, tanto que le ponen el nombre de Esteban. Al final, incluso
los marinos que navegan frente a sus costas dicen: “Ese es el pueblo de
Esteban”. En el conflicto que vive este portugués, su mismo nombre, Florindo, es apropiado para protagonizar
un cuento como el del colombiano.
De inmediato, la memoria juega así,
enlazando unas cosas con otras, le cuento a mi amigo otra historia, esta real.
Ante la ventanilla de un banco, una pobre mujer, mayor, rondando los ochenta
años, debatía inútilmente con el desaprensivo empleado que la atendía: “Le
repito, señora —decía este—, que, si no me trae una fe de vida, no puedo darle
dinero de su cuenta”. “¿Y para qué hace falta una fe de vida —se quejaba la
pobre mujer— si ya ve usted que no estoy muerta, que hablo con usted, que le enseño
ni carné y que traigo mi cartilla con las últimas anotaciones?” “Pues porque
aquí en el ordenador —insistía implacable aquel berzotas— me sale que usted
está muerta”. “¿Y qué sabe ese cacharro de mi vida o de mi muerte o de si yo me
quiero morir o no?” Y la mujer hubo de irse sin su dinero, pese a las protestas
de otros clientes, yo entre ellos, a buscar quien certificase que aún
pertenecía al mundo de los vivos.
Zalabardo recuerda entonces otra
historia, también real, sucedida en su pueblo. Había un fotógrafo, llamado Pepe Ruiz, que no podía ser hombre más
amable y atento con todo el mundo. Llegado el día de los inocentes, a un
gracioso, nunca se supo quién había sido, no se le ocurrió otra broma que la de
incluir en el diario ABC, el que más se leía entonces en
el pueblo, la esquela que informaba de su fallecimiento. Como era hombre tan
querido, su casa no tardó en llenarse de personas deseosas de dar el pésame a
la familia. Es de ver la desagradable sorpresa de aquel buen hombre y de
cuantos acudían a su casa. El pobre se pasó todo el día paseando y visitando
todos los rincones del pueblo repitiendo como un mantra una única frase: “¡Que
no me he muerto, que estoy vivo!”
Me recuerda este episodio uno de
aquellos hilarantes monólogos de Gila.
Contando las bromas de los pueblos, contraponía dos actitudes diferentes: la de
un hombre que, tras morir su hijo electrocutado porque le dijeron que los
cables de la luz eran los de tender la ropa, dijo: “¡Me habéis dejado sin hijo,
pero me he reído más…!”; y la de la esposa del farmacéutico, a la que
recriminaron cuando se quejó de la muerte de su esposo a cuenta de una broma:
“¡Pues si no sabéis aceptar una broma, podríais vivir en otro pueblo!”
En El difunto Matías Pascal,
novela de Luigi Pirandello, se
cuenta la historia de un hombre que lleva una vida anodina a quien le
sobrevienen de golpe dos circunstancias inesperadas: gana una exorbitante
cantidad de dinero en el juego, por un lado, y aparece un cadáver al que
confunden con él, por otro. En ello ve la oportunidad de dar un giro a su vida.
Se crea una nueva personalidad y escapa de la miserable existencia que llevaba.
Pero, al final, la realidad se impone: ¿es posible dejar de ser quienes somos? Lo malo es que recuperar la identidad perdida, volver al mundo de los vivos después de haber
sido dado por muerto, no es tan fácil. Como no lo era para la pobre mujer que
vi en el banco. ¿Cómo se demuestra, en esta época nuestra, que uno está vivo si
un ordenador se empeña en mantener que estás muerto?
¿Qué historia es más creíble —le
pregunto a Zalabardo—, la de Esteban, el ahogado encontrado en el
cuento de García Márquez, la de Matías
Pascal, la de Florindo Beja,
la del fotógrafo de tu pueblo o la de los habitantes del pueblo de Gila?
Toda esta mezcla de historias, le
digo a Zalabardo, lo que en realidad me provoca es una honda angustia: que seamos presos de la ilusión de creer que estamos vivos cuando en realidad ya estamos
muertos. Y que no seamos capaces de demostrar ni una cosa ni la otra.
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