sábado, noviembre 27, 2021

UNA FELIZ REUNIÓN, LA JICÁ Y ALGO DE REFRANES

 


25 de noviembre, día de santa Catalina. Ocho personas reunidas en torno a una mesa bien surtida; amigos entrañables, compañeros de bachillerato, hace la friolera de 60 años, en el instituto Francisco Rodríguez Marín, de Osuna. Zalabardo no estaba presente, lo conocí mucho después. Pero le conté cómo discurrió la reunión. Que Pepa Márquez, ocurrente donde las haya y preciada arca que guarda el tesoro de tantas palabras que ya la gente va olvidando, es posiblemente la única del grupo capaz de hacer callar a Pérez Moreno. Bueno, esto también lo consigue Pelayo, pero pudo asistir.

Pues a lo que iba: Pepa Márquez pidió a alguien que le buscara en su bolso una guita y tirara de ella. La tal guita era el cordón del que pendía su teléfono. «¡Mira que decir guita, Pepa…!», le dijeron, a lo que Pepa respondió: ¿Qué quieres, que diga una jicá?». Ante la extrañeza de algunos, hubo de añadir: «¿De verdad no sabéis lo que es una jicá?». Bastantes habían olvidado que la jicá (o el jicá) es el hiscal castellano, una cuerda hecha de esparto. Yo lo recordaba porque, aunque hace 50 años que falto del pueblo, frente a mi casa de calle Sor Ángela de la Cruz, había una espartería y todavía hoy, poco más abajo, sigue habiendo una taberna de exquisitas tapas llamada Jicales.

            Todo esto se lo cuento a Zalabardo porque Francisco Rodríguez Marín (1855-1943), erudito, lexicógrafo, paremiólogo, cervantista y folclorista insigne nacido en nuestro pueblo, escribió en 1894 un opúsculo titulado Cien refranes andaluces de meteorología, cronología, agricultura y economía rural. Igual que Pepa siente que se pierdan palabras «que se han dicho toda la vida de Dios», en el prólogo de ese librito, dedicado a Micrófilo, seudónimo de su amigo Juan Antonio de Torre Salvador, otro ilustre folclorista, nacido en Guadalcanal, mi paisano se quejaba del escaso interés de los estudiosos en el folclore popular. Por suerte, la semilla que plantaron Demófilo, padre de los Machado, Micrófilo y mi admirado Bachiller Francisco de Osuna, acabó por prender en los estirados especialistas.

            Define Susana Panizo el refrán como una creación del pueblo con germen en un dicho individual fundado en la observación reiterada por la repetición de un trabajo. Apoyados en creencias y en formas de pensar antiguas, es manifestación de la sabiduría de la experiencia y la conciencia popular acaba por concederle la condición de cierto e infalible. Aunque de antigüedad muy remota, los refranes no se estudian sistemáticamente hasta el siglo XIX. Y precisamente Rodríguez Marín fue uno de sus iniciadores.

            De los que recoge este librito quiero dar cuenta aquí de algunos, comenzando por los él considera propios de Osuna:

            Cuando el sol se pone cubierto en jueves, a los tres días llueve.

            Cuando solano llueve, las piedras mueve.  (Por la fuerza con que cae el agua).

            Si la Gomera se toca, ¡aguárdate, poca ropa! (Si las nubes cubren este cerro, cercano al pueblo, lloverá casi con seguridad).

            Vaca esoyá (desollada) al levante, agua al instante. (Esa «vaca» es el nombre que se da a una nube que se aprecia en el horizonte con forma de faja colorada).


            En otro grupo reúno, en honor de Pepa Márquez, los que presentan palabras que a ella le gustan, o que no son comunes, o que se presentan en su forma popular:

            Cuando el serrojillo canta, agua lleva en la garganta. (El serrojillo es un pájaro llamado en otros lugares herreruelo).

            Dámelas escansás (descansadas) y no me las des alabás (alabadas). (Una tierra mediana tenida en barbecho produce más que otra mejor sometida a sementeras seguidas).

            Entre la grama y el lastón, se cría el buen melón (La grama y el lastón, gramíneas, vienen bien a los melonares, que requieren zonas soleadas, sin árboles).

            Años de pitones, año de montones (la abundancia de pitones, inflorescencias de las pitas, anuncia buena cosecha).

            El mugrón, con el cencerrón. (Enterrar el mugrón, sarmiento del que brotará una nueva planta, debe hacerse antes de la recogida de los cencerrones, pequeños racimos que van dejando atrás los vendimiadores).

            El que ha de arañar, no ha de volver la cara atrás. (El daño que pudiera hacer la rastra se compensa con el beneficio posterior de esta labor).

            Labrador chuchero, nunca buen apero. (Se dice de quien se dedica a la caza de la perdiz, chuchero, olvidando el trabajo).


            Por no cansar, quiero citar otros, los últimos que pondré, que, aunque de origen campesino, admiten una interpretación social más amplia:

           Abriles y señores, pocos hay que no sean traidores. (Por lo cambiante del clima abrileño y la exigencia de los amos a quienes se sirve).

            Cuando las hormigas se quieren perder, alas le han de nacer. (Aviso contra la ambición. Lo que parece un bien, el vuelo, puede convertirse en daño, por el peligro de ser presas fáciles para las aves)

            Más vale cagarruta de oveja que bendición de obispo. (La tierra produce más con abonos y cuidados que con rezos y deseos).

            Río, rey y religión, tres malos vecinos son. (Las avenidas de un río destrozan la cosecha; los privilegios e influencias de los poderosos empobrecen al campesino).

            El mozo y el gallo, un año; porque, al año, el gallo se pone duro y el mozo se pone chulo.

            Si Pepa estuviese aquí, diría: «¡Ese último lo dijo por Pérez Moreno!». Pero os aseguro que no. Le explico a Zalabardo que nuestro buen amigo José María, como aquella Jessica Rabbit de la película, no es malo, sino que lo han pintado así. Y Zalabardo me pide que, ya que él no pudo disfrutar de esa reunión, lo deje al menos cerrar el apunte con un refrán que, aunque no lo recoja Rodríguez Marín, no desentona con los suyos: Por santa Catalina, coge tu oliva. Y la vieja que lo decía, cogida la tenía.

domingo, noviembre 21, 2021

EL ANÁLISIS COMO ANTÍDOTO

 


En la última novela de Garriga Vela, Horas muertas, uno de los personajes dice a otro (ambos son guionistas de series de televisión) que «no era aconsejable obligar al espectador a cavilar después de cada frase porque entonces la visión se obstruía y cambiaba de canal».

            Zalabardo y yo cada día huimos más de ese tipo de televisión en el que todo es vértigo, celeridad, chabacanería, predominio de una imagen, la que sea, que impacte aunque no diga nada; esa televisión atiborrada de ruido y confusión en la que se persigue hacer adictos a un programa antes que espectadores críticos, esa televisión que sitúa el burdo espectáculo por encima de la verdad esclarecedora.

            Nos ha surgido hablar de este tema porque leemos, no sin cierto estupor, que el Ministerio de Igualdad y la Delegación del Gobierno en Madrid, premian a dos profesionales de la televisión, Ana Isabel Peces y Carlota Corredera por su trabajo en una docuserie sobre los conflictos familiares de Rocío Carrasco. En principio, nada tengo que alegar contra la valía profesional de estas dos profesionales. Sin embargo, nos extraña mucho que se justifique el premio con el argumento de que es una «contribución a la concienciación ciudadana» sobre la situación de la mujer.

            Confieso que no he visto ninguna de las entregas de dicho programa, y creo que Zalabardo tampoco. Desde la misma promoción de la docuserie supe que no me interesaba porque estoy harto de tantas rociocarrascos, belenesesteban y compañía que venden en almoneda y sin ningún pudor todas sus vergüenzas y desvergüenzas, que de todo hay, como si en ello hubiese algún ejemplo digno de ser imitado por los espectadores.

            Por eso me valgo de la opinión de un analista de televisión, Sergio del Molino, que afirma que se ha premiado una producción que se presenta como documental sin serlo, que conculca cualquier principio deontológico con el único fin de aumentar la audiencia, que exhibe de forma descarnada una versión unilateral de la historia y opiniones y juicios sin contrastar, pues se omite la participación de personajes implicados sin darles la menor oportunidad de exponer sus puntos de vista y defenderse. En resumen, que no se premia una labor de análisis de una cuestión que debe preocupar a la sociedad, sino el morbo y la explotación comercial de un escándalo.

            ¿Y para qué queremos análisis que nos hagan perder audiencia? Es lo que sostiene Garriga Vela en su novela. Hablamos de un programa de televisión, le digo a Zalabardo, en el que no se concede al espectador ni tiempo ni ocasión para cavilar, pensar y decidir, un programa en el que no se fomenta la actitud crítica, analítica ante un problema, pues resulta más rentable ganar adictos necesitados de esa droga de la que no se pueden desenganchar. Si se les permitiera por un momento pensar en lo que están viendo, es posible que cambiaran de canal. Y eso va contra el negocio. Que el Gobierno de la Nación fomente todo lo que mire hacia la consecución de igualdad de derechos para las mujeres es objetivo loable; pero pensar que tal fin se consigue con programas de esta índole es desalentador.

 


           Hace un tiempo, mientras me trasladaba en coche, escuchaba en la radio una tertulia en torno a la influencia de los medios de comunicación y las redes sociales. Una participante cuyo nombre no recuerdo, sicóloga de profesión, mantenía que el gran mal de los medios de comunicación (y de las redes) actuales es la ausencia de análisis. La rapidez, la inmediatez, el vértigo informativo prevalecen sobre el sereno y necesario análisis que busque la verdad. Analizar supone examinar minuciosamente los detalles de algo para conocer todas sus características y estar así en condiciones de formular conclusiones. El análisis pide distinguir y separar las partes para poder conocer la composición de un todo. El análisis no es solo reflexionar, sino también debatir, contrastar nuestras ideas con las de los demás.

            Cuando falta el análisis, el riesgo es acabar aceptando como verdades formulaciones que no lo son, aceptar como bueno lo que otros nos presentan como tal, aceptar y ayudar a difundir juicios que carecen de base. No analizar es renunciar a nuestra capacidad crítica, es entregarnos a la verdad que nos venden otros. ¿Y para qué queremos la verdad si nos va bien con el mito?


            Me entero de que se acaba de publicar El Libro del Génesis liberado, una versión del primer libro de la Biblia desprovista de cualquier enfoque religioso y que se nos presenta solo como un relato literario propio de una sociedad primitiva y comparable en no pocos aspectos a la Ilíada o al Poema del Gilgamesh. Me alegro, porque defender de manera apasionada y tenaz creencias y opiniones sin preocuparnos por la base en que se sustentan conduce al fanatismo.

            Es una pena que, en la sociedad actual, en la política y en la religión, haya tantos fanáticos. Lo son porque su temor al análisis los hace defender con inquebrantable tenacidad creencias y opiniones que pudieran no participar de la verdad. Y lo mismo que existen individuos remisos a vacunarse contra la covid los hay que no quieren entender que el mejor antídoto contra el fanatismo es el análisis.

sábado, noviembre 13, 2021

SUPERSTICIONES

 


En el tiempo que vivimos, abundan, con mayor aquiescencia de lo deseable, los bulos, las noticias falsas, eso que ha dado en llamarse fake news, como si ese extraño nombre les diese el valor que no tienen. Garriga Vela, en su reciente novela Horas muertas, un personaje se burla de otro porque llama tándem a lo que es un equipo, o dice skyline por línea del cielo, flashback en lugar de salto atrás, o jet lag por desfase horario.

            No es mi intención ahora, aclaro a Zalabardo hablar de la moda de los anglicismos, que pueden ser necesarios en algunos casos. Mi interés se centra en cómo buscamos una explicación mágica, esotérica, a aquello para lo que no disponemos de una razón que lo justifique. Feijoo, aquel fraile del XVIII de mente tan lúcida y sobre el que hizo falta que un rey declarara ser admirador suyo para que la Inquisición lo dejara en paz, dijo: «para defender opiniones falsas, se alegan experiencias u observaciones comunes que no existen ni existieron jamás sino en la imaginación del vulgo».

 


           Le digo a mi amigo que esta reflexión me nace al ver que algunas definiciones que la Real Academia ampara en su Diccionario de la Lengua Española nos hacen pensar en la contradicción que encierran. Por ejemplo, buscando superstición me encuentro: «creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón». Intento explicar a Zalabardo que eso de que la superstición es lo que no se ajusta a la fe religiosa ya lo dijo hace muchos siglos Cicerón. Más acertada me parece la definición de Séneca, que afirmaba que la es superstición es un error insensato.

            Ya en su origen, superstición, de superstito, es lo que sobrevive, lo que permanece y se sostiene sin necesidad de fundamento racional. Por eso, para validarla es preciso acudir a una base mágica o apartada de lo que Feijoo llamaba «demostraciones matemáticas o metafísicas». La fe religiosa, debemos aceptarlo no se sostiene mediante la razón, sino mediante otros medios. Ya san Agustín decía, más o menos, que la fe es creer lo que no vemos, actitud que será recompensada con ver algún día aquello que creemos. El óbolo de Caronte, entre los antiguos griegos y romanos representa una idea semejante: nada me demuestra que esto sea así, pero el solo hecho de creerlo me premiará con que ocurra tal como lo creo. Eso no es sino una superstición, algo con lo que, sin que tengamos prueba de ello, esperamos librarnos de un mal o atraer un bien.

 


           Las supersticiones no se dan, claro está, solo en el ámbito de lo religioso, sino en todas las facetas de la vida. Por ejemplo, son supersticiones creer que un día de la semana, o un número van a tener consecuencias inesperadas sobre nosotros. Aconsejo a Zalabardo que lea dos breves textos de Feijoo, hoy me estoy valiendo de él casi de manera exclusiva, muy interesantes y que ayudan a comprender lo que digo; son los titulados Días aciagos uno y Observaciones comunes el otro.

            Nada sustenta la superstición, sino la ignorancia, aunque a casi todas se les pueda aplicar un origen que varía de una cultura a otra. Así, la mala fama del número 13 tiene tres explicaciones: para unos, surge de la leyenda nórdica que cuenta cómo en el Valhalla se reunieron doce dioses a los que más tarde se unió un decimotercero, Loki, que sería causante de la muerte de Balder, dios de la luz y la paz; otros hablan de la última cena entre Jesucristo y sus apóstoles, sumaban trece, y ya sabemos cómo acabó aquello; y, por fin, otros defienden que fue un día 13 cuando el papa Clemente V disolvió la orden de los templarios, hizo arrestar a sus miembros y los condenó a muerte. En cualquier caso, al 13 se unen otros números nefastos: el 4 para los chinos, el 9 para los japoneses, el 17 en Italia, el 39 en Afganistán… Y, claro, para todos tienen una explicación las creencias populares.

 


           ¿Trae en verdad mala suerte derramar la sal? No, pero el hecho de que en un tiempo la sal fuese considerada un producto tan valioso que se distribuía a los legionarios romanos como parte de su paga (la palabra salario procede de ahí)  alimenta la idea de que derramarla sea un derroche que debe evitarse. Los celtas creían que los conejos, por vivir bajo tierra, estaban en contacto directo con los dioses; conclusión, tener una pata de conejo trae buena suerte. Y los griegos no brindaban con agua porque temían que eso atrajese a la muerte, ya que las almas de los muertos vagaban por el río Leteo.

            Ninguna de esas creencias tiene un sustento lógico, racional, demostrable. Como no los tienen los muchos ritos que se practican en diferentes culturas y religiones: las sutras budistas para ahuyentar los espíritus, la catrina mexicana con que se supera el temor a la muerte, el baño en el río Ganges de los hindúes, la copa que se rompe en las bodas judías en recuerdo de la destrucción del Templo…, no son más que eso, ritos de participación de marcado carácter mágico.

            Sirva de ejemplo de cuanto digo este rezo, conjuro o canción recogido por mi paisano Francisco Rodríguez Marín y que encuentro en el artículo Religiosidad popular y superstición, cuyo autor es Antonio Lorenzo Vélez:

A la puerta del cielo Polonia estaba

y la Virgen María allí pasaba:

—Polonia, ¿qué haces?, ¿duermes o velas?

—Señora mía, ni duermo ni velo,

que de un dolor de muelas me estoy muriendo.

—Por la estrella de Venus y el Sol poniente,

por el Santísimo Sacramento que tuve en mi vientre:

¡que no te duela más ni muela ni diente!

domingo, noviembre 07, 2021

PINPILINPAUXA

 


El año 2010, le cuento a Zalabardo, la Sociedad de Estudios Vascos realizó una consulta para sondear entre los vascohablantes cuál era en su opinión la palabra más bonita de su lengua. Resultó ganadora pinpilinpauxa, una de las formas de llamar a la tximeleta, es decir, la mariposa del castellano. Llevado por la curiosidad, encuentro un artículo de Vanessa Sánchez Goñi que da cuenta de que hace ya muchos años el lingüista Gerhard Bähr dio a conocer que había encontrado casi cien maneras diferentes de nombrar en euskera a la mariposa: tximeleta, aitamatatxi, mitxeleta, pitxilota, abekate, pinpilinpauxa, miresicoleta… Y en una de sus novelas, Bernardo Atxaga incluye un poema, Muerte y vida de las palabras, en el que se pregunta dónde estarán ahora las cien maneras de decir mariposa.

            Pienso, le digo a Zalabardo, qué conciencia tenemos los españoles sobre la realidad lingüística de nuestro país y cómo la valoramos. Mientras hablo con él, recuerdo un libro de 1994 que recoge artículos diferentes sobre el plurilingüismo, ¿Un Estado, una lengua?, dirigido por Albert Bastardas y Emili Boix, en cuya introducción se afirma: «La realidad plurilingüe es aún una sorpresa para la mayoría de los ciudadanos españoles […], los recelos intergrupales continúan siendo muy considerables». Creo que casi veinte años después seguimos igual


           Algunos me dirán que es una manía que les tengo, que estoy equivocado y que no se pueden hacer afirmaciones tan generales y categóricas. Esa manía que menciono, esa afirmación categórica es mi creencia en que tenemos una clase política plagada de individuos de escaso nivel, en lo político y en lo cultural, que nos faltan personas con conciencia de estadistas y líderes preparados que se dejen guiar por el cerebro y no por las vísceras. Quizá no deba generalizar tanto, quizá me equivoque en parte, pero me excuso con las palabras de Calderón de la Barca en El alcalde de Zalamea: «¿qué importa errar lo menos / quien acertó lo de más?»

            En la política española, y no hay distinción entre grupos de derecha y de izquierda, es mayor el ansia de derribar al contrario que el deseo que encontrar soluciones para el país. Y no se les cae la cara de vergüenza a la hora de valerse de cualquier excusa para afrentar al «enemigo», que así se considera a quien no piensa igual. Lo hemos visto con la crisis de la pandemia, cuando, antes de hallar soluciones al problema, todos se afanaban en hacer recaer culpas en los otros. Y aun hoy estamos sin saber si han aprendido algo de lo que hemos pasado y de lo que aún no hemos dejado atrás.

            Pero hay otras cuestiones reveladoras de esa incultura, caso de que no sean más pruebas de auténtica hipocresía: la noción que tenemos de la España plurilingüe. Hace unos meses, Pablo Casado, presidente del PP y jefe de la oposición en el Parlamento español, con tal de mostrar su inquina hacia el nacionalismo catalán, tuvo la ocurrencia de decir en un mitin en Baleares que allí no se habla catalán, sino mallorquín, menorquín, ibicenco, formenterés… ¿Cabe mayor muestra de ignorancia? Esas hablas, todas ellas legítimas, no son sino formas dialectales del catalán. Decir lo que dijo es igual que decirle a un andaluz, a un murciano, a un extremeño, a un canario, o a un castellano-leonés que no hablan español. Este hombre, para comenzar, no tiene ni repajolera idea de lo que es lengua y lo que es dialecto.

            Claro que, si nos ponemos a pensar mal, puede que a este hombre se le hayan escapado por las costuras del traje muchos resabios no perdidos de la nostalgia franquista en la que vive gran parte de la derecha. Porque por mucho que algunos lo nieguen, sobre nosotros pesa todavía la propaganda de los años en que la dictadura quiso confundir la idea de unidad nacional con la de unidad de lengua. Y sobre un país de una admirable riqueza lingüística, el gallego dio las primeras muestras literarias españolas, hasta el punto de que el rey Alfonso X lo eligió para sus poemas, se aplicaron una implacable glotofagia (genocidio lingüístico) y una incesante serie de medidas coercitivas contra los hablantes de las que despectivamente fueron llamadas «lenguas regionales».


           Los nostálgicos del franquismo dirán, y tienen toda la razón, que con Franco no se dictó ninguna ley en contra del catalán, del gallego y del vasco. Cierto. Pero no podrán negar las innumerables órdenes ministeriales que imponían en todos los ámbitos un único idioma, el español, para uso público y general. Para hacer eso posible, a una de las lenguas nacionales se le concedía la exclusividad de representar a la nación en detrimento de las restantes.

            El proceso fue largo y tenaz. En la inmediata posguerra, se extendió el eslogan «Sé patriota. Habla español». El 18 de mayo de 1938 se emitió una orden por la que se prohibían los nombres que no estuvieran en el santoral o no estuviesen en castellano (no se pensaba que catalán, vasco y gallego fueran lenguas españolas). El 21 del mismo mes, otra orden prohibía los rótulos, títulos, razones sociales, estatutos y reglamentos no redactados en la lengua oficial. El 7 de marzo de 1941, se imponía esa lengua como única lengua válida en los telegramas. Y no mucho después, saldría la que imponía que el doblaje de las películas se haría solo en español. Y, aún en 1967, Manuel Fraga proclamaba que había que hablar de español y no de castellano.

           Así que, a Pablo Casado, o lo ha traicionado el subconsciente o le ha podido la nostalgia de un pasado que ya deberíamos haber olvidado. Alguien debería decirle que el 35% de los españoles tienen como lengua materna el catalán, el euskera, el gallego o el valenciano; ninguna castellana, pero todas españolas. Y a la hora de recabar votos, eso no es cuestión desdeñable.