domingo, noviembre 07, 2021

PINPILINPAUXA

 


El año 2010, le cuento a Zalabardo, la Sociedad de Estudios Vascos realizó una consulta para sondear entre los vascohablantes cuál era en su opinión la palabra más bonita de su lengua. Resultó ganadora pinpilinpauxa, una de las formas de llamar a la tximeleta, es decir, la mariposa del castellano. Llevado por la curiosidad, encuentro un artículo de Vanessa Sánchez Goñi que da cuenta de que hace ya muchos años el lingüista Gerhard Bähr dio a conocer que había encontrado casi cien maneras diferentes de nombrar en euskera a la mariposa: tximeleta, aitamatatxi, mitxeleta, pitxilota, abekate, pinpilinpauxa, miresicoleta… Y en una de sus novelas, Bernardo Atxaga incluye un poema, Muerte y vida de las palabras, en el que se pregunta dónde estarán ahora las cien maneras de decir mariposa.

            Pienso, le digo a Zalabardo, qué conciencia tenemos los españoles sobre la realidad lingüística de nuestro país y cómo la valoramos. Mientras hablo con él, recuerdo un libro de 1994 que recoge artículos diferentes sobre el plurilingüismo, ¿Un Estado, una lengua?, dirigido por Albert Bastardas y Emili Boix, en cuya introducción se afirma: «La realidad plurilingüe es aún una sorpresa para la mayoría de los ciudadanos españoles […], los recelos intergrupales continúan siendo muy considerables». Creo que casi veinte años después seguimos igual


           Algunos me dirán que es una manía que les tengo, que estoy equivocado y que no se pueden hacer afirmaciones tan generales y categóricas. Esa manía que menciono, esa afirmación categórica es mi creencia en que tenemos una clase política plagada de individuos de escaso nivel, en lo político y en lo cultural, que nos faltan personas con conciencia de estadistas y líderes preparados que se dejen guiar por el cerebro y no por las vísceras. Quizá no deba generalizar tanto, quizá me equivoque en parte, pero me excuso con las palabras de Calderón de la Barca en El alcalde de Zalamea: «¿qué importa errar lo menos / quien acertó lo de más?»

            En la política española, y no hay distinción entre grupos de derecha y de izquierda, es mayor el ansia de derribar al contrario que el deseo que encontrar soluciones para el país. Y no se les cae la cara de vergüenza a la hora de valerse de cualquier excusa para afrentar al «enemigo», que así se considera a quien no piensa igual. Lo hemos visto con la crisis de la pandemia, cuando, antes de hallar soluciones al problema, todos se afanaban en hacer recaer culpas en los otros. Y aun hoy estamos sin saber si han aprendido algo de lo que hemos pasado y de lo que aún no hemos dejado atrás.

            Pero hay otras cuestiones reveladoras de esa incultura, caso de que no sean más pruebas de auténtica hipocresía: la noción que tenemos de la España plurilingüe. Hace unos meses, Pablo Casado, presidente del PP y jefe de la oposición en el Parlamento español, con tal de mostrar su inquina hacia el nacionalismo catalán, tuvo la ocurrencia de decir en un mitin en Baleares que allí no se habla catalán, sino mallorquín, menorquín, ibicenco, formenterés… ¿Cabe mayor muestra de ignorancia? Esas hablas, todas ellas legítimas, no son sino formas dialectales del catalán. Decir lo que dijo es igual que decirle a un andaluz, a un murciano, a un extremeño, a un canario, o a un castellano-leonés que no hablan español. Este hombre, para comenzar, no tiene ni repajolera idea de lo que es lengua y lo que es dialecto.

            Claro que, si nos ponemos a pensar mal, puede que a este hombre se le hayan escapado por las costuras del traje muchos resabios no perdidos de la nostalgia franquista en la que vive gran parte de la derecha. Porque por mucho que algunos lo nieguen, sobre nosotros pesa todavía la propaganda de los años en que la dictadura quiso confundir la idea de unidad nacional con la de unidad de lengua. Y sobre un país de una admirable riqueza lingüística, el gallego dio las primeras muestras literarias españolas, hasta el punto de que el rey Alfonso X lo eligió para sus poemas, se aplicaron una implacable glotofagia (genocidio lingüístico) y una incesante serie de medidas coercitivas contra los hablantes de las que despectivamente fueron llamadas «lenguas regionales».


           Los nostálgicos del franquismo dirán, y tienen toda la razón, que con Franco no se dictó ninguna ley en contra del catalán, del gallego y del vasco. Cierto. Pero no podrán negar las innumerables órdenes ministeriales que imponían en todos los ámbitos un único idioma, el español, para uso público y general. Para hacer eso posible, a una de las lenguas nacionales se le concedía la exclusividad de representar a la nación en detrimento de las restantes.

            El proceso fue largo y tenaz. En la inmediata posguerra, se extendió el eslogan «Sé patriota. Habla español». El 18 de mayo de 1938 se emitió una orden por la que se prohibían los nombres que no estuvieran en el santoral o no estuviesen en castellano (no se pensaba que catalán, vasco y gallego fueran lenguas españolas). El 21 del mismo mes, otra orden prohibía los rótulos, títulos, razones sociales, estatutos y reglamentos no redactados en la lengua oficial. El 7 de marzo de 1941, se imponía esa lengua como única lengua válida en los telegramas. Y no mucho después, saldría la que imponía que el doblaje de las películas se haría solo en español. Y, aún en 1967, Manuel Fraga proclamaba que había que hablar de español y no de castellano.

           Así que, a Pablo Casado, o lo ha traicionado el subconsciente o le ha podido la nostalgia de un pasado que ya deberíamos haber olvidado. Alguien debería decirle que el 35% de los españoles tienen como lengua materna el catalán, el euskera, el gallego o el valenciano; ninguna castellana, pero todas españolas. Y a la hora de recabar votos, eso no es cuestión desdeñable.

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