sábado, octubre 31, 2020

EL DESPIDO IMPROCEDENTE DE USTED

         

 


           Salíamos del ambulatorio tras ponernos la vacuna contra la gripe, a nuestra edad cualquier precaución es poca y Zalabardo se mostraba cabizbajo, algo mohíno. Le pregunté qué le ocurría y me respondió: “¿Tú crees que se ha perdido el sentido del respeto?” Pensé que le preocupaba el lamentable espectáculo de los recientes rifirrafes parlamentarios, pero él iba por otro lado. Me dijo: “¿Has visto a la enfermera esa, tan jovencita que podría ser mi nieta? Ni me conoce de nada ni la conozco yo. Pero me ha despedido diciendo: Ea, ya estás listo. Hasta el año que viene”.

            Ahí comprendí su actitud. Zalabardo, como yo, pertenece a una época en que todavía se tenía una noción clara de qué diferencia hay entre y usted. A las personas que no conocíamos, a los mayores, a los profesores, al carnicero o al cartero nos dirigíamos usando usted. El lo dejábamos para los iguales en edad y condición, para los parientes cercanos, para una muy acusada familiaridad.

            Las formas de tratamiento, los pronombres con los que nos dirigimos a otra persona en función de la relación que pueda haber entre el emisor y el receptor presentan una historia curiosa; esa relación viene dada por el nivel de confianza, el grado de cercanía por familiaridad o edad, el nivel jerárquico, el sentido de respeto… En fin, muchos y variados son los factores que intervienen en la elección del tratamiento.

 


           La Gramática de la Academia habla inicialmente de trato de confianza y trato de respeto, aunque de manera inmediata da cuenta de que esta relación no siempre se aplica, pues hay casos de confianza en que se utiliza la forma de respeto, sobre todo entre personas mayores; dos jubilados que se ven frecuentemente en el parque o juegan al dominó todos los días puede que se llamen de usted. En cambio, son muchas las ocasiones en que alguien que no tiene ninguna confianza con nosotros; por ejemplo, el caso de la enfermera que ha dolido a Zalabardo, nos habla de .

            Por eso la Academia cambia las denominaciones anteriores y habla de trato simétrico y de trato asimétrico. El primero consiste en que emisor y receptor utilizan la misma forma; podríamos decir que es una manera de comunicarse entre iguales; lo mismo da que se utilice o usted. El trato asimétrico, en cambio, aparece cuando uno de los interlocutores utiliza la forma y el otro emplea usted; sería la forma propia de comunicación entre sujetos a los que separa la edad, la jerarquía, la ausencia de confianza, el respeto, etc.

            La evolución de las formas de tratamiento ha sido compleja a través de los siglos e intento explicársela a mi amigo, aunque le advierto que pienso solo en el modelo del español de España, pues si metemos en la charla el español americano hablar del voseo alargaría la exposición.

 


           Como siempre en nuestra lengua, hemos de partir de nuestra fuente materna. El latín solo disponía de tu para dirigirse a un individuo y de vos para referirse a varios, aunque, hacia el siglo IV, se observa que comienza a usarse como forma de respeto. En el español primitivo, el funcionamiento no fue muy uniforme, pero parece relativamente claro: se convirtió en el término no marcado (es decir, que puede servir indiferentemente para varios tratamientos) de la confianza. Atendiendo a los textos literarios de la Edad Media, vemos que se emplea para dirigirse a inferiores, mientras que se suele usar vos entre iguales. En el Libro de Buen Amor, el narrador se dirige a los posibles oyentes usando el tuteo: …del que olvidó la mujer te diré la fazaña…, pero cuando los personajes de la historia hablan entre sí, emplean el vos familiar; Pitas Payas dice a su esposa: …yo volo fer en vos una bona figuraDoña Endrina pregunta a la vieja Trotaconventos: …dezidme quál es ése o quién que vos tanto loades. Sin embargo, es curioso notar que, cuando se habla con la divinidad, se utiliza ; en el cuento de El clérigo y la flor, de Berceo, el fraile a quien se aparece la Virgen pregunta: ¿Qui eres que me fablas? Y en el Poema de Mío Cid, oímos la oración del caballero en los primeros versos: ¡Grado a ti, Señor, Padre que estás en alto!

            Sobre el siglo XV parece darse un desgaste de vos, que se ve sustituido por vuestra merced, que evolucionará hacia usted, como manifestación de trato respetuoso. Y para los siglos XVI y XVII, el sistema presentará los modos de uso que ya consideraríamos propios de la época moderna: para el trato familiar, para la confianza o para dirigirse a inferiores y usted queda reservado para indicar respeto. En el Lazarillo de Tormes, leemos este diálogo: , mozo, ¿has comido? A lo que contesta Lázaro: No, señor, que aún no eran dadas las ocho cuando con Vuestra Merced encontré.

            Le digo a Zalabardo que, desde vuestra merced hasta el moderno usted, hay una historia larga, no tanto en el tiempo como en los grados de evolución. Es curioso encontrar en un mismo texto del siglo XVII atribuido a Quevedo, el Entremés de Pan Durico, hasta diez formas diferentes de ese proceso evolutivo: vuesa merced, vuesarced, vuested, vuacé, uced, ucé, vuesasted, vusted, usted.

            El último estadio del proceso, cómo usted va desapareciendo y ve su lugar ocupado por , es inimaginable en los siglos XVIII y XIX; la confusión entre usted/ no se entiende más que si media un sentido e intención irónicos. Pero en el XX, de manera paulatina el tuteo va ocupando todo el espacio de lo que son las formas de tratamiento. Las causas parecen fáciles de explicar, aunque no sean del todo definitivas. La Academia, en su Gramática, cita algunas posibles: la aparición de movimientos políticos defensores de una conciencia igualitaria y de supresión de clases; el valor que las sociedades modernas conceden a la juventud, en contraste con el que se dispensaba en otras épocas a la madurez y la experiencia; y otra muy importante, la publicidad, que antepone las formas de confianza sobre las de respeto con el deseo de predisponer al oyente hacia un mayor acercamiento.



            Todo eso junto cala en los hablantes, que acaban viendo natural el y demasiado rígido el usted. De todas formas, todavía hay quienes consideran, si no ofensivo, sí inadecuado, el uso del tuteo de un cliente hacia el empleado de una tienda o el camarero que nos atiende; el de un sanitario hacia el paciente no habitual; el de los alumnos hacia sus profesores; el de cualquier persona hacia otra persona adulta a la que no se conoce o hacia cualquier profesional. Todo esto, le digo a Zalabardo, salvo en el caso de que los interpelados otorguen su consentimiento.

            Lo que ya nadie sabe es si, pensando en la evolución natural de la lengua, estamos asistiendo a un despido improcedente de usted, a un simple cambio semántico o a un paso en ese principio de economía que los lenguajes siempre buscan.

sábado, octubre 24, 2020

HISTORIAS DE PALABRAS: DEL CARRO AL COCHE

 

 


           Hay palabras que recorren un llamativo camino a lo largo del tiempo. Algunas aparecen y desaparecen luego para, más tarde, reaparecer con un aspecto que, aun sometido a transformaciones de forma o de significado, sigue recordando lo que fueron en sus orígenes. Supongo, le digo a Zalabardo, que conoce la historia de azafate, del árabe safat, ‘cesto o bandeja en que se ponían las joyas o vestidos de la señora’. Por metonimia, el nombre del objeto no tardaría en ser utilizado para nombrar a quien lo portaba; y, así, se llamó azafata a la doncella que sostenía esa bandeja. Mucho tiempo después, ya en el siglo XX, hacia 1950, la compañía aérea Iberia introdujo en sus vuelos una figura semejante a lo que en otras líneas aéreas se llamaba air hostess, por lo general mujer joven que asistía durante el vuelo a los pasajeros. Entre los nombres barajados por la compañía española acabó triunfando azafata, que se recuperaba así de la lengua medieval, aunque con un sentido diferente.

            Al hilo de esta conversación, Zalabardo, curioso de nacimiento, me confiesa una duda que siempre lo ha intrigado: por qué razón, frente a las soluciones adoptadas por otros países de nuestro entorno y gran parte de la América española, nosotros utilizamos para el automóvil la palabra coche. Me veo precisado, entonces, a explicarle qué relaciona a los vocablos carro, carroza y coche e, incluso a estos con otros diferentes.

 


           Tenemos que remontarnos hasta una raíz indoeuropea kers-, ‘correr’. En latín vemos que de ella surgen dos líneas de evolución distintas, pero no tan diferentes en el fondo. Una es la del verbo curro, ‘correr’ y la otra, por influencia celta, la del sustantivo carrus, ‘vehículo o armazón con ruedas que sirve para transporte’. El verbo nos ofrece una historia curiosa, porque de él nace el sustantivo curso, ‘movimiento o recorrido de un río por su cauce’; pero, mediante una metáfora, también ‘tiempo señalado para asistir a unas lecciones’. Y, por supuesto, cursillodiscurso, transcurrir, corredor y otras.

            La historia de la segunda no es menos interesante. Carrus es el origen de carro y de carruaje, ‘cualquier medio de transporte’, carroza, ‘carro para transporte de personas’ o carrera, vía por la que transitan los carros’, de donde también tendremos carretera, carril, etc. Carrera, y en esto se ve la relación con el término originario, pasa a ser también ‘camino que se recorre para conseguir un título, para labrarse un nombre en un campo determinado, etc.’

           Pero vamos a centrarnos en carro, que es el interés de Zalabardo. El carro pareció especializarse como medio de transporte para mercancías, mientras que, para el transporte de personas, el latín formó carruca, la carroza. El tiempo, como es su costumbre, no dejó de correr y, llegados al siglo XIX, alguien inventó un motor que, acoplado a carros y carrozas, permite sustituir la tracción animal por otro de tracción mecánica. Para ese carro, diferente, se busca un nombre que se encuentra en el neologismo automóvil, ‘que genera su propio movimiento’. En este punto, nos encontramos con lo que intriga a mi amigo. Las lenguas germánicas, fieles al término primitivo que designaba al vehículo de transporte, continuaron usando car, en inglés, o karren, en alemán. En cambio, las lenguas románicas rebuscaron en el latín hasta echar mano de vectura, que se refiere también a un tipo de transporte. Eso explica el francés voiture, el italiano vettura o el portugués viatura. El italiano, incluso, emplea macchina.

            ¿Qué sucedió en español? En principio, la mayor parte de los países de Hispanoamérica se decantaron por carro. Sin embargo, en España, carro seguía siendo el vehículo de tracción animal para transporte agrícola, principalmente. Al carro, o carroza, para transporte de personas, se le llamó coche, nombre que adoptaría también el automóvil. ¿Cuál es la razón? Vamos con la historia.


            En Hungría, al menos desde el siglo XIII o XIV, hubo una pequeña ciudad, Kocs, que se hizo famosa por la construcción de diferentes carruajes, tirados por dos o tres caballos, destinados específicamente al transporte de personas: disponían de asientos acolchados en la carlinga, inicialmente hecha de mimbre, que, si se tenía en cuenta también el sistema de suspensión de que dotaron a las ruedas, proporcionaban gran comodidad a los viajeros. Todo el mundo conoció aquel carro como Kocsi szekeret, más o menos ‘la cesta de Kocs’. ¿Cómo llegó esto a España? Le aclaro a Zalabardo que no he hallado un documento acreditativo de su veracidad, pero se cuenta que, en el siglo XVI, Fernando I de Habsburgo, que llegó a ser rey de Hungría, envió como regalo uno de estos lujosos carruajes a Carlos I, de quien era hermano.


            Por un juego metonímico como el explicado para azafata, el Kocsi szekeret acabó siendo simplemente kocsi, que en español se pronunció, y se escribió, como coche, ya que es lo más parecido a la pronunciación húngara. Y esa es la razón por la que, en nuestro país, el vehículo para transporte de personas, tanto si se mueve arrastrado por caballos como si lo hace gracias al motor de combustión, es llamado coche, palabra que se convierte en una isla léxica dentro de los países de nuestro entorno y tradición lingüística.

domingo, octubre 18, 2020

EL OJO EN EL REFRANERO

 


Paseando esta agradable mañana por el Paseo Marítimo, se me ocurre mencionarle a Zalaabardo un antiguo refrán que afirma que Abrojos abren los ojos. Zalabardo, admirador y conocedor de estas creaciones populares, me hace una exaltación de lo que con él queremos decir, que la experiencia y precaución nos enseñan a evitar el daño, que las dificultades conocidas predisponen el ánimo contra otras futuras o, echando manos de otro refrán, que De escarmentados nacen los avisados. Lo que ya desconoce mi amigo es la redundancia escondida en la expresión, pues abrojo, esa especie de cardo espinoso que crece entre los sembrados y que el segador debe conocer y evitar para no dañarse es un término procedente de la contracción del latín aperi oculos, que no significa más que ‘abre los ojos’.


            Aprovecho para meter una cuña erudita y hago notar a mi amigo que ojo, el órgano de la visión de personas y animales procede de la raíz indoeuropea okw-, que significa, precisamente, ‘ver’. Y, al mismo tiempo, le solicito que observe cuántos significados posee la palabra ojo en nuestra lengua, aparte del ya manifestado: ‘ranura por la que se ensarta en hilo en la aguja’, ‘cada uno de los anillos por los que se introducen los dedos en las tijeras’, ‘agujero en que se introduce una llave en la cerradura’ ‘agujero que atraviesa de parte a parte cualquier cosa’, ‘manantial que surge en un llano’, ‘círculo de color que tienen las plumas del pavo real o las alas de algunos insectos’, ‘cada uno de los vanos entre los pilares de un puente’, ‘gota de una grasa que sobrenada en agua u otro líquido’, ‘mano que se da a la ropa con jabón al lavarla’, ‘cada hueco o burbuja en la masa del pan o el queso’, ‘cuidado que se pone al hacer algo’ y más que podríamos citar.

            Pero como, en latín, la palabra ojo indica no solo el órgano de la visión sino también la ‘capacidad de ver’, ‘ver con el entendimiento’ o ‘fijar los ojos en alguien’, la misma raíz propició la aparición de palabras como atroz, ‘de aspecto oscuro, amenazador’ o feroz, ‘de ojo fiero’, lo que hizo que se asociara el ojo con prácticas maléficas —de ahí lo Hacer un mal de ojo—, cuestión que provocó que algunas lenguas la consideraran palabra tabú y buscaran un eufemismo con la que evitarla. Eso explica que los griegos optaran por ophtalmós y la familia germánica por augo, origen del inglés eye, el alemán y neerlandés oog o el danés øje.


            Pero lo que a mi amigo Zalabardo le interesa es el campo de los refranes. No diré que sabe más que Sancho Panza, aunque puedo asegurar que son numerosos los que conoce y de ellos hablamos. El refrán, coincidimos, no nace de un conocimiento científico ni es producto de una profunda y larga investigación; el refrán surge de la experiencia habitual, en el ámbito del campesino cuyas cosechas dependen de la meteorología y se ajustan a las estaciones, del trabajo de los artesanos, de todo lo que se observa y se reconoce como repetido. El refrán, además, nace en ámbitos populares, entre actividades de la vida diaria. Por desgracia, los refranes pertenecen a una época ya pasada, lo que dificulta que algunos, como el que inicia este apunte, puedan ser fácilmente entendidos.

            Volviendo a los ojos, comenzamos a recordar refranes en los que aparece la palabra. Salen en primer lugar los que destacan el valor de la vista y del cálculo visual en circunstancias en que se carece de otros medios. Así, A ojo de buen cubero o Más vale ojo de herrero que compás de carpintero. El primero, que alaba la pericia del artesano para hacer cubas en las que guardar líquidos cuando no tenía instrumentos para calcular los volúmenes, amplía su campo y enfatiza cómo la experiencia proporciona exactitud sin necesidad de otra medida que la de actuar a ojo. El segundo eleva esta estimación al máximo al considerar más exacto el ojo que cualquier otro instrumento. Esa valoración que se da al ojo sirve para poner de relieve el daño que puede hacernos un suceso inesperado; por eso encontramos refranes que, con muy poca diferencia, dicen lo mismo: Caer algo como pedrada en ojo tuerto, Ser algo como pedrada en ojo del cura o Sentar algo como pedrada en ojo de boticario.


            El ojo, también, es signo del buen resultado de una acción cuando la ejecuta quien tiene interés en ella, como vemos en El ojo del amo engorda al caballo; recomiendan estar siempre prevenidos refranes como Aunque esté echado el cerrojo, duerme con un solo ojo, Al amigo poco cierto, con un ojo cerrado y otro abierto, Con un ojo durmiendo y con el otro velando y viendo o Con un ojo en el plato y el otro en el gato. Porque, como señalan otros refranes, la desatención, interpretación defectuosa de la realidad visible o el descuido conducen a un mal fin: Antes se llena el cuajo que el ojo o Hay ojos que de legañas se enamoran, Después del ojo sacado, no vale santa Lucía, Penseme santiguar y quebreme el ojo o No es nada lo del ojo y lo llevaba en la mano.


            Hay refranes para casi cualquier situación: Cuando pases por tierra de tuertos, cierra un ojo recomienda modestia y no hacerse destacar sobre el conjunto; Lo que veo por los ojos, con el dedo lo señalo nos indica que lo evidente y obvio no requiere demostración para ser aceptado; Los ojos todo lo ven y a sí mismos no se ven advierte de la dificultad para la autocrítica; Llorar con un ojo denuncia la hipocresía; y conducta prudente y moderación al hablar aconsejan Boca cerrada y ojo abierto no hicieron jamás descontento o Las plantas tienen ojos y los muros orejas.

            Zalabardo, que ve cerca un chiringo en el que podemos descansar un poco, me avisa de que tal vez ya hayamos dado muestras excesivas de refranes sobre el ojo y propone cerrar el tema sentados al sol disfrutando de un pequeño tentempié. Eso sí, para conseguir que la charla sea tranquila y amena, recurre a dos refranes más: El vino alegra el ojo, limpia el diente y sana el vientre y El pan con ojos, el queso sin ojos y el vino que salte a los ojos. Aunque sobre este último hay controversias.

sábado, octubre 10, 2020

¡QUÉ NO DARÍA YO…!, EL ACUEDUCTO Y LOS FUNDAMENTALISMOS


 


           Zalabardo siempre ha admirado a Rocío Jurado. Y confieso que yo también. Desde que aquella chiquilla nacida en Chipiona (nació solo once días después que yo) comenzaba a darse a conocer como telonera de otras figuras famosas, ya descubrimos en ella la pasión y fuego que imprimía en sus actuaciones. Nos cuesta, cuando la recordamos, elegir qué canción de las suyas nos gusta más. Pero siempre, en cualquier lista que hagamos, hay dos que no faltan: Punto de partida y ¡Qué no daría yo!

            No voy a hablar hoy de música, pero me viene de perlas el título de la segunda canción citada. ¿Cuántas veces, antes y después de Rocío, habrá sido utilizada esta expresión para manifestar el deseo de conseguir algo que se nos antoja difícil o imposible? Este estar dispuesto a cualquier cosa no se detiene a la hora de sacrificar, a cambio de lo que se desea, lo que uno considera más valioso, el alma, que es como entregarse entero; y el máximo exponente de esa entrega lo encontramos cuando a quien se recurre en la petición es el mismísimo diablo.

            El pacto con el diablo, acto por el que, ante una imperiosa necesidad o cualquier deseo, se acude a Lucifer ofreciendo como garantía de pago por el favor el alma, que parece ser lo único que le interesa, es tema muy repetido en la literatura y en toda clase de leyendas desde el siglo VIII. Quizá la más famosa versión sea la que plasma Goethe en Fausto. Pero le recuerdo a Zalabardo que, sobre todo en las leyendas orales, no faltan versiones en las que se introduce un elemento picaresco, el engaño. Quien ha recibido el favor, se muestra ingrato y falaz a la hora de pagar y busca un resquicio por el que eludir la deuda y dejar al maligno chasqueado. O sea, que quien tan necesitado estaba se convierte en desagradecido y el diablo, a quien tanto poder se le supone, demuestra, además, ser un tonto que no escarmienta.


            Larga es la lista de construcciones que, por su dificultad de ejecución o por otra diferente razón, se atribuyen al diablo. Casi un centenar de Puentes del Diablo hay en todo el mundo, varios de ellos en España. Pero a Zalabardo y a mí no nos interesan ahora esos puentes, sino el Acueducto de Segovia, sobre el que hay también una leyenda que roba su construcción a los romanos y se la atribuye, sin ninguna duda, a este diablo tan aficionado a la albañilería. Consultada una guía oficial de la ciudad, encontramos que comienza a hablar del acueducto con estas palabras: “De todos es conocido que fue el Diablo quien construyó el Acueducto…”

            Porque segovianos y foráneos, le digo a Zalabardo, dan por buena una leyenda cuyas diferentes versiones coinciden en lo principal: Una joven sirvienta de una casa situada en la parte alta de la ciudad, cansada del constante ajetreo de subir y bajar a coger agua del río, musitó un día lo que decimos todos en condiciones similares: “¡Qué no daría yo si…!” Ese si, está claro, era no tener que soportar la agotadora tarea. Dicho, o pensado, esto, se apareció una enigmática figura con la tentadora oferta: “¿Qué me darías si hago que el agua llegue hasta tu casa sin que tengas que bajar a cogerla cubo a cubo?” Y ella, como cualquiera, respondió: “Lo que me pidas”. El diablo, pues no era otro quien negociaba con ella, solo le pidió su alma. La joven, que estaría agotada, pero tenía poco de necia, impuso una condición: “De acuerdo, si lo consigues en el plazo de una noche y antes de que el gallo cante”.


            Llegó la noche y sobre la ciudad comenzó a descargar una fortísima tormenta. La joven comprendió pronto quién era tan misterioso caballero y cómo, en un santiamén, aunque el maligno diría otra cosa, iban elevándose los pilares y arcos del acueducto. Asustada, comenzó a buscar una solución para la temeridad de su pacto. El amanecer estaba cada vez más cerca. Unos dicen que rezó con todo fervor a la Virgen; otros, que encendió una vela y comenzó a moverla violentamente de un lado a otro para que el gallo despertase antes de lo debido. Fuese lo que fuese, el sol asomó por el horizonte cuando ya solo quedaba una piedra que colocar. El diablo y la tormenta se desvanecieron y la joven conservó su alma. Los segovianos se despertaron aquel día asombrados por la obra aparecida en mitad de la ciudad. La joven contó a un sacerdote lo ocurrido y este, considerando que todo era cosa de milagro, decidió que en el lugar de la piedra que faltaba se colocase una imagen, unos dicen que de Nuestra Señora de Fuencisla, y otros que de la Virgen de la Cabeza, pues tampoco en esto hay acuerdo,

            Zalabardo, que no la conocía, encuentra bonita esta leyenda. Pero le aclaro que se la cuento porque, en enero de 2019, un médico jubilado, y además escultor, José Antonio Abella, decidió regalar a la ciudad una figura de un orondo y risueño diablillo, con cara y hechuras de haberse alimentado toda su vida con cochinillo segoviano, que se colocaría en la calle San Juan, sentado sobre un pretil, de espaldas al acueducto y haciéndose un selfi. Un nuevo atractivo para la ciudad: después de siglos, el autor venía a fotografiarse junto a su obra.

            Pero, miren por dónde, una asociación cristiana, San Miguel y San Frutos, denunció el hecho y pidió la inmediata retirada de la escultura, porque “ofendía las convicciones religiosas de los segovianos”. Por eso aparece en el título de este apunte lo de los fundamentalismos. El DLE define fundamentalismo como “exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica”. Por desgracia, cada día abundan más, en todo el mundo, los fundamentalistas, sean religiosos, políticos o sociales. Un fundamentalista, digámoslo claro, es, primero, un intransigente que no acepta que pueda haber una idea distinta a la suya. Pero, además, es un intolerante, por no admitir a quien no comparta su pensamiento; y es fanático, por negar incluso la hipótesis de que la razón pudiera no estar de su parte. Y en el caso de esta asociación segoviana, los fundamentalistas son ignorantes por olvidar la bella legendaria tradición, bien grabada en el corazón de la ciudad


            Después de casi dos años de presentada la denuncia, el Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León resuelve, con bastante lógica e incluso algo de humor, que “nada hay en esa escultura que signifique ofensa a Dios ni a la religión católica; y más, si pensamos que lo que la leyenda hace es rememorar el triunfo del rezo de la muchacha”. Comentando la anécdota, Zalabardo me dice que no entiende la incapacidad de estos fanáticos intolerantes para ver que su denuncia sí era una ofensa a las convicciones tradicionales de toda una ciudad y que no imagina cómo hubiesen podido convencer a los segovianos de que su acueducto no es obra del diablo. Aunque todos ellos sepan muy bien que los verdaderos artífices fueron los romanos.


(Las fotos corresponden, respectivamente, a Alejandro Castro, diario La Vanguardia, diario El Día, de Segovia y TripAdvisor)

sábado, octubre 03, 2020

SOBRE CURIOSOS TOPÓNIMOS

 

 


           Comenta Manuel Mañas Núñez, en un artículo publicado en la Revista de Filología Románica, que los nombres de pueblos y lugares, topónimos, pertenecían en su origen al léxico común de sus creadores y, por lo común, tenían que ver con características geomorfológicas o de otro tipo del lugar: su ubicación, alguna planta que abunde en la zona, el propietario de las tierras en que se asienta, fundadores, etc. Le expongo a Zalabardo algunos ejemplos claros: la malagueña Casabermeja debe su nombre a una pequeña alquería pintada de ese color que allí hubo; Gibraltar es nombre de origen árabe, Gebel-Tarik, que significa ‘monte de Tarik’; Monfragüe, en Cáceres, no es otra cosa que ‘monte escarpado, boscoso’ y Olmedo es ‘lugar poblado de olmos’.

            Si los topónimos, según eso, los crea la gente, ¿qué explica la existencia de algunos que provocan el sonrojo y vergüenza de sus moradores, hasta el punto de que los silencian o, incluso, llegan a cambiarlos? Junto con la pregunta, Zalabardo me cita ejemplos muy concretos: el granadino Asquerosa, el burgalés Castrillo Matajudíos o el abulense Bellacos. Le recuerdo a mi amigo lo que Mañas Núñez, en su estudio, sigue diciendo: pasado el tiempo, el nombre de los lugares se va desconectando de las realidades nombradas; se convierten en fósiles que la gente ya no entiende. Eso explica, en algunos casos, este sentimiento de vergüenza de los habitantes del pueblo, o, en otros, la simple extrañeza ante un nombre que no comprenden.

            Y trato de aclararle qué ha llevado a los habitantes de los pueblos citados a cambiar su topónimo. Castrillo Matajudíos nunca fue lugar de exterminio de nadie, sino que, muy al contrario, era una zona en la que habitaban muchos judíos. ¿Cómo se entiende esto? Es muy simple. Un día, alguien dejó de entender Mota y supuso que se quería decir Mata. Si miramos un diccionario, sabremos que mota es una ‘pequeña elevación en un terreno llano’ y topónimo que se repite bastante (Castillo de la Mota, Mota del Cuervo, La Mota del Marqués o La Mota). Por eso, la denominación correcta es la actual, Castrillo Mota de Judíos, que en su origen fue una pequeña fortificación sobre un cerro poblada por judíos.  

            El caso de Asquerosa, hoy Valderrubio, es muy peculiar. Debemos su nombre a los romanos, que la llamaron Aqua Rosae, ‘agua de rosas’. Tan bonito nombre acabó siendo en castellano Acuarosa; cuándo y por qué lo ignoro, pero lo cierto es que se fue imponiendo la pronunciación Asquerosa. Este pequeño pueblo, en el que pasó largas temporadas García Lorca y le inspiró su tragedia La casa de Bernarda Alba, cambió su nombre hacia 1940 por el de Valderrubio.

 


           Y queda Bellacos; en la comarca de La Moraña hay un lugar en que se encuentra la Fuente de San Juan. En la Edad Media fue zona de continuas luchas entre musulmanes y cristianos. Conquistado el lugar definitivamente por estos últimos, se decidió repoblarlo con campesinos a los que, usando un antiguo término de origen celta, bekkallakos, se los llamó bellacos, ‘campesinos’. Pero la palabra pasó a designar también ‘gente zafia, ruin, de mala condición’ Y los bellacos, gentilicio a la vez que topónimo, no lo soportaron y en el siglo XV cambiaron el topónimo por el de Flores de Ávila, que aún perdura.

            Son muchos los topónimos confundidos o reinterpretados; en algunos casos, la explicación puede ser difícil. Por ejemplo, hay topónimos en los que nos aparece una palabra que designa lo que hoy entendemos por un animal, cuando su sentido es otro diferente. Le cito a Zalabardo solo cuatro casos de este tipo. La cacereña Sierra de las Moscas no tiene absolutamente nada que ver con estos insectos dípteros. Cierto que hay dudas sobre su origen exacto, ya que unos hablan del latín muscus, ‘musgo’ mientras que otros se inclinan por una antigua palabra ibérica, masko, que significa ‘pico, cima, risco’. Arroyo del Puerco dicen algunos que se llamaba así por unas piedras próximas con forma de verracos o cerdos; otros mantienen que es por los judíos que allí vivían; ambas interpretaciones son incorrectas. Este Puerco no remite al animal, sino que proceda del latín porcae, que designa una ‘depresión por la que se encauzan las aguas procedentes del deshielo o la lluvia’. Hoy, esta población se llama Arroyo de la Luz. ¿Quién no ha disfrutado de las delicias del Cabo de Gata? Por supuesto, el nombre no tiene ninguna relación con el felino doméstico. El origen hay que buscarlo en una antigua raíz gat- o kat-, ‘cueva, oquedad, roca erosionada, prominencia’, que los árabes convirtieron en Qabta, ‘cabeza, promontorio’. Nos queda el cuarto ejemplo, Cabra, ciudad cordobesa. Nada que ver con bóvidos. Originariamente se llamó Licabrum; los romanos la llamaron Igabrum y los musulmanes Qabra. Los tres nombres se refieren a su situación en alto.

 


           Continuar sería el cuento de nunca acabar. Por eso le digo a Zalabardo que dejemos el tema contando dos únicos casos más: Villanueva del Trabuco y Vía de la Plata, calzada romana que iba desde Augusta Emerita hasta Asturica Emerita. Pero este camino no tenía nada que ver con el transporte de plata ni de ningún otro metal. También aquí hay dos teorías. Una defiende el nombre árabe, al balat, ‘camino empedrado’ y otros el nombre latino Via delapidata, de igual significado. Lo más probable es que se la llamase así por los miliardos, hitos de piedra que jalonaban el camino marcando las distancias. Sea lo que sea, solo una mala pronunciación de via albalata o via delapidata es la que nos ha traído la actual Vía de la Plata. Y el Trabuco que aparece en el topónimo malagueño nada tiene que ver con el arma de fuego en que pensamos, sino con otra muy diferente. Al parecer, en la preparación de la toma de Málaga, los Reyes Católicos establecieron aquí un campamento y de sus montes se extrajo la madera necesaria para construir otras armas, los trabucos de que habla Covarrubias: ‘máquina bélica con que se arrojaba de una parte a otra piedras gruesas con tanto ímpetu y fuerza como agora en su tanto una pieza de artillería’. Es decir, lo que hoy conocemos como catapulta.