domingo, octubre 27, 2019

CARCUNDAS


            Hace unos días, andaba yo por el monte, por el Cerro Tío Cañas, y me vino a la memoria un episodio de La regenta, de Clarín. Se lo cuento a Zalabardo y se echa a reír. Me pregunta si no tengo bastante con el esfuerzo o con disfrutar mirando el paisaje como para, además, dirigir mi atención a otras cosas. Le contesto que, a mí, el senderismo, aparte del ejercicio físico y el placer contemplativo, me ayuda a ordenar las ideas.
            El pasaje que recordé es uno en que don Santos Barinaga, borracho, despotrica contra don Fermín de Pas, magistral y provisor de la Catedral, hombre codicioso de poder que fluctúa, indeciso, entre sus funciones religiosas y sus ambiciones mundanas; aparte de otras cosas, de Pas regenta, de forma clandestina, una tienda de objetos de culto con la que ha conseguido arruinar a don Santos, que tiene un negocio similar. Santos Barinaga, en mitad de la calle, califica al provisor de carcunda, oscurantista, simoníaco, rapavelas, comehostias y no sé cuántas cosas más. En su desesperación, grita a un ausente magistral: Usted ha arruinado a mi familia… Usted me ha hecho a mí hereje…, masón. El pobre don Santos acusa al indigno sacerdote de haberlo incitado a alejarse de la religión. Y yo, mientras subía por una cuesta pedregosa, pensaba que el cura que, con su conducta, aleja a sus feligreses de la fe no es cosa del pasado, sino que todavía podemos encontrarlo.
            Zalabardo me pregunta qué peregrina cuestión me ha arrastrado a ese recuerdo y a ese pensamiento. Y le contesto que ha sido una palabra, carcunda, que hoy no parece tener mucha relevancia pero que designa un modo de ser que subsiste. Le hablo a mi amigo, se lo he dicho infinidad de veces, de que el léxico de una lengua no es un cuerpo inamovible, estático, sino que se va renovando con el tiempo, pues hay palabras que comienzan a pedir paso, mientras otras caen en el olvido. A veces he utilizado la imagen del árbol que, al tiempo que pierde hojas, ve cómo le nacen otras. También le hablo de las que podrían llamarse palabras guadiana, que desaparecen para, transcurrido un tiempo, volver a presentarse ante nosotros.
            En ocasiones, aunque una palabra pudiera parecer fuera del circuito del habla, algo nos la devuelve a un primer plano. Eso es lo que me ha ocurrido estos días con carcunda. Según nos explica muy bien Joan Corominas, le aclaro a Zalabardo, carcunda o corcunda, es un término portugués que significa ‘joroba y jorobado’ y, metafóricamente, ‘avaro, mezquino, egoísta’. Su sentido indudablemente despectivo se fue acentuando en el país vecino cuando se comenzó a utilizar, en el siglo XIX, como ‘reaccionario’. Se aplicaba a los absolutistas que se opusieron a la revolución liberal de 1820.

            El caso es curioso: España exportó a Portugal la revolución liberal y los portugueses nos dieron la palabra que designaba a sus opositores. Aquí, se empezó a llamar carcundas a los carlistas partidarios de Carlos María Isidro Borbón, hermano de Fernando VII. Pero, no sé si por comparación con el trabucaire catalán, ‘clérigo que coge un trabuco y se une a las luchas políticas’, también se llamó carcundas a los ultramontanos y neocatólicos, es decir a quienes ven el poder civil y el poder eclesiástico como una misma cosa y defienden que el primero ha de estar supeditado al segundo.
            Rastreando la historia de la palabra en España, carcunda significó, de modo general, ‘retrógrado, reaccionario’, con lo que volvía a su sentido original. Y, ya en el siglo XX, se aplicó a todos cuantos defendían ideas fascistas y de ultraderecha. Entonces inició su decadencia, pues la aparición de facha, con el mismo sentido, pareció que engulliría al portuguesismo.
            Zalabardo que es tozudo cuando se trata de obligarme a explicar algo, me dice que nada de lo dicho sobre origen e historia de la palabra le ayuda a entender por qué subiendo a un monte se me ocurre pensar en la novela de Clarín y en el adjetivo pronunciado por un personaje. Comprendo que tiene razón y accedo a sus deseos. El monte me hizo pensar en otra zona montañosa, Cuelgamuros, donde se levanta la basílica del Valle de los Caídos. La palabra, el episodio acaecido allí hace dos días antes, la exhumación de Franco por sentencia del Tribunal Supremo.
            Ni Zalabardo ni yo tenemos interés en comentar aquí dicha exhumación, que debería haberse tomado como algo natural y, sin embargo, se ha hablado demasiado y durante demasiado tiempo de ella. Me interesaba hablarle de la palabra y de algunos comportamientos recientes. Por ejemplo, que me ha causado estupor la cerrazón de ese cura ultramontano, carcunda, el abad benedictino del Valle de los Caídos, y su desfachatez al amenazar con enfrentarse a la sentencia del Tribunal Supremo de la nación y a un Estado que es quien mantiene la basílica y a la comunidad de la que él preside. Ese abad Cantera lleva su espíritu trabucaire no solo a desobedecer una sentencia, sino a desoír la opinión del propio Vaticano.

            Pero si pudiera entender la actitud del abad Cantera, que no justificar, por su pasado, ejemplo claro de carcunda y trabucaire, hemos asistido a otros comportamientos que me han indignado porque, a mi edad, creía que no iba a presenciar más nada parecido. Si en 1973, fuerzas reaccionarias gritaban lo de ¡Tarancón al paredón!, en estos días he tenido que ver cómo grupos ultras escriben pintadas, con una amenazadora mira telescópica, contra el cardenal Carlos Osoro y otros eclesiásticos cuyo único pecado ha sido acatar unas leyes civiles que en nada empañan sus creencias religiosas. Ante tales hechos, la jerarquía católica española no solo guarda silencio, sino que incluso se manifiesta molesta con el papa Francisco por no haberse opuesto a la exhumación del dictador. Esa conducta es propia de carcas, ultras, neos, sean eclesiásticos o no, y ellos son los que hacen un daño irreparable a tantos buenos cristianos católicos como hay, a la Iglesia en suma.
            Porque, lamentablemente, entre nosotros, el talante de aquel Fermín de Pas, ambicioso y soberbio, altanero y arrogante, reaccionario, carcunda que aleja a los fieles de la Iglesia, aún tiene seguidores.

domingo, octubre 20, 2019

¿Y CÓMO LO PASÓ CAÍN?


Plano de la isla del Purgatorio de san Patricio
            Un día, sin saber bien cómo, digamos que casi sin querer, me encontré ante un poema de un autor jerezano, Germán Terrón Fuentes, de quien no conocía, y sigo sin conocer, nada más que ese poema. Se titula Quisiera ser un sueño y comienza así:
Hay días que es mejor no leer los diarios,
ni abrir las ventanas,
sino volver a meterte en la cama…
            No recuerdo más. Si lo buscara en internet, estoy seguro de que lo encontraría, pero tampoco vale la pena; me vale con esto. Comentamos Zalabardo y yo que tiene razón este poeta, que también nosotros tenemos días en los que sentimos desgana de leer diarios o abrir ventanas, y preferimos quedarnos en la cama leyendo un libro o escuchando música. Ahora, al escribir esto, recuerdo que algo así decía el poema: mejor quedarse leyendo un libro o escuchando una canción. También decía, de ahí el título, que deseaba ser un sueño, no la realidad que nos envuelve.
            Muchos desearíamos hoy no ser ese sueño, mal sueño, que nos inquieta. Desearíamos no leer los diarios para no toparnos que esa pesadilla que se está viviendo en Cataluña, en España, de la que no sabemos cómo ni cuándo despertaremos. Lo peor es que esa situación es un mal sueño inducido, jaleado por muchos irresponsables que, eso sí, cuando llegue el momento de la verdad y de pedir cuentas, se lavarán hipócritamente las manos. Pero esto no es una columna de información política ni de sucesos. Solo que cuesta ver las penalidades y dificultades que muchos están pasando, y que de rebote nos afectan a los demás, y quedarse cruzados de brazos
            Aunque sean otros los motivos, le digo a Zalabardo que también yo tengo días en que lo paso mal porque no sé cómo ocupar esta página de su Agenda, qué tema tratar, pues ya se van acercando a los 900 los apuntes recogidos y temo repetirme. Zalabardo, de cuya desinteresada compañía gozo, me sugiere que podría hablar de eso, de las maneras de decir que se está pasando un mal momento, más o menos prolongado. Cuando le digo que creo haber hablado ya de eso, que una vez me detuve en contar lo que es pasarlas moradas, o que me parece demasiado obvio para insistir en ello lo de sufrir un quinario, sufrir un calvario o pasar las de Caín, mi amigo me responde: ¿Pero has hablado alguna vez de pasarlas canutas o de sufrir el purgatorio de san Patricio?

'Canuta' y Cartilla militar
            Y la verdad es que no, que no creo haber dicho nunca nada de esa curiosidad que supone que, para expresar exactamente la misma idea, se utilice una frase que proviene del lenguaje cuartelero y otra que proviene del religioso. Comencemos por esta última.
            Pasar las penas de san Patricio, o sufrir el purgatorio de san Patricio, se dice para referirse a quien padece penas y aflicciones difíciles de soportar. Su origen hay que buscarlo en relato legendario que, al parecer se empezó a difundir en el siglo XIII. Cuenta la leyenda que el papa Celestino ordenó a quien después sería san Patricio la tarea de evangelizar las tierras de Irlanda. San Patricio se sometió a toda clase de penitencias como modo de preparación para aquella tarea; pero al iniciar su labor evangelizadora amenazando con las penas del infierno a quien no acogiese sus palabras, se encontró con que nadie creía lo que decía y le exigieron una prueba palpable e indiscutible de sus argumentaciones.
            Patricio rogó a Dios que hiciera el milagro que se le pedía. Dios lo condujo entonces a una pequeña isla situada en mitad de un lago y le indicó un lugar en que había una cueva en la que, si se entraba, se podían conocer todas las penas del purgatorio. Quien entrase en ella con fe, saldría limpio de sus pecados; quien lo hiciera con desconfianza, moriría en su interior. Fueron tales los castigos que allí podían presenciarse que, desde ese momento, la evangelización de Irlanda fue rápida. Lo que no queda claro es si el dicho se refiere a las penalidades de su penitencia o a los castigos que veían los que se asomaban a la cueva.
            ¿Y pasarlas canutas? Es verdad, le digo a Zalabardo que en muchos lugares se encuentra expuesto el significado de la expresión, ‘encontrarse en situación apurada y adversa’, aunque en pocas se da cuenta del origen. En el Vocabulario andaluz, de Antonio Alcalá Venceslada encuentro coger el canuto, ‘obtener la licencia militar absoluta’. Y en un blog de Alfred López leo que canuta se llamaba en tiempos antiguos al documento en que se comunicaba a un soldado de reemplazo el fin de su relación con el ejército. Eso sería, le digo a Zalabardo, antes de que existiesen las cartillas militares. Este documento, licencia, se entregaba enrollado y metido en un cilindro, canuto, por lo que se le comenzó a llamar canuta.
 
Caín (fragmento) de Doré.
           ¿Y por qué pasarlas canutas? La razón se supone simple. El soldado que se licenciaba, debía reintegrarse a la vida civil y enfrentarse a un grave problema, el de hallar un trabajo con el que ganarse la vida, lo que no siempre era fácil. Por eso se veía en una situación apurada, difícil y molesta.
            Zalabardo me dice que yo lo he dado por sabido, pero que él no sabe cómo las pasó Caín. Le pido que mire el Génesis, capítulo 4, versículo 12, para que lea lo que dijo Dios a Caín después de haber matado este a su hermano: Cuando la labres, [la tierra] te negará sus frutos, y andarás por ella furtivo y errante. Vamos, algo parecido a lo que merecen quienes ahora nos lo están haciendo pasar tan mal a tantos.

domingo, octubre 13, 2019

LA ESPAÑA VACIADA


          Recuerdo que, en mis años de bachillerato, mi profesor de geografía nos enseñó detalladamente la diferencia entre la España seca y la España húmeda. Supimos de la existencia de lugares en que la lluvia caía con regularidad y sus habitantes disfrutaban de campos siempre verdes y de ríos de caudal constante. Otras zonas, en cambio, eran poco menos que secarrales cruzados, si acaso, por arroyos casi siempre secos y la lluvia un meteoro más o menos exótico. Si miraba por la ventana, descubría que mi pueblo pertenecía a este segundo grupo. También aprendimos a reconocer las estaciones y lo que correspondía a cada una.
            Pero, le digo a Zalabardo, aquellos conocimientos adquiridos nos sirven cada vez menos, porque, en mi pueblo y en todo el planeta, el clima, eso que definíamos como conjunto de condiciones atmosféricas propias de una región y cuya acción influye en la existencia de quienes la habitan, parece haberse vuelto loco, no obedecer a ninguno de los principios que nos hicieron aprender. Así, vemos que ahora llueve donde no acostumbraba a hacerlo y los viejos prados verdes se tornan amarillentos; o llueve en época en la que no se espera que lo haga; o cae en un día toda el agua que debería caer repartida en un año. Lo mismo puede decirse de la temperatura que, implacablemente, aumenta hasta el punto de que se nos están fundiendo los hielos polares.

            Hoy parece que no se habla tanto de las Españas seca y húmeda, pues vamos perdiendo la segunda. Ahora, los medios de comunicación conceden mayor espacio a hablar de otro fenómeno que no sé si se estudiará en los centros escolares: el de la despoblación. Sergio del Molino escribió un libro en 2016 titulado La España vacía, en el que analizaba las razones por las que regiones y pueblos españoles van perdiendo población hasta el límite de quedar vacíos. La expresión España vacía pareció instalarse con firmeza. Al menos, hasta que han surgido movimientos indignados por la pasividad con que se afronta el problema y han pasado de describir a denunciar. Y en esa denuncia exigen que se sustituya el adjetivo vacía, que es una mera descripción, por vaciada, que comporta una actitud de rebeldía y de señalar que hay culpables.
            Zalabardo se extraña y me pregunta si no es lo mismo una cosa que otra. Debo decirle que no y le recuerdo que no hace mucho hablé de la dificultad para encontrar verdaderos sinónimos. Siempre, decía entonces, habrá matices que expliquen por qué hay dos o más palabras y no una sola para determinados conceptos. Trato de hacerle ver que el adjetivo vacío señala un estado puntual, una situación sin más: una botella está vacía porque no contiene nada; una casa, porque en ella no encontramos a nadie.
            Frente a esto, vaciado supone la constatación de que un proceso tiene una determinada causa que ha terminado por provocar un efecto, y que detrás de ese proceso hay una intervención externa: una piscina ha sido vaciada para su limpieza; un tomate, en la cocina, ha sido vaciado para proceder a rellenarlo. Y así todo.
            ¿Por qué los activistas que luchan contra la despoblación piden ese cambio? Porque son conscientes de que hablar de un pueblo vacío se refiere solo a la ausencia de habitantes y no entra a conocer las razones de esa despoblación, de ese abandono. La verdad es que, en la mayoría de los casos hay causas (ausencia de servicios bancarios, sanitarios o educativos; deficientes vías de comunicación, incluyendo teléfono e internet; desindustrialización y falta de rentabilidad de los cultivos; falta de proyectos que ilusionen a la juventud, etc.) que hacen muy dura la vida de los habitantes de una región o un pueblo, hasta obligarlos a buscar en otra parte lo que allí no se les da. Ese pueblo, quién lo duda, queda vacío porque ha sido vaciado.

           Zalabardo se queda pensando un rato y concluye apuntándome que, lo que él ve peor en esto es que nos acostumbramos a ser espectadores del debate sobre vacío o vaciado, debate en el que intervienen toda clase de instituciones, incluidas las políticas, sin que, a la hora de la verdad, nadie piense en remedios para contener la despoblación, para conseguir que las personas no tengan que huir del pueblo que los vio nacer.
            Le respondo que ese caso no es único. Que algo semejante sucede con otra pareja de aparentes sinónimos: desertificación y desertización. En este caso, además, nos encontramos con curiosas paradojas. Por ejemplo, el Diccionario de la Academia, en 1992, solo admitía la forma desertizar como ‘convertir en desierto, por distintas causas, tierras, vegas, etc.’ Sin embargo, en la última edición, aun aceptando la validez de ambos términos, considera preferible desertificar, ‘transformar en desierto amplias extensiones de tierras fértiles’. Contra esta opinión, el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, sigue considerando más adecuado desertizar, ‘transformar en desierto un lugar’. Según a quién acudamos, al buscar desertizar, la Academia nos remite a desertificar; y si buscamos desertificar, Seco nos remite a desertizar.
            Por suerte, hay un diccionario, Clave, que intenta atender a los matices diferenciadores. Nos dice que desertización es la ‘transformación de un terreno en desierto’; y desertificación es ‘esa transformación, causada específicamente por el ser humano’. O sea, que son sinónimos, pero no tanto. Es lo que decía de vacío y vaciado: la descripción de un fenómeno en un momento dado o la explicación del proceso por el que se ha llegado a ese estado.

            Llevando el asunto a un plano no filológico, sino al de la realidad del mundo que habitamos, el Diccionario del Medio Ambiente dice que desertización alude a la ‘pérdida gradual de población en un área geográfica’ y desertificación a la ‘pérdida de la cubierta vegetal de un territorio’; o sea, la desertificación lleva a la desertización. En esta línea, observamos que la página oficial de la ONU anuncia un programa para el Día Mundial contra la Desertificación y la Sequía. En ese documento se habla solo de desertificación y se señalan algunas de sus causas: la desaparición de la cubierta vegetal por culpa de la tala incontrolada para la obtención de madera, combustible o tierras de cultivo; el sobrepastoreo que impide la regeneración de las plantas; o la agricultura intensiva que agota los nutrientes de las tierras. Es decir, se atiende antes a las causas para prevenir los efectos.
            Zalabardo se queda otra vez serio y acaba por decirme: tenemos delante un panorama realmente oscuro: la grave despoblación que atestiguamos en nuestras tierras (la media europea es de 177 h/km2; la de Alemania es de 233 h/km2; y la de España, de 92 h/km2, con el dato preocupante de que en Castilla y León se cae hasta 26 h/km2) y las innegables señales, pese a los negacionistas del cambio climático, de que estamos degradando el planeta a pasos agigantados. ¿No sería mejor ocuparse en buscar soluciones que perder el tiempo discutiendo si vacío y vaciado o desertización y desertificación son o no sinónimos?


sábado, octubre 05, 2019

AD PEDEM LITTERAE (A PROPÓSITO DE 'MIENTRAS DURE LA GUERRA')

Página del códice Aemilianensis 60

            Durante siglos, el latín fue la lengua de la cultura, de la civilización y de una gran parte de los habitantes del mundo conocido. Siguió un periodo de oscurantismo, aunque no lo fue tanto como se dice, la Edad Media, en que la lengua latina se vio relegada a ser vehículo de transmisión de la cultura (lo que no es poco) y lengua de la iglesia, pues las lenguas que de ella se derivaron, las llamadas romances, la fueron desplazando en el uso diario. La ciencia y la universidad la mantuvieron durante mucho tiempo (Copérnico y Newton, por ejemplo, escribieron sus obras en latín) y para la Iglesia católica fue la lengua de sus ritos hasta el concilio Vaticano II, mediados el siglo XX.
            Pese a lo dicho, en la Edad Media, le digo a Zalabardo, la mayoría de la gente ya ni hablaba ni entendía el latín. Al decir la mayoría de la gente hay que incluir, cosa curiosa, a un número muy alto de eclesiásticos, que ejecutaban sus cultos sin saber lo que decían.
            Hubo, pues, que traducir los textos latinos si queríamos entenderlos. Pero a los traductores les precedieron los glosadores, por lo común monjes que, junto a las palabras más complicadas de los códices, en realidad bajo ellas, escribían el término equivalente de la lengua romance. Le recuerdo a Zalabardo que el primer texto castellano conocido es precisamente una glosa. En el códice Aemilianensis 60, del siglo XI, se encuentran muchos casos de palabras bajo las cuales un monje ha escrito la correspondencia en vasco o en castellano. Así, se lee jzioqui dugu bajo jnueniri meruimur; o ſanos e ſalboſ debajo de jncolumes. En ese famoso documento, Gómez Moreno encontró en 1911 algo que se les había pasado a los bibliotecarios de San Millán: la primera muestra de una frase completa en castellano, la ya muy conocida conoajutorio de nuesſtro dueno, dueno Christo
            Esa forma de anotación originó la locución ad pedem litterae, es decir, al pie de la letra, que indica que la palabra latina hay que entenderla tal como se entiende la palabra romance que se escribe debajo. Hoy, el DEL define ad pedem litterae ‘literalmente, enteramente y sin variación, sin añadir ni quitar nada’.

Fotograma de Mientras dure la guerra
            Le hablo de esto a Zalabardo porque leemos que, en Valencia, un grupo ultraderechista ha boicoteado una de las proyecciones de la película Mientras dure la guerra, de Amenábar. Y leemos solicitudes de boicot y artículos en medios digitales de idéntica o parecida inclinación que denuncian las “falsedades históricas” de la película. Mi amigo y yo hemos visto la película y nos parece excelente por muchas razones: magníficas interpretaciones, rigor en la narración de unos hechos históricos, neutralidad y distanciamiento (es decir, huida de perspectiva partidista) y más cosas.
            La película narra los inicios del alzamiento en Salamanca, la zozobra ideológica de Unamuno y, sobre todo, su choque dialéctico con Millán Astray. Por ahí vienen casi todas las críticas: que no se narra con exactitud ese encuentro, que Millán Astray dijo o no dijo, que cuál fue la intervención de Unamuno… Todos estos reventadores y fanáticos que muestran su intolerancia pidiendo prohibiciones o esos críticos nostálgicos de épocas pasadas parece que no entienden el tiempo en que viven, que no saben leer la lengua en que está escrito y necesitan que se aplique la técnica del ad pedem litterae.
            Primero, porque no ven que Amenábar ha hecho una película, lo que permite algunas licencias, y no un documental. Segundo, porque creo que el director no hace en su historia un juicio político ni se decanta por un bando. Unamuno, centro del film, se nos presenta atormentado porque habiendo sido republicano y después defensor del alzamiento, su conciencia le pide condenar las atrocidades cometidas tanto por la República como por el Alzamiento.
            Está claro que Zalabardo y yo no pensamos destripar la película, que ha sido calificada por críticos de apariencia más ecuánimes como sólida, buena, contenida, valiente, compleja o arriesgada. Solo queremos escribir bajo la línea de su relato algunas aclaraciones. Es cierto que no hay documentos exactos y fidedignos de cómo se desarrolló aquel acto. Amenábar, no lo dudamos, se habrá servido de una muy amplia documentación, pero creemos ver que para el episodio del acto de Salamanca sigue básicamente el relato que hace Hugh Thomas en su libro La guerra civil española, por otra parte, el más comúnmente aceptado por todos los historiadores de prestigio. Thomas reconoce, a su vez, que él se vale de la versión que Luis Portillo, que fue profesor en Salamanca, aunque tampoco estuvo presente, publicó en la revista Horizon.

Fotograma de Mientras dure la guerra
            Los parlamentos del acto, dice la crítica negativa, son una invención. Pero, y aquí viene lo que ad pedem litterae, José María Pemán, uno de los oradores junto al profesor Francisco Maldonado, publicó en ABC, en 1964, La verdad de aquel día, un artículo en el que quería rebatir el anterior de Portillo.
            Ese artículo, para mí, es la principal nota ad pedem litterae. En su alegato, Pemán comienza por decir que no hubo nada; que en Salamanca solo se pronunciaron dos oraciones universitarias sobre la hispanidad y que no recuerda bien la secuencia de los hechos. Pese a todo, su memoria le permite reconocer que Unamuno condenó el empleo que se hacía del término anti-España; que es cierto lo que se dijo sobre lo vasco y lo catalán, y que don Miguel habló algo sobre que no es igual vencer que convencer.
            Sobre otras cosas, se muestra seguro: que se produjo un gran revuelo en contra del rector salmantino; que Millán Astray pidió hablar tras la intervención del rector, pero que lo suyo no fue un discurso, sino gritos arrebatados; que no dijo “muera la inteligencia”, sino “mueran los intelectuales”, a lo que, tras las quejas de Maldonado y él mismo, añadió: “mueran los intelectuales traidores”; y que, y esto es importante, “quizá el profesor Maldonado y yo tuvimos algo de culpa de todo lo que sucedió”. El artículo de Pemán se convierte, pues, en magnífica muestra del sentido auténtico de la película. Entendamos, pues, lo que se desarrolla en la pantalla ad pedem litterae, enteramente y sin variación.
            Cualquier otra cosa es querer aferrarse al manido tópico, que puede que no sea ni manido ni tópico, de las dos Españas irreconciliables del que algunos, entre ellos Zalabardo y yo estamos bastante cansados.