sábado, junio 24, 2017

NACIÓN DE NACIONES O EL TODO Y LAS PARTES



               Lo que es un país está vinculado con los países que 'no son' ese país […]. Así que, para ser un país como otro, no solamente tiene que ser igual que la existencia del otro sino también tiene que […] tener la significación de que es algo igual que todo lo que no es. Tiene que tener el significado del todo. (Turgay Turgut)

            Siempre he procurado soslayar en esta Agenda cuestiones en las que, no pocas veces, el elemento sentimental se sobrepone al racional.  Porque, como leo en un artículo de Jorge Marirrodriga, cuando los sentimientos entran por la puerta, la razón salta por la ventana. Pero Zalabardo me pide mi opinión sobre el procés independentista català y sobre las propuestas de un Estado plurinacional o una Nación de naciones.
            Sobre lo primero, le digo que me parece que el asunto se ha llevado mal por todas partes y que, si hace tiempo se hubiese aceptado la realización de una consulta en Cataluña, hubiesen ganado con facilidad las tesis no soberanistas. Y, sobre lo segundo, le respondo que, desde una óptica puramente lingüística, me parecen expresiones inadecuadas que encierran una contradicción, que se dirigen a los sentimientos, con desprecio de la razón, y que emplean las palabras de manera premeditadamente engañosa. Pero ese deseo de no sobrepasar los límites de ese análisis me exige al mismo tiempo tener que apoyarme en consideraciones de carácter histórico.
            Las múltiples definiciones de nación pueden resumirse, según mi criterio, en básicamente dos: 1. Conjunto de personas que comparten vínculos diversos (étnicos, históricos, religiosos, culturales, idiomáticos) y un territorio; en este sentido, nación sería equivalente a pueblo o etnia. 2. Comunidad social que comparte una organización política, un territorio y unos órganos de gobierno, y que es soberana e independiente políticamente de cualquier otra comunidad; a eso llamamos también país y al entramado organizativo que lo rige, estado. Sinceramente, creo que esta segunda definición es la que hoy más se asemeja a lo que entendemos por ser una nación

            Y aunque a lo largo del tiempo las ideas van cambiando, es sumamente indicativo ver que, a pesar de los pesares, estos dos modos de entender los conceptos permanecen. Los romanos, por ejemplo, ya distinguían entre natio y civitas. Natio (nación), se entendía como pueblo, raza, clase, sectaNación era cualquier pueblo no integrado en el Imperio. En cambio, civitas (ciudad) tenía un valor más alto, el de estado, derecho de ciudadanía. Lo que hoy llamamos ciudad era la urbs. Así ha de entenderse cuando Cicerón, en una de sus Filípicas, afirma: Omnes nationes servitutem possunt; nostra civitas non potest, lo que viene a decir, ‘Todas las naciones pueden ser sometidas a servidumbre; nuestro derecho de ciudadanía no’. El Imperio romano, integrado por muchas provincias, era, sin embargo, una sola civitas, es decir, un solo país. Adriano nació en Hispania; Septimio Severo, en África; y Caracalla, en Galia. Originarios de provincias muy diferenciadas, los tres coincidían en poseer idéntica ciudadanía romana.
            Con el tiempo, el concepto nación no ha dejado de fluctuar entre esa consideración ‘política’ y la que llamaríamos ‘cultural’. La Constitución de los Estados Unidos, la Revolución Francesa, la Constitución de Cádiz o, ya más tarde, la Declaración de los Derechos Humanos, coinciden en que una nación nace de la voluntad de un conjunto de individuos por constituirse en comunidad política, lo que los despoja del rango de súbditos para convertirse en ciudadanos libres e iguales ante la ley. El Romanticismo, en cambio, basa su concepto de nación en el hecho de que todo pueblo tiene unos rasgos que lo definen, una personalidad cultural diferenciada, una esencia propia. Vemos reflejadas, pues, las concepciones política y cultural citadas, la racional y la sentimental.
            En España, la crisis de 1898 hizo eclosionar los procesos nacionalistas. Andrés de Blas y Pedro Antonio González en el Diccionario político y social del siglo xx español, opinan que, curiosamente, los nacionalismos vasco y catalán, eran conservadores en sus inicios, contrarios al liberalismo, a la democracia y al parlamentarismo. Y también resulta curioso, lo leo en el mismo libro, que una persona tan conservadora como Marcelino Menéndez y Pelayo, enfrentándose a un ambiente hostil, defendiese el valor de la pluralidad regional en la noción de nación española: El regionalismo egoísta es odioso y estéril, pero el regionalismo benévolo y fraternal puede ser un gran elemento de progreso y quizá la única salvación de España.

            Siguen pasando los años y llegamos a la Constitución de 1978. Creo no equivocarme si digo que hay gran consenso en considerarla un punto de encuentro para las diferentes aspiraciones al utilizar los términos nación, nacionalidad y región, aunque se eche en falta, y no es idea original mía, algo más de valor para reconocer con firmeza la pluralidad cultural del Estado y hacer cooficiales, citándolas por sus nombres, las cuatro lenguas de ese Estado. Con ello, todas las aspiraciones sentimentales habrían quedado plenamente recogidas en el proyecto político.
            Esa carencia, y tal vez una falta de voluntad política, nos ha llevado a esta aberración de la pluralidad multinacional o de la nación de naciones. No soy el único que juzga contradictorias estas expresiones. Joaquim Coll, catalán e historiador, califica de grave error constitucionalizar sentimientos y dice que, hablando de España, la única pluralidad objetivable son sus lenguas y sus culturas. Y Francesc de Carreras, catalán y jurista, nos hace ver que, aunque el Tribunal Constitucional reconozca que nación también puede admitirse como una realidad cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa, no es posible usar ese sentido en una Constitución y defiende que solo es nación, en el sentido político, el conjunto de personas vinculadas entre sí por unos derechos y unas leyes, en la línea que ya defendía la Constitución de Cádiz

            Por fin, Manuel Rivas, en su artículo El triunfo de la desinteligencia, recordando una anécdota del rey Segismundo de Luxemburgo, dice que si estamos por encima de la gramática, es difícil afrontar el proceso que se plantea en Cataluña. Es decir, que desde el punto de vista de la lógica lingüística no tiene sentido hablar de Estado plurinacional ni de nación de naciones, pues nunca una parte puede ser igual que el todo en el que se integra. Si queremos ser racionales, hablemos de Estado pluricultural y plurilingüístico, que eso sí es lógico.

            Me ha quedado un poco largo este apunte. Pido disculpas. Y aviso que, como cada vez que llega el verano, esta Agenda se tomará un descanso. Felices vacaciones para todos.

domingo, junio 18, 2017

PAGAR EL PATO



          Dícese que es de tanta importancia y riquezas como Lisboa, y más. Cogieron muchos navíos, en particular cuatro, cargados hasta el tope de infinitas riquezas que salían á contratar á otras partes, apreciados en tres millones y medio, afuera de lo que en la ciudad hallaron, que fue un asombro. (Jerónimo de Barrionuevo)

            Es verdad, lo he hablado bastantes veces con Zalabardo, que hay palabras y expresiones que, porque desconocemos su origen, tendemos a darles una explicación que en ocasiones resulta arbitraria o, si no nos atrevemos a manifestarnos sobre lo que desconocemos, quedamos en la duda de cuál sea la razón de que se diga tal cosa. Es algo parecido a lo que sucede con las ultracorrecciones. Por ejemplo, del latín ante ostianu, ‘espacio que, en las iglesias, hay ante la puerta’ derivó al castellano antuzano. Pero, dado que por lo general las iglesias se construían en lugares elevados, por motivos defensivos, no pasó mucho antes de que la gente convirtiera el término en altozano.
            Pero no voy a hablar de ultracorrecciones, sino de dos expresiones cuyo origen, por descuido, tendemos a explicarnos mal: estar hasta los topes, ‘al máximo, hasta donde se puede llegar, enteramente’ y pagar el pato, ‘padecer pena o castigo no merecido, o que ha merecido otro’. Porque, le digo a Zalabardo, ¿nos paramos a pensar de qué topes o de qué pato hablamos? Así, a la ligera, pensamos en el transporte ferroviario y en un vagón tan lleno que obliga a la gente a viajar en los topes; podría ser. Pero la segunda expresión nos desconcierta, porque, ¿qué pato es ese que se paga inmerecidamente? 

            La verdad es más simple que todo eso. Estar hasta los topes no tiene nada que ver con los trenes, lo que deberíamos deducir de la cita introductoria, que pertenece a un escritor del siglo xvii. Su origen hay que buscarlo en el lenguaje marinero. En efecto, si acudimos al Diccionario marítimo español, de 1831, compuesto por Martín Fernández Navarrete, leemos que tope es el ‘extremo o remate de cualquier palo de arboladura’. Más adelante, explica la locución estar hasta los topes: ‘Hallarse muy cargada la embarcación. Dícese también figuradamente del que abunda en alguna cosa física o moral’.

            Pero ya digo que pagar el pato requiere una explicación algo más enrevesada. La expresión puede que sea anterior al siglo xvi y se fundamenta en la mala relación entre cristianos y judíos en España. Estos últimos afirmaban que su fe se mantenía gracias al pacto que Dios había hecho con Abraham. Los cristianos, unas veces por mofarse de ellos y otras por infligirles algún castigo, les decían que habría de llegar el momento de pagar aquel pacto. Y así, se los sometía a tributos de los que estaban exentos los cristianos o a diferentes tipos de humillaciones. Pero a mucha gente del pueblo aquello del pacto no le sonaba y de esa manera se fue extendiendo el vulgarismo pato, por lo que pagar el pacto acabó siendo pagar el pato.

           No son expresiones aisladas. Ambas tienen relación con otras semejantes. Por ejemplo, estar hasta los topes es prima hermana de estar de bote en bote. Tampoco aquí bote tiene nada que ver con ‘recipiente’. Es posible que Corominas tenga razón cuando la hace derivar del francés de bout en bout, aunque no debemos olvidar que ya Covarrubias, en 1611, decía: bote significa extremidad, y así decimos: Está llena la sala de gente, o la plaza, de bote en bote, es decir, de extremo a extremo. Y pagar el pato, cuando pasó a América, donde los naturales no conocieron ese enfrentamiento con los judíos, se contagió con lo que posiblemente fuese una costumbre de varios países, que alguien pagaba el pavo que se servía en el banquete de celebración de una boda. De ahí vino que, si a alguien se le hacía culpable de algo en lo que no tenía parte, se dijera: No me hagas pagar el pavo de la boda. Todo parecía a propósito para el contagio entre la expresión aborigen y la llegada desde España de la otra; y como entre pavo y pato no hay demasiada diferencia, hoy es bastante frecuente en esos países americanos hablar de pagar el pato de la boda.

martes, junio 13, 2017

SOBRE MOLLATE



          Y lo que te decía: empezó a funcionar el mollate y empezaron a pasar cosas.
         Cualquiera se daba cuenta rápido de que allí muchos no se podían ni ver, aunque todos fueran del mismo paño; eso salía p'afuera y ya iba yo notando las soberbias encampanás, cada uno a su estilo, sin dislocarse nunca nadie y siempre en plan educao, eso siempre, claro. (Fernando Quiñones)

El violinista alegre (fragmento), de Van Honthorst
            Hay palabras ricas en sinónimos, opción que nos permite decir lo mismo con palabras diferentes. Suelen ser vocablos de uso frecuente, que señalan conceptos cercanos y cotidianos. Cerdo es uno de ellas; también botijo. No obstante, sorprende que haya otros igual de cercanos y cotidianos tan pobres en este aspecto. Es lo que pasa con vino. No pienso en tipos de vino ni en términos empleados en las tareas de cultivo de la vid o de su elaboración. Hablo de la palabra que designa la ‘bebida alcohólica que se hace del zumo de las uvas exprimido, y cocido naturalmente por la fermentación’.

            Hace no muchos días, me pidieron consejo sobre un lugar para comer; pregunté qué tipos de locales buscaban y me contestaron en tono jocoso: “Lo principal, que tenga buen mollate”. No pudo tener más rápido efecto la madalena de Proust o la campanilla de Pavlov. Algo se removió en mí que me trajo el recuerdo de mi pueblo, Osuna, en tiempos ya lejanos y de otro amigo, Mariano Zamora, a quien gustaba hablar de la ruta del mollate. Allí, en mi pueblo, mollate era una palabra que se oía bastante; como vilorio, como cisco, como pleita y tantas más. Hoy, al parecer, han caído en desuso.
            Cuando llegué a casa, se lo conté a Zalabardo, que no estuvo presente. Él me animó a iniciar esta búsqueda. La tarea no resultó fácil; por lo pronto, el catálogo de términos para vino nos quedó corto: alpiste, morapio, zumaque, mostagán, pimple y mollate. Morapio y alpiste parecen los más conocidos. Zumaque y mostagán son más rebuscados. Pimple se deriva de pimplar, ‘beber en exceso, especialmente vino y licores’.

Un trago de vino, de Mauricio Flores Kaperotxipi
            Pero, como a quien me pidió consejo, me interesa el mollate. La palabra ha estado ausente del DRAE hasta esta última edición, donde se afirma que es un término de jerga que significa ‘vino corriente’ y procede del caló moliate, locativo de mol, ‘vino’. El Diccionario del Español Actual, de Seco, se limita a marcarla como regionalismo que significa ‘vino común’. Y, sumando datos de CORDE y CREA, extraña no encontrar más allá de seis ejemplos documentados, en su mayor parte de escritores andaluces. Fijo por ello la mirada en varios vocabularios específicos y solo me aparece en el Vocabulario popular andaluz, de Francisco Álvarez Curiel, en el Vocabulario andaluz, de Alcalá Venceslada, y en el Vocabulario popular malagueño, de Juan Cepas. En los tres casos se dice: ‘vino’.

 
Cata, de Ernest Descals
          
Pensando en acercarme a la fuente citada por el DRAE, consulto un pequeño volumen, Chipí Cayí (Aproximación al caló), de José Antonio Plantón, que me indica que los gitanos llaman mol al ‘vino’. Me parece insuficiente y decido continuar ahondando en el asunto. Recurro a las siguientes publicaciones: Vocabulario del dialecto jitano, de D. Augusto Jiménez (Sevilla, 1846), A Chipicallí (La lengua gitana), de Tineo Rebolledo (Granada, 1900) y algunos otros vocabularios caló-español en línea (de Francisco Quindalé, de Cristián David Páez, de Gabriel Veraldi-Pasquale, más una página llamada Portal flamenco y Universidad). Ellos me limpian la senda, pues presentan más coincidencias que diferencias: la palabra mol significa, genéricamente, ‘vino’ sin implicar diferencia de calidad. Si hablamos de un ‘vino añejo, generoso’, se utiliza molipor (Francisco Quindalé, no obstante, dice que molipor es ‘vino rancio’). Y si nos referimos al recipiente que lo contiene, la ‘botella, tarro o frasco’, hemos de emplear mollate, aunque Augusto Jiménez dice que ‘botella’ es menderí.
            Creo, le digo a Zalabardo, que aquí podemos concluir la investigación. Estamos ante un caso de metonimia (una cosa se designa con el nombre de otra con la que presenta una relación de contigüidad espacial, temporal o lógica: el efecto por la causa, el signo por lo significado, el continente por el contenido, etc., y a la inversa). Eso explica que mollate, ‘botella’, pase a significar lo que en ella se contiene, ‘vino’.

sábado, junio 03, 2017

HISTORIAS DE PALABRAS: DE NEGAR A NEGOCIO



Cuál fuera su pecado es lo que no podemos decir. Los teólogos consideran que fue el pecado de orgullo, el pecaminoso pensamiento concebido en un instante: non serviam: no serviré. Y aquel instante fue su ruina. Ofendió a la majestad de Dios con el pensamiento pecaminoso de un solo momento y fue precipitado en los infiernos para siempre. (James Joyce)

Caída de los ángeles rebeldes. Pieter Brueghel el Viejo
            En ocasiones, Zalabardo y yo nos enredamos, solo como juego, nunca agria discusión, en debates que tienen difícil salida. Un día, pusimos sobre el tablero de nuestro juego cuál habría sido la primera palabra cuyo eco se oyó en el silencio del universo.
            Quise dármelas de erudito, y le contesté que, en buena lógica, la primera palabra debió ser haya, por aquello de que en el inicio de la creación, lo primero que Dios dijo fue: “Haya luz”. Entonces, mi amigo me desconcertó con este razonamiento: “¿Acaso crees que Dios, todo poder y todo inteligencia, necesitó del instrumento falaz del lenguaje para crear lo que se le vino en gana?” Y mi desconcierto se tornó en estupefacción al continuar: “Cuando no existían más que los cielos, pues ni siquiera el mundo había acabado de ser creado, la primera palabra que pudo oírse fue no”.
            Ante mi incredulidad, Zalabardo saca a relucir la historia de Lucifer, el más bello de los ángeles, que en un acto de soberbia gritó aquel Non serviam!, cuya consecuencia fue verse arrojado a las más hondas simas de los infiernos. No sé que habrá de verdad en todo ello, pues la historia es difícil de encontrar en los textos sagrados, salvo una vaga referencia del profeta Jeremías.

Caída de Lucifer. Gustavo Doré
            Pero, fuese como fuese, mi amigo me pide solo que repare en una simple circunstancia: la enorme coincidencia de muchas lenguas a la hora de negar (no, non, nicht, ne, não, nie, niet, nu…), claramente opuesta a la disparidad de formas con la que se dice (, yes, oui, ja, sea, da, igen, nai…). Como la curiosidad siempre me puede, decidí ponerme a rastrear un poco. Llegué a conclusiones también curiosas.
            Por ejemplo, encontré que la raíz indoeuropea ne, que significa ‘no’, origina en latín, por acortar el campo de búsqueda y movernos solo en nuestro ámbito, tres raíces: ne-, nek-, in-. Son muchas la palabras en las que, sin que a veces pensemos en ello, se percibe esta raíz: necio (‘el que no sabe’), nefando (‘indigno de ser hablado’), neutro (‘lo que no es ni uno ni otro’). A veces, ne- se transforma en ni-, como vemos en nimio (‘no poco’, es decir, ‘escaso’) o nihilismo (de nihil o nihilum, ‘lo que no es ni un hilo’, razón que explica su significado ‘negación de todo principio religioso, político o social’).
            La forma nek- nos conduce a toda la serie de negar (denegar, renegar, negación…) o negligente (‘que no recoge’ ‘descuidado’). Por fin, la forma in- nos ofrece todo el grupo de inútil, informal, intolerante y un largo etcétera.

Antiguo mercado de Vegueta. Pedro Bonilla
            Pero hay dos palabras, y se lo digo a Zalabardo, que me causan verdadera sorpresa, porque deben ser incluidas en esta familia de la que hablamos y en principio no imaginaríamos. Una es negocio y otra es enemigo. “¿Y qué pinta aquí negocio?”, me pregunta Zalabardo. Debo explicarle que es una palabra formada por dos raíces latinas: nek- , ‘no’, como se ha dicho antes, y otium, ‘descanso’. Así, pues, negocio es ‘la ausencia de descanso’ y, por tanto, ‘ocupación, quehacer, trabajo’. Enemigo también está formado por dos raíces: la forma in, ya explicada, y amicus, ‘amado’, puesto que se deriva de amare. Por esa razón, un enemigo es ‘aquello o aquel no querido’. Y ya desusado en nuestra lengua es el sustantivo enemiga, ‘enemistad, oposición, odio’, palabra bastante común  en otras épocas y hoy apenas oída salvo en la expresión tenerle enemiga a alguien.

Jesús expulsa a los mercaderes del templo. El Greco
            Y como nuestras charlas desembocan muchas veces en temas insospechados, Zalabardo me pregunta si acaso habría que buscar por ese camino el origen del refrán Cuando el diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo, porque, piensa él, es indudable que no hay diablo tan ocioso que no ande siempre enredando, atento continuamente a su negocio. Ya a rebufo de sus palabras, le respondo que, si tiene razón, tal vez eso explique que haya tantos Luciferes que, llevados por su soberbia, todo lo centran en enmendar la plana a Dios, por lo que no cesan de airear el no continuado de su fundamentalismo. Un no que entienden sola y exclusivamente como negocio. Y, para algunos, bien productivo.