domingo, octubre 30, 2016

BAILARLE EL AGUA A ALGUIEN



            Ninguno ha escrito gramática, y hablamos la costumbre, no la verdad […] “Mire lo que le digo”, decimos todos, por “Óigame”; pues no se parecen los ojos y las orejas […] ¿Qué será “no dar sed de agua”, que tan frecuentemente se oye en las quejas de los amigos, y de los criados? ¿Y qué “hacer bailar el agua delante”? (Francisco de Quevedo)

            Ya Quevedo, según vemos arriba, se burlaba de la, al menos aparente, incongruencia de muchas de las expresiones que utilizamos. Dice bien que seguimos la costumbre y no la verdad, la lógica, cuando hablamos. ¿Por qué decimos una cosa y no otra? ¿Por qué pedimos que se mire lo que decimos y no que se oiga? Muchas de las expresiones que se emplean tienen, ciertamente una explicación muy clara. Así, estar hecho alheña (o fosfatina) para decir que estamos cansados deben ser expresiones que no tienen que extrañar a nadie. La alheña es un arbusto de cuyas hojas, molidas, se extrae un polvo usado para teñir. Y la fosfatina es un polvo de fosfato de cal, azúcar, fécula y otros ingredientes que se utiliza para papillas. En ambos casos hay un proceso de molido. De ahí que esas expresiones citadas signifiquen ‘estar cansado, agotado, destrozado’, como si a uno lo hubiesen molido.
            Pero lo cierto es que hay casos, le digo a Zalabardo, en los que la explicación no es tan sencilla o, incluso, en que difícilmente podemos encontrar una que sea válida a todos los efectos. Es lo que sucede con bailarle el agua a alguien. En el DRAE leemos que es ‘Hacer, por cariño o adulación, lo que se supone que ha de serle grato’. Covarrubias dice que es ‘servir con gran diligencia y prontitud; está tomada esta manera de hablar de las criadas que en tiempo de verano, cuando sus amos vienen de fuera, refrescan las piezas y los patines con mucha presteza, y el agua va saltando por los ladrillos y azulejos, que parece baile’. Diego Clemencín apoya esta versión e incluso defiende que el dicho tuvo su origen en Andalucía. Julio Cejador, en cambio, confiesa no saber el porqué de la expresión, aunque discrepa de la interpretación dada y la califica de pueril con la sencilla razón de que “jamás se ha visto tal costumbre”. Luego, trata de argumentar que puede significar ‘ofrecer agua’, ya que lo contrario es no dar a uno sed de agua. Por fin, Rodríguez Marín también se muestra escéptico con la definición de Covarrubias y dice que es ‘salir al encuentro de alguien para darle agua, echándola —bailándola en su presencia en un vaso— de la jarra o alcarraza en que estaba puesta a enfriar’.

            No obstante, le confieso a Zalabardo, yo me quedo con la opinión de Covarrubias por diversas razones. Apunto, antes de continuar, que bailar posiblemente proceda del griego πάλλειν, ‘agitar’. Contra lo que dice Cejador, si no dar sed de agua, según el Diccionario de Autoridades, se utiliza para ‘ponderar la miseria o falta de compasión de quien no da socorro o alivio a quien lo pide o se halla en necesidad’, no queda claro que bailar el agua, ‘adular o hacer lo que consideramos que será grato a alguien’ sea realmente ‘ofrecer agua’.
            Pero es que, además, me extraña que diga que esa costumbre mencionada por Covarrubias jamás se ha visto. Y me extraña aún más que Rodríguez Marín, paisano y que da nombre al instituto en que yo hice el bachillerato, en Osuna, no hable de ello. Porque allí, en mi pueblo, era costumbre, la recuerdo de cuando era pequeño, en verano regar los suelos y los patios. Por dos razones: una, que, en caso de ser suelos terrizos, se evitaba el polvo; y otra, que se mitigaba la temperatura. ¿Y cómo se regaba? Por supuesto que no con mangueras modernas ni con regaderas de las que tenían ‘alcachofa’. Se regaba con un cubo del que, con la palma de la mano se iba agitando el agua y rociándola sobre el suelo e, incluso, paredes, tal como Covarrubias dice. Es decir, el agua se agitaba, se la hacía bailar. ¿Para qué? Para conseguir frescor y bienestar.
            Por todo lo anterior, le digo a Zalabardo, no me extraña que de esa acción de regar un patio o un suelo para conseguir una estancia placentera se haya pasado a ese moderno bailar el agua, es decir, ‘adelantarse a los deseos de alguien para agradarle’, ‘adularlo’, ya sea por pura cortesía o con la escondida intención de obtener algo de esa persona. Pero esto, claro está, es una interpretación mía que no puedo demostrar documentalmente.

domingo, octubre 23, 2016

HISTORIAS DE PALABRAS: MARRANO



            Acudieron allí siete u ocho y se allegaron al corro, y como vieron que yo era español, dieron gritos a una voz: “¿Pues hay muertos y heridos de los nuestros y traéis aquí este marrano y no lo habéis muerto?” (Jerónimo de Pasamonte)

            Zalabardo comienza hoy preguntándome quién es este fulano Pasamonte, que traigo a la cita inicial de este apunte. Debo confesarle que tampoco yo lo conozco bien, fuera de que es un escritor de los siglos de oro, de que escribió una novela autobiográfica titulada Vida y trabajos y de que algunos lo señalan como figura inspiradora del Ginés de Pasamonte del Quijote. Pero lo que me interesa es que rastreemos un poco la curiosa historia del término marrano, que vemos que se le aplica.
            Consultando el Diccionario de la Real Academia, vemos que la palabra tiene los siguientes significados: ‘1. Cerdo. 2. Persona sucia y desaseada. 3. Persona grosera, sin  modales. 4. Persona que procede o se porta de manera baja o rastrera. 5. Dicho de un judío converso: sospechoso de practicar ocultamente su antigua religión’. Y, claro, no es que nos preguntemos eso de qué fue primero, el huevo o la gallina, pero sí nos entra la duda de qué relación hay entre unos y otros significados y cuál pudiera ser el originario. La cuestión no es tan fácil, aparte de que no encuentro en ningún lado que se diga que durante un tiempo también se aplicó como apelativo despectivo de español.

Condenados por la Inquisición
            Por eso, le digo a Zalabardo, he rastreado en otros diccionarios. En el de Nebrija de 1495 se dice simplemente que es el ‘cochino de un año’. En 1611, Covarrubias dice que es el ‘recién convertido al cristianismo de quien tenemos ruin concepto de él por haberse convertido fingidamente y pedir que se le exima de comer cerdo, carne que no le gusta’. En el mismo año, Francisco del Rosal, en un diccionario que pretende ser etimológico, afirma que es un ‘vocablo con que los moros llaman a los judíos’. Y lo explica diciendo que, en árabe, la palabra significa ‘nuevo o reciente, recién convertido’ y que por eso se llama marrana a la carne fresca de puerco. El Diccionario de Autoridades, de 1734 dice que es ‘maldito o excomulgado’. La Academia, en su diccionario de 1818, añade el significado ‘jabalí domesticado’, y en el de 1869, después de lo anterior, señala que por esa razón sirve también para la ‘persona sucia en su porte o proceder’. Por fin, en la edición de 1936, parece que volvemos un poco a los orígenes y se indica: ‘aplícase como despectivo a los judíos.” O sea, nada que nos haga pensar que a todos nosotros, los españoles, se nos llamó en Europa marranos.
            La palabra, en su origen, nos indican la Academia y otras fuentes, procede del árabe muharram, que significa ‘declarado anatema, cosa prohibida’. Y para judíos y musulmanes, la carne de cerdo es algo prohibido, será, naturalmente,  muharram, es decir marrano. Ya tenemos, a lo que parece, que el significado originario de marrano es cerdo.
            Desde 1492, en nuestro país se comenzó a mirar con suspicacia a los judíos. Se los consideraba enemigos claros del cristianismo y se dudaba de la sinceridad de su conversión. La Inquisición, implacable en su tarea de no consentir ninguna clase de heterodoxia, los persigue con saña. Resultado: masiva emigración de judíos hacia otros estados de Europa. Unos, porque no querían renegar de su fe; otros porque temían que no se creyera en su conversión. La mayoría, porque se los expulsó. Frente a los pocos que quedaron, nunca desapareció la intolerancia y el fanatismo que alentaba la sospecha de que toda conversión era fingida. Así que se los comenzó a llamar, de manera despectiva, marranos, porque no renunciaban a mantener su abstinencia frente a la carne de cerdo.

Alejandro VI
            Pero hay algo que se suele pasar por alto y que expone muy bien Karl Vossler en su libro Algunos caracteres de la cultura española. El celo excesivo de la Inquisición tuvo otro efecto, relacionado con el miedo a aquel tribunal. La conciencia religiosa de los españoles se sintió profundamente inquieta. Fueron tantos los mahometanos y judíos que hubo en nuestra tierra que el cruce de razas se hizo inevitable. Por ello, ante el gran número de cristianos nuevos, que, al ser forzados muchos lo eran también solo en apariencia, surgió la preocupación por demostrar por cualquier medio que se era “cristiano viejo”. Eso intensificó nuestra desconfianza hacia los conversos, los marranos, y de modo paralelo intensificó nuestro fundamentalismo religioso. Por eso en Europa, que se había llenado de emigrados semitas españoles sospechosos de islamismo o judaísmo, se consideró el cristianismo español afectado, exagerado e intolerante, hasta el punto de que el apelativo marranos que se aplicaba a los conversos se extendió a todos los españoles. El propio Lutero atacó al papa Alejandro VI, de la familia Borgia, llamándolo “catalán, marrano y circunciso”.
            Esta última acepción, marrano/español, es curiosamente la que no aparece en ningún diccionario, aunque hay bastantes muestras de su empleo en la literatura de aquellos años. Por eso incluyo el texto de Pasamonte, que cuenta una reyerta de soldados españoles con habitantes de un lugar de Calabria en la que, habiendo él resultado herido, al acudir otras personas a socorrerlos, viendo que él era marrano, es decir, español, lo dejaron para atender primero a los que eran de aquella tierra.

domingo, octubre 16, 2016

SER UN PRIMO O HACER EL PRIMO



Manolo.—¡Que me ahoga!
Amparo.—¡Por Dios, señor Adrián…!
Adrián.—Y ahora, solo con verte ahí, en el suelo, ya estás declarando que no soy un primo. ¿Lo ves como no soy un primo…? ¿Lo ves tú, Amparo? Pues me basta.
           (Carlos Arniches)

Infante don Antonio Pascual de Borbón, el primo.
            ¿Qué puede hacer que una palabra que siempre ha tenido un significado enormemente positivo pase, de buenas a primeras, como quien dice, a expresar menosprecio y burla hacia alguien? Eso es lo que le aviso a Zalabardo que intentaré aclarar en este apunte.
            La palabra primo procede de la latina primus, ‘el primero, el más importante, el principal, la parte anterior…’ De su unión con capio surge princeps, ‘el primero en el combate, el jefe, el guía, quien dirige…’ Remontándonos a su etimología, vemos que se relaciona con proa, primicias, próximo, prior, protón, privilegio, etc.; pero explicar esa relación sería extenso y quizá no muy divertido. Le digo a Zalabardo que, incluso en matemáticas, hay unos números a los que se les llama primos (los que solo son divisibles por sí mismos y por el 1) porque son los primeros, los fundamentales, a partir de los cuales se obtienen los demás por medio de la multiplicación. Los demás se llaman compuestos.
            Si cogemos el DRAE, leemos que primo es: ‘1. Primero; 2. Primoroso, excelente; 3. Hijo del tío de una persona; 4. Tratamiento que daba el rey a los grandes de España en cartas privadas y documentos oficiales.’ Y, de pronto, como a traición, aparece: ‘5. Persona incauta que se deja engañar o explotar fácilmente.’ Y el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, se dice que hacer el primo es ‘dejarse engañar, o actuar de modo que otros se aprovechen de su bondad o generosidad.’ ¿Cómo se llega a esa definición de primo y a la expresión ser un, tomar a alguien por o hacer el primo?

Mariscal Murat, duque de Berg
            Para explicarlo, tendremos que regresar a la acepción número 4 y volver los ojos a un determinado periodo de nuestra historia, 1808. En aquellos malhadados años de Carlos IV y Fernando VII en que Napoleón metió las narices en nuestros asuntos y se produjo la vergonzosa huida, marcha o como se le quiera llamar a Bayona de nuestros reyes, las tropas francesas ya se habían aposentado en nuestro país y, aunque aparentemente dejaron funcionar las instituciones, como el Consejo de Regencia, lo cierto es que eran ellos quienes decidían lo que había que  hacer.
            Al frente de este Consejo quedó el infante don Antonio Pascual de Borbón, hermano de Carlos IV, hombre, aunque bondadoso, bastante pusilánime. Aunque hermano del rey, su tratamiento era primo. El pueblo no vio con buenos ojos este secuestro de la familia real y pedía su vuelta. Hubo protestas y resistencia frente a los franceses.
            El mariscal Joaquín Murat, comandante de las fuerzas de ocupación, se sintió obligado a enviar al infante una carta que comenzaba: Señor Primo, Señores miembros del Consejo de Regencia; el comienzo parecía respetuoso con el tratamiento correspondiente, aunque la carta seguía con tono amenazador: Anunciad que todo pueblo en que un francés haya sido asesinado será quemado inmediatamente [...]. Que los que se encuentren mañana con armas, cualesquiera que sean, y sobre todo con puñales, serán considerados como enemigos de los españoles y de los franceses, y que inmediatamente serán pasados por las armas.... Y concluía: Mi Primo, Señores del Consejo, pido a Dios que os tenga en santa y digna gloria.
            Ni el infante don Antonio, ni la Junta de Gobierno, ni el Consejo de Regencia hicieron nada ante la dura represión que los franceses llevaron a cabo.  No así el pueblo, que se enfrentó a los invasores. Ya sabes, le digo a Zalabardo, aquello del 2 de mayo, de la Guerra de la  Independencia y demás. He leído en algunos sitios que por el pueblo de Madrid, ante la actitud de Murat, comenzó a extenderse la expresión Nosotros no somos el primo, es decir, no se dejaban amilanar por las amenazas como el bonachón infante don Antonio, primo del rey.

Números primos
            Y debe ser así, supongo. Porque en el Diccionario de Autoridades, (1726-1739) no aparece esta acepción de primo. No la encuentro hasta el Nuevo diccionario de la lengua castellana, de Vicente Salvá (1846), que dice: ‘Tonto, bobalicón; y así se dice: no quiero pasar por primo; ¿me ha tomado Vd. por primo?’ En el Diccionario de la Academia no entrará hasta la edición de 1852: ‘Hombre simplón y poco cauto’. Por la fecha, los dos casos son cercanos, aunque posteriores, al hecho relatado.

sábado, octubre 08, 2016

SOBRE EL COMPROMISO DEL ESCRITOR



No hay más escritor comprometido que aquel que se jura fidelidad a sí mismo (Camilo José Cela)

Ilustración de Fernando Vicente en El País
            En 2016, este año que se nos va, celebramos el nacimiento de tres grandes figuras de nuestras letras, Blas de Otero, Camilo José Cela y Antonio Buero Vallejo (citados según fecha de nacimiento, para que nadie busque interpretaciones). Sus peripecias fueron dispares, la valoración en que se tienen, también. Cela, no solo por eso del Nobel, suena más. La novela aún tiene mayor predicamento que el teatro o la poesía. Aparte de ello, hay elementos de sobra para que las cosas sean así.
            Hace poco, comento con Zalabardo, ha salido una edición conmemorativa de La colmena bajo los auspicios de la Asociación de Academias de la Lengua Española. ¿Merecida? Por supuesto; no seré yo quien discuta los méritos universalmente reconocidos del  escritor gallego. A un escritor se lo ha de juzgar por lo que escribe. Cualquier otro detalle debe analizarse en ámbitos diferentes.
            Sentado esto, lo que me desazona es que el nombre y la figura de los otros dos, el vasco y el castellano-manchego, se mantengan un poco en la penumbra a la hora de las conmemoraciones. Admito que una visión comparativa de la obra conjunta de cada uno haga inclinarse la balanza a favor de Cela, pero, repito, no creo que los otros merezcan ese silencio.
            En la vida artística de los tres hay bastantes elementos concomitantes. Sus figuras fueron capitales para que nuestra literatura saliera del adocenamiento y silencio impuestos por el régimen de Franco. Allá por los años 50, a ellos se debe el nacimiento de la tendencia que denominamos literatura social. Hubo más nombres, claro está, pero los suyos están a la cabeza. Obras suyas, en los diferentes géneros, abrieron el camino (Historia de una escalera, de 1949, en teatro; Ángel fieramente humano, de 1950, y Redoble de conciencia, de 1951, en poesía; y La colmena, de 1951, en novela). Pero no solo es cuestión de fechas, pues hay más. Los tres padecieron por su insumisión. A Buero no es solo que le pusiesen trabas para poder estrenar; en 1939 fue condenado a muerte, aunque luego se le conmutara la pena. A Blas de Otero se le negó la concesión del premio Adonais porque, a juicio del jurado, Ángel fieramente humano era un libro que infringía la ortodoxia religiosa; y Cela, bien sabido es, tuvo que publicar su novela en Buenos Aires porque la censura se la echó para atrás más de una vez. Curioso caso este último. Cela, funcionario de la censura, hombre del régimen que incluso se ofreció como delator, pasó por el trago de probar su propia medicina y ver cómo se le impedía publicar.
            Podría decirse, le digo a Zalabardo, que, por la repercusión que tuvieron, los tres fueron escritores comprometidos, aunque cada uno a su modo. El compromiso literario con la renovación los une. Pero el compromiso ético fue distinto. Otero y Buero mantuvieron, pese a las trabas, el compromiso social, personal y literario a lo largo de toda su vida; Cela solo fue fiel al compromiso literario y, quizá, al personal. Por eso encuentro lógicas sus palabras, las que encabezan este apunte, que escribió en el prólogo a la quinta edición de su novela, en 1963. Otero y Buero no abandonaron nunca la lucha interior y la ideología que presidieron las obras con las que se dieron a conocer. Cela, en cambio, no fue leal más que a sí mismo, ese fue el compromiso al que nunca renunció.
            Por eso me sabe mal que, sin negar la justicia del reconocimiento de sus altos valores literarios, nos olvidemos de reconocer los de quienes con él comparten centenario.